La irrealidad
Querida mamá:
Por fin he llegado a la gran ciudad. Ya tengo dos semanas instalado en un departamento a las afueras de la urbanización. No creas que es la gran cosa, pero tiene lo básico: un baño, una cocineta y una recámara. Para llegar a la zona céntrica tengo que tomar un autobús y después un tren subterráneo. Quisiera que vieras la cantidad de gente que se aglomera en ese lugar, yo creo que en un vagón hay más gente que en nuestro rancho. Pero lo más loco del asunto es que el metro no es conducido por un chofer normal, una computadora se encarga de esa operación. Uf, es una locura. Si papá viviera, se jalaría los pocos cabellos que le quedaban. Del centro de la ciudad mejor ni te cuento nadita, pues me asfixio y me mareo sólo con decirte que los rascacielos son tan altos que tapan el sol y las nubes. Ah, lo más importante y el motivo de esta carta es que ya tengo trabajo. No es un puesto tan rimbombante; sin embargo, el jefe, que es casi mi amigo, asegura que con mi tenacidad lograré subir un peldaño más en la empresa, y si lo hago, me compraré un coche de segunda mano. No es un lujo, es una necesidad. Perdona que divague y que no te haya mandado dinero, pero es que pagué tres meses de depósito por adelantado a la casera y apenas me alcanza, además tuve que comprar comida y aquí todo está carísimo, pero no te preocupes por nada, pronto te enviaré un dinerito. Me tengo que ir, mi supervisor no deja de marcar a mi teléfono, es que hay tanto trabajo. No tienes una idea. Espera mi próxima carta. Si te falta algo, pide fiado en la tiendita de don Marcos. Dile que yo le pagaré con intereses en cuanto regrese.
Te quiero.
Meto la carta al sobre y la echo en el buzón. A mamá no le gustan las llamadas y mucho menos la mensajería instantánea.
Sigo mi camino entre un mar de gente que se empuja con tal de llegar a tiempo a sus trabajos.
Llego al edificio donde me dijeron que podía encontrar empleo. La fachada gris y rústica parece la de una cárcel, pero no me interesan las apariencias.
—¡Buenos días, joven! —saluda el guardia de seguridad en cuanto me ve—. ¿Qué se le ofrece?
—Me dijeron que aquí había trabajo.
—Uy, joven, antier fue ocupada la última plaza, pero venga la semana que entra, de seguro cae algo.
—Ah, caray. Ni hablar. Si no encuentro trabajo, la semana entrante me tendrá por acá dando lata.
—Oiga, muchacho. Venga.
—¿Qué pasa?
—Tenga —dice el guardia y me entrega un paquete de galletas. Quizá me vio la cara de hambre.
—Gracias.
—De nada, joven. Yo pase por lo mismo y sé lo que se siente.
Sigo vagando y corriendo con la misma suerte: no hay trabajo. Me como la última galleta y la paso con media lata de Coca-Cola que alguien olvidó encima de una banca.
Decido caminar porque ya no tengo dinero para pagar el autobús. Son quince kilómetros de trayecto, pero no importa porque ya estoy acostumbrado y, además, me servirá de ejercicio.
Llego. A esta hora el metro está casi vacío.
Entro al baño y me lavo la cara, las orejas, los dientes y las axilas. Orino en un mingitorio sin quitarle la vista a mi maleta. Los rateros abundan a esta hora del día.
Salgo y avanzo por un pasillo largo y ancho. La gente que labora aquí ya me conoce muy bien y saben que soy un buen chico, así que no hay problema.
Abro mi maleta, saco mi título universitario, lo miro un par de minutos y pienso: "Las cosas cambiarán. Hay que tener fe. Pronto conseguirás un trabajo".
Guardo el título en la bolsa de plástico. Saco la frazada y me amarro la maleta a la pierna derecha. Me acuesto en el suelo. Estoy agotado.
—Buenas noches —digo mientras contemplo la diminuta fotografía de mamá.
