Vie13Ene202302:31
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

La última visita del caballero enfermo (Giovanni Papini)

La última visita del caballero enfermo (Giovanni Papini)
 
La última  visita del caballero enfermo
 
Nadie supo jamás el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, luego de su imprevista desaparición, más que el recuerdo de sus inolvidables sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo que lo representa oculto en la sombra mórbida de una pelliza, con una mano enguantada que cae débilmente como la de un ser que duerme. Alguno de los que más lo amaron —y yo estuve entre esos pocos—, recuerda también su tez singular de un amarillo pálido transparente y la levedad casi femenina de sus pasos y el extravío habitual de su mirada. Le gustaba hablar mucho, pero nadie comprendía todo lo que quería decir y conozco a algunos que no quisieron comprenderlo porque las cosas que decía eran demasiado horribles.
Era, verdaderamente, un sembrador de espanto. Su presencia daba un color fantástico a las cosas más simples; cuando su mano tocaba algún objeto parecía que éste entraba a formar parte del mundo de los sueños. Sus ojos no reflejaban las cosas presentes sino aquellas desconocidas y lejanas, que quienes lo acompañaban no percibían. Nadie le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué aparentaba no curarla. Vivía caminando siempre, sin detenerse, día y noche. Ninguno sabía dónde estaba su casa; ninguno le conoció padre o hermanos. Apareció un día en la ciudad y otro día, después de algunos años, desapareció.
La víspera de este día, muy temprano, cuando apenas comenzaba a alborear el cielo, vino a mi cuarto a despertarme. Sentí la suave caricia de su guante sobre mi frente y lo vi ante mí, envuelto en la pelliza, con la boca llevando eternamente el recuerdo de una sonrisa y los ojos más extraviados que de costumbre. Me di cuenta, por el enrojecimiento de sus párpados, que había estado en vela toda la noche y que debía haber esperado el alba con gran ansiedad porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía sacudido por la fiebre.
—¿Qué le sucede? —le pregunté—. ¿Su enfermedad lo atormenta más que otros días?
—¿Mi enfermedad? —respondió—. ¿Mi enfermedad? ¿Usted cree, entonces, como todos, que yo tengo una enfermedad? ¿Que exista una enfermedad mía? ¿Por qué no decir que yo mismo soy una enfermedad? No hay nada que sea mío ¿comprende? ¡No hay nada que me pertenezca! ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco!
Estaba habituado a sus extrañas conversaciones y por eso no le contesté. Continué mirándolo y mi mirada debía ser muy dulce porque se acercó aún más a mi lecho y me tocó de nuevo la frente con su blando guante.
—No tiene síntoma alguno de fiebre —prosiguió—. Está usted perfectamente sano y tranquilo. Su sangre circula con calma en sus venas. Puedo decirle, pues, algo que quizás lo espante; puedo decirle quién soy yo. Escúcheme con atención, se lo ruego, porque quizás no podré decir dos veces las mismas cosas, y sin embargo es necesario que las diga por lo menos una vez.
Al decir esto se arrojó sobre un sillón violáceo junto a mi cama y continuó con voz más alta:
—Yo no soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un hombre con músculos y huesos, un hombre gestado por hombres. No he nacido como sus semejantes; nadie me ha acunado ni ha vigilado mi crecimiento; no he conocido ni la inquieta adolescencia ni la dulzura de los lazos de la sangre. Soy —y lo diré aunque quizás no quiera creerme— nada más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare se ha vuelto por mí literal y trágicamente exacta: ¡yo soy de la misma sustancia con la cual están hechos vuestros sueños! Existo porque hay alguien que me sueña; hay alguien que duerme y sueña y me ve obrar y vivir y moverme, y en este momento sueña que yo digo todo esto. Cuando este alguien comenzó a soñarme yo comencé a existir, cuando se despierte cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este alguien es de tal manera durable e intenso que me he vuelto visible incluso a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia, el mundo de la realidad concreta no es el mío. ¡Me siento tan a disgusto en medio de la vulgar solidaridad de vuestra existencia! Mi vida es la que transcurre lentamente en el alma de mi dormido creador…
»No crea usted que hablo con enigmas y símbolos. Lo que le digo es la verdad, toda la simple y tremenda verdad. ¡Acabe, pues, de dilatar sus pupilas estupefactas! ¡No me mire más con su aire de piadosa turbación!
»Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Poetas hay que dijeron que la vida de los hombres es la sombra de un sueño y filósofos que han sugerido que la realidad entera es una alucinación. A mí, en cambio, me persigue otra idea: ¿quién es el que me sueña? ¿Quién es este alguien, este ser ignoto que yo no conozco y al que pertenezco, que me hizo surgir de pronto en la oscuridad de su cerebro cansado y cuyo despertar me apagará de improviso, como una llama ante un imprevisto soplo? ¡Cuántos días he pensado en este dueño mío que duerme, en este creador mío ocupado por el transcurrir de mi efímera vida! Realmente, debe ser grande y poderoso; un ser para el cual nuestros años son minutos y que puede vivir toda la vida de un hombre en una sola de sus horas y la historia de la humanidad en una de sus noches. Sus sueños deben ser tan vivos y fuertes y profundos como para proyectar hacia afuera las imágenes de un modo que parezcan cosas reales. Quizás el mundo entero no es sino el producto perpetuamente variable de un entrecruzarse de sueños de seres idénticos a él. Pero no quiero generalizar demasiado: ¡dejemos los metafisiqueos a los imprudentes! A mí me basta la tremenda seguridad de que soy la imaginaria criatura de un enorme soñador.
»¿Pero quién es él? Ésta es la pregunta que me agita desde hace muchísimo tiempo, desde que descubrí la materia de la cual estoy hecho. Usted comprende la importancia de este problema para mí. De la respuesta que podía darle dependía todo mi destino. Los personajes de los sueños gozan de una muy amplia libertad y por eso mi vida no estaba totalmente determinada por mi origen, sino en gran parte por mi albedrío. Sin embargo, era necesario que supiese quién era el que me soñaba para elegir mi estilo de vida. Al principio estaba espantado por la idea de que podía bastar la más pequeña cosa para despertarlo, o sea para aniquilarme. Un grito, un ruido, un soplo podían de pronto precipitarme en la nada. En ese entonces quería a la vida y, por lo tanto, me torturaba vanamente para adivinar cuáles eran los gustos y las pasiones de mi ignoto poseedor, para dar a mi existencia las actitudes y las formas que pudieran serle entrañables. Temblaba a cada instante ante la idea de cometer algo que pudiese ofenderlo, aterrarlo y, por lo tanto, despertarlo. Imaginé durante algún tiempo que era una especie de paterna divinidad evangélica y me las arreglé para llevar la más virtuosa y santa vida del mundo. Alguna vez, en cambio, pensé que era un héroe pagano cualquiera y entonces me coronaba con largos pámpanos de vid y cantaba himnos de borracho y bailaba con frescas ninfas en los claros de los bosques. Hasta creí una vez que formaba parte del sueño de algún sublime y eterno sabio, que hubiera alcanzado a vivir en un mundo espiritual superior y pasé largas noches en vela sobre los números de las estrellas y las dimensiones del mundo y la composición de los seres vivos.
»Pero finalmente me cansé, humillado al pensar que debía servir de espectáculo a este amo desconocido e incognoscible; advertí que esta ficción de vida no valía tanta bajeza y tanta vileza aduladora. Entonces anhelé ardientemente lo que al principio me causaba horror, o sea, que despertara. Me esforcé en llenar mi vida con espectáculos tan horribles como para que el horror pudiera despertarlo. Y todo lo intenté para llegar al reposo del aniquilamiento; movilicé todo para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida que me asemeja a los hombres.
»Ningún delito me fue ajeno: ninguna infamia me fue desconocida; no me sustraje de ningún terror. Con refinadas torturas asesiné a viejos inocentes; envenené las aguas de ciudades enteras; incendié al mismo tiempo las melenas de una multitud de mujeres; despedacé con mis dientes, vueltos salvajes por la voluntad de aniquilación, a todos los niños que hallé sobre mi camino. De noche busqué la compañía de monstruos gigantescos, negros, sibilantes, que los hombres ya no conocen; tomé parte en increíbles empresas de gnomos, de íncubos, de demonios, de fantasmas; me precipité desde lo alto de un monte a un valle desnudo y convulsionado, circundado por cavernas llenas de blancos huesos; y las hechiceras me enseñaron alaridos de fieras desoladas que estremecen de noche incluso a los más valientes. Pero parece que quien me sueña no se atemoriza de aquello que hace temblar a los hombres. O goza con la contemplación de lo más horrendo que existe o no le importa o no se espanta. Hasta hoy no he logrado despertarlo y debo todavía arrastrar esta innoble vida, servil e irreal.
»¿Quién me liberará, pues, de mi soñador? ¿Cuándo despuntará el alba que lo llame a su obra? ¿Cuándo sonará la campana, cuándo cantará el gallo, cuándo resonará la voz que debe despertarlo? ¡Espero desde hace tanto tiempo mi liberación! ¡Espero tan anhelosamente el fin de este necio sueño en el que represento una parte tan monótona!
»Lo que estoy haciendo en este momento es mi última tentativa. Le digo a mi soñador que yo soy un sueño; quiero que él sueñe que sueña. Es algo que le sucede a los hombres, ¿no es verdad? ¿No ocurre, entonces, que se despiertan cuando se dan cuenta de que sueñan? Por eso he venido a verlo y por esto le he contado todo, y quisiera que aquel que me ha creado se diese cuenta en este instante de que yo no existo como hombre real y en el mismo momento acabaré de existir, incluso, como imagen irreal. ¿Cree que lo lograré? ¿Cree que a fuerza de repetirlo y gritarlo despertaré sobresaltado a mi invisible propietario?»
Y al pronunciar estas palabras el Caballero Enfermo se agitaba sobre el sillón, se quitaba y volvía a ponerse el guante de la mano izquierda y me miraba con ojos cada vez más extraviados. Parecía que esperaba de un momento a otro algo maravilloso y terrible. Su cara asumía expresiones de agonizante. De tanto en tanto miraba fijamente su cuerpo como si esperara verlo disolverse y se acariciaba nerviosamente la húmeda frente.
—¿Usted cree que todo esto no es verdad? —agregó—. ¿Siente que no miento? ¿Pero por qué no poder desaparecer, por qué no ser libre de terminar? ¿Quizás formo parte de un sueño que no terminará nunca? ¿El sueño de un eterno durmiente, de un eterno soñador? ¡Expulse, pues, de mí esta idea espantosa! ¡Consuéleme un poco; sugiérame alguna estratagema, algún subterfugio, alguna trampa que me suprima! Se lo pido con toda el alma. ¿No tendrá, pues, piedad de este aburrido espectro?
Y como yo continuaba callado, él me miro una vez más y se puso de pie. Me pareció entonces mucho más alto que antes y observé nuevamente su tez algo diáfana. Se veía que sufría enormemente. Su cuerpo entero estaba agitado: parecía un animal que buscara liberarse de una red. La suave mano enguantada apretó la mía y fue por última vez. Murmurando algo en voz baja salió de mi cuarto y solamente alguien lo ha visto desde entonces.

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