Mar17Oct202319:39
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

La sombra de la rosa en el espejo

La sombra de la rosa en el espejo

Para Patricia, que rescató este cuento de mi papelera.

Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve
nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de “los seres o cosas que tienen
 la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente”.

Jorge Luis Borges (del cuento “El Zahir”-1947)

   Lo condené sin saberlo. No debí hablarle. Pese al parecido, las diferencias eran obvias, y aprendí de mi padre que la fuerza hipnótica de la jerarquía se nutre de sólidos silencios. “Gajes de la alcurnia”, diría el viejo. Nací para signar destinos ajenos y no bastan apellidos ilustres y Harvard’s degrees para lograrlo: hay que encallecer el alma, desterrar escrúpulos y candores, entender que el poder real se ejerce en las sombras y aborrece a los débiles.

   No niego que la charla fue agradable y provechosa. Encontré verdades ocultas en viejos resentimientos; comprendí que educo a mis hijas tal como mi padre a mí; que su ejemplo me impuso la doctrina de la casta y el mío se la impone a ellas. Crecerán reprochándome en secreto su infancia llena de ausencias y un día, renegarán de mí.

   La tarde en que lo conocí yo estaba abatido. Esa mañana había discutido con mi esposa. Hacía tiempo que la notaba distante y cometí la imprudencia de preguntar por qué. Lloró. Dijo que todo era mi culpa. Me acusó de insensible, de haberme casado con ella porque era lo adecuado, lo que le convenía a la familia. Traté de explicarle que la amo de verdad, no con esa pasión efímera de los poetas, sino con un amor racional, duradero, que no sucumbe a la tiranía de las emociones. ¡Fue peor! Me asestó una mirada con vocación de puñal. No protesté el portazo ni el insulto. ¿Para qué? No me gustan las guerras de reproches. Ana sabe que la respeto y jamás la vejaría…, pero acaso también sepa que a veces busco placer en los excesos, en amantes desechables que se entregan sin honra ni recato, y me inquietó la sospecha de un chisme cizañero.

   Yo estaba un poco disperso, así que cancelé una junta y me escapé del chofer (así le decimos a mi escolta) para vagar solo recelando los celos de Ana. Agobiado por esa extraña sensación de libertad, me senté en la plaza. La conciencia me endilgó culpas, la razón me defendía y el ocio se empeñaba en denunciar mi tiempo confiscado por las obligaciones: lo tenía todo, pero… Miré el reloj con resignación de cautivo y cuando alcé los ojos, lo vi. Nos parecíamos mucho, como ciertas antípodas. Él era un artista callejero que solo tenía su risa franca y el talento de contagiarla; un don nadie que, sin embargo, parecía feliz. Resistí el impulso de la curiosidad restregando mis muslos, calculando si aún tendría tiempo de convocar a la junta y de pronto, nuestras miradas se cruzaron.

   Me acerqué apenas acabó su pantomima:

   —¿Cómo te llamas? —pregunté, y sus ojos entornados se abrieron con la sonrisa.

   —¡Hola! —respondió, tendiéndome la mano—. Said Noel, mucho gusto, ¿y usted, señor?

   —León Días —dije poniendo un billete en su sombrero, y soltó una carcajada desconcertante.

   —¡Espero que Díaz sea con zeta!… ¿O es un chiste? —yo no le encontré la gracia.

   —No, es Días, con ese… ¿Qué te parece tan chistoso?

   —“Amigo, no gima”, debe “reconocer que estamos jugando a “atar a la rata” —tardé una eternidad en entender esos énfasis aparentemente arbitrarios, hasta que su picardía me reveló los palíndromos.

   —¡Ah, claro! —me excusé riendo—. ¡Qué casualidad! Said Noel, León Días. Tienes razón, parece chiste… ¿Te apetece un café? Yo invito —aceptó de medio perfil, desconfiado; dejó sus cosas con el vendedor de tacos y me siguió a la acera de enfrente.

   Mientras nos sentábamos entró mi chofer. Lo detuve con una señal y recostó la espalda junto a la puerta, mirándonos nervioso por encima de sus Ray-Ban. Nunca me había perdido de vista y para colmo, yo estaba con alguien que él habría apartado de mí con violencia sin dudarlo. Le ofrecí a Said algo de comer. Bebimos café platicando de arte, filosofía y otras trivialidades hasta que llegó la hamburguesa. Me sorprendió su cultura. Había en él una paz contagiosa y su charla reflexiva fue demoliendo mis defensas hasta orillarme a la confesión. Estuve a nada de enseñarle fotos de Ana y las niñas, pero la presencia de mi escolta me indujo a la prudencia. Aludí mi aflicción, la querella con mi esposa, su presunta sospecha… Me interrumpió negándose a los detalles. Parecía confundido. Tras un incómodo silencio dijo que cada uno vive en su propio mundo; que el entorno nos impone la falsa convicción de lo que queremos ser, siempre distinta a nuestros más íntimos impulsos y deseos; que condicionados por expectativas ajenas, acabamos sepultando nuestros designios e ignorándonos a nosotros mismos…

   —Pero Said —objeté—, es precisamente ese entorno el que nos hace lo que somos —sonrió triste al responder:

   —Sí, es cierto que nos vemos con ojos ajenos, pero tarde o temprano se presenta el conflicto y nos damos cuenta de que hemos llegado a un lugar en el que no queremos estar.

   Ahí supe que ese no sería nuestro último café. Sospeché que tenía razones para vivir su locura, aunque no pude entender por qué un hombre culto e inteligente como él se negaba a ser alguien de provecho. No me convenció su argumento de que nada era más provechoso que hacer reír a los demás. Hablamos de la familia, la sociedad, el desmedido valor de la apariencia; dijo que la felicidad fugaz se llama placer y la otra, la duradera, consiste en gozar la búsqueda de lo que jamás encontraremos… Más de dos horas de charla y no comprendí hasta mucho después —ya solo, en cama, esperando a Ana— que me estaba consolando. “¡Hijo de puta!”, pensé, “ese zaparrastroso consolándome a mí”; pero mi arresto de rebeldía no fue convincente. Said tenía razón: esa cama medio vacía no era el lugar en que quería estar. Me sentí incómodo. Intuí que yo, que creía estar de vuelta de todo, me había perdido en el viaje de ida.

* * *

   Hay días de relojes derretidos y jirafas en llamas. El parecido físico y que se llamara León Días ya era intimidante, pero fue el nombre de su esposa lo que me heló la sangre. Aluciné la estrafalaria venganza de un hechicero celoso que me convertía en espejo para hacerme añicos. ¡Pero, no! Imposible. El marido de mi Ana tenía una junta importante esa tarde. Ana no podía ser anA. Además, la aflicción del tipo parecía genuina, sin rastro de malicia ni reproche. Acepté el café con más resignación que entusiasmo, recelando un interés homosexual que no descarté hasta que habló de su familia. Me cayó bien. Tuvimos una buena charla y me ahorré la cena.

   Es caprichoso el azar”, pensé de regreso a casa, encendiendo un cigarrillo con las manos aún temblorosas. “¡Caprichoso y cabrón!”, dije en voz alta, y para matar sin crueldad el tiempo me puse a jugar con palíndromos:

León Dias-Ana-Said Noel

Yo soy

la ruta natural

luz azul

aroma a mora

ojo rojo

Amo la pacífica paloma

Ella te da detalle

No deseo yo ese don

Se van sus naves

anula la luna

   Llegué a casa justo cuando se hacían trágicos. El gato me saludó ronroneando. En la ducha recordé la mueca incrédula del tal León cuando hablé de la importancia de jugar, de reír y hacer reír. “Pobre tipo”, le dije a Argos, que esperaba en la puerta del baño, “es tan escéptico que no cree ni en su propio escepticismo”. Él maulló como si entendiera. Le puse croquetas, cambié las sábanas y me serví un ron para acechar a sorbos la llegada de Ana por un agujero de la cortina.

   Con casi cincuenta yo era un hombre deshecho y cada novedad, un atentado que removía mis pedazos. La dicha de conocer a Ana me llegó a destiempo. Nos miramos absortos. Ella no sé de qué; yo de su obvia belleza, elegancia, juventud… Cuando tras varios encuentros furtivos empezó a venir a casa, me obligué a creer —para evitar la deshonra de saberme un capricho o instrumento de venganza— en el atractivo de mi discreción y ternura. Las reglas fueron tácitas: ella decidía cuándo y cómo; yo no sabría de su familia ni aceptaría dádivas. Arraigué el hábito de esperarla tras la cortina con Argos, que leía en mi sonrisa creciente la hora del salmón: regalo puntual de Ana para su consentido, eximido de toda regla. Apenas ella estacionaba el carro (siempre distinto, nunca el suyo), el gato corría a sembrar su esfinge en la mesa de la cocina. Ana me besaba, se quitaba la ropa junto al sofá y la apilaba antes de agasajarlo. Yo la contemplaba embelesado, sin lujuria, fantaseando que al desnudarse se vestía para mí, que salía de su crisálida mundana y emergía mariposa: mi Ana, la que solo yo conocía.

   Me apenaba percibir en el afán de saborear con todas las papilas cada atisbo de felicidad que me estaba haciendo viejo. No entendía por qué esa damita bella y fina seguía apegada a un pobre diablo como yo; tan pobre que ni cama tenía, sólo el colchón donde retozábamos abrazados. A veces, cuando me preguntaba por alguna sinfonía o pintura, o me pedía opinión de cierto escritor o filósofo, yo creía ver en sus ojos una admiración que lo justificaba todo, pero esa ilusión fugaz se desvanecía pronto en el espejo.

   Aquella noche no hablamos de arte ni filosofía. Le conté mi experiencia surrealista con León Días. Ella escuchó demudada. ¡No era para menos! ¿Qué probabilidad había de que alguien tan parecido a mí, de mi misma edad, cuyo nombre era el mío invertido y tenía una esposa llamada Ana me abordara para invitarme un café? ¡Ninguna! Era inconcebible. De rodillas a mi lado me tomó la mano y quiso saber cada detalle de la charla; luego tardó más de lo habitual al ir por el ron y regresó a entregarse con una pasión desbordada, como si el fin del mundo fuera inminente. Quedamos exhaustos. La sentí temblar cuando me abrazó posando su cabeza en mi pecho. Quise calmarla, le dije que no creía en conjuras del destino, que a veces ocurrían cosas imposibles de entender y era mejor dejarlo así, para no matar su magia… Me acarició la mejilla con una mirada compasiva, sin rastro de la admiración que tanto me gustaba imaginarle.

   Esa noche demoró su partida más que nunca. La despedida fue tan dulce, tan pródiga de besos en los labios, las mejillas, pómulos y párpados, que la temí definitiva.

   No dormí bien. Soñé con vacíos infinitos y caídas eternas en la nada.

* * *

   Las charlas con Said se volvieron un vicio dañino. Disfrutaba su agudeza y singular forma de percibir la realidad, pero veía en él un incómodo reflejo de mí mismo, un yo secreto, soñador e ingenuo que me reprochaba, desde un oscuro rincón del olvido, valores propios de mi acervo que no podía ni quería abandonar. Necesitaba desintoxicarme y decidí hacer un viaje de negocios que siempre delegaba.

   El último día en Shenzheng regresé temprano al hotel para hojear el libro que él me regaló. Releí perturbado los últimos párrafos de uno de esos cuentos y miré el vacío en una cortina negra como la nada. ¿Por qué todo me recordaba a Said? Hasta en aquel vacío acechaba su presencia. Me pregunté si yo estaba donde quería estar, y contradiciendo a la intuición decidí que sí, que ese era mi lugar; que los deseos se forjan de lo aprendido y no debía renegar de ellos. Me dije que el orden social es el designio humano de darle a mi clase la responsabilidad de decidir por los demás y no tenía derecho a perderme en disquisiciones inútiles… Pero la convicción me duró poco. ¿Y si ese Zahir que fue moneda en Buenos Aires, tigre en Bhuj y ciego en Surakarta fuera en mi ciudad, en mi tiempo, un artista callejero? Había algo de evidente locura en esa idea, pero no podía olvidarme de Said.

   Regresé a casa la mañana de un viernes. Ana me recibió animada, cariñosa, y me puso al tanto de las novedades. En mi ausencia le había dado un generoso bono y auto nuevo a mi chofer. No me sorprendió. Atila, hijo del fiel encargado de seguridad de mi suegro por más de cuarenta años, fue escolta de Ana antes de casarnos; un empleado de lealtad incondicional.

   Apenas las niñas llegaron del colegio, corrieron a mis brazos para contarme que mamá les había traído un gato loco por el salmón, y me lo trajeron, acaso temerosas de que lo rechazara. Lo pensé, pero me resultó imposible. El animalito me miró perplejo largo rato, se restregó en mis piernas ronroneando, como si me conociera, y sentí que había sido mío desde siempre. Se llama Argos, como mi yate. El nombre lo eligió Ana. No pude evitar pensar que Said usaría aquello para alegrarme. Lo imaginé diciéndome que Argos era una ofrenda de paz, una “te amo” vivo, peludo y suave. Jugaría con palíndromos (“Ana lleva al oso la avellana”) y al despedirse, poniendo su mano en mi hombro como ningún otro se atreve, me regalaría una última travesura: “Roma ni se conoce sin oro ni se conoce sin amor”.

   Después de almorzar fui a la oficina a dejar papeles para los gerentes y salí enseguida para tomar un café con Said, pero cuando le pedí al chofer que me llevara a la plaza, me dijo:

   —¡No, licenciado!… ¿No sabe lo que pasó?

   Detuvo el vehículo, sacó un periódico del portafolios y me lo entregó señalando el artículo encerrado en un círculo tembloroso. “Atropellamiento y fuga en carretera Hunucmá-Caucel”; el nombre del occiso me estremeció: “Said Noel”. Imaginé perplejo tramas imposibles del azar, de intereses, de voluntades… Sabía que Atila no me mentiría y le pregunté a quemarropa:

   —¿Esto tiene algo que ver con tu bono? —me miró apretando los labios como única respuesta.

   En el trayecto a casa recordé decisiones de mi padre que aborrecí de joven y luego admiré. “Ya entenderás”, me dijo un día, “que cuando hay que allanar el camino, conviene llenar los hoyos con los cuerpos de tus enemigos”… Mi suegro era igual. ¿Cómo culpar a Ana? Actuó de acuerdo a lo que le enseñaron: protegiendo lo suyo a toda costa, a su familia…, a mí.

   ¡Pobre Said! Lo condené con aquel café.

   Llegué a casa convencido de que su muerte fue inútil: ¡yo había visto el Zahir! Cada artista callejero, cada café, hamburguesa, puesto de tacos, filósofo, sonrisa, duda, certeza y discusión con Ana me lo recordarían para siempre. Sonreirá en mi espejo cada mañana, por la noche, en el rostro de cada chofer y en todas las plazas del mundo.

   ¡Pobre Said!… ¡Pobre de mí!, que he visto la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo.

3 valoraciones

5 de 5 estrellas
hace 10 meses
Comentario:

excelente narrativa.

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 10 meses
    Hola, Servando. Gracias por leerlo y comentar. Un abrazo.
hace 11 meses
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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 11 meses
    Gracias, por la lectura, Antonio. Un abrazo.
    • Antonio hace 11 meses
      El cuento me pareció muy bueno
Cesar Cordoba
Jurado Popular
  • 21
  • 13
hace 11 meses
Comentario:

Me parece excelente y críptico. Con misterios a develar por el lector curioso, no conforme con nadar en la superficie de la satisfacción espontánea.

Un círculo perfecto.

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 11 meses
    Hola, César. Gracias por leerlo y comentar... Sí, tiene algunas piedras que levantar, aunque pierde mucho sin saber lo que hay abajo. Un abrazo.
    • Cesar Cordoba Jurado Popular hace 11 meses
      Yo nací para mirar, lo que pocos pueden ver...Mira! (Charly García)
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