Julita era una niña con problemas. Su madre había tenido un parto complicado, por lo que la bebé nació con dificultades para respirar; los neonatólogos decidieron mantenerla en una incubadora hasta que sus pulmones completaran su proceso de maduración y la niña lograra respirar por sí sola. Esa circunstancia, sumada al hecho de que su mamá no pudo tener más hijos, fue suficiente para que sus padres la mimaran mucho... quizás demasiado.
Desde que comenzó a ir al colegio se comportó siempre de manera extraña; no hablaba con nadie; se la veía siempre sola, arrinconada en algún lugar apartado. Las maestras trataron de hacerla participar más en las clases, pero nunca lo lograron. Ella parecía vivir en un mundo propio, al que nadie tenía acceso.
La pequeña no era muy agraciada, y al ser huraña, daba pie a que muchos de sus compañeritos le hicieran bullying. Al no exteriorizar lo que sentía, parecía que nada le afectaba, pero en su fuero interno sufría mucho, tanto que, a veces la invadían fuertes deseos de venganza hacia quienes, según ella, le hacían daño.
Con el paso de los años fue cambiando. Se transformó en una jovencita atractiva, aunque no hermosa. No era segura de sí misma, pero lo aparentaba; asimismo, era muy introvertida y un tanto misteriosa, pero, a pesar de todo, atraía a los muchachos. Ella lo notaba, pero fingía no darle importancia, aunque en su fuero interno se sentía halagada.
Sus padres anhelaban que fuera a la Universidad y, después de graduarse, conociera un buen hombre, se casara y formara su propia familia. Por otra parte, no querían alejarse de su única y adorada hija. Nunca se lo dijeron, pero la joven, aunque no lo expresaba, los conocía muy bien y sabía lo que sentían y deseaban.
Una tarde, mientras estudiaba en la biblioteca, Julita notó que alguien la observaba. Luego de meditarlo un poco, decidió ponerse de pie y hacer de cuenta que iba a buscar un libro; con mucho disimulo miró hacia el lugar donde, creía, se encontraba su admirador. Le gustó lo que vio. Aunque no era guapo, el muchacho, de sonrisa atrevida y mirada penetrante, tenía cierto atractivo. Cuando le guiñó un ojo, ella se sonrojó; de inmediato tomó sus libros y salió disparada del lugar.
Pocos días después regresó a la biblioteca con la esperanza de encontrarse, nuevamente, con el muchacho de quien no había podido dejar de pensar desde el día en que lo conoció. Esperó varias horas, leyendo. Ya se había cansado y se estaba retirando cuando, al llegar a la puerta, se topó con él.
Esta vez el chico la abordó; se presentó como Mathías, le preguntó su nombre y le dijo que le gustaría conocerla mejor. Ella, confundida, no supo qué contestar. Su corazón latía con fuerza; casi sin pensarlo le susurró un número de teléfono y se alejó en dirección a su casa.
Al día siguiente el joven llamó y la invitó a dar un paseo. Ella, de inmediato, aceptó. En un abrir y cerra de ojos se cambió de ropa, arregló su cabello y se maquilló. Les dijo a sus padres que iba a la biblioteca, y salió. Él la estaba esperando en la glorieta. En ese instante comenzó para Julita una historia de amor, ilusión y sueños que la perseguirían toda su vida.
La relación se concretó cuando lo llevó a su casa y lo presentó como su novio. Estaba muy entusiasmada y, a pesar de que no lo decía, ya imaginaba cómo sería su boda, y la vida entera junto al ser amado. Se veía en una hermosa casa, con su marido, rodeada de tres o cuatro niños. Pensar en eso la hacía muy feliz. Transcurrieron varios meses, pero a pesar de mencionar el tema en varias oportunidades, Mathías nunca le propuso matrimonio. Él decía que antes de casarse necesitaba una “prueba de amor” de parte de Julita, pero dada su educación religiosa y puritana, la joven no estaba dispuesta a “entregar su cuerpo”, como ella misma decía, a ningún hombre, sin haber pasado antes por la iglesia.
Luego de un tiempo, Mathías se cansó de esperar y le dio un ultimátum, le dijo que, si ella no accedía a darle lo que él pretendía, se alejaría para siempre. Por lo tanto, Julita, por temor a que la relación terminara, tomó la difícil decisión de hacer lo que su novio le pedía. Después de unos meses la muchacha notó, con mucha preocupación, que el período no le había venido. De inmediato, fue a comprar un test de embarazo y se hizo la prueba; quedó muy sorprendida cuando, en el termómetro, vio dos líneas rojas claramente marcadas, lo que significaba que estaba encinta.
La chica, muy confundida, no sabía qué hacer; a sus padres no les podía decir nada porque estaba segura de que se pondrían furiosos y no aceptarían que su hija tuviera un bebé sin haber pasado por el altar. «Lo primero que debo hacer es avisarle a Mathías... seguramente, él estará de acuerdo en que nos casemos antes de que se me empiece a notar la panza» pensó. Lo llamó, y quedaron de encontrarse en la glorieta del parque. Julita estaba muy nerviosa, pero se tranquilizó al ver llegar a su amado, porque tenía la seguridad de que él lo resolvería todo. Pero nada resultó como ella pensaba; el joven, de inmediato, le dijo: «Debemos hacernos cargo de la situación y, cuanto antes, mejor». En un principio la chica no entendió, pero luego se dio cuenta de que, lo que él trataba de decirle era que debía deshacerse de su hijo.
La joven quedó devastada; nunca hubiera imaginado la reacción de Mathías al enterarse de que iban a tener un bebé. Ella estaba segura de que el joven asumiría su obligación y se casarían; lo que le pedía que hiciera era impensable. Sin poder articular palabra, Julita corrió a su casa, se encerró en su habitación y se echó sobre la cama, llorando desconsoladamente. Luego de unas horas, poco a poco, logró calmarse. Después de pensarlo mucho y, muy a su pesar, tomó la decisión de hacer lo que Mathías le había propuesto, pero... en ese mismo momento juró que jamás iba a perdonar al único hombre que había amado y a quien, según ella, amaría por el resto de su vida.
La pareja concurrió a una clínica, donde Julita se sometió a una intervención. La joven quedó muy dolorida, no solo físicamente, sino también en lo más profundo de su ser. Pero como era su costumbre, no lo demostró, y por un tiempo su vida pareció seguir siendo la misma de siempre. Sin embargo, con el paso del tiempo, la relación con Mathías se fue desgastando, y a pesar de que lo seguía amando, llegó un momento en que cada uno tomó un camino diferente. Ella quería alejarse, por lo que decidió ir a una Universidad ubicada en una ciudad alejada de la suya. Él, por su parte quería quedarse allí, y sin que lo sucedido pareciera haberle afectado, seguir adelante con su vida.
Ya habían pasado muchos meses y Julita casi había olvidado a su ex novio cuando, estando en un restaurante con sus padres, lo vio sentado en una mesa junto a una hermosa mujer. Al notar que él la observaba, desvió su mirada; intentando contener la rabia que sentía, se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. Sus padres, quienes no habían visto a Mathías, notaron algo extraño en el comportamiento de su hija; cuando le preguntaron qué le sucedía, respondió que le dolía el estómago y les pidió, por favor, que abandonaran el lugar.
Unos meses después la joven partió a la Universidad. Quería estudiar filología en español y letras. Sus padres la llevaron y, con mucho dolor, se despidieron de ella en la puerta del dormitorio del campus, el cual iba a compartir con otra chica, a quien todavía no conocía. Julita ordenó sus cosas y, al llegar la nochecita, se recostó en la cama que había elegido, dispuesta a leer un rato antes de dormir, como lo hacía habitualmente.
A la mañana siguiente, cuando despertó, notó que alguien reposaba en la otra cama. «Es mi compañera de habitación» pensó la joven. Se vistió, intentando no hacer ruido, tomó su bolso y se dirigió al comedor del campus donde, luego de desayunar, se quedó observando a los chicos y chicas que entraban y salían. De pronto, una hermosa joven llamó su atención; después de unos segundos la reconoció... ¡era la chica que, hacía un tiempo, había visto en el restaurante junto a Mathías! Julita se sintió muy incómoda, se levantó como movida por un resorte y, de inmediato, se retiró del lugar.
De regreso en su dormitorio tomó los libros y se dirigió al salón en el cual tendría lugar su primera clase del día. Estaba muy nerviosa; pasó toda la mañana sin lograr prestar atención a lo que el profesor decía. Salió del aula y, con la intención de calmarse, decidió dar un paseo por los alrededores. Luego de recorrer los jardines se sintió más tranquila y volvió a clases. El resto del día transcurrió sin novedades.
Era casi de noche cuando regresó a su dormitorio. Antes de entrar notó que la luz estaba encendida. «¡Qué bueno... finalmente voy a conocer a mi compañera de habitación!» pensó. Cuando abrió la puerta su sorpresa fue tal que no pudo articular palabra... ¡la chica que estaba allí era su rival, la hermosa joven a quien ella había visto en el restaurante, en compañía de su ex novio! La joven se presentó.
―Me llamo Raquel, y estoy aquí para estudiar filosofía ―dijo― con una enorme sonrisa, que mostraba unos perfectos dientes, blanquísimos, al tiempo que estiraba su mano. ―¿Cuál es tu nombre y qué cursos vas a hacer? ―preguntó.
―Me llamo Julita... voy a estudiar filología en español y letras... ―murmuró ella, con voz entrecortada.
―Espero que seamos buenas amigas ―agregó Raquel, sin dejar de sonreír.
A partir de ese momento Julita comenzó a indagar sobre la vida de su compañera. Lo que más le interesaba era saber si tenía una relación con Mathías. Poco a poco ambas chicas se fueron abriendo. La más conversadora era Raquel, ya que Julita era muy parca para hablar, más bien intentaba que su rival le platicara sobre su vida íntima.
Después de unos días Raquel le confesó que mantenía una relación con Mathías, pero que ella no tenía intenciones de casarse; solo quería divertirse y pasarla bien. Lo que más le interesaba era estudiar y recibirse... ¡Ya tendría tiempo de formar una familia una vez que obtuviera su diploma y consiguiera un buen empleo!
Transcurrieron unos meses; una mañana Julita notó que Raquel tenía náuseas. Ambas pensaron que había ingerido algo que le podía haber sentado mal al estómago. Pasaron varios días y las molestias, en lugar de desaparecer, aumentaron. Raquel decidió concurrir a la policlínica del campus, donde le hicieron varios estudios; el resultado de los análisis fue que la chica estaba embarazada de cuatro meses.
Cuando Julita supo que Raquel estaba gestando un hijo de Mathías sintió envidia, y también rabia. Lo primero que pensó fue: «Ese bebe debería ser mío; ella no está enamorada de él, en cambio yo sí lo estuve... y aún lo estoy». Además, por lo que la futura mamá le había comentado, Mathías sí deseaba tener a ese niño, algo que puso furiosa a Julita, pero como era su costumbre, no dijo ni demostró nada. Luego de unos días su compañera le confesó que iba a interrumpir su embarazo; eso tranquilizó a Julita, quien, de inmediato le prometió estar a su lado durante, y después del aborto.
Raquel lo agradeció y juntas concurrieron a la clínica.
La futura madre entró al consultorio tranquila, segura de su decisión. Además, el hecho de que su compañera de habitación, a quien ella ya consideraba una amiga, la escoltara, la hacía sentir mejor. Cuando le explicó al médico su situación y su deseo de abortar, el doctor, luego de revisar su historia clínica, levantó la vista, la miró fijamente a los ojos y con mucha severidad le dijo:
―¡Eso no va a ser posible, jovencita! ¡Su embarazo está muy avanzado, y a esta altura no hay forma de interrumpirlo sin poner en riesgo su vida... y la del ser que está creciendo en su vientre!
Raquel lloraba porque, según decía, nunca hubiera imaginado que no le iba a ser posible deshacerse de ese niño, a quien no deseaba. Julita la consolaba y se mostraba preocupada, pero en su fuero interno estaba furiosa porque, lo que en verdad deseaba era que, el bebé de quien ella considera su rival, no naciera. A pesar de su rabia se contuvo y, con una sonrisa forzada le dijo a su compañera que estuviera tranquila, que entre las dos iban a encontrar una solución al problema.
Pasaron los meses y la panza de Raquel crecía. Como no deseaba enfrentar a sus padres no les había contado lo que estaba sucediendo, y temía que, dado que se acercaban las vacaciones, o bien ella tendría que regresar a su casa, o ellos vendrían a visitarla a la Universidad, y la verían en ese estado.
Ahí fue cuando a Julita se le ocurrió una idea: ambas jóvenes debían decir que una amiga las había invitado a pasar el verano en su casa de la playa, que estaba a cientos de kilómetros de distancia de allí.
Cuando Raquel llegó a su séptimo mes, las chicas viajaron a un pueblo alejado, tanto de la Universidad como de sus hogares, para recibir solas y tranquilas al bebé. Se instalaron en la casa de Antonia, una anciana de origen latino que vivía sola, ya que no tenía familia. La Sra. alquilaba un par de habitaciones a jóvenes que quisieran pasar el verano, alejados de todo y de todos. Como Raquel no tenía dinero, Julita había pedido un cheque a sus padres, con la excusa de que necesitaba comprar un automóvil, y ropa adecuada para que ella y Raquel pudieran pasar ese verano en la casa de playa de la supuesta amiga, quién, según ella, las había invitado.
Las dos jóvenes pasaron muy bien los meses siguientes. Todos los días salían de paseo; Julita había leído que hacer ejercicio y en especial, caminar, era bueno para una futura mamá. Raquel ya había aceptado el hecho de tener a su bebé, e incluso empezaba a sentir amor por él. Las chicas buscaban nombres, pero no se ponían de acuerdo. Finalmente, quien encontró el apelativo perfecto fue Antonia... el mismo era Damián.
A los nueve meses, Raquel, con la ayuda de su arrendadora, quién, en su juventud había sido enfermera y asistido a muchas mujeres en sus partos, dio a luz a su hijo. La joven estaba fascinada con el pequeño, y Julita también. Las chicas se turnaban para cuidarlo, pero quien le daba de mamar era, por supuesto, Raquel. Pasó un tiempo y, a pesar de que todo marchaba bien, las jóvenes eran conscientes de que no podrían guardar el secreto por mucho más tiempo, y que, en algún momento tendrían que contarles a los padres de Raquel que eran abuelos.
A finales del verano llegó, a una isla del Caribe, una muchacha joven con un bebé. Se instalaron en una pequeña posada, a orillas del mar. La chica, quien dijo llamarse Giuliana, buscaba un trabajo como profesora de inglés y una vivienda para establecerse con Daniel, su hijito. Los isleños eran muy amables y hospitalarios y, de inmediato, se dispusieron a ayudar a la joven madre. Poco después, la chica ya tenía un puesto en una escuela de la isla y una bonita casita donde alojarse con su pequeño.
En un pueblito perdido, en el continente, la policía trataba de averiguar a quién le pertenecían los dos esqueletos hallados en una casa abandonada, lejos de la ciudad, por un grupo de cazadores. El forense solo había podido determinar que ambas osamentas correspondían a personas del sexo femenino; una de ellas pertenecía a una mujer muy joven, en tanto que la otra concordaba con la de una anciana.
Un abrazo.