Conozco a Fátima desde que tengo uso de razón y, desde entonces, puedo asegurar que estoy enamorado de ella, casi llegando a los límites de la obsesión. Siempre vivimos en el mismo barrio, asistimos a la misma escuela, jugamos en la misma plaza y compartimos los mismos amigos. Desde temprana edad le confesé que me gustaba; sin embargo, ella de inmediato contestó que únicamente me veía como un amigo, como a un hermano. Esas palabras me dolieron; no obstante, seguí intentando conquistar el corazón de Fátima. Luché con mucho ahínco, pero el resultado siempre fue igual, ella decía: "Te quiero como a un hermano".
Con el paso de los años me conformé con sólo verla de lejos y a saludarla simplemente alzando una mano. Ella consiguió otros amigos y empezó a salir con chicos. La sangre me hervía de coraje, pero no podía hacer nada al respecto. Mejoré para poder tener una oportunidad con ella. Estudié y trabajé duro para hacer mucho dinero y con orgullo puedo decir que rebasé todos mis objetivos. Ingresé a un gimnasio y me puse a dieta. Pude moldear mi cuerpo como si fuera un atleta de elite. También me realicé algunos arreglos en la cara; una que otra cirugía plástica. Quedé como nuevo; era otro hombre. Alancé mi mejor versión. Después de tantos años de esfuerzo la volví a invitar a salir y ella me dijo: “Me dará gusto salir con mi mejor amigo, con mi hermano del alma”. Le dije que no podríamos salir, argumentando que no había recordado una importante cita de trabajo; ella simplemente levantó los hombros y se despidió y se largó como si nada.
Fátima se mudó a otro barrio, pero conseguir su dirección con la ayuda de un investigador privado. Tengo que admitirlo: la empecé a espiar por las ventanas. Ella ya sospechaba de mis mañas, en aquel momento tuve que ser más cauteloso.
Una tarde salí a dar un paseo con mi perro y llegué hasta su barrio. Crucé la calle, jalando a mi mascota con una correa. Di un rondín por la acera de su vivienda, haciéndome el inocente. Me quedé parado en la ventana de su dormitorio. Eché un vistazo por una rendija diminuta. Me pareció ver que se estaba cambiando de ropa.
—¡Oye! —gritó, tapándose con una toalla—, ¿qué haces ahí?
Escapé como un ladrón. Sentí mucha vergüenza al verme descubierto. Crucé nuevamente la calle, asustado. No me fijé en el automóvil que me atropelló y que me hizo volar cinco metros por los aires para finalmente colisionar contra un poste de luz. Sentí que se me había quebrado todos los huesos. El dolor era inmenso. Casi insoportable. Observé el cielo rojo por la sangre que cubría mis ojos.
—¿Y mi perro? —le murmuré a una sombra que miraba mi cuerpo.
—Tú quédate quieto —dijo una voz angelical.
—¿Y mi perro? —volví a preguntar.
—No lo sé.
Cerré los ojos. Me desmayé. Sentí que me hundía en el mar y que mi perro entraba al agua y me salvaba la vida.
—Gracias, chico —le dije al perro, pero sólo era un sueño.
Abrí los ojos de nuevo. Me di cuenta de que no estaba en el cielo. Estaba acostado en una cama, encima de unas sábanas limpísimas. Tenía vendajes que cubrían casi todo mi cuerpo. Podía oler la sangre.
—¡Hola! —dijo Fátima, al entrar al dormitorio—. ¡Qué bueno que despertaste! ¡Ya era hora!
Quise hablar, pero no pude. Al parecer tenía fracturada la mandíbula.
—¡Shhhh! ¡No hables! ¡Todavía estás herido y débil!
Moví mi cuerpo. Quería verme en el espejo del armario.
—No te muevas, podrías lastimarte más.
Permanecí inmóvil. Estaba Feliz y en casa de mi amada. A pesar de todo, Fátima me estaba demostrando que me quería de verdad. ¿Quién se tomaría tantas molestias?
—Te voy a curar todas las cortadas.
Fátima me puso una inyección y dijo que era para el dolor y para las infecciones. Vi que tomó un hilo y una aguja y después suturó las heridas de mi espalda con sumo cuidado.
—¡Augg! —logré decir.
—¡Tranquilo!
Más tarde entró con una tina y una esponja. Fátima me dio un baño ahí mismo, en su cama. Sentí pena.
—Quedarás como nuevo.
Apagó las luces. Dijo que tenía que dormir y que ella se iba a la sala, para dejarme descansar a gusto. Yo deseaba que ella se acostara conmigo. Luego pensé que en otra ocasión sería, quizá ya que estuviera más repuesto.
Al otro día desperté con más energía. Podía moverme. Fátima apareció y me dio de comer en la boca. También me ofreció agua y más medicamentos.
—Ya te ves mejor, ¡qué guapo!
Ella sólo usaba ropa interior. Se puso de pie y se me quedó mirando un largo rato.
—Pobre de ti.
En ese momento fui el hombre más feliz sobre la faz de la Tierra.
Fátima se acercó y acarició mi oreja.
—¡Qué pena por lo de tu amo! El infeliz murió al instante.
Quise decir algo, pero sólo salió un "guauuuu"
—Tu dueño estaba medio loco —dijo Fátima—, le tenía un poco de miedo, pero me caía bien cuando éramos pequeños.
Empecé a moverme sobre la cama como un gusano hasta que me vi en el espejo: yo era el perro.
—No te muevas.
De alguna forma mi alma entró al cuerpo del perro o eso me pareció.
Fátima me dio un beso y me acercó a sus frondosos pechos. Pensé que quizá no era tan malo. Por lo menos estaría cerca de mi amor platónico. Podría verla a diario. Viviríamos en la misma casa. Ella me cuidaría. Incluso podría tocarla y verla desnuda. ¡Ah, qué felicidad!
—Estarás a salvo —dijo Fátima, dándome un tierno beso en el hocico.
"Y tú serás mía", reflexioné, pasando mi lengua por su cuello.
—Ya que estés más sano —dijo Fátima—, te llevaré al veterinario.
"¿Para qué? Si ella ya me está curando", pensé.
Colocó su mano sobre mi cabeza y la acarició con amor.
—Necesito llevarte con el veterinario para que te castren.
—¡GUAAAUUU!
—Es por tu bien, pequeñín, de otro modo no podré darte en adopción.