Son las tres de la mañana. Náuseas, vómitos, agitación... otra noche que no duermo. Así es imposible. Mi cabeza no para. Enciendo la televisión a ver si me entra el sueño.
Siete de la mañana. Suena el despertador y me levanto. Caliento la leche. No tengo ganas de tomarla. No tengo hambre. Estos días sé que he adelgazado mucho pero es que no tengo hambre, la noche de ayer fue larga, igual que las de estos días pasados.
La música de la calle es más sonora que el pitido del microondas y estoy tan absorta que no sé cuándo ha dejado de calentar. Miro a ver si está la leche caliente. ¡Qué asco, un pelo en el vaso! Definitivamente, ya no tengo ganas de desayunar.
Suenan sirenas de ambulancia y el grito de la gente en la calle se hace más fuerte. Tocan el timbre. Ya están aquí. Puntuales y yo, como todos estos días, sin maquillar, nunca me da tiempo. A estas alturas ya da igual. Salgo de casa.
Media hora más tarde, al coger el ascensor, veo el piso: planta menos uno. Se abre la puerta, me reciben sonrientes y con el pañuelo de San Fermín.
—Buenos días, María, ¿preparada para otra sesión de radioterapia?