Lun26Jun202318:57
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

Símbolos de papel

Símbolos de papel

El Tito era todo un filósofo, y hasta tuvo una de esas muertes trágicas reservadas a los grandes de la disciplina. Es una pena que los académicos no supieran del titismo y su doctrina se perdiera, pero desde su mesa del bar Smidel, atendiendo un puesto de canje de libros y revistas por la ventana entreabierta, trascender al ámbito intelectual era imposible. No había Internet en ese entonces, y de poco le habría servido un foro en el que el multitudinario fragor de los imbéciles acalla cualquier expresión de sabiduría.

Lo cierto es que por la esquina de 8 de Octubre y Smidel no andaban muchos eruditos, y si el azar hubiera querido que alguno pasara por ahí; si del banco de enfrente, tras engordar su caja de ahorros, cruzara una lumbrera famélica en procura del famoso puchero de la mamá de Jesusito, que regentaba el bar en aquel tiempo, difícilmente habría reparado en el Tito o se daría cuenta —porque los prejuicios conspiran contra el entendimiento— de que en el puesto de ese hombre desgarbado, con barba siempre incipiente y camisa de felpa a cuadros, al estilo de los leñadores canadienses, que consistía en una tabla apoyada en dos caballetes bajo la ventana, del lado de afuera, y cajones de cerveza a modo de estantes, no era casual encontrar con las revistas de Supermán a Saratustra, a Nicolás de Cusa entre los fascículos de El monje loco, o las Novecientas tesis de Pico della Mirandola sobre una pila de Daniel el travieso.

No sé si quedó claro: el Tito era cínico, pero no como Diógenes o Antístenes, porque conservaba la modestia proverbial de Sócrates, aunque, como él decía: «aderezando su mayéutica con unas gotas de limón».

Cierta vez, a un tipo que se debatía entre edificar y vender su terreno para comprar otro mejor ubicado, porque un ladrillo cuesta lo mismo en todos lados, pero el valor del muro que construye depende del barrio, le dijo que lo importante no era dónde hiciera el muro, sino si Aquiles llegaría a él antes que la tortuga.

Yo estaba en la mesa de al lado, tratando de explicarme por qué si la plancha de ravioles traía cuarenta y ocho, la mamá de Jesusito servía siempre veintidós, barruntando una metódica doble cata para encontrar ese punto al dente que tanto me gustaba, cuando al oír aquello paré la oreja y miré la cara de desconcierto del tipo. El Tito, conminándolo a que le invitara otra grappa, agregó que todo era ilusión, incluyendo el movimiento de la tortuga, el de Ulises y, sobre todo, la propiedad de un terreno.

—Es el apetito de espacio, el resabio del instinto de territorialidad lo que nos hace creer real la propiedad concedida por un papel —dijo, y como el tipo seguía en Babia, continuó—: Usted, distraído por la complejidad del símbolo, cree ser dueño de un lote, pero ignora deliberadamente que, si en verdad lo fuera, poseería también una pirámide invertida que va desde la superficie del terreno hasta el centro de la tierra, con toda su provisión de magma, diamantes, petróleo y metales preciosos. Ignora además que esa pirámide se extiende infinitamente hacia arriba, agregando a su patrimonio todo el aire que está sobre el terreno y un número cambiante e indeterminado de estrellas, asteroides y planetas. Pero usted no posee diamantes, petróleo ni estrellas, y es tan dueño de ese terreno como del aire que tiene encima… —el tipo se paró de golpe con el rostro desencajado y dijo enojadísimo:

—¡Ah, ya entiendo!… Sepa señor, que soy un hombre trabajador que ha dedicado su vida a forjarse un patrimonio, y detesto a los envidiosos. ¡Lo que usted tiene es envidia! ¡Pura envidia!… Siga aquí sentado señor, viendo pasar la vida por esa ventana y burlándose de la gente honrada…

Mientras el tipo pagaba las grappas y salía del bar con paso marcial, el Tito sonrió y me guiñó un ojo.

Ese día tomé café en su mesa por primera vez, oyéndolo hablar de lo difícil que era para la mayoría considerar postulados filosóficos contrarios a su conveniencia. Dijo que los intereses mezquinos le hacían temer la muerte de la filosofía; que la idea de una sociedad de individuos egoístas era ridícula, contradictoria, incapaz de soportar el escrutinio más elemental, y agregó triste: «Daría risa, si no fuera tan horrible».

Desde entonces, siempre que pude almorcé en su mesa. Le debo mucho al Tito. Fue por él que no estudié Derecho, como mi padre y mi abuelo, y me inscribí en Filosofía y Letras. Sé que no pretendía convencerme de eso, pero un día que yo andaba resentido con mi viejo, ya ni recuerdo por qué, me dijo que ciertas costumbres humanas eran antinaturales, que hasta las plantas hacían todo lo posible por alejarse de la sombra paterna, y no había semilla que no hubiese inventado alguna ingeniosa forma de evadirse.

—Las hay con espinas diminutas, que se fugan prendidas al pelo de un animal —explicó—, otras vuelan con alas helicoidales o liviandades insólitas, o viajan en estómagos e intestinos, pagando el pasaje con frutos dulces y aromas embriagadoras… La libertad es el mandato primordial de la naturaleza. Solo el hombre, ese animal contra natura, encuentra placentera la falsa comodidad del sometimiento.

El tiempo pasó. Fui a la universidad a salvar exámenes, recitando de memoria sabiduría ajena, sin abandonar la educación que recibía del Tito en el bar Smidel, mucho más rica que la de los catedráticos, impartida entre risas y sarcasmos, hasta que faltando poco más de un semestre para licenciarme, ocurrió la desgracia que me hizo cambiar el rumbo y me trajo hasta esta página que escribo y acabará en un cajón, junto a otras que tampoco justifican mi decisión.

Ocurrió a media tarde. Yo estudiaba en mi departamento, a metros del Smidel, y escuché tres explosiones. Cuando me asomé a la ventana pensando en cohetes y motores mal afinados, la gente corría hacia la esquina. Bajé, me abrí paso hasta el bar y vi al Tito sentado con la cabeza hacia atrás y el pecho tinto en sangre. Todos sabíamos que su verdadera fuente de ingresos no eran las revistas, sino las apuestas clandestinas, así que imaginé deudas impagables y caballos dopados hasta que reconocí, tendido en el suelo boca abajo, con Jesusito y otros dos parroquianos encima, al tipo del terreno imposeíble y supe que él lo había matado.

Cuando llegó la policía me sacaron del bar. Regresé al rato para enterarme de que el tipo entró, le gritó varios insultos hablando de pirámides y estrellas, y cuando el Tito dijo algo parecido a: «La tierra no es de nadie porque el aire no es de nadie» —la frase pudo ser otra; hubo varias versiones—, le metió tres tiros.

La prensa refirió el asesinato tildándolo de misterioso e inexplicable, pero unos días después supimos por un policía que almorzaba en el Smidel, que el tipo, años atrás, había vendido su terreno para comprar, con enorme sacrificio, otro muy bien ubicado, sobre una importante avenida. Apenas terminó de construir, hundido en deudas hasta las orejas, el municipio decidió hacer un viaducto justo frente a su casa, así que le expropiaron el terreno, indemnizándolo por decreto con el monto correspondiente al aforo oficial, es decir: una miseria con la que no podría siquiera saldar sus deudas. ¡Se había quedado sin nada! No le dejaron ni el símbolo de papel.

Supongo que en su desesperación, la realidad ilusoria del pobre tipo, alterada por la rabia y el resentimiento, señaló al Tito como responsable de su desgracia. Quién sabe. De lo que sí estoy seguro es de que el Tito, en los albores de la muerte, tuvo una epifanía. No sé cuál, pero su cadáver, con la cabeza hacia atrás, mirando al techo, tenía esa sonrisa inconfundible, un poco ladeada y llena de sarcasmo que esbozaba cuando descubría una verdad inmensa o develaba, oculta en lo cotidiano, alguna de esas sinrazones que lo convencían un poco más de lo absurdo que era el mundo.

Tardé mucho en reponerme de la muerte del Tito, y durante el duelo decidí cambiar de carrera. ¿Qué podía esperar un filósofo titista? ¿Ser desollado como Hipatia, enterrado en mierda como Heráclicto, quemado vivo, a lo Bruno?… Lo más probable, considerando que la cicuta no está de moda y soy muy cobarde para aguantar la respiración hasta la muerte, era que acabara con tres tiros en el pecho, así que revalidé materias y me licencié en Literatura. Tomé a mi cargo su puesto de revistas, la cartera de ludópatas, y aquí estoy, en mi mesa del bar Smidel, mintiendo la verdad de la forma más inocua posible para no despertar a nadie de sus sueños, disimulando mi titismo en la ficción, con esperanza de que nadie me tome en serio.

Pero a veces, mientras escribo, creo oír la voz del Tito y siento un miedo irracional a que en cualquier momento entre al bar alguien enojado, se me plante enfrente con uno de mis libros en una mano y el revólver en la otra, me apunte al pecho, y al fin me entere de por qué el Tito murió sonriendo.

5 valoraciones

4.8 de 5 estrellas
Cris Morell Burgalat
Jurado Popular
  • 141
  • 11
hace 1 año
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hace 1 año
Comentario:

Me encantó. Me fascina tu habilidad para tirar ideas, bajar línea, culpando de esas palabras a tus personajes.

Cuando decís: "No sé si quedó claro: el Tito era cínico..." a mí nada de lo dicho anteriormente me lo podía dejar claro, o algo no entendí.

En el 5to. párrafo "la mamá se Jesusito" se en lugar de "de".

En el final, donde dice :, "considerando que la cicuta no está de moda y soy muy cobarde para aguantar la respiración hasta la muerte..." yo pondría:  "considerando que la cicuta no estaba de moda y mi cobardía para aguantar la respiración hasta la muerte..."

Final impecable.

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    Hola, Patricia. Puse que el Tito era «cínico» con doble acepción, filosófica y coloquial. Creí que poner la «Docta Ignorantia» de Nicolás de Cusa con la revistas de «El moje loco», al superhombre de Nietzsche con Supermán y a Pico della Mirandola (niño prodigio de la filosofía y el adulterio) con Daniel el Travieso serían indicios suficientes, pero me equivoqué. En cuanto a lo demás, tomo nota. Gracias por la lectura y las sugerencias. Un abrazo.
    • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
      @PatriciaMesiano01 Hola de nuevo, Patricia. Ése, precisamente, fue mi equívoco, y lo cometo a menudo. Sé que sos una persona culta y sin embargo, el mensaje no fue claro. Me encierro demasiado en mis propias elucubraciones sin considerar al lector, que debería ser el destinatario del cuento. Gracias de nuevo (ya corregí el 5to párrafo). Un abrazo.
    • Patricia Mesiano hace 1 año
      No es que te hayas equivocado, es que yo no soy lo suficientemente culta para comprender cabalmente tus textos.
      Imaginé que eran cosas dirigidas a lectores muy diversos, pero no asocié esa relación con el cinismo.
      Abrazo.
samir karimo
Jurado Popular
  • 201
  • 27
hace 1 año
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hace 1 año
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hace 1 año
Comentario:

Bellísima estampa del lumpen sabio que nos recuerda un poco los personajes de Arlt o Marechal, con una impronta personal que sólo Díaz ha sabido imprimirle.

Extraordinario. 

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    Hola, Víctor. Me alegra haberte recordado a esos gigantes, pese a la enorme distancia entre mi pequeñez y su estatura. Gracias por la lectura y el comentario. Un abrazo.
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