No fue mi primera opción, de las cuatro acompañantes que tenía en mi compartida soledad, era mi preferida. Ella dijo que éramos amigos, pero el día que la merienda la dejó satisfecha decidió cambiar el título y fuimos novios.
Nada particular, los domingos a la casa de los parientes. Como yo era goi tenía que comer medias facturas y pagarlas enteras. A veces al cine, otras, a algún espectáculo que debía ser gratuito para que no se ofendiera su padre comunista. Y tres o cuatro veces al día había que consumar el pecado original, mi divinidad no me castigaba lo suficiente y creía que el tiempo me sobraba.
Así hasta que fue monótono y aburrido. Esperaba más, pero ella esperaba menos.
Mi vida de rockstar era demasiado. Ella quería todo lo que le habían enseñado: ir a la facultad hasta que terminara de estudiar cualquier cosa que la hubiera hecho vivir el centro de estudiantes, ir a las protestas callejeras, pegar carteles en contra de cualquier medida del gobierno y ser una más. Tener algo vulgar a lo que pudiera pertenecer. Las cosas especiales no eran para ella. Y un ambidiestro bien cotizado, capaz de presentarse en San Cayetano a tocar la misa criolla en ritmo de blues, era demasiado para una ex inocente niña de papá.
Un día se encontró a un muchacho popular con el que compartía semejanzas, enseguida se acordó de que yo era especial y no le quedó más remedio que olvidarse de nuestra relación y hacerle pagar las medias facturas a él.
Me gustaba la soledad que nunca me había abandonado porque abundaba la compañía de mujeres especiales, con estilo y personalidad. Ellas me recogían en las calles adoquinadas y oscuras del barrio y en los bancos de los parques también (había noches en las que hasta la estatua de Sarmiento se sonrojaba al atestiguar tanta barbarie incivilizada). Conocí muchas y recorrí muchos parques con ellas, cada noche brillaba un corazón que latía en mis brazos. Siempre había alguna mujer con amigas que me brindara lujuria y pasión juvenil.
Como si yo fuera un premio para cada una de ellas, se disputaban mi compañía, y cuando terminaban de decidir a quien le tocaba esa noche conmigo, ya estaba listo para una nueva aventura. Pero el tiempo me sobraba. Y al amanecer caminaba por la calle carhué hasta el paraíso al que llamaba hogar a descansar y extrañar a la mujer que hubiese querido enamorar. Imaginaba su sonrisa y hasta sentía la brisa fresca de su aliento en mi mirada, fue todas las musas en cada una de mis aventuras futuras.
Ella supo que no era mi primera opción, pero empezó a llegar al amanecer a buscar compañía. Se bajaba en la estación de Liniers y cruzaba la avenida cuando el sol empezaba a asomar. Llegaba borracha a pedirme que la poseyera (Aunque siempre fue ella quien se apoderaba de mí). Llegaba llorando a buscar mis brazos, llegaba semi desnuda a buscarme, llegaba frustrada. Sucia. Se había olvidado de su religión y de su status de niña universitaria comunista.
Al amanecer se transformaba en una depredadora que buscaba una sola presa. Al amanecer se despertaban sus bajezas, y ya no le alcanzaba un misionero, necesitaba una buena misión y el paquete completo para saciar su apetito: la pata de conejo, la aspiradora, el pepino y hasta el slide de mi guitarra.
Un día encontré el amor justo donde lo había dejado. Mi corazón se posó un instante en el hueco vacío que tenía el pecho, pero ese momento fue fugaz como la promesa de un político. Nos despedimos por unos años más, ella aún continúa buscándome por los amaneceres del barrio, los parques y esos otros sitios paganos en los que ella era la hereje.
Debe creer que dejé de ser especial, que nunca supe a cuál deidad agradecer todos los milagros que presencié fundido en su piel, pero a mí me siguen gustando las facturas especiales y enteras, aunque ya no tenga más tiempo.