Gustavo sabía que el tiempo se le terminaba. En el fondo, era consciente que cada respiro que daba podía ser el último y no quería irse de este mundo sin haber terminado de escribir su obra maestra: “El libro de los muertos”. Y aunque sabía que ya existía una novela con ese título, esta era diferente; porque aquí no se narraba una novela de ciencia ficción, ni terror “barato” como él solía referirse a las novelas de misterio o asesinatos. No, aquí se plasmaban crímenes reales: torturas detalladas muy meticulosamente escritas con la misma frialdad como los asesinatos que se habían cometido.
Durante años, Gustavo intentó sin resultado alguno hacer que uno de sus múltiples libros escritos llegasen a tener un éxito en ventas o, por lo menos, que fueran reconocidos por su alto nivel de calidad. —¡A la mierda! — se dijo un día. —Si quieren leer porquerías, pues ese gusto les voy a dar—, y tiró a la basura todos sus escritos. Esa misma tarde comenzarían los asesinatos, dando vida a ‹‹El libro de los muertos››.
Pero aún no estaba terminado, y algo en su interior le decía que su salud empeoraba día con día. “Un asesinato más, tan sólo uno más”, pensó mientras veía las últimas siete hojas en blanco que culminarían lo que sería su obra maestra que pasaría a la posteridad… Estaba desesperado, necesitaba una víctima más, un último crimen y podría morir en paz.
Y cuando creyó que todo estaba perdido, una luz, un milagro llegó a su puerta, era Elena, una joven hermosa de tan sólo veintidós años que solía visitarlo de vez en cuando: “Perfecto”, pensó mientras su sonrisa aparecía en su cansado rostro. Así que la hizo pasar y no perdió el tiempo para preguntarle— ¿Tienes algo para mí?
—Sí, un imbécil de cuarenta y cinco años, que chillaba como cerdo mientras lo destazaba en vida— le dijo la joven.
—Bien, comienza a relatarme todo— le dijo Gustavo, mientras se sentaba en el escritorio, agarraba un lapicero para terminar lo que sería el final de su obra maestra, ‹‹El libro de los muertos››
© Cuauhtémoc Ponce.