Jue17Ago202316:08
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Autor: Leonardo Ossa Castaño
Género: Cuento

CORAZÓN DÉBIL

CORAZÓN DÉBIL

Siempre me molestó interrumpir mis juegos de infancia para ir a la tienda por orden de mi madre, esperar allá a que atendieran a todos los adultos y ahí sí, ser atendido después de mucho rato. Varias veces intenté sacar excusas para no ir a la tienda y argumentaba no ser el único en la casa para obedecer esa orden. Pero por alguna razón el designado siempre era yo.

Estaría de unos trece años de edad, cuando una tarde me sorprendí a mí mismo diciéndole a mamá ¿hoy no hay que ir a la tienda? Mi madre que todo lo intuía me miró con sorna, buscó una moneda y me dijo: vaya con esto y se compra un helado. Le dije que ya iba y pasé primero por mi habitación a mirarme un momento en el espejo, entonces, repasé mi cabello con el peine y salí para la tienda del vecino.

Agradecí que hubiese allí dos clientes adultos un poco indecisos en las compras, pues, me daban el tiempo y la oportunidad de mirar sobre el mostrador hacia la trastienda, a la residencia familiar del tendero, en donde aparecía como en otras ocasiones -si tenía suerte- la niña más hermosa del barrio con la que había ya cruzado miradas en el pasado.  Muchas veces me pareció que le agradaba mi presencia y la vi sonreír. 

Así, sin más oportunidad que verla de lejos en esa tienda, transcurrieron varios meses.

Jamás olvidaré la tarde que mi padre y yo, vestidos de overol con las manos y el rostro llenos de grasa vehicular, pues, veníamos del taller de papá, -entráramos sin tenerlo planeado- a la tienda del vecino a comprar algunas cosas. Me ruboricé e imploré mentalmente que no permitiera Dios a esa niña tan bella verme en las condiciones de desaliño en las que yo estaba, pero... no imaginaba la tragedia que me acaecería. 

En esta oportunidad, ella no estaba en la trastienda sino en la misma puerta de ingreso al establecimiento y no andaba sola, estaba allí mi hermano gemelo, con quien me diferencio por un lunar que tengo en el mentón y por el corte de cabello con el que pretendo ser un poco diferente. Ella me miró y como sintiendo pena por mí, saludó con un apagado “hola”.

Mi hermano, siempre más extrovertido que yo, nos saludó efusivo y dijo “Papá te presento a mi novia”. Yo, no lo podía creer, me parecía que era un chiste y busqué con la mirada a mi vecino, al tendero, a quien imaginé con el ceño fruncido en señal de desaprobación de aquellas palabras, pero andaba imperturbable en su cuaderno de créditos.

Aquel fracaso amoroso de mi parte fue doloroso y lo sufrí con estoicismo. Sin embargo, mucho tiempo después supe por una nota que ella me hizo llegar, que era a mí a quien ella realmente quería, pues, consideraba que mi manera de ser pausada y laboriosa se destacaba sobre la personalidad más locuaz que ostentaba mi hermano.

El destino terminó separándonos a todos. Cambiamos de barrio, de amistades y de novias. De tanto en tanto sin ninguna certeza, me parecía reconocerla en alguna oficina, en algún almacén, en algún transporte público, pero, solo era el deseo reprimido de querer volver a verla.

Ya en mi madurez, cercano a la época de navidad en un almacén de cadena, y mientras andaba distraído en la sección de novedades tecnológicas, sentí que alguien me observaba. Alcé mi vista y allí estaba una señora elegante de buenas maneras sonriendo dispuesta a saludarme. Me acerqué diciendo ¡no puede ser! vivías en la tienda barrial de nuestro vecindario, ¿verdad? Fuiste la novia de mi hermano. Ella, siempre sonriendo, asentía. La tomé por el brazo y le dije: vamos a sentarnos y a tomar algo allí. 

Fue muy formal. Me preguntó que había sido de mi vida, en qué andaba ahora mi hermano, me suplicó que le recordara quienes conformaban mi hogar en la época de adolescencia y así estuvimos durante algún rato.

Luego, me dejó un número celular escrito en una servilleta, me abrazó con fuerza, me dio un inesperado beso sobre los labios y se marchó presurosa so pretexto de una cita urgente en otro lugar de la ciudad. 

Cuando la perdí de vista quise anotar su número en mi celular, pero no lo hallé, tampoco estaba mi billetera y solo ahí, en ese momento, caí en cuenta que sus rasgos faciales no eran los de aquella preciosa quinceañera que conocí en mis años mozos.

Se trató de una burda ladrona que se aprovechó de mi infortunio en el mar de la ansiedad y del deseo reprimido de querer ver a quien se alojó por siempre en mi débil corazón.

1 valoración

5 de 5 estrellas
hace 1 año
Comentario:

Buenísimo! Final inesperado que pone la cereza sobre la torta a un cuento muy bien escrito. Felicitaciones.

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  • Leonardo Ossa Castaño hace 1 año
    Sra. Adriana muchas gracias, sus palabras me dan ánimo para continuar creando historias. Hasta pronto.
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