"Continúa por el sendero de pétalos blancos hasta encontrarte con el joven arquero, él te guiará hasta el Cuarto Creciente. Allí te aguarda Don Crespo con el oro líquido, no te entretengas por el camino o algún pirata te arrebatará el botín en tus mismísimas narices".
De pequeño, me encantaba hacer recados a mi vecino Manuel. El anciano veía el mundo con los ojos de Julio Verne y el corazón del Dalai Lama. Su infinita imaginación albergaba el secreto de la eterna juventud, esa que no se encuentra en los libros ni en ninguna fuente de aguas encantadas, marcada con una cruz en un mapa. Poseía un alma fantasiosa y una generosidad única.
Manuel vivía en una humilde morada, rodeado de lienzos, caballetes, témperas, tizas, carboncillos, pinceles... recreaba la realidad con su particular prisma. Tenía un talento exquisito, inexplicable dadas sus limitaciones físicas. El buen hombre padecía Párkinson en un grado avanzado, le temblaba la papada y los labios se le descontrolaban, incapaz de articular palabra. Sin embargo, cuando alzaba su pincel el mundo se detenía, nunca supe disimular mi sorpresa. Le encantaba pintar Cristos en su cruz dentro de una caja de cerillas, ultimando cada detalle con la precisión del mejor relojero. Después de cada pincelada, el mundo volvía a girar y tenía que ayudarle a bajar el brazo hasta la paleta donde mezclaba magistralmente los colores.
Yo miraba los cuadros, auténticas obras de arte, y aprendí a identificar cada paisaje con enclaves concretos de nuestro pueblo. Aquel día me encargó ir a recoger miel a la granja de Don Crespo, ubicada en medio del valle a espaldas del monte Orestes que, a esa hora de la mañana, proyectaba su sombra en forma de Luna en Cuarto Creciente.
Pasé la mayor parte de mi infancia en su viejo taller y nunca le vi un mal gesto. Tan solo recuerdo un día en el que me sorprendió su semblante triste mientras ojeaba una noticia en el periódico local. El titular rezaba así:
«Manuel Silva, artista consagrado andaluz, recibirá el reconocimiento del gremio por su amplia colección de paisajes y retratos fantásticos».
Ingenuo de mí, le pregunté entusiasmado:
—¡Manuel! ¡Qué gran noticia! ¿No le hace ilusión?
Ignoró mis palabras mientras unas tímidas lágrimas brotaban de sus ondas cuencas. No insistí. Recuerdo aquel día como uno de los más tristes de mi vida. Angelita, la mujer del pintor, llegó una hora después y me ofreció un bocadillo con mantequilla. Yo no tenía hambre, puede que se tratase de la primera vez en mi vida que rechazaba una merienda. Angelita me miró con ojos de abuela y me explicó lo que le pasaba.
—No estés triste, hijo. Manuel se olvidará de todo por la mañana. Esos periodistas no saben lo que escriben, no tienen ni idea de lo que siente. Para él, estos cuadros reflejan la realidad tal cual la ve, no inventa nada. Lo han tachado de pintor abstracto, fantástico, realismo mágico y, en todo, lo consideran un genio. Pero él pinta lo que ve y como lo ve, con los ojos de un niño, con luces, colores y formas imposibles para el resto, pero no por eso dejan de ser fiel reflejo de su realidad.
En aquel momento, no comprendí del todo a Angelita, me limité a callar y no volví a sacar a relucir aquel tema. Con el tiempo, mis propias experiencias me hicieron ver el mundo gris, incluso negro en contadas ocasiones. Manuel, sin embargo, mantenía su implacable optimismo que plasmaba con su arte.
Unos años después, la enfermedad pudo con él, postrándolo en cama. Alejado de sus útiles de pintura, el pobre hombre se consumió. Yo me sentaba junto a su cama y veía el horror reflejado en sus ojos. Ya no tenían brillo, se mostraban de un gris azulón apagado, casi opacos. Yo le agarraba la mano y sus mejillas se encendían levemente, alejando por un instante el olor a muerte que le rondaba. Angelita lloraba al vernos, no sabría decir si de felicidad o pena, pues su sonrisa era más indescifrable que la de la propia Mona Lisa.
El día que recibió la extremaunción permanecerá en mi memoria para siempre. Manuel hizo llamar al cura. Solicitó recibirlo en su taller, que permanecía tal cual lo había dejado. Trasladamos con sumo cuidado la cama y la reclinamos para que pudiera recibir al párroco lo más incorporado posible. Don Jacinto rezó por su alma bondadosa y abandonó la estancia entre llantos, como nunca había hecho con ninguno de sus feligreses. Manuel sonrió y los colores volvieron a sus ojos y mejillas.
—Trae un pincel y una caja de cerillas, hijo.
Su voz sonó clara y serena, inexplicablemente. Tomó el pincel y comenzó a trazar líneas milimétricas en el fino cartón de la caja de cerillas. Angelita le dio un beso en la mejilla y salió, quería guardar aquella imagen en su memoria como el último recuerdo de su amado esposo. Yo no podía apartar la mirada del Cristo que parecía resucitar en la cruz con cada pincelada. Tras la última, Manuel me tomó la mano y se fue en paz.
Han pasado treinta años y me gusta pensar que hago honor a su legado. No soy pintor, nunca veré el mundo cómo él ni tampoco ambiciono representarlo con su maestría. Pero su semilla germinó en mi pluma y yo solo intento seguir el sendero de pétalos blancos hasta encontrarme con el joven arquero que me guiará por su sempiterno camino.
Fran Márquez