Cuando Judas Iscariote, con la conciencia taladrándole hasta los huesos, quiso quitarse la vida colgándose de un árbol, todas las ramas que encontró a su paso se partieron, llevándolo a tierra. Ninguno quería tener el cuerpo de aquel infeliz balanceando de algunas de sus ramas.
Preso de desesperación, decidió arrojarse al vacío. Subió hasta lo más alto de un risco y desde ahí se lanzó; pero cuando iba a impactarse contra el terreno firme, surgió una rama de un joven árbol que se aferraba con toda su fortaleza entre las hendiduras que dejaba el picacho y lo sostuvo por la cuerda que llevaba anudada a su cuello. Quedó, entonces, a la intemperie, a merced de buitres otros animales de carroña.
Cuando los demás árboles, inclinados desde la orilla del barranco, le preguntaron acera de esta acción, el joven árbol respondió:
—Si el traidor hubiese muerto a consecuencia del choque brutal, seguramente, su cuerpo habría quedado irreconocible y cualquier humano que pasara por el lugar, por un acto de piedad y misericordia, lo llevaría a una gruta en la montaña, sin saber a quién le estaba dando sepultura. Por eso, lo sostuve, para que quedara en evidencia ante la historia.
Así lo encontraron.