Mié04Oct202315:15
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

Tobermory (Saki)

Tobermory (Saki)
 

Era una tarde gélida y lluviosa de fines de agosto, esa estación incierta en que las perdices se hallan aún a salvo o conservadas en la nevera y en que no se encuentra caza alguna, a menos que se confine por el norte con el Canal de Bristol, en cuyo caso se puede galopar legalmente tras unos rollizos venados. La fiesta de Lady Blemley no confinaba al norte con el Canal de Bristol, por lo que aquella precisa tarde todos sus huéspedes se hallaban congregados en torno a la mesa del té. Y, pese a lo incierto de la estación y lo trivial de la ocasión, no había entre la concurrencia la menor traza de esa cansina desazón que conlleva el pavor a la pianola y un resignado anhelo de bridge subastado. La nada disimulada y boquiabierta atención de todos los circunstantes estaba pendiente de la personalidad meramente negativa del señor Cornelius Appin. De todos los invitados de Lady Blemley era el que ostentaba la reputación más difusa. Alguien había dicho que era “eficiente” y ello le había valido una invitación, con la moderada expectativa, por parte de su anfitriona, de que al menos cierta dosis de eficiencia contribuiría al general solaz. Hasta la hora del té de aquel mismo día, Lady Blemley había sido incapaz de descubrir por qué derroteros, si es que los había, discurría su eficiencia. No era ingenioso, ni campeón de croquet, ni tenía poderes hipnóticos ni era organizador de representaciones teatrales de aficionados. Tampoco su aspecto externo sugería el tipo de hombre al que las mujeres están dispuestas a perdonar una generosa cuota de deficiencia mental. Hallábase, pues, reducido a ser un escueto señor Appin y el Cornelius parecía una muestra de diáfana jactancia bautismal. Y en aquel momento reivindicaba el haber aportado al mundo un descubrimiento al lado del cual la invención de la pólvora, de la imprenta y de la locomotora a vapor no eran sino desdeñables bagatelas. La ciencia había estado dando pasos inciertos en múltiples direcciones durante las últimas décadas pero aquello parecía más bien pertenecer al dominio de los milagros que al de los descubrimientos científicos.

—¿Y realmente quiere usted que creamos —estaba diciendo Sir Wilfried— que ha descubierto usted un método para instruir a los animales en el arte del lenguaje humano y que el viejo y querido Tobermory ha resultado ser su primer éxito como pupilo?

—Es una cuestión en la que he estado trabajando durante los últimos diecisiete años —dijo el señor Appin—, pero solamente en los postreros ocho o nueve meses me he visto recompensado con visos de éxito. Por supuesto, he experimentado con miles de animales, pero últimamente sólo con gatos, esas maravillosas criaturas que se han adaptado tan prodigiosamente a nuestra civilización conservando al mismo tiempo todos sus instintos salvajes altamente desarrollados. Entre los gatos, uno se mueve siempre en el seno de un intelecto superior, del mismo modo que se mueve uno en el gatuperio de los seres humanos, y cuando conocí a Tobermory hace una semana, comprendí al instante que me hallaba en presencia de un supergato de extraordinaria inteligencia. Ya había yo recorrido gran parte del camino hacia el éxito en recientes experimentos; con Tobermory, como le llaman ustedes, he llegado a la meta.

Tobermory_01.jpg El señor Appin concluyó su enfática afirmación con una voz en la que se esforzó por suprimir toda inflexión triunfante. Nadie articuló “¡Y un rábano!”, aunque los labios de Clodoveo se movieron en una silábica contorsión que probablemente invocaba a esas crucíferas con incredulidad.

—¿Quiere usted decir —preguntó la señorita Resker tras una breve pausa— que ha enseñado a Tobermory a decir y a comprender expresiones sencillas de una sola sílaba?

—Mi querida señorita Resker —dijo pacientemente el taumaturgo—, se enseña de esa forma fragmentaria a los niños pequeños, a los salvajes y a los adultos retrasados; una vez que se resuelve el problema de la iniciación con un animal de inteligencia altamente desarrollada ya no son necesarios esos métodos para ir al tran-tran. Tobermory puede utilizar nuestro lenguaje con absoluta corrección.

Esta vez Clodoveo dijo bien distintamente: “¡Mil rábanos!”. Sir Wilfried era más educado pero igualmente escéptico.

—¿No sería mejor traer al gato y que juzgáramos por nosotros mismos? —sugirió Lady Blemley.

Sir Wilfried fue en busca del animal y todos los presentes se hundieron en la lánguida expectación de ir a asistir a un ventriloquismo de salón más o menos habilidoso.

Sir Wilfried reingresó en la estancia un minuto después con el rostro blanco debajo de su bronceado y con los ojos dilatados de excitación.

—¡Rediez, es cierto!

Su agitación era inequívocamente genuina y sus oyentes tuvieron un movimiento prominente de avivado interés.

Desplomándose sobre un sillón, prosiguió sin aliento:

—Me lo encontré dormitando en la salita de fumar y le llamé para que fuera a tomar el té. Guiñó los ojos con su gesto habitual y yo le dije “Vamos, Toby; no nos hagas esperar”, y, ¡rediez!, pronunció claramente con la voz más espantosamente natural que vendría cuando le diera la gana. ¡Casi me quedo de piedra!

Appin había estado predicando a un auditorio absolutamente incrédulo; las aseveraciones de Sir Wilfried provocaron una conversión instantánea. Se levantó un babélico coro de horrísonas exclamaciones, en medio del cual el científico permaneció mudo, paladeando el primer fruto de su extraordinario hallazgo.

En mitad del clamor, Tobermory hizo su aparición en la sala y con aterciopelados pasos y estudiada indiferencia se deslizó por en medio del grupo, que estaba sentado en torno a la mesa del té.

Un súbito silencio de lasitud y aprensión se abatió sobre los circunstantes. Había algo así como un cierto elemento de turbación en dirigirse en un plano de igualdad a un gato de reconocida habilidad vocal.

—¿Quieres un poco de leche, Tobermory? —preguntó Lady Blemley con un tono de voz un tanto forzado.

—Me da igual —fue la respuesta, deslizada en un tono de suave indiferencia.

Un temblor de sofocada excitación se difundió entre los oyentes y hubo que excusar a Lady Blemley por rellenar el platillo de leche con mano un tanto insegura.

—Me temo que he derramado bastante —dijo en tono de disculpa.

—Después de todo, la Axminsternota no es mía —fue la réplica de Tobermory.

Un nuevo silencio se abatió sobre el grupo, al cabo del cual la señorita Resker, con sus mejores modales de visitadora de distrito, preguntó si le había resultado difícil aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró francamente por unos instantes y luego fijó serenamente su mirada en un punto lejano. Era evidente que esas enojosas preguntas quedaban fuera de su esquema de vida.

—¿Qué piensas de la inteligencia humana? —inquirió Mavis Pellington tenuemente.

—¿De la inteligencia de quién en particular? —preguntó Tobermory con frialdad.

—Oh, bueno, de la mía, por ejemplo —dijo Mavis con una tímida risita.

—Me coloca usted en una situación embarazosa —dijo Tobermory, cuyos tono y actitud no sugerían, por cierto, el menor atisbo de embarazo—. Cuando se insinuó que fuera usted invitada a esta fiesta, Sir Wilfried arguyó que era usted la mujer más mentecata de todo el círculo de sus conocidos y que existía una clara diferencia entre la hospitalidad y la atención a los débiles mentales. Lady Blemley replicó que la falta de capacidad mental de usted era justamente la cualidad que le valía la invitación, puesto que usted era la única persona que se le ocurría lo suficientemente idiota como para comprarles el coche viejo. Ya sabe usted, aquel al que llaman La envidia de Sísifo porque va tan ricamente cuesta arriba, si se le empuja.

Las protestas de Lady Blemley habrían quizá surtido algún efecto si aquella misma mañana no hubiera sugerido casualmente que el coche en cuestión era exactamente lo que Mavis necesitaba para su casa de Devonshire.

El mayor Barfield se adelantó impetuosamente en una maniobra de diversión.

—¿Qué tal van tus retozos con la gatita de lunares por los establos, eh?

Todos advirtieron el desatino en el mismo instante en que las palabras fueron pronunciadas.

—Esas cosas, normalmente, no se discuten en público —dijo Tobermory glacialmente—. Una somera observación de su comportamiento desde que está usted en esta casa me induce a pensar que encontraría usted inconveniente el que yo hiciera derivar la conversación hacia sus asuntillos.

El pánico que sobrevino no fue exclusivo del mayor.

—¿Querrías ir a ver si la cocinera tiene ya lista tu cena? —sugirió apresuradamente Lady Blemley, afectando ignorar el hecho de que aún faltaban por lo menos dos horas para la cena de Tobermory.

—Gracias —dijo Tobermory—, aún está demasiado cercano el té. No quiero morir de indigestión.

—Los gatos tienen nueve vidas, ya sabes —dijo Sir Wilfried cordialmente.

—Tal vez —replicó Tobermory—, pero sólo un hígado.

—¡Adelaida! —dijo la señora Cornett—. ¿Estás tratando de animar al gato a que se vaya y cotillee sobre nosotros en la sala de la servidumbre?

La verdad es que el pánico se había hecho general. Una estrecha balaustrada ornamental discurría por delante de las ventanas de los dormitorios en las Torres y se recordó con desaliento que aquélla había constituido el paseo favorito de Tobermory y por consiguiente había podido observar a las palomas y sabe Dios qué otras cosas además. Si se propusiera hacer memoria, en su actual condición de hablador, el resultado podía ser algo más que desconcertante. La señora Cornett, que pasaba mucho tiempo delante de su tocador y cuyo carácter era acreditado por ser de índole errático aunque puntilloso, parecía tan desazonada como el mayor. La señorita Scrawen, que escribía una poesía ferozmente tierna y llevaba una vida sin tacha, hacía gala simplemente de su irritación; el que es metódico y virtuoso en privado no aspira necesariamente a que todo el mundo se entere. Bertie van Tahn, que a los diecisiete años era ya tan depravado que había desistido de ser peor, se transformó en una desvaída sombra de un blanco gardenia, pero no cometió el error de salir precipitadamente de la pieza, como Odo Finsberry, un joven caballero del que se sabía que estaba estudiando para clérigo y que posiblemente se había sentido turbado ante la idea de los escándalos ajenos que podía oír. Clodoveo tuvo la presencia de ánimo para mantener un exterior sereno; para su coleto, calculaba cuánto tiempo llevaría el procurarse una caja de ratones de fantasía a través de la agencia Intercambio y Comercio, a modo de pago por su silencio.

Incluso en una situación delicada como la presente, Agnes Resker no podía soportar el permanecer tanto tiempo en segundo plano.

—¿Por qué habré venido aquí jamás? —preguntó dramáticamente.

Tobermory aprovechó la oportunidad inmediatamente.

—A juzgar por lo que le dijo usted ayer a la señora Cornett en el campo de croquet, estaba usted aquí por la comida. Describió usted a los Blemley como las personas más lerdas que conoce, pero dijo también que eran lo suficientemente avisados como para tener una cocinera de primera fila; de otro modo, se encontrarían con dificultades para conseguir que alguien viniera por segunda vez.

—¡No hay en todo eso ni una sola palabra de verdad! Apelo a la señora Cornett… —exclamó Agnes confundida.

—La señora Cornett le repitió después la observación de usted a Bertie van Tahn —prosiguió Tobermory—, y añadió: “Esa mujer es una Peregrina del Hambre habitual; iría a cualquier lugar por cuatro comidas al día”, y Bertie van Tahn dijo…

Al llegar a este punto la crónica, misericordiosamente, cesó. Tobermory había tenido la visión fugaz del gatazo amarillo de la rectoría encaminándose por en medio de la maleza hacia un costado del establo. En un instante se esfumó por la puerta del jardín.

Con la desaparición de su, en exceso, brillante pupilo, Cornelius Appin se vio acosado por un torbellino de agrias reconvenciones, ávidos interrogantes y espantadas súplicas. Toda la responsabilidad de la situación era suya y debía impedir que las cosas fueran a más. ¿Podría transmitir Tobermory su habilidad a otros gatos?, fue la primera pregunta a la que tuvo que responder. Era posible, replicó, que hubiera iniciado a su amiga íntima, la gata del establo, en su nueva habilidad, pero era improbable que hubiese alcanzado una mayor difusión hasta el momento presente.

—Pues —dijo la señora Cornett—, puede que Tobermory sea un gato muy valioso y una gran compañía, pero no dudo que estarás de acuerdo, Adelaida, en que es preciso desembarazarse de él sin demora, así como de la gata del establo.

—¿No creerás que he disfrutado mucho del último cuarto de hora, verdad? —dijo agriamente Lady Blemley—. Mi marido y yo le tenemos mucho apego a Tobermory… o al menos se lo teníamos antes de que adquiriese esa horrible aptitud; pero ahora, desde luego, lo único que se puede hacer es terminar con él cuanto antes.

—Podemos ponerle estricnina en las sobras que se toma como cena —dijo Sir Wilfried— y yo mismo iré y ahogaré a la gata del establo. El cochero se llevará un disgusto por quedarse sin gata pero le diré que una especie de sarna muy contagiosa ha atacado a los dos gatos y que tenemos miedo de que se transmita a las perreras.

—¡Pero mi gran descubrimiento! —arguyó el señor Appin—. Después de tantos años de investigaciones y experiencias.

—Puede usted ir y experimentar con los terneros de la granja, que están bajo un adecuado control —dijo la señora Cornett—, o con los elefantes del parque zoológico. Dicen que son enormemente inteligentes y además tienen la ventaja de que no andan arrastrándose alrededor de nuestros dormitorios ni debajo de nuestras sillas, entre otras cosas.

Un arcángel proclamando el Milenio en pleno éxtasis y descubriendo de pronto que tal cosa choca imperdonablemente con las regatas de Henley y habrá de ser pospuesto indefinidamente, apenas si se habría sentido más abatido que Cornelius Appin ante la acogida dispensada a su portentoso hallazgo. La opinión pública, sin embargo, estaba contra él; de hecho, si se hubiera consultado el sentir general sobre el asunto es probable que una amplia minoría de votos hubiera estado a favor de incluirle a él en la dieta de estricnina.

Unos preparativos dispuestos con eficiente disciplina y el nervioso deseo de ver culminado el asunto evitó la inmediata dispersión de la concurrencia, pero aquella noche la cena no fue ninguna gloria. Sir Wilfried había pasado un mal rato con la gata del establo y subsiguientemente con el cochero. Agnes Resker limitó ostensiblemente su colación a ligeros bocados de una austera tostada que mordisqueaba como si fuera un enemigo personal, mientras Mavis Pellington guardaba un resentido silencio durante toda la comida. Lady Blemley mantuvo un cierto flujo de algo que abrigaba la esperanza fuera una conversación, pero su atención estaba fija en el vestíbulo. Un plato lleno de trozos de pescado cuidadosamente embadurnados hallábase dispuesto junto al aparador, pero pasaron los entremeses, los dulces y los postres y Tobermory no apareció ni por el comedor ni en la cocina. La sepulcral cena fue jovial comparada con la subsecuente vigilia en la salita de fumar. La comida y la bebida habían proporcionado al menos una distracción y un paliativo de la turbación reinante. El bridge estaba descartado, habida cuenta de la tensión de nervios y de ánimo reinante y, luego que Odo Finsberry ofreciera una lúgubre interpretación de “Melisenda en el bosque”, la música había quedado tácitamente excluida. A las once los criados se fueron a acostar, anunciando que la pequeña ventana de la despensa había quedado abierta como de costumbre para uso privado de Tobermory. Los invitados leían aplicadamente la diaria hornada de periódicos y revistas y recaían gradualmente en la “Biblioteca de Badminton” y en los volúmenes encuadernados de “Punch”. Lady Blemley hacía periódicas visitas a la despensa regresando siempre con una expresión de negligente abatimiento que se anticipaba a cualquier interrogatorio. A las dos en punto Clodoveo rompió el silencio reinante.

—No regresará esta noche. Probablemente está en la redacción del periódico local en estos momentos, dictando la primera entrega de sus memorias. No incluirán el libro de Lady Como-quiera-que-se-llame. Será el acontecimiento del día.

Tras hacer esta contribución a la alegría general, Clodoveo se fue a dormir. A largos intervalos, los diversos integrantes de la reunión siguieron su ejemplo.

Los criados que sirvieron el té por la mañana temprano dieron idéntica noticia en respuesta a idénticas preguntas. Tobermory no había regresado.

El desayuno fue, si cabe, una función aún más desagradable que lo había sido la cena, pero antes de que concluyera, la situación se alivió. Trajeron el cuerpo de Tobermory procedente del bosquecillo donde un jardinero acababa de encontrarlo. Por las dentelladas que había en su pescuezo y el pelaje amarillo que cubría sus garras, resultaba evidente que había caído en desigual combate con el gatazo de la rectoría.

A mediodía, la mayor parte de los invitados había abandonado las Torres y después del almuerzo Lady Blemley había recuperado el ánimo lo suficiente como para escribir una nota extremadamente desabrida a la rectoría acerca de la pérdida de su valioso animalito doméstico.

Tobermory había sido el único pupilo de Appin que alcanzara el éxito y estaba destinado a no tener sucesor. Algunas semanas más tarde, un elefante del parque zoológico de Dresde que hasta entonces no había mostrado signos de irritabilidad se escapó y dio muerte a un inglés que, al parecer, había estado importunándole. El apellido de la víctima fue transcrito de varias maneras en los periódicos como Oppin y Eppelin pero su nombre, Cornelius, fue correctamente reseñado.

—Si estaba experimentando los verbos irregulares alemanes con el pobre animal —dijo Clodoveo—, se lo tiene bien merecido.


SSaki.jpgaki (Hector Hugh Munro)

Birmania Británica, 1870 - 1916, Francia

Escritor, periodista y dramaturgo británico, nacido en Birmania. Su madre murió cuando tenía dos años y su padre lo envió a Inglaterra, encomendándole su cuidado a dos tías puritanas y severas. Su infeliz infancia marcó su carácter, hecho que se refleja en gran parte de sus obras literarias que, si bien fueron bien aceptada por la crítica, no tuvieron mucho éxito y debió trabajar como periodista para poder escribir cuentos, novelas y teatro.

Debido a la moral estricta del Londres victoriano, mantuvo su homosexualidad en secreto.

Tobermory” fue publicado por primera vez en The Chronicles of Clovis (1911). En él, la hipocresía y los afectos fingidos de los que Saki fue testigo y víctima en su infancia son, sin duda, protagonistas de la historia. Otro aspecto destacable de este cuento es el hecho de que un animal mimado y merecedor de todos los afectos, se convierta en una terrible amenaza, precisamente al adquirir cualidades humanas.

 

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