Con el paso de los días, don conejo comenzó a notar que doña coneja había cambiado, ya no le gustaba andar con él por los pastizales de la pradera, ya no compartía con él sus zanahorias, y le molestaba sobre manera que él, se le acercara. Sin embargo, cuando don conejo le preguntaba por su actitud, ella le decía que eran cosas de él, que ella era la misma, que no había cambiado.
Una mañana, doña coneja se acercó a don conejo para darle una gran noticia, le dijo que estaba embarazada y aunque don conejo, ni siquiera se acordaba de la última vez que habían estado juntos, se alegró muchísimo, porque tenía la esperanza que aquel bebé salvaría su relación, y así fue, doña coneja se volvió más cariñosa, más atenta y los dos disfrutaron de aquella preñez que los había unido de nuevo.
Cuando llegó el momento del parto, don conejo estaba muy nervioso, caminaba de un lado a otro, preocupado por el bienestar de su coneja y de su conejito, hasta que una enfermera se acercó para decirle que ya podía conocer a sus hijos. Cuando entró a la habitación se sorprendió por el tamaño de su retoño, por sus cascos en las patas, por su hocico enorme, por su pelaje gris y áspero, por sus orejas largas y puntiagudas, y se asombró más por su rebuzno a todo pulmón que dejo ver, según él, la marca hereditaria de sus ancestros, un par de dientes gigantes. Entonces le dijo a doña coneja con todo el sentimiento que le surgió en ése momento:
“[…]Ay mi amor, que feliz me haces, pariste a todo un conejón”.
Y vivieron felices por muchos años más, hasta que don conejo se dio cuenta que, doña coneja, lo había engañado porque su segundo hijo, maullaba igualito a don gato, el vecino.
CHECHO.