«Cada uno acepta lo que va descubriendo de sí mismo en las miradas de los demás,
se va formando en la convivencia…».
Juan Carlos Onetti (“La vida breve” -1950)
El amanecer empezó a colarse por la cortina y Arce hundió la cara en la almohada, buscando en vano sumergirme en algún pensamiento ajeno a Brausen. La noche anterior había vuelto a encontrarlo, cumpliendo su destino inexorable de coincidir cada tanto en cualquier parte, como si el instinto los guiara por motivos y sendas diferentes a la misma ciudad, al mismo bar y a la misma hora. Arce acababa de llegar a París para asistir a una subasta de arte y Brausen celebraba, solo, la venta de unos miles de toneladas de arroz o trigo. Hacía años que sus mundos se superponían sin patrón, con frecuencia incierta, provocando siempre la misma alegría en ambos e idéntica fascinación ante la peculiaridad de sus encuentros: sin importar que el último hubiera sido horas, semanas o meses antes, continuaban con su charla como si jamás la hubieran interrumpido; por eso Arce no se sorprendió cuando le sirvieron el whisky y escuchó de pronto a Brausen: «Le decía, amigo mío, que el mundo es una mascarada; un carnaval en el que todos llevamos antifaz y nadie sabe quién es el otro». Arce alzó la cabeza y vio a su amigo sentado frente a él, haciendo girar el vaso vacío entre sus dedos. Sonreía. Arce volvió a su argumento del encuentro anterior: «Muchos son así, de acuerdo, pero “todos” es demasiada gente… Yo al menos trato de ser auténtico; vivo como quiero y no me importa qué piensen los demás». Brausen soltó una risotada estrepitosa y le señaló su vaso al mesero:
—Usted y sus ganas de creer que las reglas se definen por sus excepciones… No, Arce; vivir es actuar el papel que otros escribieron para nosotros —el mesero, que ya los conocía, les llevó hielo y una botella de J&B; Brausen cabeceó hacia él cuando se iba—. Mire a Pierre.. ¿Usted cree que alguna vez tuvo el sueño de usar ese uniforme, servirle a los demás y repartir propinas de madrugada? ¡No, amigo mío! Él, como todos, quiso ser astronauta, futbolista, piloto, tal vez médico… Y ni siquiera esos eran sus propios deseos, porque se los impusieron en casa, son hijos de esos ideales que le inculcaron y ahora cree propios. Ni siquiera de niños somos nosotros mismos…; claro que después se pone peor: en el afán de agradar, de ser aceptados, empezamos a vernos con ojos ajenos, a actuar como se supone que deberíamos, a interpretar el personaje que otros nos asignaron en esta comedia. Usted dice que hace lo que quiere, pero no se engañe: hace lo que los demás esperan de usted.
—Y bueno, Brausen, sí, tiene razón: vivir en sociedad es construirse con pedazos ajenos, pero al fin y al cabo, esa construcción es lo que somos, ¿no? —Brausen vació el vaso golpeando el aire con el índice hacia Arce.
—¿Ve, amigo mío? Ni usted se lo cree. No se atreve a afirmar “eso somos”; ese no interrogativo que le agrega prueba que usted y yo, tan distintos en apariencia, somos idénticos… Mi querido Arce, todos andamos disfrazados en este carnaval, y cada máscara esconde las mismas frustraciones, los mismos fracasos; por eso tengo que fingir de vez en cuando, mentir, dar un nombre falso, disfrazarme de cualquier cosa que no sea Brausen; de prófugo, de doctor, escritor, torero o lo que sea… Elegir mi disfraz me hace sentir más auténtico que cuando soy yo mismo, ¿entiende?…
Arce reía negando con la cabeza cuando una mujer elegante, aún hermosa, que conservaba en la tersura del cuello y su esbelta figura los signos de una juventud reciente, se sentó frente a él ignorando el elegante Borsalino y el traje de Brausen. «Confío en que, estando tan alegre, no le negará una copa a esta dama», dijo coqueta. «Tampoco se la negaría estando triste», respondió él, y vio de reojo el guiño de su amigo en discreta retirada.
Mientras conversaban, Arce trató de adivinar sin tino de qué estaría disfrazada Hélène: no fingía tan bien como para ser una prostituta; tal vez la soltería empezara a abrumarla, o pretendía usarlo para consumar alguna sórdida venganza… ¡Pero qué importaba! Era sólo un disfraz cubriendo los mismos fracasos y frustraciones de todos; distinta apenas por matices en los que no valía la pena reparar, excepto porque era hermosa y al salir del baño, desnuda y húmeda, la curva suave que unía su cuello con el hombro olía al jabón de coco que Arce llevaba siempre en su maleta y que Brausen odiaba. Ese aroma le evocaba una felicidad secreta perdida en la memoria, un éxtasis que sublimaba bellezas y deseos.
Se regodeó en la piel de Hélène y fue besando poco a poco cada poro de su cuerpo, deseándola y saciándose una y otra vez, haciéndola temblar hasta que ella suspiró: «Ya es tarde, amor, tengo que irme…».
Arce encendió un Gauloises y la observó deslizar despacio sus medias hasta el muslo, cerrar con mimo cada broche del liguero, y recordó la fantasía que le nació entre besos y caricias hacía apenas un momento:
—Me imagino contigo en el Caribe —dijo, casi como si lo propusiera—, caminando de la mano por una playa desierta, haciendo el amor a cada rato arrullados por un mar turquesa…
Ella lo miró inclinada hacia adelante, con los brazos en sus muslos, agradeció el halago con una gran sonrisa y desechó la idea en seguida con un aleteo de su mano.
—Eres muy tierno, amor, pero soy casada…, tengo tres hijos. Mi marido es mayor y tenemos un acuerdo. Él no puede satisfacerme, así que salgo a veces, con discreción… Tú entiendes.
Arce entendía; sonrió también, un poco triste, observó el disfraz de Hélène y dijo en español, forzando la métrica con pausas artificiales, un nuevo verso de su tragedia: «¡Ay!, Menelao, Menelao / Tú, dichoso en la desgracia / y yo / en la dicha / desgraciado». Hélène rió meneando la cabeza y se despidió con un beso tierno, pidiéndole que no se levantara.
En ella pensó Arce hasta que el amanecer asomó por la cortina; en ella, en su disfraz y en Brausen, intruso ausente cuyas palabras llenaban el espacio haciéndolo ubicuo, respirable; y siguió pensando después de hundir su cara en la almohada hasta que, cuando la cortina ya no pudo disimular el día, sonó el teléfono y se sentó en la cama con los ojos cerrados. La voz del conserje lo trajo de vuelta a la realidad:
—Buenos días, monsieur Brausen… Pidió que lo despertaran a las siete, ¿verdad?
—Sí, sí. Buenos días.
—Tengo entendido que su vuelo sale a la diez. ¿Le parece bien si le pido un automóvil a las ocho?
—Perfecto, Maurice. Bajo a desayunar en quince minutos. Prepárame la cuenta, por favor.
Al salir de la ducha miró el espejo y suspiró. ¡Otra vez Brausen!, el confiable acopiador de granos, el hombre cabal cuya palabra era un contrato, el que jamás mentía… Metió en la maleta la ropa informal de Arce, ajustó su corbata, se puso el Borsalino algo inclinado, para entrar en personaje, y salió a escena a representar su papel en otro acto de esta tragedia absurda que llamamos vida.