Mié12Jul202310:17
Información
Autor: Patricia Mesiano
Género: Cuento

La ñata contra el vidrio

La ñata contra el vidrio

De chiquilín te miraba de afuera

como a esas cosas que nunca se alcanzan…

la ñata contra el vidrio

en un azul de frío

que solo fue después viviendo,

igual al mío.

Fragmento de Cafetín de Buenos Aires,

de Enrique Santos Discépolo.

La pequeña Sandra escuchó mil veces el tango Cafetín de Buenos Aires en un viejo vinilo que pertenecía al que sus padres llamaban el tío solterón, gran conocedor de ese ritmo y excelente bailarín. El tío Pepe fue a vivir con su hermano al perder el empleo, con cincuenta y nueve años; tenía el paso cansino, exhalaba desánimo y dejaba adivinar un dolor insistente que afloraba, sin su consentimiento, de sus ojos siempre húmedos. Aún recordaba la mesa en la cual había llorado su primer desengaño, y todos los otros.

La niña tenía el objetivo que le transmitió su madre: que Pepe lograra recuperar sus ganas de vivir. A Sandra le dolía la pena que intuía, aún sin comprenderla plenamente, y compartía con gusto las canciones favoritas de su tío. Con verdadero interés le preguntaba el significado de las letras e intentaba hacerlo reír.

Escuchaba, embelesada, cómo le cantaban a ese café de una Buenos Aires que apenas comenzaba a conocer; la estremecía esa letra y se imaginaba con la ñata contra el vidrio, espiando, aunque no sabía muy bien qué. Solo conocía de esos sitios el amor que por ellos le había transmitido Pepe, quien contó en sus charlas las características de las mesas, mostradores, pisos, lámparas y algunos otros detalles de la decoración de los cafés que más frecuentaba. Narró, sin darle mayores precisiones, la historia de su gran amor, que había comenzado un domingo soleado, con dos submarinos con churros en el Café Tortoni; y terminado frente a dos cortados en Los 36 Billares, a las tres de la mañana de un sábado lluvioso.

No había pasado un año desde que Pepe y su sobrina habían iniciado esos encuentros cotidianos, cuando Sandra se vio obligada a escuchar en soledad los discos de pasta. Los heredó, junto al amor por la noche y la bohemia de los cafetines.

El tango ligaba a esos sitios de encuentro con la filosofía, relación que sus quince años no le permitieron entender, hasta que encontró su propia filosofía de vida. Tampoco lograba desentrañar el significado de esa frase: …en un azul de frío, que solo fue después viviendo, igual al mío…, y si bien dedujo que no se refería al clima, lo comprendió mejor cuando ese frío la doblegó.

Creció de prisa y a los empujones. Con dieciséis años comenzó a limpiar casas y oficinas, y a los dieciocho se mudó a una pensión. A todo lo que le sucedía intentaba encontrarle su lado bueno, eso la salvó de sucumbir en muchos acantilados.

Luego de una larga temporada de incertidumbres y escasez de recursos, Sandra consiguió un trabajo mejor retribuido. Comenzó a compartir un modesto apartamento con una amiga. Parecía que el futuro comenzaba a encarrilarse. Fue entonces cuando pasó frente a un bar y se sintió dominada por aquella vieja sensación, entró y ya no pudo detenerse. Quiso colocar su nariz, que de ñata nada tenía, contra todos los vidrios que iba encontrando; sentía que espiando esos interiores conocería el mundo.

Comenzó a abrir cada puerta con el silencioso respeto con el que se entra a un lugar mítico, tratando de descifrar su energía; y creyó escuchar los secretos que se contaban, en voz baja, los espectros que habían decidido quedarse a vivir allí.

Entendió que la finalidad de los sitios que comenzaba a amar no se limitaba al consumo de alguna bebida o comida ligera, o al descanso, sino que iba mucho más lejos. Los vivió por fin, y forjó en los bares sus amistades, aprendió a pensar, a dudar, a discutir, a callar...; también se enamoró varias veces y cargó sentimientos de abandono que la acompañaron siempre.

Supo que entre esas paredes se discutieron y tomaron forma muchísimas ideas, y que también quedaron dormidas, o muertas sobre sus mostradores, las más grandes ilusiones. Creía, pues, que ideas e ilusiones existían y estaban allí; vagando, almacenadas, o tal vez jugando entre ellas, ya que por algo eran hermanas.

Los recorría, los vivía. De estilo art nouveau, renacentista, le daba igual. Lo que se imponía en su enamoramiento era la sensación de que esos lugares albergaban todo el fervor compartido allí, y todo el dolor y el miedo que la gente había intentado espantar. Hasta creía poder sentir la construcción y destrucción de proyectos que estuvieron madurando en sus mesas.

Fue visitando y escudriñando cada detalle de los cafés tradicionales, cuyas historias conoció en el libro que le regaló José Luis González, dueño de un boliche, alguien que fue muy importante en su vida. Ella lo amó profundamente, sin atreverse nunca a pedirle que se quedara, ni que la llevara con él. Había muerto Franco y la patria lo esperaba. A su pequeño pueblo del norte español volvía sin su esposa, pero no podía llegar con otra, con una jovencita extranjera quien sería considerada una amante; no, él sentía que no podía, y ella lo aceptó.

No era su intención dedicarse a lo que se dedicó, pero Sandra ya no era una jovencita, no conseguía trabajo como limpiadora, ni siquiera en fábricas; ya no sabía cómo hacer para seguir sobreviviendo. En ese momento le llegó la idea, se la transmitió una amiga que se ofreció a ayudarla. Le pareció una solución temporal, pero terminó siendo su destino. Dedicarse a fingir es lo que hace gran parte de la población, se dijo, y ese pensamiento la alentó; dedujo que, profesionalizar y utilizar esa mentira, aceptada y compartida, no era tan malo. Lo siguió haciendo sin pensarlo más; trabajaba por su cuenta (y riesgo), en los que llamó museos de la vida.

Con el tiempo tomó la decisión de comenzar a retratar los exteriores, y tomarse fotos en rincones de los cafés que más le gustaban. En esas imágenes nunca faltaba algún objeto iluminado en demasía; ella quiso creer que era evidencia de los seres que se negaban a abandonar aquellos espacios.

En el bar que utilizaba para captar clientes, con un doble bien cargado delante, abrió el resultado que decía lo que ya sabía: tenía los días contados, en ese mezquino resto se adivinaban enormes sufrimientos. Estaba a punto de llorar cuando vió que el mozo, con su poco disimulado gesto, le señalaba a un señor mayor el rumbo de lo que buscaba. No era el día y mucho menos el momento adecuado, pero en sus años de profesión jamás había visto tanta pena junta, ni un rostro suplicando así una palabra de comprensión, ni una piel que reclamara de tal modo una caricia. Total, se dijo, lo entretengo un rato, y charlar me hará bien a mí también; aceptó con cortesía la invitación del señor, y le regaló algo de lo que estaba necesitando.

Él contó sus nacimientos y sus muertes; decoró el paseo con colores exóticos que seguramente no existieron, y minimizó sus angustias por no volver a sufrir. Ella preguntó lo justo, demostrando interés sin ser atrevida, sabía muy bien cuál era la medida. Se produjo un silencio, que Sandra llenó enseguida para que la situación no fuese más chocante. Le agradeció la enriquecedora charla con la cual, de algún modo, ella también había conocido otros sitios. «Yo nunca salí de Buenos Aires», le contó. A renglón seguido le pidió disculpas y le dijo que necesitaba estar un rato sola, que había recibido una noticia muy importante y sentía que era el lugar y momento de digerir su contenido. Mientras hablaba colocó su mano encima del sobre. 

—Si tiene ganas de venir mañana —le aseguró, mintiendo por última vez— aquí me encontrará.

«Acá están todos locos, pensó el hombre mientras se alejaba. Una puta, en lugar de decirme su tarifa, me da charla y me invita para el día siguiente».

En su mochila Sandra había llevado la decisión, el valor y las pastillas. Sentada frente al espejo, esa noche no espió las vidas ajenas, repasó la suya. Pasó en limpio la filosofía que la había guiado, y comprendió que el azul de frío del tango preferido de su tío, le estaba calando los huesos. Se quedó allí, en la silla tan perfecta de esa mesa que la cobijó como ninguna; con el sabor del café en su boca y su fantasmita preferido sonriéndole como jamás le había sonreído la vida.

Al día siguiente el cliente regresó, con menos ganas y más curiosidad; el mozo le contó lo sucedido.

—¡Mierda, si hay gente más jodida que yo! —respondió apesadumbrado. Salió, se sentó en el bar de enfrente, e intentó entender qué estaba buscando.

    1. .

Autoras: Adriana Mesiano y Patricia Mesiano.

Del libro Leer tomando café, publicado en Amazon.

2 valoraciones

4.5 de 5 estrellas
hace 1 año
Comentario:

Excelente relato. ¡Felicitaciones!

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hace 1 año
Comentario:

Un relato muy bien llevado, que uno hasta puede sentirse también un poco protagonista, porque se ha imaginado historias, reales o no, en esos lugares mágicos que son los viejos bares de cualquier ciudad.

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  • Patricia Mesiano hace 1 año
    Sí, cierto, los cafés tienen mucha magia. Cuántos escritores crearon en ellos; y cuántas historias los tuvieron de marco natural.
    ¡Y cuántas historias nuestras comenzaron, pasaron o terminaron en algún bar...!
    Gracias por comentar.
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