Jue18May202317:25
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Autor: María Josefa León Ochoa
Género: Cuento

Mailé

Mailé
Pseudónimo: Daniela
“Mamita:
Sólo hoy me atrevo a contarle todo; ya no podrá sentirse culpable, aunque yo nunca la hice responsable de lo sucedido. En todo caso, a él. O tal vez todo fue consecuencia de las circunstancias. ¿Quién sabe? Usted no estaba acostumbrada a las penurias en que nos vimos, después de perderlo todo. Solas, la vida se nos hacía un muro prácticamente infranqueable. Eso me obligaba a aceptar como lógicas, muchas de las cosas que sucedieron. Por otra parte, la confianza que la familia había depositado en él… Por eso no la culpo. Usted nunca hubiera sospechado, nunca hubiera podido prever lo que ocurrió aquella tarde, cuando me enviara a su casa con la solicitud de un préstamo para algo de urgencia.
Todo lo recuerdo: nubes plomizas, olor a tierra mojada y una brisa rebelde que desordenaba los rizos de mi pelo. Me sentía tan alegre, que recuerdo haber cantado durante todo el trayecto, hasta el portón que daba entrada a la finca de Manuel Igarza. Tan ensimismada iba, que no reparé en los gajos que cubrían un lado del camino. Al pisarlos, una espina atravesó la suela del gastado zapato y penetró en el pie. Él, alertado por los perros, me veía llegar. Después de leer la nota, entró, supongo que a buscar el dinero. Yo me senté en el banco del portal, me descalcé e intenté sacar la espina. La bata, aquella de guinga azul que usted misma me bordara, quedó levantada. Cuando regresó no lo miré, abstraída como estaba en mi tarea, pero su inmovilidad llamó mi atención y levanté la vista. Sus ojos, Mamita, aquella mirada cargada de lascivia, no la he podido olvidar jamás. Tal vez si hubiera vivido con mi madre, me hubiera alertado sobre la maldad de seres así, pero usted nunca supo ver el engaño. Ni siquiera el de ella, cuando me dejó a su cuidado 'por unos días, para visitar a una amiga'. Ni entonces, usted sospechó. Quizás su alma pura no podía dar cabida a la malicia ajena.
Igarza no se conformó con mirarme, sino que se ofreció a extraer la espina. Me condujo al cuarto y sentándome en el borde de la cama, levantó mi pierna con el pretexto de ver mejor. Escarbó un poco con una aguja. Yo protestaba y me movía tanto que la saya se corría cada vez más. Él, pretextando aplacar el dolor, me manoseaba y hasta me convenció de que acostada, vería mejor la 'difícil espina'.
Yo no tenía miedo, Mamita; usted sabe que yo nunca fui débil para los dolores. Mi temor comenzó cuando aquel maldito comenzó a besar lo que antes manoseaba. De sus labios arrugados comenzaron a salir hilos de baba que regaba, por todo el cuerpo y sus palabras lujuriosas, lejos de calmar, me hacían experimentar verdadero terror. Comencé a llorar y a suplicar, pero la locura se le había desbordado. Entre toscas caricias, promesas y lengüetazos, logró bajar mis pantaloncitos y despojarme de la virginidad, para lanzarme a una pendiente que sólo hoy soy capaz de percibir.
Saciada la bestia, no encontraba forma de encubrir el daño. Me limpiaba y consolaba; mil cosas ofreció, a cambio de silencio y sólo una fue capaz de hacerme vacilar: me juró que usted no seguiría en la miseria; que no le faltarían más los alimentos y medicinas que tanto necesitaba. Júralo, le pedí; júralo por la Virgen, tal era la confianza aprendida de usted, en tales juramentos. Lo hizo y yo accedí, Mamita; por volver a ver la dicha en su rostro y porque recobrara su perdida salud, yo accedí a guardar el secreto de aquella villanía.
Fue por eso que le habló de un negocio, que al final no sé si existió en realidad, o fue un pretexto, para ofrecerle dinero cada mes. Y fue también por eso, porque mantuviera su promesa, que seguí visitando al viejo baboso, aquellas tardes en que justificaba mis ausencias con un bolso de mangos 'de la orilla del río o de anones recogidos al pie de la lomita. De preparar el engaño, se ocupaba él.
Poco a poco, me fue adiestrando en el arte de hacerlo sentir; en adoptar poses cada vez más excitantes para satisfacer su aberrado cerebro. Cuando mi cuerpo comenzó a madurar, con él también lo hicieron los vicios y los deseos de compartirlo con otros hombres. Incentivada con la experiencia de causar placer, me movía de forma insinuante. Entonces fui codiciada por los jovencitos de la escuela, por los hombres que jugaban y bebían en casa de Antonia y por el maestro… El joven maestro, que un día se percató de que mi blusa reventaba sobre unos pechos redondos y tersos. Al derramar el agua (confieso que a propósito) después de los ejercicios, se transparentaban, enarbolando los nacientes pezones.
Una vez que logré atraer su atención, quise hacerle gozar de mi cuerpo, abierto a las delicias de la lujuria. Una tarde, después de las clases, me entretuve resolviendo un cálculo, con el pretexto de que luego no sabría hacerlo sola. Él también esperaba la oportunidad: lo delató el brillo de sus ojos, cuando le pedí ayuda. Se acercó, inclinándose sobre mi mesa, de forma que su sexo rozara mi hombro. No me aparté. Por el contrario, mostrándole lo que había escrito, moví mi brazo para que aumentara la fricción. Su respiración se hizo agitada sobre mi cuello. No recuerdo qué tartamudeó acerca del ejercicio, pero vi sus labios entreabiertos por el deseo y me animé a hacerlo rabiar un poco. No tardó mucho en descubrir un botón suelto en mi blusa, como al descuido. Nunca antes había experimentado gozo igual. Mi cuerpo era fruta deseada por el joven. A través de la tela, pude sentir el miembro endurecido. Dejé caer la goma y sin dar tiempo a que reaccionara, me agaché a recogerla para que viera mis muslos y reparara en mis caderas. Vi que temblaba. Me acerqué despacio, sonriente, sin que se atreviera a desviar sus ojos de los míos. Me pegué a él y froté mis senos con su brazo. Su boca se posó sobre la mía y absorbí su néctar. ¡Qué aliento! ¡Qué gusto a vida! Desesperado, casi rompe la blusa. Mientras besaba su cuello y sus orejas, abrí las piernas para dejar que frotara el suyo sobre mi sexo hambriento. Su boca se llenó con mis senos, su lengua acarició mi ombligo y liberado, el pene encontró su camino.
No crea que describo estos detalles por maldad, sino para que comprenda cómo despertó mi sensualidad y mi malicia femenina, a partir de la violencia con que me fue arrancada la inocencia.
El maestro, aunque extrañado de mis destrezas no hizo pregunta alguna. Cada día recibía con más deseos mi afán por darle gusto y yo usaba todo lo aprendido y mucho más. Inventaba situaciones; lo asaltaba con nuevas poses cada vez más endiabladas y le hacía cometer locuras, como la de esconderme debajo de su mesa de trabajo para masturbarlo. Otra vez posé desnuda en el aula, para que dibujara mi cuerpo en la pizarra y fueron muchas las ocasiones en que, durante las clases, abría mis piernas para que comprobara que no llevaba nada debajo de la saya.
Pero el maestro pasó. Su esposa enferma requería cuidados especiales y se mudaron a la ciudad. No piense usted, Mamita, que el tiempo siguiente sirvió para que recapacitara sobre mi desordenada vida. Sin tener quien guiara mi conducta, o me hablara de moral, mi imaginación, ya desbocada por el éxito obtenido, buscaba salida a instintos cada vez más exigentes. Perseguía la aventura, el éxtasis del peligro y muchas noches, cuando usted dormía, cubría mi cara con su pañuelo negro y salía, completamente desnuda, a recorrer el poblado. Así se incubó la historia de la mujer sin cabeza, que corrió durante un tiempo. Los que me veían, huían aterrorizados, creyéndome un alma en pena.
Ya usted sabe que fracasé en los estudios. Si el profesor era un hombre, no me podía concentrar y si era mujer, mi desinterés era tal, que me dormía; sobre todo si la noche anterior me había dedicado a hacer correr a los asustadizos. Por ese tiempo me asediaban los muchachos de mi edad, pero los consideraba tan poco interesantes, que nunca acepté sus insinuaciones. Recuerdo que usted alababa mi recato y se enorgullecía de que su nieta no anduviera en 'amoríos' como las demás. Me complacía verla feliz.
Después de dejar la escuela, conocí a Rogelito.
Cuando se acercó por primera vez, pensé que era un alardoso que se pavoneaba en la moto para disfrazar carencias de otro tipo, pero él fue directo al grano y eso me hizo verlo diferente: 'Los dos ganamos', me dijo. Yo le expliqué mis obligaciones con usted, lo delicado de su salud y la necesidad de cubrir las apariencias. Él halló la solución. Cuando aquella mañana se presentó como el sobrino del difunto Iznaga, usted no sospechó. Como siempre, confió en las buenas intenciones del maleante y abrió sus puertas. Unas pocas visitas bastaron para que accediera a nuestro compromiso y luego a nuestro 'matrimonio moderno'. Así, casados ante los ojos del vecindario, comencé sin problemas las relaciones con extranjeros.
La mayoría eran gordos, viejos, insípidos; sin embargo, no faltaba la acción en las sesiones de sexo duro. Incapaces de disfrutar del sexo natural, exigían cosas más 'desarrolladas' para excitarse: sexo en grupos, cuadros homosexuales, narcóticos… Yo me prestaba a todos sus antojos. Mi cuerpo se fue convirtiendo en una máquina de placer y poco a poco, fui perdiendo la sensualidad, el goce de hacer gozar. Eran tan predecibles, que dejé de ser sorprendida con una postura nueva, o una caricia distinta. Sólo lograba sentir bajo el efecto de las drogas: me convertí en adicta. Para entonces, ya usted no podía verme; apenas distinguía el día de la noche y no podía darse cuenta de mis ojeras y mi delgadez. Yo la había rodeado de muchas comodidades con el dinero que obtenía. Rogelito no era gerente de una compañía, ni tenía familia en el extranjero, como le hicimos creer, pero eso usted nunca lo sabría; era feliz a pesar de su enfermedad y cuando la visitábamos en el poblado, yo sentía que reventaba de orgullo al contarle a Patricia los logros de su nieta. Sólo en una cosa no podía complacerla: no podía darle el biznieto deseado. Nunca se lo confesé, pero mis sentimientos maternos murieron el día en que mi madre, recién llegada del extranjero, fue a verla al hospital. Yo vi, Mamita, con qué ternura usted la miraba y cómo ella, tan fría y distante luego de besarla, se limpió los labios. Me bastó ese gesto para saber lo que puede llegar a ser un hijo. De todas formas, después de abortar, (no podría decirle quién era el padre, pero eso no hubiera tenido importancia) comencé a tomar anticonceptivos. Más tarde dejé de hacerlo, pero no volví a quedar embarazada. Por otra parte, eso fue un favor del cielo, porque en esa época ya me era imposible responsabilizarme con una criatura: las drogas consumían dinero y razón. Estaba destruida: Rogelito hacía tiempo que no contaba conmigo pues el vicio creciente me convertía en un estorbo. Después se fue usted, Mamita. Tan callada y plácidamente como vivió, dejo de hacerlo. De repente, me hallé tan sola y desamparada, que no encontré otra salida: una tarde ingerí varias dosis del polvo maldito y, de no ser por un vecino, no hubiera llegado hasta hoy. Mucho costó, según los médicos, regresarme a la vida. Luego, tediosas sesiones de terapia en un sanatorio, sin recibir más aliento que el del personal de la clínica y sin otra esperanza para el futuro, que volver a las andadas. ¿Qué sabía hacer, que no fuera vender sexo? Con estos pensamientos, la recuperación era muy lenta. Innumerables veces la psicóloga me insistió en que debía contarlo todo y expulsar de mí los fantasmas. 'Te siguen hiriendo, me decía, por eso no ves el camino. Tienes una vida que puede ser maravillosa si te lo propones, pero debes dejar enterrado todo lo que la oculta a tu vista.' Por ese entonces, encontré a Alfredo. No, no crea que es uno de tantos. Él es la antítesis de los hombres que había conocido. No es guapo, ni siquiera elegante, sino flaco y un tanto encorvado. Sus ojos azules no contrastan con una hermosa piel morena, sino dan seguimiento a su palidez y al escaso pelo rubio.
Una tarde, después de la sesión de terapia grupal, salí al jardín y lo vi. Leía a la sombra de un muro. Al pasar, sentí sus ojos en mi espalda y lo miré. Recibí la agonía de un alma ausente. La tristeza de aquella mirada, Mamita, me hizo recordar la suya en el momento de la despedida y supe que sufría. Intuí que su estancia allí obedecía a algún mal de la razón y me acerqué con cautela, fingiendo interesarme por el libro. Estaba tan absorto en su mundo, que tardó en comprender mi pregunta. 'Son sólo versos,' me respondió al fin. 'Versos sin sentido.' Y volvió la mirada a un punto lejano.
Yo sentí no sé qué mezcla de curiosidad, compasión, dolor… Aquél no parecía un hombre, sino un desecho; algo arrojado allí para ser olvidado. Él pareció despertar de su letargo y me miró con desconfianza. '¿Quién es usted?', preguntó. 'Mailé', respondí tratando de ser amable. Entonces se levantó y se fue. Sobre el muro, dejó el libro abierto:
'Hastío de esta soledad que se harta de sí.
Vasto absurdo,
comienza en deseos
y se troca en odios, rencores, puertas cerradas.
Hastío de andar por laberintos,
desnudo,
y el miedo:
miedo a no saber vivir,
a no soportar.
¡Cuánto diera por un salto sin muros,
sin llantos ni reproches!
Este camino largo que no agradezco
a Teresa de Calcuta
ni a Neruda
ni a tantos que me obligan a estar.
Sábado, uno más.'
Los versos me dolieron tanto como su mirada. Quise saber sobre él, pero 'ética' es una palabra cerrada en el sanatorio.
Lo veía en diferentes momentos, siempre absorto. Me alejaba su afán de aislamiento, pero a la vez, me intrigaba. Como yo, tampoco él recibía visitas y los fines de semana deambulábamos por el jardín. Allí lo veía leyendo, vagando por los sitios más solitarios, discutiendo consigo mismo. Supongo que él también me vería alguna vez y espiara mis crisis, mis temblores, mis miedos... Un domingo, amanecí muy abatida. Lloraba sin salir de la cama; temblaba por la ausencia de las drogas; quería morir. De pronto sentí que me observaban y era él. Tuve miedo: era un enfermo. 'Tal vez busca su libro', recordé. Entonces puso una mano en mi cabeza. Dejé de temblar. Me volví lentamente y por vez primera lo vi sonreír; tímida y débil sonrisa, casi una mueca... 'Mailé,' me dijo, 'no vale la pena llorar. Ven, camina conmigo.' 'Tengo su libro', dije, secándome la cara. 'Ya lo sé. No lo leas. Son malos versos. En ese tiempo, yo... No sirven; no ayudan. Te prestaré otros. ¿Te gusta leer...?' No me dejaba hablar. Quizás no quería escucharme o no quería darle oportunidad a mi llanto.
Caminamos. Buscando su historia, le conté de mí. Ensimismado, escuchaba, pero cuando trataba de interrogarlo, volvía a hablarme de los libros, a contarme el argumento de alguno, la vida de un autor, sólo libros, libros… Eran su mundo y yo no sabía nada de literatura. Se lo confesé y, con aire de lástima, prometió iniciarme. Ése fue el comienzo. Jamás le había confiado mis sentimientos a nadie, pero con él tenía tanta afinidad, que entre historias y poemas, le hablaba de usted, de nuestra vida en el campo, de lo menos horrendo de mi pasado... Pasábamos las tardes juntos. Cuando callábamos, sus ojos quedaban perdidos en el infinito y luego, como si despertara, se enfrascaba en animada charla sobre cuadros, música o literatura. Pronto sentí curiosidad por el mundo que me dejaba entrever y comenzamos una nueva etapa: me surtía libros, catálogos, revistas y toda clase de material que sirviera de alimento a mi pobre cultura. El beneficio era mutuo: al instruirme, borraba su tristeza, cicatrizaba, y yo iba absorbiendo los conocimientos que me brindaba tan amable maestro. La ilustración reabrió el camino a mis deseos de vivir. Así, pronto estuvimos fuera del sanatorio y cada uno tuvo que enfrentar los viejos recuerdos y los nuevos retos. Casi perdimos el contacto. Yo no tuve más remedio que visitar a Rogelito y pedirle un préstamo para recomenzar. Luego vendí algunas de las cosas que quedaron en nuestra casita del campo y hasta la propia casa, pues en cada rincón estaba usted, sus pasos leves, el olor de los jazmines entre sus canas, su sonrisa... Los recuerdos me lastimaban.
Un día Alfredo vino a verme. 'Quiero vivir contigo.' Me dijo en la puerta, aún antes de saludar. Me quedé mirándolo como una estúpida, repasé lo poco que quedaba a mi alrededor, balbuceando algo así como: 'Yo no tengo... no puedo…' 'Yo sí,' respondió. 'Tengo lo que haga falta y tengo necesidad de una amiga.' Abrí la puerta y entró con su mundo de ilusiones y sus fantasías de poeta. Ya le conté, Mamita, que yo estaba asqueada del sexo; que lejos de placer, sentía rechazo por todo lo que me había llevado a ser lo que era. Se lo dije y él, sonriendo, me aseguró que no había venido a unir nuestros cuerpos, sino nuestros espíritus y comenzó a alimentarme con el fuego alucinante de cada obra que salía de sus manos. Después conocí su pasado, la muerte de la esposa y el hijo, la adicción… no a través de él, sino de sus amigos, que pronto fueron 'nuestros'. Ellos insistieron tanto, que recomencé los estudios. Al final de las noches, salíamos todos en busca de estrellas perdidas, rayos de luna o la música del aire en las olas. Una noche, a causa de la lluvia, nos vimos obligados a permanecer en casa. Leíamos, adentrados cada cual en su fantasía. La paz era tal, que me adormecí. Poco después desperté sobresaltada: sus ojos me devoraban. Quise tenerlo y lo llamé. 'Ven', le dije extendiendo mis brazos. Se acercó despacio, como hipnotizado y pasó sus labios entreabiertos por mi cuello, mis mejillas y mis hombros desnudos. ¡Volví a sentir, Mamita! Me quemaba el deseo; palpitaban las ansias de tener para mí las luces de sus visiones y la música de su lira. Hubiera querido envolverlo en mi cuerpo, hasta hacerlo olvidar el dolor que volcaba en sus versos. 'Eres el regalo de algún dios,' me dijo casi llorando, 'pero no podemos forzar a la naturaleza.' Entonces comprendí: estaba impotente. Todo el vigor que encerraba su mirada, la energía que ponía en su trabajo, no eran más que rabia contenida.
Confieso que relacioné esto, con su acercamiento a mí; creí que me usaba para revertir su problema y comencé a rechazarlo, pero al meditar en la delicadeza con que siempre me había tratado, borré aquella impresión. No sentía en él, al hombre buscando sexo, sino a un alma pidiendo compañía.
Su disfunción comenzó a ser un reto para mí. Como él no la confesara abiertamente, me sentí libre de actuar para sacarlo de ese estado. Comencé a elaborar planes cada vez más atrevidos, en los que yo aparecía siempre como protagonista; sin embargo, al final terminaban aplastados por el suave rechazo de Alfredo.
Ya para entonces, había comenzado a escribir esta carta. La psicóloga mantenía su idea de que debía dar salida a mis recuerdos y me dije ¿por qué no? ¿A quién mejor que a usted? ¿Acaso no está, a diario, en mis pensamientos? Si usted vive en mí, entonces ¡vive! Comencé a escribirle, y no sólo esta, también me brotaron relatos y poemas.
Un día, Alfredo me encontró escribiendo unos versos. (Ahora sé que no valían mucho, pero su emoción no tuvo límites) Esa tarde invitó a los amigos y preparó una cena de 'iniciación literaria'. Me obligó a leerlos ante todos y el entusiasmo que provoqué, me conmovió. Entonces incrementó mi arsenal de libros y dedicó más tiempo a pulir mi lenguaje. Poco después, me incorporé a un taller y comencé a adentrarme en los vericuetos de la poesía y la narrativa. Mis historias, entre eróticas y fantásticas, agradaban y pronto me vi rodeada de admiradores que, en ocasiones, intentaron explorar la fuente de tal sensualidad. En la fiereza que escapaba de los ojos de Alfredo, cuando los descubría, había celos. Comprendí que estaba enamorado y comencé a hacerle rabiar, coqueteando con los demás. Hubo uno en particular, que por su buena presencia y actitud melancólica, era presa codiciada por varias jovencitas. Intuí que me sería fácil conquistarle y una tarde lo invité a casa. Alfredo no estaba y yo hice todo lo posible por demorar al joven, hasta que volviera.
Al llegar, saludó fríamente y se encerró en el cuarto. En la sala continuaron los debates y las risas; no recuerdo qué historias me contaba Arnaldito, que me producían gracia, pero la conversación, por vacía, fue perdiendo interés y el joven se marchó. Entonces, preparado el terreno, tendí la trampa: me fui a bañar, dejando la puerta entreabierta. Sentí sus pasos y calculé que debía hacer mi mejor actuación. Dejé que el agua corriera por mi piel, mientras pasaba la mano jabonosa con lentitud, voluptuosamente, por los senos, por mi sexo; con los ojos cerrados, aguardé. Sabía con exactitud matemática, lo que ocurriría: entró; sus manos temblorosas me aprisionaron y apretó violentamente mi cuerpo al suyo. Me hice la sorprendida, pero acepté las bruscas caricias. A sus mordidas, respondí con mordidas y guié con las mías, sus manos por mi cuerpo. Mi deseo, intensificado por la sorpresa de su pene erecto, se hacía llamarada al contacto de su torso. De pronto me apartó con fuerza. '¡Así, no!', gritó. '¡No es mi rabia lo que quiero dejar en tu cuerpo...!' Me sacudía, llorando. Desesperado, buscaba en mis ojos una respuesta que no atiné a darle. Salió, dejándome tan confundida que sólo pude envolverme en la toalla e ir tras él, pero ya cerraba, de un tirón, la puerta de la calle.
Jamás había sido rechazada por un hombre. Estaba avergonzada por haber jugado con él y humillada por su desprecio; más aún, no podía comprender que opacara el regreso de su plenitud sexual, por unos celos tontos.
Esa noche no durmió en casa y el día siguiente coincidió con mi viaje al poblado, a legalizar la venta de la casa. Estuve dos días fuera, durante los cuales, mi pensamiento iba constantemente hasta él. Me horrorizaba pensar que fuera capaz de cometer una locura, dado el estado en que lo dejara. Además, experimentaba sensaciones desconocidas: extrañaba hasta su silencio; su nombre estaba en cada conversación que entablaba y al pronunciarlo, una satisfacción indescriptible. Comprendí que se había convertido en mi espacio y mi tiempo; comprendí que lo amaba. Apuré el regreso y al llegar, el asombro mezclado con lo increíble: la casa inundada de flores, unas frescas, otras marchitas. En cada ramo, un poema suyo y en cada verso, un mensaje, una plegaria de perdón. Salí en su busca.
Recorrí las casas de los amigos y los lugares que frecuentaba, hasta que lo hallé en un parque solitario. No mostró sorpresa al verme. '¡Vamos!', le dije, ofreciéndole mi mano. Tomados de la cintura, caminamos sobre nubes, hasta la casa. No hicimos el amor; hicimos la vida: labios, piel, lenguas, sexos, todo se confundía en una sensación de dicha jamás sentida. Noche de almas abiertas, coincidentes; de recién nacidos que inauguran una religión en la que no hay más dios, que el deseo constante de adorarnos.
Los fantasmas huyeron. Hoy siento al niño moverse en mi vientre y comprendo que el momento ha llegado. Soy feliz.
¡Hasta siempre, Mamita!"

SOBRE EL SEPULCRO, UN RAMILLETE DE JAZMINES. AL LADO, TEMBLOROSA, SE QUEMA LA CARTA.

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