La lluvia siempre cayó con fuerza, aunque bajo techo quién podía temerle. Solo sus hijas bastardas las goteras podían atravesar esa defensa, pero de forma tan lastimera que bastaba un balde para contenerlas.
Los chicos siempre jugaban en la calle, aún si la lluvia empezaba a asomar, entrando y saliendo de sus casas, saltando cercas y murallas. En la esquina estaba La Placita, el mercado que parecía una extensión de colores donde se vendían chanchitos y gallinas de cerámica, verduras y frutas, carnes ensartadas a un gancho, y figuras de madera pintadas.
La lluvia pisó fuerte la tierra y de entrada tendió a ser caudalosa. Creciente, arremolinada, qué podía hacerle frente cuando caía así, qué podía menguarla. Como raudal nada ni nadie se le debía atrever.
Entre La Placita y los chicos había un arroyo anodino en días de sol, el empedrado que lo cruzaba sobre un puente venía desde la villa alta de la ciudad, bajando una ribada muy pronunciada.
Cuando la lluvia irrumpió, bajo ella y sobre el raudal los chicos jugaron, saltaron y se desafiaron. El chapoteo, el barro y vadear la calle de lado a lado, que al principio era solo una delgada capa que corría, se transformó en el desafío de los más grandes.
Todo tiene cariz de inocente en el juego de chicos: los que se atreven, hacen, y tratan de miedosos y cagones a los otros; los que les siguen en valentía, no pueden ser menos y cruzan la correntada que va creciendo. Y así como la lluvia junta toda el agua en tierra para formar raudales, así también los chicos se iban juntando todos en la otra vereda. El resto que prefería no hacer lo mismo (a esta altura los goterones de la lluvia duelen en la espalda) ve que su resistencia va menguando cuando cada vez son menos los que dicen no.
El agua va juntando fuerza en la pendiente larga de la ribada, es su impulso, la corriente busca frenéticamente seguir cayendo y el arroyo es la más perfecta tentación. En poco tiempo todo esto empieza a rugir y cae como catarata al pozo del arroyo, mientras el coro de chicos muy cerca, en la vereda de enfrente, grita y llama a que crucen. Los de doce ya están del otro lado, los de diez lo consiguieron con dificultad y el de ocho más temeroso no se decidió hasta que todo empezó a desbordar.
Sobre el empedrado, descalzo, el agua hasta los tobillos, la fuerza era ya muy potente, y a medida que avanzaba, empezó a sentir que solo podía mantenerse en pie si tenía ambas piernas metidas. A mitad del trayecto, cada vez que intentaba dar un paso, la corriente lo empezaba a arrastrar. Para ese momento los ojos no solo veían el festival sordo de los que gritaban, veían también la catarata, el arroyo que ya era gigante, y el miedo que surgía de darse cuenta de que el agua era más fuerte que él, avanzar ya no era una opción, quedarse parado era regalarse a la corriente y, de un momento a otro, él sería parte de los fondos de La Placita, de los fondos del arroyo.
El miedo salva y te hace desandar: deslizando los pies sobre cada piedra del empedrado, aferrándose a sus bordes con los dedos, aguantando el choque constante de toda esa masa de agua, fue volviendo a la vereda de la que partió. Del otro lado, todos los chicos; de este solo él y su miedo.
- ¡Ca-gón! ¡Ca-gón! ¡Ca-gón!
El raudal no aflojó hasta que él con mucho esfuerzo logró llegar hasta la cerca del inicio y se aferró al alambrado como si el susto se lo quisiera llevar también: respiraba un aire acompasado de lluvia. Antes de que ésta termine y los otros chicos vuelvan, decidió ir a su casa.
Caminó hacia la ribada, dobló la esquina y cruzó el portoncito cuando comenzaba a abrirse el cielo. Se sacó la remera, repleta de lluvia, sin levantar la vista. La madre al verlo empezó a enunciar un reto y, en los ojos todo el raudal que juntó empezó a caer.