Jue18May202320:55
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Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

Taita Tatá

Taita Tatá

En memoria de abuela Modesta

“El resultado de una lucha tan desigual estaba de antemano previsto. A la verdad ¿qué podrían hacer 1.600 hombres mal armados, la mayor parte muchachos contra 20.000, ayudados de la cooperación poderosa de treinta y tantas piezas de artillería sistema moderno? Y sin embargo la resistencia fue heroica y prolongada”

Juan Crisóstomo Centurión – Memorias

“Taita, tata, kyse, tajy[i]…”

“Taita, tata, kyse, tajy…”

“Taita, tata, kyse, tajy…”

“¡Ou Camba!”

Gritó -temblaba- y despertó recogiendo las piernas, se quedó mirando a su alrededor, por más fogata que tuviera cerca, el frío y la noche prevalecían. Mucha gente dormía alrededor en campamentos improvisados, y mucha gente no dormía. Su hermana aún a su lado, agotada por los preparativos. La madre cuidando del padre en el Hospital de Sangre. En unos pocos metros todo un pueblo en huida, un perímetro de agua y tierra, arroyo y trinchera, definían una existencia a la defensiva.

La luna estaba flaca y ella, con sus doce y la noche oscura, deambuló entre la gente dormida, los fuegos, las pavas, las ollas, los perros famélicos y los hombres en armas y harapos. De la iglesia salían murmullos e imágenes movedizas de beatas rezando, viejos cabeceantes y santos en ademán de bendición. Las sombras oscilaban al vaivén de la luz de las velas.  

Piernas flacas, ropa raída, caminó sin ver nada en particular. Todo era una sola gran escena y ella representaba su parte en esa grotesca exhibición de la muerte. Enfiló hacia al Hospital de sangre: lámparas de aceite, antorchas, luz cálida temblando, puertas semiabiertas, y el movimiento de tinieblas y sollozos tras las ventanas. Espió desde el costado; ahí estaba su Taita y al lado la mamá acompañándolo. Entró, esquivó piernas, brazos, cuerpos, muñones, vendas y tropezó acompañantes dolientes; olió a encierro, sudor, cuerpos defecados, orín en las ropas, barro en la piel y ese aroma dulzón de la sangre mezclada con la tierra. La madre la vio venir, abrió los brazos, ella se acurrucó. El padre dormía. Descansaron.

La mañana la encontró al lado de su Taita, agarrados de la mano y ya sin la mamá. Se cruzaron sus ojos con los de él y tomándole una sonrisa le contó su sueño: taita, soñé tatá, soñé kysé, soñé tajy. Soñé ou cambá. Y estabas ahí y no estabas más.

Su taita, dolido, tajeado, lleno de vendas y cubierto de emplastos sobre sus heridas, atinó apenas a arrugar las cejas, a tomarle más fuerte la mano y sus ojos quedaron vidriosos.

Deambuló el resto del día entre otros chicos, ayudando, moviendo, trasladando cosas. Acompañó a su hermana, preparó caldo de pocas legumbres, sirvió agua a los soldados, probó cocido y descansó en el hueco del tronco de un tajy florido de enormes dimensiones, comiendo o peleando con la dureza de un chipá. Las horas fueron extenuantes, el aire olía a miedo y odio.

Y al llegar la noche, la quietud hizo más pesada la tensión.

Sin monos aullando, sin pájaros en vuelo antes de dormir, sin ranas ni sapos (todo fue comido), el monte devolvía el ruido de los otros soldados, las otras tropas, sus trompetas, las armas pesadas moviéndose, alistándose, las voces inentendibles. El cielo y la tierra eran una continuidad de estrellas titilantes en toda la vista oscura: arriba, los astros; abajo, las antorchas y, cada tanto, el brillo de las bayonetas.

Se cubrió con los brazos de la hermana, se guardaron las dos en el abrazo de la madre, se cobijaron todas ellas bajo las ramas del tajy, la noche cóncava les envolvió y el campamento apagó las fogatas porque todo lo combustible serviría para la batalla.

Lloró un sauce, se infló un samu’u, y nadie durmió ni habló ni hubo más que silencio, encierro, peligro, imposibilidad. La esperanza, las ganas, esa quemazón creciente de saberse con toda la desventaja y, aun así, sentir que morir en las defensas es tal vez más digno que entregarse.

El primer rayo del sol cayó con un estruendo; fuego, chispas, piedras y esquirlas volaron, y luego llovieron soles, llamas que caían por todos lados, explosiones; y la gente corrió, sin atinar adónde. Iban y volvían hacia las defensas, a ayudar, aprovisionar, abrazar, levantar muertos, trasladar heridos, sin tiempo para el llanto, cubrirse o cubrir al otro. Amanecieron bombas y nada quedó indemne; nada fuera de esa nube que traía rayos y hacía caer el cielo entero, levantar la tierra en curuvicas, despedazar personas, esparcir la sangre y los gritos y las voces de auxilio, el aullido animal de quienes estaban bajo todo ese odio, el aullido bestial de quienes disparaban desde el otro lado y luego pasaron a la carga con sus bayonetas.

Los hombres pelearon, los perros pelearon, los filos echaron chispas entre sí, los cuerpos sudorosos, barrosos, ensangrentados, torcieron músculos sobre la carne y la tela de otros cuerpos; el cuero que los contenía se abrió mil veces, despanzurrada la vida en cientos de bocas sin aliento, y se fueron quedando sin defensas, se fueron muriendo; demasiada vida ardiendo en poco terreno. Las brasas del sol se elevaban cada vez más. Pelearon las mujeres grandes, pelearon las jóvenes y ella, kyse y puño, blandió en el aire, en el fragor, su filo, su odio. Evitó el corte, el tiro que le pudiera llegar, con torpeza, con decisión, sin habilidad, pero con arrojo y retrocedió, menguó sin darse cuenta de que sus pasos iban cada vez más para atrás porque los otros eran más, y eran muchos, y no se acababa, y se hacía insostenible, hasta que una mano fuerte de mujer la arrastró con firmeza y entre polvareda, humo y confusión, la metió en el hoyo del árbol. Su hermana se paró a unos metros, bajo la sombra, entre fusiles, y aceptó que el pueblo había caído y que ya una diana anunciaba derrota y rendición.

Todo estaba roto, todo en llamas, la tierra abierta en cada rincón, los cuerpos esparcidos, la sangre como lava quemando el suelo; los ruidos se oían lejanos, aunque estuvieran al lado, las imágenes sucedían como una pintura esfumada de algún infierno, y mientras camba y kurepas empezaban a rematar cuerpos, faltaba caer un fuego más: como embriagada, como en sueño profundo, como en pesadilla, buscó escapar hacia su taita, adentrarse en sus brazos, proteger y protegerse y sólo se encontró con un cerco enemigo incendiando el hospital.

Hospital de sangre en llamas, les cerraban las puertas, les trababan las ventanas y, adentro, en aullido múltiple, en brasa incalificable, entre brazos, piernas, muñones y voces que se astillaban, moría lo último que quedaba de su padre, taita, tata, pater patria.

[i] Taita: papá; Tata: fuego; Kyse: cuchillo; Tajy: árbol de lapacho; Samu’u: árbol de palo borracho; Ou: vienen; Camba: Negro, en referencia a los soldados brasileños; Kurepa: argentino

2 valoraciones

5 de 5 estrellas
hace 1 año
Comentario:

Excelente descripción de una batalla. Muy visual y sentido.

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  • Iván Silvero Salgueiro Jurado Popular hace 1 año
    Muchas gracias, Yuliya
samir karimo
Jurado Popular
  • 201
  • 27
hace 1 año
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