Sáb20Abr202404:16
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Autor: Servando Clemens
Género: Otros géneros

Recuerdos de la infancia

Recuerdos de la infancia

Finales de los noventa. Estudiábamos la universidad. Unos amigos y yo, después de clases, nos reunimos en una de las bancas, en el jardín. La cuestión era charlar sobre cualquier asunto antes de irnos a nuestras casas. El sol pegaba duro a las tres de la tarde y la luz dejaba ver algo en el cráneo de Neto que nos causaba gran curiosidad.

—¿Qué te pasó en la frente? —le preguntó uno de mis compañeros a Neto, así de repente. Era la pregunta que nadie se había animado a formular.

Neto acarició la cicatriz ancha y larga que le iniciaba a media frente y que culminaba casi a la mitad del cráneo. Parecía que la pregunta le había causado un leve cosquilleo en esa área, como si le hubiera removido algún recuerdo muy viejo. Y si me preguntan cómo es que se le distinguía la secuela de una antigua herida, la respuesta es que su cabello era escaso y, además, estaba peinado con gel fijador.

—Bien, bien —accedió Neto a responder, colocando los dedos pulgares en las cintas de su mochila que descansaba sobre sus hombros—. Les contaré lo que me pasó.

Nos sentamos en las bancas de cemento y Neto, todavía de pie, inició su historia:

**********

Creo que estábamos en quinto o sexto grado de la primaria de nuestro ejido (un pueblo pequeño ubicado al sur de Sonora, México). La verdad es que casi no había nada que hacer. Todo aburrido, pero cada vez que llegaba el circo nos poníamos bien alegres. Nos saltábamos la cerca de la escuela. Salíamos corriendo como chiflados. Nos valía madre las clases y los maestros siempre estaban crudos y sin ganas de aguantarnos. Llegábamos al sitio donde se ubicaba el circo y los encargados nos pedían apoyo y, nosotros, con tal de estar ahí, en el chisme, accedíamos a ser ayudantes. La situación se repetía seguido en el poblado. El director ya estaba harto de que le viéramos la cara.

—La próxima vez que se salgan sin pedir permiso —advirtió el director un día que alguien fue con el mitote—, me los voy a chingar. Los voy a castigar. Y van a reprobar.

A huevo que no le hicimos caso. Éramos rebeldes, más bien desmadrosos y flojos para el estudio. El circo llegó de nuevo.  Un carro de sonido lo anunció desde temprano y repartió folletos y boletos. Era la ilusión en un pueblo alejado, en aquellos años en los que no existía la televisión por cable, y por supuesto, no existía internet. El director estaba atento a cualquier movimiento extraño, pero de igual manera nos la ingeniamos para escapar de la escuela. Esa era nuestra aventura, una de las pocas emociones a nuestro alcance. ¿Qué más se podía hacer para agarrar cura? Caminamos por un costado de la carretera internacional y llegamos al lugar. Aquellos trabajadores ya nos esperaban, pues claro, nos traían como sus pendejos. Nos pusieron a bajar cosas de los camiones, nos mandaron a comprar chucherías a la tienda, a regar y a barrer el suelo de tierra con escobas de ramas. Nosotros felices por ver a aquellos animales exóticos que resguardaban en jaulas bien jodidas y a los hombres que por las noches se convertían en artistas, en payasos, en vendedores de frituras rancias o en equilibristas. El ambiente era pura alegría, sin clases y sin regaños. Jamás nos imaginamos que el director saldría a buscarnos. ¿Cómo? El tipo era un holgazán y siempre andaba pedo en el rancho.

—Ahí viene el director —gritó uno de mis amigos.

Escapamos, cada quien para su casa. Para mi mala fortuna, el pinche director solo me siguió a mí. El cabrón tenía zancada larga, era alto y yo un condenado enano de patas flacas. Casi me alcanzaba y entonces corrí lo más rápido que pude, rumbo a un campo de cultivo.

—¡Espérate, animal! —ordenó, pero yo me dije: Patitas pa qué las quiero.

Y aceleré. Casi lo dejaba atrás o eso creí. Me faltaba el aire y sentí una punzada en la panza, el famoso golpe de caballo. Por poco lo perdía, pero de pronto, caí de espalda y mis pies se elevaron. Me encontraba tirado en el suelo. El cielo estaba lleno de polvo y estrellas. ¿Qué me pasó?, me pregunté. Empecé a sentir calientito en la frente. Me dolía un chingo la cabeza y batallaba para jalar aire. Estaba mareado y confundido. ¿Qué mierda me había pasado?, seguía la pregunta sin respuesta. Coloqué mi mano en la cabeza: ahí había un líquido tibio. Vi mi mano roja. Sangre. Grité y chillé. La rajada era amplia. La sangre no dejaba de correr por mi cara. Todavía no entendía lo que había ocurrido. El director se acercó, caminando. Se me quedó mirando, con sus brazos largos posados en sus caderas. Me senté sobre la tierra y comprendí lo que había pasado. Mi cabeza, al correr como idiota y sin fijarme, pegó contra uno de los alambres del cerco que delimitaban el campo de cultivo. Una de las púas filosas me surcó la piel y el cabello. Valió madre, pensé sin saber que me esperaban un sinfín de puntadas y una larga cicatriz de por vida. De la regañada mejor ni hablo. Esperé al director para que me ayudara o para que me dijera algunas palabras que, de algún modo, me hicieran sentir mejor. O que me llevara a casa, mínimo. Pero permaneció parado en el mismo lugar.

—Eso te pasa por no hacer caso —remató el muy cabrón—. Esto te servirá de lección.

El director ordenó que me fuera a mi casa y luego simplemente se largó, como si nada. Lo vi caminar y después me tapé la herida con las manos. Lo único que pensé fue: mi mamá me va a dar una madriza por manchar el uniforme.

**********

—Y eso fue lo que me pasó en la frente —culminó Neto su relato, pasando uno de sus dedos por la cicatriz. Y no lo dijo con tristeza o con coraje por su mala suerte, solamente lo comentó como un recuerdo más de su niñez.

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