Mis dedos saltaban sobre el control remoto. No me decidía entre las grandes ofertas que ofrecían los servicios de T.V.
Me detuve en uno que decía "señal de prueba", sus líneas de colores calmaban la ansiedad mientras esperaba la comunicación del centro de salud. El hombre de los diplomas no se decidía entre cuál de mis órganos estaba peor. Le ofrecí donarlos todos para que pudiera aprender mejor hasta el próximo enfermo. Dijo algo de que todavía no estaba listo para mi autopsia y me tomé un trago largo de ginebra con morfina, luego me inyectaron insulina (no querían que me muriera con la glucosa alta).
Patricia, la pobre chica de los cuidados paliativos, me limpiaba mis partes íntimas sin guantes (toda una promiscua), pero no me sermoneaba por fumar en mi convalescencia, y vestida de enfermera proyectaba imágenes agradables para la líbido.
Tenía encargada una buena lápida labrada con la lengua de los Rolling Stones y un lindo cajón de color violeta para que hiciera juego con los vestidos de mi esposa.
Pero la parentela no paraba de molestar. A mi hijo se le ocurrió que le debía dejar la casa; a mi hija, la casa en la playa, y a mi esposa, con mucha tos, le dieron ganas de confesarme que debido a sus clases de pilates, canto y yoga, ninguno de los dos era hijo mío.
Al sonar el teléfono, Patricia dejó de practicar la respiración boca a boca conmigo y atendió la llamada.
Afirmaba a todo mirándome a los ojos, era muy hábil, con una mano sostenía el tubo y con la otra me hacía masaje cardíaco (como si tuviera el corazón entre mis piernas).
Luego colgó y me propuso un negocio. Si se casaba conmigo no me iba a cobrar por cuidar a mi esposa. Acepté sin dudar. Luego me explicó que el doctor había confundido los análisis del señor con los de la señora.
Mandé a corregir la lápida con un motivo muy lindo de Arjona, y festejé matrimonio y viudez el mismo día.
No faltaron las flores, pero el cajón violeta fue un gran detalle.
Ahora no necesito buscar una película para mirar, Patricia actúa para mí.