Vie05May202312:28
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Autor: Yuliya Turavinina
Género: Cuento

EL FRÍO

EL FRÍO

           “La gente no sabe lo peligrosas que pueden ser las canciones de amor”

Bertrand Russell

                                                   

 Los adoquines congelados. La nieve, la nieve, la nieve en la ciudad en la que nunca nevó. Cubre con sus capas, centímetro por centímetro, las piedras raídas, otrora negras, ahora canosas, pero aun con vestigios de las épocas claramente memorizadas: los sordos ruidos de los tacones de las colegialas, el rechinado crujido de las ruedas de las calesas, el golpeteo parejo de los tranvías, el siseo ronco de los neumáticos; los tacones, las ruedas, los cascos, los rieles y, ahora yo, tanteando mi camino por el pavimento apedreado, aplasto con mis suelas las huellas históricas dejando sobre ellas la mía, de la urbanista alienada huyendo de ti, hacia él.

          El aire helado, las columnas congeladas del humo blanco en las chimeneas sobre los tejados; hace frío, hace mucho frío, un frío colosal en las almas ataño cálidas. Ese frío calentó a más de un perro callejero, a más de un vagabundo dormido, a más de un drogadicto, que no llegó a tiempo a su hogar. Acalora con una primavera engañosa; un calor fingido otorga un dulce sueño. Aquí estoy, un alma congelada, exhalando un hálito candente sobre los dedos tiesos; yendo de ti hacia él.

          El dique estira su manga negra hacia mí. Los abrigos, las gorras, los guantes, las bufandas.  La gente, la gente y la soledad, la soledad y la gente. Yo soy la soledad disuelta entre ellos. Me acerco a la barandilla del puente, me inclino contemplando el brillo del agua negra congelada. El viento fustiga mis mejillas anémicas: las corta, las abofetea, las pellizca.  Me duele, me dolía, me sigue doliendo. Veo al pescador sentado en una silla de lona al lado del hoyo; una montaña de trapos negros con el aliento de ginebra en un duermevela apacible. ¿Por qué estás ahí? ¿Qué te echó del caliente hogar? ¿Tal vez tenés los tres deseos? Aunque tengas uno solo, simple y humilde, el pez dorado hace rato que no anda por estos lugares. Solo los carpas que empujan con sus hocicos el espeso hielo queriendo ver las estrellas con sus ojos saltones boqueando en silencio. ¿No eres feliz, pobre hombre? Yo no lo soy.

          Escucho crujir la nieve y alguien parar tras de mí. Miro por encima de mi hombro y veo una mano, de dedos flacos y uñas comidas, roja por el frío, sostener un panfleto. Me lo tiende a mí. “¿Estás feliz?”, me pregunta el papel.

—Creo que lo necesitas —me dice el rostro pío y sin sangre, de ojos grandes y grises—. Jehová y nosotros te vamos a ayudar.

—¿Jehová o ustedes? —pregunto sin desviar la mirada de la hoja.

—Te explico… —inició el rostro pío y los ojos grises se llenan de entusiasmo.

—No, no. Jehová se hará cargo solo —respondo alejándome de esa cara devota ahora espantada; las hojas, ¿estasfeliz?, aletean en la mano de los dedos flacos por la fría brisa que atraviesa el puente.

          Paseo la vista y veo el parque.  El viejo parque con su cerco perimétrico de concreto armado y picas doradas, con sus bancos ahora cubiertos de nieve, con el puesto de dulces que vende algodón de azúcar, manzanas acarameladas y tortas fritas y, las palomas, testigos de los deseos, esperanzas e ilusiones. ¿Dónde están ahora?, grises, blancas, negras, de cuellos tornasoladas, curucutucuñando todo el tiempo. Voy allá y le compro a la vendedora de dulces una torta frita. Desmigajo la suave masa y arrojo los fragmentos alrededor mío guardando el resto en el bolsillo de mi campera; las palomas bajan silenciosamente desde sus alturas abalanzándose sobre la presa. “Hola, palomas. Atestigüen las esperanzas falsas, las ilusiones rotas, la soledad, mi soledad”.  Sacudo las migas de mis manos congeladas y me retiro.

          Deambulo, deliro y me escondo, pasando por debajo del arco, en un viejo patio rodeado de edificios altos de ventanas negras, cuál ojos cerrados. Las persianas bajas, párpados sin pestañas, ocultan al nacido y al muerto, al crimen y al castigo, al amor y al odio. Doy vueltas, una y otra vez, una y otra vez, la cabeza echada para atrás, brazos aletas cortan el aire, una y otra vez, una y otra vez, hasta que un vahído me apodera. Ni un solo ojo está abierto: ninguno tiene brillo, ninguno sonríe, ninguno llora. La negrura, los pálidos haces de la luz de las estrellas atraviesan la niebla.  Me caigo sobre un ventisquero, gris por el neblumo urbano, con los brazos y piernas bien abiertos; el cielo, las estrellas, el frío.

           Un retumbar inesperado de algo metálico espanta mi contemplación astral. Era un pequeño balde de playa que algún niño ingenioso colocó en la cabeza de un muñeco de nieve. Ahora está tirado, y en su lugar, en la calva blanca, un cuervo negro, cambiando de una pata a la otra, mirando con cautela a su alrededor, trata de arrancarle el ojo hecho de papa al muñeco. Armo una bola de nieve y la lanzo, ahuyentando al maldito alado; me levanto, me acerco al muñeco y le enderezo el ojo picoteado junto con la nariz-zanahoria y dos ramitas secas en lugar de brazos. Lo observo y restriego con mi dedo la superficie nevada, dibujando una sonrisa; ahora sí, es un rostro. Bajo a su lado y me siento con la espalda contra su panza de sapo, redonda y blanca; me siento no estar sola, por vez primera no estoy sola.

—¡Qué frío que hace! —le digo, saco un pedazo de torta frita restante de mi bolsillo y me pongo a masticar mientras le hablo—. No sabía que Jehová alquila oficina en nuestra ciudad. “Tontería”, me responde, “¿mejor dime, de qué son todas estas heridas que tenés?”

—¿Qué heridas?  —me arremango la campera y extiendo mis brazos mostrándole la blanca piel con ningún desperfecto y también doy vuelta la cara y estiro mi cuello—. No tengo heridas. “En tu alma”, dice, y las comisuras de sus labios, recién dibujados por mí, miran por abajo.

—¡Ahh, estas! ¡Pero qué frío que hace! —lamento. Siento sus brazos de ramas secas apoyarse sobre mis hombros: un tierno abrazo, abrazo humano—. A veces me hace esas pequeñas heridas, pero luego él mismo las lame y se cicatrizan rápido. Están todas cicatrizadas. No me duele, casi no me duele, tal vez, todavía un poco. ¡Pero qué frío que hace! “Una no está cicatrizada. Y sangra a borbotones. ¿Por qué no te vas con él para que te lame la herida?”, me pregunta con un tono decaído.

—Esta nunca se cicatriza. El torpe siempre la hace por encima…—exhalo un suspiro—. Ya me voy. Descanso un poco y voy. Igual, él no está. Hace rato que no está…

           Una nube cargada de nieve cubre la luna. El cuervo grazna ansioso y, al darse cuenta de que ya no sería posible deleitar las papas, vuela a otro patio. Hace frío, hace mucho frío. Hace el mismo frío que en la casa, que permitió entrar la soledad. Este frio me hace doler igual que tu mirada; cuando me miras a mí, a través de mí y no me ves. Me hace doler igual que tu teamo, que suena a metenesharto. Me hace doler. Doblo mis piernas, las abrazo, aprieto contra mi vientre, apoyo la cabeza sobre mis rodillas y cierro los ojos. El viento violento y desmesurado que, silbando, penetra en el patio a través del arco, ahora principió a disminuir convirtiéndose en una suave y cálida brisa.  

          De repente, todo alrededor se volvió claro como el día y cálido como la primavera. La gente, mucha gente, comenzó a entrar al patio a través del arco. Todos muy lucidos y muy amables. Todos me miran y me sonríen. Y no queda  más espacio, y se hacen al lado, abriendo el camino en el cual aparece Él, Jehová. Él se encamina hacia mí con los brazos abiertos. Yo voy hacia él. Y cuando nos encontramos, me abraza; y en el anillo de sus brazos cerrados, de repente me doy cuenta de que he muerto.

          Riendo y tomados de la mano, ellos entran al parque. Los labios besando, besados, besado. Él la toma por la cintura y empieza dar vueltas, bajo de los copos de nieve que caen suavemente, susurrando amor; las mejillas de ella arden de calor, de vergüenza, de deseo. Las palomas, asustadas, se dispersan sin terminar de picotear las migajas. Algunas se sentaron en los cables colgados, otras decidieron buscar suerte en lugares aledaños. Una, volando sobre el patio viejo, vio un muñeco de nieve con las ramas secas extendidas como si fueran brazos. Junto a él, una muchacha dormida; en su mano tiesa, un pedazo de pan. La paloma se desprendió del rebaño, dio una vuelta sola y bajó, contenta por su hallazgo.

7 valoraciones

4.9 de 5 estrellas
hace 1 año
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Iván Silvero Salgueiro
Jurado Popular
  • 46
  • 24
hace 1 año
Comentario:

Ufff... me caló hondo. Muy hondo. 

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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Gracias, Iván. Me agrada mucho que te haya gustado mi trabajo. Un abrazo, paisano
Cesar Cordoba
Jurado Popular
  • 21
  • 13
hace 1 año
Comentario:

Gratamente sorprendido...me dió frio

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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Me agrada tanto, César, que te haya gustado mi trabajo. Saludos
hace 1 año
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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Gracias. Saludos.
samir karimo
Jurado Popular
  • 201
  • 27
hace 1 año
Comentario:

cuento interesante y enganchante

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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Muchas gracias, Samir, por tu visita. Saludos
hace 1 año
Comentario:

Es un cuento magnífico, se lee con un nudo en el estómago. Se lee muerto de frío. Frío por fuera y por dentro. La sensibilidad a flor de piel. Me ha encantado, felicitaciones, Yuliya!!!

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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Gracias, Nadia. Me alientan mucho tus palabras y la aprobación. Abrazos.
hace 1 año
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  • Yuliya Turavinina hace 1 año
    Muchas gracias por su tiempo y valoración. Saludos
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