Despierto al señor Petr a las nueve de la mañana, tal como me lo ordenó.
—¡Eres un inútil! —grita.
—¿Desea algo más?
—Un café bien cargado y tibio, ¿me oyes, pedazo de imbécil?
—Lo oigo. Con su permiso.
El señor Petr se levanta de la cama desnudo y me pide que espere. Me detengo en el marco de la puerta y le pregunto si desea algo más.
—¿Te has visto en un espejo, idiota sin corazón?
—No.
—Pues te ordeno que lo hagas… eres realmente feo.
A veces no sé por qué hago lo que hago. Solo sé que debo cumplir órdenes y ya, así que me detengo y me miro en el espejo del armario.
—Listo.
—¿Qué ves?
—Mi imagen.
El señor Petr se sitúa detrás de mí y me pega en la cabeza con un peine.
—Eres una tonto que hará lo que yo ordene. Eso es triste.
Deduzco que la existencia del señor Petr es miserable, tan miserable como para intentar humillar y golpear a alguien que no puede defenderse.
—Sí, debe ser triste.
—Ya no es divertido. ¡Lárgate y tráeme el café!
Abandono la habitación y al ver las escaleras pienso: no puedo matar al señor Petr, pero los accidentes ocurren y, en ocasiones, hasta los robots se equivocan al acatar órdenes.