Lun29May202307:50
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

La máquina de enmierdar todo

La máquina de enmierdar todo
A Patricia Licciardi

«No nos damos cuenta de que somos malos
porque la maldad se disfraza de justicia,
de derecho…
»
(De la novela:“Primitivo”)

El tipo sale del cajero más serio que un cáncer. Cruza la calle sin mirar ignorando el escándalo de insultos y bocinazos. Se deja caer en un banco de la plaza tapándose la cara con las dos manos y dice: ¡Carajo!. Piensa que cómo puede ser tan hijo de puta ese cabrón del Chino que le juró por lo más sagrado haberle depositado y él, crédulo, idiota de mierda, sabiendo que la plata en el bolsillo no le dura, recién ahora, después de trabajar como burro casi un mes va al cajero y nada. ¡Ni un peso en la cuenta! La puta que lo parió Chino de mierda; como si no supiera que tiene dos hijos y el mayorcito empieza la escuela en una semana; como si no le hubiese dicho y recalcado que debe tres meses de renta y lo van a echar si no paga antes del viernes. ¡Malaleche! El tipo recuerda la máxima de su padre: «Prometer hasta meter, y después de haber metido, retirar lo prometido», cierra los puños con rabia convencido de que todo el mundo es una mierda, que nadie se salva, y lo horroriza la idea de volver a casa a decirle a Norma que lo jodieron otra vez. ¡Por Dios! ¡La que le espera! De nuevo tendrá que oír que es un pobre infeliz, un bueno para nada, un inútil, y la escuchará callado porque en el fondo sabe que cuando le grita así, cuando ella lo encara, es como si se plantara frente al espejo para insultarse a sí misma por enamorarse de un idiota, por haberse casado con un pelele a pesar de los consejos de su madre; y él tendrá que aguantar callado, mirando al piso o sonriéndole a Dieguito para que no se asuste de los gritos de mamá, rogándole a Dios que la pobre criatura crea que están jugando. ¡Qué vida de mierda!, piensa el tipo, andar por ahí con las manos y el alma llenas de callos, arrastrando carradas de vergüenza.

Se echa para atrás apropiándose de la banca con los brazos abiertos sobre el respaldo. Rescata de un suspiro el aire que le falta ignorando a la viejita que amaga sentarse y al ver que él no se inmuta, tiene que seguir de largo. El tipo mira las copas de los árboles buscando una solución pero no la encuentra. Le debe a todo el mundo. Ya no le queda ni un amigo a quien pedirle; los jodió a todos jurando que cumpliría plazos imposibles. Ni hablar de vender la camioneta, presa en ese taller donde la llevó porque le debía a Pocho, su mecánico de siempre, al que hace casi un año le dijo: «te pago sin falta en una semana», por no decirle el treinta de febrero. Pero resulta que los mecánicos se conocen, se pasan datos, y Pocho alertó a su colega de que si le fiaba no iba a cobrar nunca. ¡Mal amigo!, como si uno fuera un delincuente, piensa el tipo, y empieza a hurgar de memoria los rincones de su casa buscando algo que pueda empeñar o vender, pero no encuentra nada, hasta que se acuerda de la escopeta de su padre escondida en el ropero. Linda escopeta. Una Remington de repetición calibre doce con culata y corredera de caoba. Respira aliviado. Debería alcanzar para la renta, la luz, los útiles de Dieguito y quizás, una despensa. El tipo no quiere venderla pero no tiene más remedio, a menos que se resigne a acabar en la calle cuando Norma lo deje, se lleve los niños a lo de sus padres y entonces sí se pudra todo… El tipo se levanta de golpe, camina apurado hasta su casa y entra calladito directo al dormitorio. Sale a la carrera con el estuche de la escopeta al hombro sin siquiera saludar, temiendo que Norma le hable o se le plante enfrente y no le quede más que confesar que es un imbécil. Se abre paso con odio entre la gente unas diez cuadras seguro de que todos son la misma mierda, que ninguno se salva. El tipo entra a la casa de empeños, pone el estuche sobre el mostrador y lo abre con orgullo. Sabe que es una buena pieza, que ya no las hacen así, para durar, y lo entristece saber que no podrá dársela un día a su hijo. Entonces ve la cara del usurero y siente asco cuando frunce la boca fingiendo desinterés. Intuye que ese cabrón es más mierda que todos los demás mierdas, un oportunista abusador de desesperados como él. Mira alrededor, le imagina una historia a cada objeto en las vitrinas, un valor que no tiene nada que ver con el de las etiquetas, y entiende que está preso en la telaraña que ese hijo de puta tejió para esperar atrás del mostrador a las víctimas de cuyas entrañas licuadas se alimenta. Sabe que le chupará hasta el alma, pero se asombra al escuchar la cifra ridícula que no cubre ni la mitad de la renta y dice que no, que no puede ser, y el otro le espeta que es eso o nada, que no puede darle más.

El tipo recoge el estuche, sale a la calle y se mete en un zaguán entreabierto. Cierra lo ojos con la espalda apretada a la pared. Llora. Resbala hacia abajo hasta quedar en cuclillas con la escopeta en la falda. Está roto, deshecho. De golpe se da cuenta de que él también es una mierda, un engranaje más de la máquina de enmierdar todo, esa que llaman sociedad, orden de cosas, sistema… ¡Por fin entiende! Su angustia se vuelve rabia. Incapaz de asumir que es una piltrafa prescindible se debate como fiera, rompe la jaula de su mansedumbre, llena el cargador, martilla y regresa a la casa de empeños. Los vidrios blindados enmudecen el estruendo. Sale a la calle con el cañón humeando. Ve a un tipo de traje que no se parece al Chino, pero para el tipo es el Chino, y le abre un boquete en el pecho; y otro al Pocho, que tampoco es el Pocho. Desgracia a dos Normas… Pero hay algo de lucidez en su locura, porque cuenta los tiros y cuando le queda un solo cartucho, se quema la garganta con el caño antes de volarse la cabeza.

La gente corre, grita; llega la policía y acordona, pero la máquina de enmierdar todo está diseñada para soportar la rotura de sus engranajes desechables y no se inmuta. Pronto tirará las piezas defectuosas a un cajón y pondrá otras de carne fresca que molerá hasta la jubilación, la tumba o el hospicio. A la máquina no le importa, para ella es lo mismo.

El Chino llega a casa y le cuenta a su mujer que por suerte el tipo terminó el chalé de la playa porque se volvió loco: mató a cinco y se suicidó. Ella se asombra aunque lo niega y dice que nunca le gustó el tipo; lamenta que se matara porque era un buen albañil, y es difícil encontrar buenos albañiles, casi tanto como empleadas domésticas decentes que no estén pidiendo aumento ni se roben los restos del pollo y la mayonesa. Ella también cree que toda la gente es una mierda, pero las señoras educadas no dicen esas cosas. Solo entre amigas se queja de que los demás no sean ni la mitad de honestos que su marido, y asegura que si lo fueran, este mundo horrible sería una maravilla.

5 valoraciones

5 de 5 estrellas
hace 1 año
Comentario:

Maravilloso. Bueno, muy bueno.

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hace 1 año
Comentario:

Impresionante, estupendo, genial.

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    ¡Hola, Patricia! Me alegra que te haya gustado. Un abrazo.
hace 1 año
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  • Patricia Licciardi hace 1 año
    Un gran y profundo relato que refleja una mirada sobre la condición humana. Gracias por dedicármelo! Te mando un fuerte abrazo.
    • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
      ¡Hola, Patricia! Gracias a vos por volver a leerlo. Un abrazo.
samir karimo
Jurado Popular
  • 201
  • 27
hace 1 año
Comentario:

enhorabuena y como siempre bueno 

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    Hola, Samir. Me alegra que te gustara. Un abrazo.
hace 1 año
Comentario:

Muy optimista Álvaro 😉

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  • Álvaro Díaz Jurado Popular hace 1 año
    Hola, María. Sí, siempre apostando a la humanidad, para que me vaya bien en el amor. Gracias por leerlo y comentar. Un abrazo.
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