Vie12Abr202403:59
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Autor: Maricela Ayala
Género: No ficción

Apotemnofilia

Desde pequeños se nos enseña que nuestros cuerpos son tesoros, regalos de la vida por estar completos, templos y moradas de un Dios supremo y que se deben conservar y cuidar. Pero que pasa con aquellas personas que tienen una discapacidad los demás los miran como si no fuesen  humanos, como si no tuviesen sentimiento. Yo no los miraba igual pues al ver personas sin partes de su cuerpo para mí era excitante, intrigante. Había algo en mi interior que me decía que tenía que ser como ellos con cuerpos tan perfectos, pues siempre supe que algo en mi estaba mal que el brazo derecho que estaba pegado a mi cuerpo no o era mío no formaba parte de mi no o era para mí, día a día lo odiaba más y más y para que nadie de mi familia pudiera detenerme para alcanzar el cuerpo perfecto comencé a cortar mi brazo poco a poco arañaba mi brazo clavaba mis uñas hasta enterrarlas en mi piel cortaba mis dedos a propósito pero siempre era llevada al medico a tiempo. Pero mi deseo por desaparecer ese brazo de mi cuerpo crecía más.

Al fin el momento llegó al estar sola en casa era mi oportunidad de eliminar eso que no era mío encendí el triturador de la cocina y sin pensarlo metí mi brazo, oí el crash de mis huesos y era la sinfonía más agradable, ví la sangre esparcirse por todo el lugar, pero debo admitir que me desmaye por el dolor. No sé en qué momento llegaron mis padres y fui llevada de emergencia al hospital, al despertar mis padres con rostros tristes me dieron la noticia mas felíz de mí vida, pues no habían podido salvar el estupido brazo que habían puesto en mi cuerpo.

Desde ese día me siento tan feliz tan completa y no me arrepiento de haberlo hecho. De hecho perfeccionar lo más era mi nuevo plan y comencé a planear como cortaría esos dos apéndices inservibles llamadas piernas. No pasó mucho tiempo y mis padres se dieron cuenta y decidieron encerrarme aquí.

Dónde la mayor parte del tiempo mi cuerpo está atado a una cama, alimentada por tubos y sintiendo aún estás malditas piernas, vigilada por enfermeras y doctores que dicen que estoy loca, medicada para no poder moverme.

Lo que no saben es que soy inteligente, lo que no saben es que soy una buena actriz, y con esta nota quiero disculparme por el desastre en mi habitación pero mi enfermera se mira mejor sin sus ojos y sin su lengua. 

Dom11Feb202420:30
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: No ficción

El día perfecto

Una historia real más común de lo que se pueda imaginar.

Sería el sábado perfecto para mí; estaría solo en casa cuidando de mi hijo que ya no es tan niño y se entretiene viendo la pantalla donde me pongo a jugar con mi PlayStation. Sí, a mis cuarenta y cinco años, no dejan de emocionarme los vídeojuegos.

Llevo quince años de casado y la mayoría de las parejas entienden que, después de los diez años de matrimonio las cosas cambian un poco. Los besos matutinos se convierten por una obligación o rutina en ver quién prepara el desayuno. Se reparten responsabilidades sobre las compras o la limpieza de la casa… Pero este sábado sería distinto para mí; sería MI SÁBADO, o al menos eso creí hasta hace unos cuantos segundos.

Hoy desperté temprano, preparé el desayuno para toda la familia y me puse a hacer la limpieza de la casa para después meter la ropa sucia en la máquina de lavar para que no hubiera “reproches” a la hora de sentarme en el sofá y ponerme a jugar con mi PlayStation al lado de mi hijo.

Mi esposa salió a una tarde de “chicas”; ellas suelen reunirse una vez cada quince días en una casa diferente, donde ya me ha tocado atenderlas cuando es el turno de mi esposa en hacer dicha reunión aquí en casa… Así que prendí mi consola de videojuegos y destapé una cerveza. Era mi sábado de ser feliz sin que nadie me interrumpiera hasta que mi esposa lo arruinó todo, cuando me mandó un mensaje de texto diciendo ‹‹Ya salí, mi amor, voy para el apartamento››

¡Carajo! ¿Tan temprano y arruinando “mi sábado de ser feliz”? … Muchos me dirán que no amo a mi esposa o que no quiero estar con ella, pero no es eso, de hecho amo a mi esposa; más que a mi PlayStation; el problema no es que venga a casa, el problema es que me mandó ese maldito mensaje de: ‹‹Ya salí, mi amor, voy para el apartamento››, cuando sólo tenía unos segundos de haber salido, y la escuchaba bajar las escaleras…

© Cuauhtémoc Ponce.

Dom29Oct202305:20
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: No ficción

Salvajes

“Se la pasan peleando como perros y gatos”. Desde niño escuché esa frase, o esa mentira que desde hace muchas generaciones se ha dicho; en alusión a parejas o amistades que siempre se la pasan discutiendo por cualquier cosa. “Se la pasan peleando como perros y gatos”. Me viene esa frase a mi cabeza al mismo tiempo que contemplo a la «Gris y la Charly» compartiendo el mismo colchón durmiendo plácidamente.

Y es que la historia de las dos es “trágica”, «La Gris», es una gatita vieja, callejera con el hocico un poco torcido; es como si en algún momento de su vida hubiera sido maltratada o tenido algún accidente. La cosa es que llegó a la casa de mi madre y la alimentó, provocando que la gatita formara parte de la familia. Y ahí está, no se deja tocar por nadie ni acariciar, pero tampoco nos tiene miedo porque sabe que nadie, por lo menos en esta casa le hará daño.

Por otra parte, está «Charly», una perrita de no sé cuántos años, pero que no hace mucho su dueño murió de a saber qué, pero la dejó huérfana. Los familiares de su antiguo dueño, cuando vinieron de Estados Unidos, como aves de rapiña llegaron sólo para ver qué había dejado de valor el difunto en lo que fue su hogar; saquearon todo y pusieron la propiedad en venta y, cuando vieron que había una perrita huérfana, pensaron que lo mejor sería “dormirla”, ya que nadie se haría cargo de ella… La perrita está esterilizada, pero tampoco es tan pequeña para que sea fácil de adoptar, aparte de que es dócil y no le hace daño a nadie; es por eso que mi madre no aceptó que la sacrificaran, y decidió adoptar a la perrita que ahora también forma parte de esta familia, hasta que la muerte nos separe. Porque si de algo estoy seguro, es que ni la Gris, ni la Charly, volverán a vivir en la calle, porque si bien mi madre o yo partimos de este mundo primero; queda mi hermana, o mi hijo y mis sobrinos que cuidarán de ellas. Porque son animalitos, y en esta casa, los animales son amados y respetados más, incluso que entre la misma familia.

—Tengo miedo de la Gris, a la Charly le da por perseguirla y me da temor que le vaya a hacer algo— me dijo mi madre hace apenas unas cuantas semanas.

—No te preocupes, es normal; para empezar una es gata y la otra perra, razas muy diferentes que lo único que tienen en común es que son hembras; pero lo mejor de todo es que son animales — le contesté a mi madre, quitándole importancia a que la perrita correteara a la gata de hocico torcido con supuestas intenciones de hacerle daño.

—¿No crees que le haga daño? — me preguntó mi madre.

—No creo, tal vez tengan sus diferencias por algún tiempo, tú sabes; por aquello de que una se cree que este es su hogar, pero con el tiempo se darán cuenta de que es el hogar de las dos, y entonces el problema por el cual hoy te preocupas quedará solucionado. Ya te lo dije, la ventaja es que son animales.

Han pasado unas cuantas semanas de esa charla con mi madre, y ahora, en lo que los dos contemplamos como gata y perra comparten el mismo colchón durmiendo plácidamente, le digo —¿Ves? Te dije que sólo era cuestión de tiempo; y es que así son los animales. Ellos pueden tener un poco de diferencias al principio, pero aún, con sus maneras de comunicarse tan distantes, siendo tan diferentes en su anatomía no dejan de ser eso, seres vivientes, inteligentes que con el tiempo olvidan sus diferencias y muy dentro en su instinto animal, aprenden a convivir unos con otros; porque algo les dice que hay espacio para todos. Los veo y a mi mente vienen imágenes de Rusia, Ucrania, Israel, Palestina. Veo gente muriendo, gente igual, seres humanos intentando destruir al otro por un pedazo de tierra que no pertenece a nadie en exclusividad. Porque desde hace millones de años, nuestra tierra se nos fue dada por igual a todos; a un reino animal del cual nosotros los humanos formamos parte, sólo que existen los animales racionales e irracionales. Ojalá fuéramos tan racionales como ellos; ojalá y los humanos no fuéramos tan salvajes.

@Cuauhtémoc Ponce

Vie07Jul202318:06
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Autor: María Elena Balbontín Urtubia
Género: No ficción

La Razón de mis ojeras

Hace un par de años leí un volumen que se titula “Eva al Desnudo”, donde se expone una interesante alternativa a la Teoría de la Evolución. Casi al final, la autora, Elaine Morgan, predice, entre otras cosas, los probables efectos evolutivos del uso de la píldora, con el siguiente enunciado: "los genes de Casanova y Headcliff empezarán a desaparecer
de las cunas". Como yo tenía claras referencias del primero y la mención del segundo me dejó muy intrigada, rauda me fui a consultar a don Google para estrellarme sin prevención con la escalofriante Emily Brönte y su apoteósica “Cumbres Borrascosas”, que hasta entonces nadie había tenido la gentileza de mostrarme.

Tras el revolcón en mi ignorancia y luego de sacrificar un par de noches, visité al resto de su familia. Así descubrí a su hermana Charlotte con su “Jane Eyre”, novela que desde entonces, hasta hoy, se ha convertido en mi favorita por su narrativa, sensibilidad, feminismo de 147 años y porque el Sol en Piscis me obliga.

Todo el mundo sabe que los ingleses se creen los monarcas de la cultura y tal vez se han ganado el cetro si revisamos la friolera de genios que han tirado al mundo. Sumo a eso mi cinefilia y a que algo no anda bien en mí. Tras leer la novela tres veces, me arrastré en un frenesí investigativo, convencida de que los tataranietos de Shakespeare no pueden resistirse a traspalar sus amados clásicos al teatro, cine y televisión. Encontré sólo dos versiones de “Cumbres Borrascosas”, una de 2006, cuya libre interpretación me pareció tan infumable que no la resistí ni por cinco minutos, y otra de los años 80 protagonizada por el guapísimo 007, Timothy Dalton. Jane Eyre, no obstante, ha sido interpretada muchas veces, gracias a lo cual me desvelé comparando el libro con las películas de 1944 y 1996. Como soy una madre preocupada y también debo trabajar para pagar mis gustos finos, el cuerpo no me alcanzó para ver la miniserie de 2006,
aunque, gracias a Youtube, vi de un tirón, en idioma original y sin subtítulos la de 1983, protagonizada por una dulzura llamada Zelah Clarke en el papel de Jane y, para terminar de capturar mi corazón, otra vez Dalton, cuya interpretación consiguió coronarlo como mi actor favorito de todos los tiempos y que me enamorara irreductiblemente de su Ms.
Rochester, pues ningún triste y gris mortal podrá compararse jamás a ese apasionado y hermoso macho alfa.

Sin embargo, eso no impidió que, pese al cansancio, mi vicio me empujara a alquilar en el DVD Club la película de 2011, para llorar a lágrima viva toda la siguiente noche.

En conclusión, debo abandonar este delirio y dormir un par de horitas. Además, es una suerte que Elain Morgan nombrara a esos dos personajes para llevarme a conocer una obra transgresora como la de Charlotte Brönte, porque ni la dirección o producción más mediocre puede opacar la secuencia de la declaración de Edward a Jane en el jardín, eso
porque más allá de su intenso y profundo romanticismo, salta el sesgo de género para dictar un decreto universal de libertad: “Yo no soy un pájaro. Soy un ser humano 
independiente, que ejerce su voluntad alejándose de usted”. He ahí su eterno y bello espíritu: Amor, nada más que amor. Algo que, desde un principio, la desnuda Eva ya sabía.

Lun22May202319:10
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Autor: Gaizka Azkarate Saez
Género: No ficción

092, dígame

Era un verano caluroso en Bilbao, y yo estaba trabajando en el turno de noche. De repente sonó el tfno. 092 y yo respondí. “Gabón, buenas noches. Policia Municipal de Bilbao”. Al otro lado respondió un joven. “Gabon. Mire usted, tenemos las ventanas abiertas porque hace calor, y en la habitación hemos oído un ruido enorme. Al abrir la puerta para ver qué ocurria, he visto un murcielago enorme, negro como el carbón y con las orejas puntiagudas. Estamos todos muy asustados, incluso el perro que nunca se asusta. Entraria yo para echarlo con la escoba, pero tengo miedo que me muerda y me convierta en vampiro”.

Estas y más anecdotas las podeis encontrar en este libro

Vie12May202315:41
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Autor: Fran Márquez
Género: No ficción

El gran pintor

"Continúa por el sendero de pétalos blancos hasta encontrarte con el joven arquero, él te guiará hasta el Cuarto Creciente. Allí te aguarda Don Crespo con el oro líquido, no te entretengas por el camino o algún pirata te arrebatará el botín en tus mismísimas narices".

De pequeño, me encantaba hacer recados a mi vecino Manuel. El anciano veía el mundo con los ojos de Julio Verne y el corazón del Dalai Lama. Su infinita imaginación albergaba el secreto de la eterna juventud, esa que no se encuentra en los libros ni en ninguna fuente de aguas encantadas, marcada con una cruz en un mapa. Poseía un alma fantasiosa y una generosidad única.

Manuel vivía en una humilde morada, rodeado de lienzos, caballetes, témperas, tizas, carboncillos, pinceles... recreaba la realidad con su particular prisma. Tenía un talento exquisito, inexplicable dadas sus limitaciones físicas. El buen hombre padecía Párkinson en un grado avanzado, le temblaba la papada y los labios se le descontrolaban, incapaz de articular palabra. Sin embargo, cuando alzaba su pincel el mundo se detenía, nunca supe disimular mi sorpresa. Le encantaba pintar Cristos en su cruz dentro de una caja de cerillas, ultimando cada detalle con la precisión del mejor relojero. Después de cada pincelada, el mundo volvía a girar y tenía que ayudarle a bajar el brazo hasta la paleta donde mezclaba magistralmente los colores.

Yo miraba los cuadros, auténticas obras de arte, y aprendí a identificar cada paisaje con enclaves concretos de nuestro pueblo. Aquel día me encargó ir a recoger miel a la granja de Don Crespo, ubicada en medio del valle a espaldas del monte Orestes que, a esa hora de la mañana, proyectaba su sombra en forma de Luna en Cuarto Creciente.

Pasé la mayor parte de mi infancia en su viejo taller y nunca le vi un mal gesto. Tan solo recuerdo un día en el que me sorprendió su semblante triste mientras ojeaba una noticia en el periódico local. El titular rezaba así:

«Manuel Silva, artista consagrado andaluz, recibirá el reconocimiento del gremio por su amplia colección de paisajes y retratos fantásticos».

Ingenuo de mí, le pregunté entusiasmado:

—¡Manuel! ¡Qué gran noticia! ¿No le hace ilusión?

Ignoró mis palabras mientras unas tímidas lágrimas brotaban de sus ondas cuencas. No insistí. Recuerdo aquel día como uno de los más tristes de mi vida. Angelita, la mujer del pintor, llegó una hora después y me ofreció un bocadillo con mantequilla. Yo no tenía hambre, puede que se tratase de la primera vez en mi vida que rechazaba una merienda. Angelita me miró con ojos de abuela y me explicó lo que le pasaba.

—No estés triste, hijo. Manuel se olvidará de todo por la mañana. Esos periodistas no saben lo que escriben, no tienen ni idea de lo que siente. Para él, estos cuadros reflejan la realidad tal cual la ve, no inventa nada. Lo han tachado de pintor abstracto, fantástico, realismo mágico y, en todo, lo consideran un genio. Pero él pinta lo que ve y como lo ve, con los ojos de un niño, con luces, colores y formas imposibles para el resto, pero no por eso dejan de ser fiel reflejo de su realidad.

En aquel momento, no comprendí del todo a Angelita, me limité a callar y no volví a sacar a relucir aquel tema. Con el tiempo, mis propias experiencias me hicieron ver el mundo gris, incluso negro en contadas ocasiones. Manuel, sin embargo, mantenía su implacable optimismo que plasmaba con su arte.

Unos años después, la enfermedad pudo con él, postrándolo en cama. Alejado de sus útiles de pintura, el pobre hombre se consumió. Yo me sentaba junto a su cama y veía el horror reflejado en sus ojos. Ya no tenían brillo, se mostraban de un gris azulón apagado, casi opacos. Yo le agarraba la mano y sus mejillas se encendían levemente, alejando por un instante el olor a muerte que le rondaba. Angelita lloraba al vernos, no sabría decir si de felicidad o pena, pues su sonrisa era más indescifrable que la de la propia Mona Lisa.

El día que recibió la extremaunción permanecerá en mi memoria para siempre. Manuel hizo llamar al cura. Solicitó recibirlo en su taller, que permanecía tal cual lo había dejado. Trasladamos con sumo cuidado la cama y la reclinamos para que pudiera recibir al párroco lo más incorporado posible. Don Jacinto rezó por su alma bondadosa y abandonó la estancia entre llantos, como nunca había hecho con ninguno de sus feligreses. Manuel sonrió y los colores volvieron a sus ojos y mejillas.

—Trae un pincel y una caja de cerillas, hijo.

Su voz sonó clara y serena, inexplicablemente. Tomó el pincel y comenzó a trazar líneas milimétricas en el fino cartón de la caja de cerillas. Angelita le dio un beso en la mejilla y salió, quería guardar aquella imagen en su memoria como el último recuerdo de su amado esposo. Yo no podía apartar la mirada del Cristo que parecía resucitar en la cruz con cada pincelada. Tras la última, Manuel me tomó la mano y se fue en paz. 

Han pasado treinta años y me gusta pensar que hago honor a su legado. No soy pintor, nunca veré el mundo cómo él ni tampoco ambiciono representarlo con su maestría. Pero su semilla germinó en mi pluma y yo solo intento seguir el sendero de pétalos blancos hasta encontrarme con el joven arquero que me guiará por su sempiterno camino.

Fran Márquez

Vie12May202305:11
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: No ficción

La cita

Mientras me sentaba en la solitaria barra de aquel bar, pedí una cerveza. El lugar estaba prácticamente vacío, sólo un señor estaba a dos sillas de distancia.

—No llegó a la cita; me dejo plantado— dijo, mientras yo volteaba a ver a mi alrededor y noté que se dirigía a mí, mientras él no quitaba la mirada de su cerveza.

—Tranquilo, amigo, igual pasó algo inesperado. Alguna razón lógica tiene que haber, así que no saques conclusiones precipitadas, a veces nos apresuramos con eso de las conclusiones, y nos imaginamos cosas que no son— le dije para intentar reducir una tristeza que se veía en su rostro.

—No, no hay nada que investigar, ya la llamé y bloqueo mi número telefónico. Simplemente no llegó, o tal vez sí llegó, pero al verme salió corriendo. Ella es casi de mi edad, yo sé que estoy un poco gordo y poco atractivo, pero al menos creí que me daría la oportunidad de conocerme… ¿Qué tengo de malo?

«¿Qué tengo de malo?» Esa frase taladró mi cerebro, llevándome a casi treinta años atrás. Y de pronto vi a un gordito: plantado a las afueras de un cine bajo la lluvia con un ramo de flores esperando a alguien que en el fondo sabía que nunca llegaría. Recordé al imbécil donde todos bailaban en una fiesta, menos él, porque las chicas guapas no bailan con ese estereotipo de chicos. Vinieron a mi memoria recuerdos que creí olvidados, y que en algún momento llegué a preguntarme lo mismo. «¿Qué tengo de malo?». Sólo que esta vez lo decía un hombre más o menos de mi edad, dentro de un bar, donde la cerveza no te dice nada más que una triste realidad… Así que terminé mi cerveza, pedí la cuenta y encargué un par de cervezas más, y le dije a la chica que atendía que eran para él.

Me paré de mi asiento, le puse la mano al hombro y le dije: —Me tengo que ir, amigo, pero el siguiente par de cervezas van por mi cuenta. Sólo quiero que sepas que te entiendo, de verdad que te entiendo. Pobre chica, me siento mal por ella, no sabe de lo que se perdió. Hay gente que le gusta lo banal, lo superficial y no dan la oportunidad de ver qué hay más allá de una apariencia. Pero créeme amigo, estoy seguro de que eres un hombre maravilloso, nunca olvides eso y por favor, no cambies nada de ti, hay quienes nos convertimos en seres despreciables por actos así, y no vale la pena, de verdad te lo digo—. Y salí de ese bar.

Cuauhtémoc Ponce

Lun08May202306:55
Información
Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: No ficción

El desconocido

—¿Qué tienes? — le pregunté al desconocido que se sentó al lado mío en la barra de aquel bar; mientras notaba que lloraba y contaba unas cuantas monedeas para ver si le alcanzaba para comprar un trago.

—¿Quieres escuchar una mentira? —me respondió.

—Sí, me gusta que me cuenten mentiras— le dije mientras pedía un trago para cada uno… Así que me confesó de lo mucho que la amó. De lo que significó ella en su vida y de cómo le acababa de destrozar el corazón: engañándolo y dejándolo en el olvido.

—¿Quieres que te cuente otra mentira? — le pregunté… Y así pasamos toda la noche, bebiendo y hablando mentiras.

© Cuauhtémoc Ponce.

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