Tras cumplir 35, la misma hilera de muchachos que convirtieron a mi progenitor en un desprestigiado Prometeo desguazado por aguiluchos, apareció por mi Facebook con una lluvia de solicitudes de amistad a medida que la crisis de los cuarenta iba soplándoles la nuca. Mientras glorificaban mis escasos atributos adolescentes – instigados por la pérfida nostalgia –, progresivamente se estrellaban con el muro de mi desinterés, recordando de golpe y porrazo el motivo de los fracasos sentimentales y que siempre -y sin remedio- estuve más loca que una cabra.
Por tanto, no me asombró que entre todo ese tumulto asomara una invitación de quién esgrime el título de mi primer novio. Acepté la solicitud del mismo modo irreflexivo con el que consentí a su quinceañera propuesta hace casi treinta años. Chateamos insustancial y fugazmente, pues soy inmune a las añoranzas. Ahí se quedó, atrapado en la inconsecuencia de la modernidad, en la lista de contactos de mi perfil. Fue como dejar una representación digital de lo que fuera un noviazgo tan breve como virginal.
Tras hijos, divorcio y repatriación por medio, una madrugada saltó en la pantalla de mi notebook un perentorio mensaje: “Hola, dame tu Whatsapp”, ordenaba. Demoré en sopesar los pros y contras de realizar la acción. Casi de inmediato recibí otro texto: “Si no quieres, entonces no”. Comprendí que su formación militar y ascendente carrera en Investigaciones, no son áreas donde se fomente el diálogo y la paciencia, pensé. Tras un rápido vistazo a su contenido, puede reconocerse su naturaleza ultraconservadora y machista, imposible de simpatizar con mi espíritu humanista, liberal y feminista. Está claro que tras nuestro distanciamiento juvenil, nuestros caminos tomaron direcciones absolutamente opuestas.
Sin embargo, con toda la elegancia de la tecnología, en mis notificaciones empezaron a aparecer periódica y puntualmente, sus “likes” en cada una de mis publicaciones. Incluso, cada vez que la aplicación lo permite, hasta corazoncitos expresando que la información “le encanta”. De ese modo, se ha convertido en una especie de sombra cibernética que se asoma silente y vigilante sobre mi existencia virtual, puesto que, como el título de detective no se lo ganó en una rifa, hizo bien en descubrir mis cuatro perfiles de Instagram, mis dos cuentas de TikTok, mi otro perfil de Facebook, sacando provecho de mi esquizofrenia digital. Con el tiempo, y en una movida tan inteligente como sorpresiva, obtuvo mi WhatsApp con la excusa de reservar un turno para su santa madre, para luego revisar mis estados con un sigilo tan intenso como mi evidente desinterés, nunca he mirado sus perfiles y me defiendo de él -y de todo torpe- compartiendo a propósito todo lo que refleje mi rechazo a las conductas antihumanas, belicistas, anti patriarcales y de izquierda, dejando en claro que, en el triste mundo de la diversidad, somos enemigos.
Todo normal y sin cambios durante meses. Yo fluyendo por mi vida loca sin grandes sobresaltos, acostumbrada a los letreros rojos que daban aviso del paso de mi stalker, hasta que un día cualquiera no apareció. No le di importancia. Día dos: entre todas las reacciones las suyas brillaban por su ausencia. “No importa”, declaré. Al tercer día, nada. “Soy una mujer adulta, con muchas responsabilidades y con una vida muy satisfactoria." Usé como forma de desalojar la evidente perturbación en la Fuerza.
El quinto día y con la mano acalambrada de estar expectante en el teléfono, no pude resistirme y me reí de lo ridículo del caso con mi hermana y confidente: “Qué alivio, figúrate, el tipo mide un metro noventa, qué miedo!” Me desahogué. Ella, muy leal y comprensiva: “Y policía, los policías son los peores”. Estuve de acuerdo, al tiempo que una parte más realista y brutal me pinchaba con la siguiente reflexión: “Nada le cuesta clicar en cientos de perfiles, como en una lotería, no tiene nada que ver contigo”. Convencida de tener control sobre mis ideas y pensamientos, me acosté experimentando la absurda sensación de tener un mosquito invisible y ruidoso en el fondo de una cueva.
En definitiva, eso de sufrir un desequilibrio mental no es un simple eufemismo ni un chiste, porque cuando -al sexto día- emergieron las notificaciones para avisarme que aquél había visto mi perfil y "likeado" mi publicaciones, experimenté un alivio tan inexplicable y enorme, solo comparado con una curiosidad capaz de matar a seis tigres y una rabia salvaje. El mosquito se había convertido en la posibilidad de que el muy perro se hubiera trazado un plan infalible para llamar mi atención, posibilidad tan repulsiva como atrayente. Decidida a que es una idea delirante, he logrado resistir la ganas de fisgonear su perfil. No quiero aceptar que la dosis constante de corazoncitos virtuales funcionan como diminutas gotas de ácido capaces de erosionar el metal de mi armadura, pues, pese a tanta inteligencia artificial, todavía poseo un latente y tibio corazón de verdad.
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