La mutación
Es desconcertante, un día cumples cuarenta años y al otro día ya te duelen todas las articulaciones, se te dificulta caminar y, lo peor de todo, se te olvida qué carajos desayunaste hace veinte minutos. Espero el transporte público sentado en el mismo lugar y a la misma hora. No circula ni un solo vehículo. ¡Qué raro! Es tarde y ya debería estar en camino. Paso mi mano por mi cabello y algunos mechones canosos quedan atrapados entre mis dedos. Maldita vejez, inoportuna mutación. Me espabilo y pienso que será necesario seguir a pie, pero qué hago con este dolor que me ataca las piernas. Camino por la orilla de la calle y veo gente peleando a muerte con bates y machetes. Algo me ocurre que no siento miedo ni asombro. Quizá ya me acostumbré a la violencia de una ciudad sobrepoblada. Escucho alaridos como si fueran ecos. Las diferencias políticas, religiosas han enloquecido a las personas al grado de matarse entre ellas. No sé lo que ocurre con la sociedad. Últimamente no me gusta ver la televisión ni leer los periódicos que nada más sirven para mantenernos asustados. He aprendido a no meterme en problemas ajenos para salvar el pellejo y esta no será la excepción. Escucho un disparo, como si alguien hubiera activado un arma dentro de una cueva. Volteo hacia atrás para saber qué pasó y mi cuello cruje. Un tipo que usa casco de granadero le acaba de volar la cabeza a un anciano, con una escopeta. Los sesos quedaron estampados en la acera. Trato de escapar, pero me punzan las rodillas y la cadera. Intento distraerme con algún pasaje de mi infancia; sin embargo, no recuerdo nada. Mi mente de pronto se nubló. Un autobús pasa demasiado rápido por la calle y levanto el pulgar para detenerlo, pero este no se para. Sospecho que circulaba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Demasiado para el centro de la ciudad. Las sirenas de las ambulancias me enloquecen. Subo la manga de la camisa hasta el codo y distingo que mi antebrazo sangra. Parece una mordida. A lo mejor me mordió mi hijo mientras jugábamos en la mañana a las luchas en la cama, pero la herida es profunda y extendida y la sangre tiene un color atípico. Empujo la puerta de una farmacia con el pie. El tintineo de una campanilla hace que un gato salga disparado.
—Hola.
Nadie contesta. No hay empleados a la vista ni clientes. El sitio está vacío. Luego se ve que algún ladrón acaba de saquear los estantes. Solo miro vidrios en el piso y manchas rojas en una pared. ¿Qué habrá pasado? Tomo una botella de alcohol y la desenrosco con los dientes. Escupo la tapa dentro de un cesto de basura. Echo el líquido en la herida, después rompo el paquete de una venda y envuelvo mi antebrazo y hago un nudo bien apretado. De igual manera, desenrosco una botella de agua y bebo hasta la última gota. La boca continúa seca. Separo un billete de la cartera y lo dejo encima de la caja registradora y meto unas monedas en el botecito de las propinas. Salgo de la farmacia: afuera hay un caos, una guerra entre pandillas que, al parecer, no me notan mientras avanzo. Hay balaceras y coches que colisionan contra los postes y paredes. Debo llegar a mi trabajo, renunciar y cobrar mi finiquito. Creo que necesito huir de la ciudad y después alquilar una casa de campo y comprar un rifle para proteger a mi familia. Agarro una bicicleta que alguien dejó tirada a media calle y me monto en ella; quisiera pedirla prestada, pero no sé de quién es. Pedaleo por la ciudad con mis atrofiadas piernas. El trayecto me parece eterno y es indispensable esquivar automóviles abandonados. Algunos edificios están en llamas y las aceras están tapizadas con cadáveres. Después de un rato, arribo a la oficina. Me bajo de la bicicleta y la recargo en un poste de luz. La puerta principal está derribada. Entro, tratando se no hacer ruido. Avanzo hasta el aparato checador. Saco mi tarjeta y la introduzco a la ranura para registrar mi ingreso.
—¡Buenos días! —saludo con mi voz que apenas sale.
—¡Auxilio! —grita alguien.
—¡Cállate! —dice otro—. Los vas a atraer.
Me arrimo al lugar de donde provienen unos gemidos. Mis compañeros están encerrados en la salita de reuniones. Los miro a través de la puerta de cristal y de las ventanas. La puerta está trabada con muebles. El supervisor sostiene el palo de una escoba. Ellos me escudriñan y se aterrorizan al notar algo en mi rostro. Los huelo. Siento un hambre atroz. Observo el color gris de mis manos y las uñas que se empiezan a desprender. Me retrepo en una silla giratoria y descuelgo el teléfono que descansa en el escritorio de la secretaria. Podré olvidar muchas cosas que acontecieron durante el día, pero jamás olvidaré el número de casa y mucho menos a mi familia.
—Bueno —digo después de marcar—. ¿Están bien?
Oigo un carraspeo.
—¿Eres tú, Roberto? —pregunta mi esposa. Percibo el llanto de mis hijos a lo lejos. Tal vez están encerrados en el armario o en el bañito.
—Sí, soy yo.
—Casi no entiendo nada —me dice, sollozando.
—Lo siento —balbuceo.
—No te entiendo, Roberto. Habla más claro.
—Trata de salir de la ciudad y cuida a los niños.
—¿Te mordieron?
Suelto la bocina del teléfono. Palpo mi pecho: no hay latidos. Un líquido que parece petróleo emerge por los costados de la venda. Las venas de mis manos se hinchan y se tornan más oscuras, parecen alambres quemados. Me pongo de pie con el cuerpo arqueado. Arranco el cable de una fotocopiadora y la coloco encima de mi hombro. Me aproximo renqueando y jadeando como un animal al salón de reuniones. Tengo que quebrar esa ventana a como dé lugar. Mi cabeza se ladea hacia la izquierda y queda trabada.
—¡Ayuda!
Tengo hambre y ya no me puedo detener ante mis instintos.
No se puede.
Ya no soy yo.
SERVANDO CLEMENS
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