Conduciendo por la ruta menos transitada, encontraba paz. Me sumergía en la profundidad de mis pensamientos y todas las preocupaciones parecían disiparse, como si nada mereciera la suficiente atención. Pagar la deuda externa, negociar con los sindicalistas, el resultado de las encuestas, la reelección… todas nimiedades.
Era insuperable el placer que me producía no tener a mi alrededor a todo un séquito de guardaespaldas, asesores, ministros y prostitutas. Ningún problema me atormentaba cuando mis manos acariciaban el volante. Y no iba a permitir que los nervios se entrometieran en mi camino por un neumático pinchado.
Me acerqué a una gomería exiliada, andando despacio, y le pedí al encargado que reparara la pérdida. Para cuando el hombre la llenó de aire, aún no había terminado de encender mi cigarrillo.
Me rasqué la nuca y escuché el silbido agudo que se escapaba de la pobre rueda. En ese momento, miré al encargado, le pagué y me pregunté a mí mismo cuándo fue el momento de la evolución en el que todo se arruinó. Estaba preocupado.
La grúa no tardó en llegar. Decidí no perder más tiempo y buscar el instante perdido de la historia en el que se torció el destino de la humanidad. Revisando archivos internacionales, encontré el curioso caso que me condujo a renunciar a la búsqueda de la esencia misma del ser humano.
En un volumen gastado, titulado Las personas más influyentes de la historia, editado por el ilustre letrado, conocido como “El articulador”, pude hallar una maravillosa revelación: Sucedió hacia finales del siglo XX en una ciudad venida a menos, en un hospital en ruinas, en una habitación casi vacía, donde no vio la luz porque el nosocomio no tenía electricidad y era de madrugada. A pesar de todo ello, inició su camino hacia la inmortalidad, el profesor Bruno Pregonas.
Se menciona que su familia era de las más humildes de la urbe, y su padre no controlaba sus adicciones, llegando a fumar en pipa las ralladuras del acero que se vertían, cotidianamente, en los contenedores de la fábrica donde cazaba roedores.
La mala nutrición y los excesos de su padre influyeron en su desarrollo. Quizás por eso, el pequeño niño nació con el dedo índice de su mano derecha con mayor longitud al resto.
Esta capacidad especial o diferente tuvo gran influencia durante su crecimiento. Su singularidad no le permitía escribir usando bolígrafo, debido a que no le cerraba la hipotenusa del ángulo que debía construir entre su mano y el papel.
El resto de los niños de su vecindad lo marginaron y lo condenaron. No se imaginaron nunca el favor que le estaban haciendo al infante Bruno.
Esa soledad, le permitió abocarse a sus inquietudes de una forma más aplicada. Sin distracciones, sin juegos infantiles, sin explorar la infamia de los crueles areneros, destructores de inocentes infancias.
De esta forma, su capacidad analítica fue extrema y su curiosidad infinita. Creía en cada elemento abstracto y sin razón que se le cruzara. Admiraba el capitalismo y el comunismo por igual. La democracia y el totalitarismo tenían las mismas ventajas que desventajas ante sus ojos. La monarquía y la república tenían una estructura casi exacta según sus ecuaciones. Así, Bruno inició su camino en el mundo eclesiástico a temprana edad (apenas tenía veintitantos). Estaba bautizado, había tomado la comunión y estaba confirmado. Con orgullo, afirmaba que le faltaba el casamiento y la extremaunción. Intentó remediar esta situación y preparó con entusiasmo el festejo.
Contrató una limusina, compró un traje a medida, un salón para mil personas (que incluía la bebida, entrada, plato principal, postre, carnaval carioca y una banda de música romántica). Organizó una despedida de soltero personalizada. Había profesionales de las artes sexuales de todos los géneros. Una pareja de enanos, caños para los bailes eróticos y gallinas coloradas.
Cuando llegó el día de la celebración, se acordó de que le faltaba una novia. Sus amigos le consiguieron una hembra más o menos dentro de lo razonable, solo le faltaban algunos dientes, sabía abrir la puerta para ir a jugar y además era muda, con lo cual se evitaba posibles futuras discusiones. Ella se enamoró al ver la longitud de ese seductor dedo índice.
A cada momento, buscaba aquello que le faltara a la sociedad con gran altruismo, por lo que Bruno inició sus actividades laborales emprendiendo como adiestrador de mulas, gatos y cabras. Aunque el mercado no lo trató muy bien, era un hombre decidido y algo necio. Cuando lo desalojaron de su morada, comprendió que debía cambiar de rumbo.
Sus pocos amigos le consiguieron un trabajo de medio tiempo en un zoológico, para que pudiera estudiar y llegar a ser alguien. Eso fue otra de las buenas cosas que supo aprovechar. Ingresó en la recién inaugurada Facultad de Periodismo de Espectáculos, y el progreso no tardó en tocar su puerta. En su tiempo libre hizo un reportaje sobre la evolución entrevistando a un chimpancé. Luego, llegó el momento del cambio climático y la sagrada opinión del oso polar. Para cuando las autoridades del zoológico lo despidieron, estaba a punto de hacer una gran nota sobre moda con los cocodrilos, que no llegó a concretar.
En la facultad estaban orgullosos de su desempeño y lo consideraban un buen alumno. Tenía excelentes calificaciones y asistencia perfecta. Algunos compañeros lo admiraban y sus profesores lo veían como uno de los suyos, como si fuera parte de la “pandilla”.
Bruno desarrolló una forma de hablar muy interesante. Se presentaba en una charla como oyente y objetaba todo aquello que la razón le impedía.
Por supuesto que, los argumentos se le desvanecían ante la falta de pericia, y él finalizaba la discusión con una sentencia del tipo de: “es todo un tema” o “habría que analizar el costo político”, y con estas dos frases, escapaba airoso de todas las discusiones. Al final del día, llegaba a su hogar y practicaba más charlas y frases finales con su esposa.
Dado su grado de conocimiento, llegó a ser famoso en el complejo mundo de las ciencias. Y como todo hombre sabio, se ganó algunos detractores que afirmaban que Bruno no era más que un “filosofo pagano”, ya que no había documentación ni lógica en sus postulados tan controversiales. Como verdadero hombre de ciencia, remedió esto de una forma magnífica. Desarrolló una teoría etimológica acerca del mal uso de la palabra “aterrizar” y su confusión con la palabra “aterrar” de la siguiente manera: en primer lugar, expuso que la palabra “aterrizar” es derivada del latín y sus componentes son el prefijo ad (que significa hacia), terra (tierra), e izare (convertir en). Es decir, tocar tierra desde el aire.
Mientras que “aterrar” está compuesta por ad y terra. Entonces, explicó, en un volumen de quinientas dieciocho páginas, que si un avión desciende en un lugar en el que no hay tierra no se puede usar la palabra “aterrizar”, y “amerizar” no correspondería en un río.
Por otro lado, en la época en el que se usaba el latín, no existían los aviones, por lo tanto, no sabían cómo se podría aplicar a situaciones futuras. Y de ahí la confusión que podría llegar a concluir en la creación de una nueva religión.
Usando este artilugio etimológico, construyó la palabra “Arivusar” (también derivada del latín), para explicar el descenso de una nave en un río; fue un éxito.
Gracias a esto, consiguió cambiar el uso del lenguaje, iniciando una batalla entre las academias de los distintos países de habla castellana. Su fama fue creciendo y llegó a ser parte de la academia de la lengua. Lo declararon ciudadano ilustre, le dieron una petaca de ginebra y le otorgaron la llave de la ciudad.
Como hombre “destacado” de la cultura, fue invitado a dar conferencias, entrevistas, charlas y llegó a dar clases en distintas universidades, donde fue recibido con los mayores honores. Incluso, lo nombraron doctor Honoris Causa en muchas instituciones educativas. En Francia lo invitaron a ser parte de la Escuela de los Annales; él se excusó argumentando que se encontraba más cómodo entre los “Falocentristas”.
Siempre en el ambiente cultural, hubo un destacado programa de televisión en donde los invitados debían competir bailando distintos ritmos dentro de una olla con agua, sin derramar una gota; el que menos agua derramara, vencería la competición y le donaría la cacerola a una entidad benéfica (con el agua podría hacer lo que le viniera en gana). El hombre asistió como participante invitado. Bruno contó sus humildes orígenes y sus fracasos continuos hasta llegar a ser una personalidad destacada. Relató, con lágrimas en los ojos, cómo sobrevivió al Y2K y su historia de superación constante; estudiar y trabajar, escribir un libro, encontrar la verdad en las mentiras de las palabras engañosas y descubrir realidades a pesar de la gran farsa universal.
El programa batió los records de audiencia, llegando a los noventa puntos de rating en varios países, y su historia se hizo pública a nivel mundial. De esta manera, le dieron varios premios en el mundo por su “aporte” a la cultura y su figura se convirtió en ejemplo para millones de personas que pudieron vencer sus frustraciones y ganar sus propias “autobatallas”.
No tardó en ocupar el sillón en el Ministerio de Educación, y, pronto, se dispersó la semilla de la verdad. Nuevos y más hombres como él alcanzaron la gloria en la cultura. Su éxito no tuvo límites, la gente lo pidió como presidente, líder espiritual y director técnico de la Selección de Fútbol.
Arrasó en las elecciones y llegó a presidente.
Su ejemplo inspiró a las generaciones futuras, por su gran logro de unificar las religiones, partidos políticos, carreras universitarias y géneros sexuales; aunque no pasó de la primera etapa en la “Copa del Mundo”.
Luego de una extensa y fructífera vida, Bruno murió, a causa de un botón en cortocircuito del ascensor que lo iba a conducir a descansar junto a su esposa. Y, de esta manera, paradójicamente, el largo dedo que lo guió durante toda su vida, también lo condujo a la muerte.
Muchos de los presentes, en las exequias, lloraron desconsolados. Su esposa fue la única que no lo hizo, pero le volvió el habla y anunció públicamente su embarazo, atribuyéndole el milagro a Bruno (el del habla).
A la fecha, puede verse su nombre en escuelas, templos, estadios de fútbol, calles, avenidas, plazas y cárceles de todo el planeta.
Este hombre pasó a la gloria y me sirvió como ejemplo. Me transmitió su energía y decidí homenajear su memoria llamando a un río Bruno Pregonas, en el que también inauguré un aeropuerto pluvial que lleva su nombre. La fiesta duró varios días, y tuvo destacadas personalidades del mundo de la cultura como invitados. Gracias al éxito de este festejo, gané la reelección. Nunca, jamás, en mi vida agradecí tanto la pereza de usar el neumático de auxilio.
Inicié entonces una peregrinación hasta aquella gomería perdida en la ruta para abrazar al encargado y agradecer la experiencia compartida, con tanta sabiduría, en la que aprendí que la derrota sabe a triunfo cuando el que compite es uno solo.
Cuando llegué a su lado, las lágrimas y la dificultad al intentar respirar, entre sollozos, no me permitieron expresar mi felicidad. El hombre me dio una palmada y me dijo: “Lo entiendo, hombre…”. En esta oportunidad pareció reconocerme y me pidió que le firmara un autógrafo. No pude defraudarlo y no quise explicarle que un problema genético había desencadenado un exceso de falanges en mi mano derecha. Y, nuevamente, sin la caravana de infames que me persigue donde quiera que vaya, encontré felicidad al firmar con la mano izquierda.