El frío, el sueño, la lluvia, el coro de toses infantiles que me recibieron al alba, una discusión estéril con el papá de los chicos y el descalabro eléctrico del departamento no consiguieron, para sorpresa mía, desanimarme. Buen alimento para la autoestima renunciar al drama, si al fin y al cabo, por más malhumorada que me pusiese eso no restaría nada a las interrupciones que enfrentaba.
Bajé y, como ya es mi costumbre, pasé a saludar a Paulo, el dependientedel mercadito que está en el edificio, le pedí datos de electricistas y continué viaje para pagar facturas y a comprar un buen cable alargador en el supuesto escenario de encarar un par de días con la computadora en la cocina sobreviviendo con el único tomacorriente que funcionaba.
Cuando volví de la compra, ya el muchacho me había ubicado al electricista del barrio, el señor -entrado en años, de traza humilde y movimientos lentos- que se enderezó de un salto apenas me vio entrar al almacén. Al mismo tiempo, por detrás del mostrador, surgió una vocecita que informó: "¡Me voy, yo vine a trabajar con mi abuelo!" Ante la inesperada visita, perdí un poco los roles frente a un morochito delgado de cabello afro y muy lindos rasgos, de unos aparentes diez años, aunque al rato me enteré eran sólo siete y, gracias al dato específico de unos minúsculos aretes dorados, además era una niña: Maia.
Todo eso en el tramo entre la puerta del edificio y el pasillo hasta la entrada del ascensor. Una vez dentro ya éramos amigas de toda la vida. Arriba, tras conferir al flaco el rol histórico de supervisor de las refacciones (admito que eso me da muchísima pereza), fuimos juntas con Maia a la cocina y le convidé un poco del maní que entretenía a los chicos. En medio de la charla, me contaba de su vida, preguntaba por los chicos. Me hizo un cuestionario bastante honesto y curioso respecto a las particulares facciones y comportamiento de Martín, tomó la leche y luego ocupó un par de maravillosas horas en jugar con los pequeños. Matías demostró que la amaría del infinito al más allá.
El abuelo, por otro lado, tras dar unas vueltas por el departamento hasta encontrar el desperfecto y se puso manos a la obra: había que cambiar todos los cables. Maia me pidió de invitarla a almorzar. Yo estaba encantadísima con ella. A retazos y saltos me aclaraba detalles de su vida, me parecía muy desenvuelta, con una franqueza apabullante mezclada con la inocente ternura de su edad.
Fue un día difícil. Entre los tres niños, el carácter insufrible del papá de los chicos y la parsimonia aplastante del electricista, mi cansancio era legendario. Sin embargo, nunca perdimos el buen humor. El momento cúlmine de la tarde fue cuando Maia me mira fijo y me sentencia: "vos sí que sos una mamá". "Claro, respondí, tengo dos hijos". Entonces me dice: "ahora vas a tener tres". "No, no -repliqué-. Mejor dos hijos y una sobrina". "Vale", aceptó. Es muy divertida. Mientras los bebés dormían la siesta, la entretuve a Maia haciéndola dibujar. Ella se acurrucó sobre mi costado al tiempo que yo le acariciaba el pelo. Parecía tan contenta que me recorrió una extraña sensación.
Ambos estuvieron desde las 12:00 hasta las 20:00 hs. una jornada muy agobiante. Yo había cerrado los ojos, sin pensar en la dolorosa factura que iba a pagar. El señor me cobró una cantidad inaceptablemente ínfima. Debí obligarlo a recibir el triple, mi conciencia no podía concebir tantas horas de trabajo continuado a cambio de tan poco. Cuando fue la hora de partir, Maia se devolvió tres veces con la excusa de haber olvidado algún juguete, la última vez me pidió quedarse conmigo. Le prometí que en los próximos días, porque mi departamento era un desastre. Se marchó con el abuelo, quien me apartó en un momento para contarme que él no tenía vínculos sanguíneos con la niña, sino que él la cuidaba porque los padres se desentendieron de ella tras haberse divorciado. Desde entonces ella lo acompaña a todas partes porque no hay modo de llevarle la contraria.
Fue así como, sin pensarlo, que ésta tarde fui adoptada.