Lun22May202313:36
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

Las aguas gruesas

Las aguas gruesas

Derechos reservados

Sergio A. Amaya Santamaría

La familia de Mateo era humilde, vivían a la orilla de un hermoso río donde los niños aprendían a nadar y los hombres obtenían el sustento para la familia por medio de la pesca. La humedad de los terrenos ribereños los hacía fértiles, lo que les aseguraba dos o tres cosechas por año, suficiente para el gasto de la familia y poder vender los excedentes para comprar alguna ropa a la prole.

Mateo tendría alrededor de diez años cuando notó preocupados a sus padres; por las noches los escuchaba platicar en susurros, para no despertar a los niños. El abuelo era más claridoso.

—Yo crioque este año va a ser muy llovedor ─decía algunas noches en que la familia se sentaba fuera de la casa para disfrutar un poco del fresco nocturno, rodeados de ocotes encendidos, para mantener alejados a los zancudos─.

—La luna se ha mirao mesmamente igual a cuando yo era chamaco, en aquella ocasión el río se enojó bien mucho. Recuerdo que ese año ya tráibanos ranas hasta en los sombreros.

—¡Qué se va a acordar, tata!, si de eso hace bien hartos años.

—Pos ora lo verás m’hijo, nomás hay que estar atentos, cuando las ranas empiecen a ganar pal monte, es que vienen las aguas gruesas. ‘Tonces hay que seguirlas, pa las tierras altas.

—Mi tata, ya’stá chochiando ─dijo el padre de Mateo a su mujer─, quesque van a venir las aguas gruesas.

—Pos hay que’star aprevenidos, habías de hacer un bajareque en las tierras altas, pa ganar pa’llá si en verdá es cierto.

—Onde pasas a crer mujer; dice el tata que cuando las ranas ganen pa’rriba, hay que hacer lo mismo.

El cielo amaneció encapotado y el viento del norte soplaba más fuerte de lo acostumbrado. Las aguas del río se notaban encrespadas y los pescadores no salieron ese día, conocedores del medio, sabían que había que tomar precauciones. Tirado en la hamaca, el padre de Mateo miraba pensativo con una paja en la boca y el sombrero casi sobre los ojos. Algunos movimientos le llamaron la atención y se enderezó, quedó sentado con los pies en tierra. De entre los juncales, las ranas saltaban, alejándose de la ribera, iban tierra adentro. El hombre miró asombrado y llamó al abuelo y a su mujer.

—Mira vieja, mire tata… las ranas ganan pal monte, tal como dijo usté.

—Te lo dije, muchacho, vámonos pa’rriba. A ver, mujer, traite a los chamacos y unas cobijas, y tú, dijo al hijo que seguía sentado, deja de estar tarugueando con las ranas y vamos a llevar agua y comida, pos quen sabe cuánto pueda durar esto.

La familia levantó sus escasas pertenencias;» en una bolsa de plástico pusieron sus papeles importantes y con los machetes en las manos, cargaron con bultos y bolsas. En el camino se encontraron con otros vecinos que los miraban perplejos.

—Pos pa onde ganan, pues, si ya no tarda en llover, mejor esperen a que pase el mal tiempo.

—No muchacho, anda por tu familia, pos van a venir las aguas gruesas.

—¡Ah que don!, pos como pasa a crer eso, son cuentos de los viejos, pos si nunca ha pasao.

—Pos mira que te lo dice un viejo, pero allá tú.

La familia siguió su camino, llegaron a unas tierras que el abuelo tenía en lo alto de la loma. De inmediato se pusieron a cortar palos y para el medio día ya tenían armada una enramada. Cuando empezó a llover, al menos ya no se mojaban, poco a poco cubrieron los muros con ramas y palmas, cuando pasara el temporal, podrían recubrirlas con barro. Durante tres días llovió con intensidad, algunos vecinos llegaron junto a ellos, pidieron permiso al abuelo para hacer unas enramadas, lo que el viejo consintió, sabía lo que se avecinaba.

Esa tercera noche empezaron a escuchar uno como zumbido y de pronto un estruendo; era una avenida importante, el río se salió de madre y las aguas empezaron a extenderse hacia los lados. A la luz de los relámpagos, miraban que las aguas broncas arrastraban árboles, piedras y animales. Los mayores no durmieron, pendientes de las aguas del río que subían de forma notable. A la mañana siguiente, el río se había convertido en un inmenso lago, no se miraba el otro lado. Su casa junto al río estaba cubierta hasta el techo.

Mateo miraba fascinado el gran río, en su mente guardaba esas experiencias que en un principio le parecieron divertidas, pero al paso de las horas empezó a sentir temor; ya no era el amable río donde los chamacos retozaban mientras las madres lavaban la ropa y los padres lanzaban la tarraya. A la vuelta de los días empezaron a llegar militares en lanchas, para llevarlos a los albergues, en donde recibirían ropa seca y comida caliente. El niño escuchó que hubo varios muertos y muchos perdieron sus casas, por fortuna ellos habían escuchado al abuelo y fuera de algunas ollas, no habían perdido casi nada, en realidad tenían muy poco. El chamaco nunca olvidaría Las aguas gruesas.

Sergio A. Amaya Santamaría

28 de octubre de 2011

Ciudad Juárez, Chih.

16 de febrero de 2023

Playas de Rosarito, B. C.

Dom21May202315:25
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Autor: Gloria Ester Suarez
Género: Cuento

En la Vía

                                             EN  LA  VÍA

Tenía tan sólo cuatro años cuando comenzó a viajar en ese medio que con el tiempo se convertiría casi en su propia casa.

Viajaba en un grupo muy numeroso: madre, primas, hermano, tía, abuela iban de BuenosAires donde él vivía con su padre a casa de su madre en General Roca (Río Negro).

Lo que para muchos era casi un tormento ( 24 Hs.) para él era un entretenimiento,  una  diversión. Durante el viaje leían cuentos, revistas jugaban a todo, recorrían el tren, charlaban con los pasajeros, con los camareros, con los guardas y mientras tanto pasaban lentamente las estaciones, en las ventanillas iba cambiando el paisaje, ya cansados se dormían en unas camas que les armaban en la unión de dos asientos como si estuvieran en sus casas.

Cuando despertaban y mientras desayunaban habían llegado a Bahía Blanca donde el tren se detiene para bajar pasajeros y a veces cambiar de máquina.

Al continuar su marcha ya los paisajes se muestran más inóspito, ya el tren hace su paso por la provincia de La Pampa donde sólo se ven los ombúes y vegetación más pequeña.

El trayecto sigue su curso y ellos aprovechan para jugar a las cartas,  o a otros juegos que suelen llevar.

Ya cuando el tren hace su arribo a Rio Colorado les comienza a interesar el paisaje, el color del agua, la corriente que el río trae.

Entrando ya en el valle se comienza a divisar las primeras chacras con sus enormes álamos y sus coloridos frutales.

Al llegar a la chacra donde vivía su madre la primera acción es arrancar una fruta para comerla, trepar a los árboles , correr por el campo, revolcarse en el pasto, buscar nidos, sólo volvían a la casa a la hora de comer.

Pasaban toda la tarde en el río y sus alrededores.

Realizaba el viaje en tren todos los veranos, en las vacaciones de invierno los viajes eran más cortos a Coronel Suárez, Gónzalez Cháves,  Necochea  o  Mar del Plata, pero el tren siempre era su compañero de viaje, tanto como su paciente hermano mayor al que enloquecía con su forma de ser tan inquieta y terrible pero conformaba con sus caricias o sonrisas cuando no quería darle gusto.

A los doce años el golpe fue brutal; allí en el río , en el Rio Negro, donde siempre habían jugado  juntos , la vida de su hermano se truncó, debió volver de su viaje sólo, acompañando a su padre en su desesperación, quien había ido a buscarlo.

Los años siguientes fueron muy difíciles. Pero nuevamente el tren lo llevó a esos lugares donde tenía tantos recuerdos y una madre que no podía salir de su desesperación, su insistencia ayudó a levantarla.

Su corazón estaba partido en dos tratando de salvar a sus padres, su espíritu inquieto lo llevaba a realizar una y otra vez estos viajes, ¡ Hasta que un día ¡ le ofrecieron trabajar en ese tren de camarero, tenía ya 17 años , su padre puso el grito en el cielo, su madre se alegró con la posibilidad de verlo más seguido y él encontró allí una fuente de trabajo y la posibilidad de desplazarse de un lugar a otro.

Actualmente tiene 22 años, ese tren ya no existe su madre se traslado a Quequén, la vida le regaló una hermana que es su ahijada y el sigue trabajando en otro tren

ES DECIR SIGUE………..EN LA VIA

Sáb20May202301:37
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Autor: Omar La Rosa
Género: Cuento

Redención

Redención

(pero no hoy)

Ya llevo 5 revoluciones entorno a esta estrella y aunque aun no puedo olvidar como termine en este primitivo planeta, cada vez me acostumbro más a él y anhelo menos volver a mi vida pasada.

Mi nombre es Scretch, un nombre onomatopéyico utilizado en mi planeta para denominar a uno de los mayores depredadores autóctonos. Un planeta cuyo nombre prefiero olvidar en el sistema Maia, la estrella bajo cuya rojiza luz llegue a este universo de locura.

Al igual que las víctimas del Scretch, cuyo último atisbo de conciencia es el producido por el sonido del aguijón del animal antes de atravesarlos; mis enemigos corren la misma suerte si me escuchan desenfundar.

Y es que en eso soy el mejor, nadie me ha ganado jamás en un duelo…por lo que me he vuelto famoso y temido en todo el sistema. Bien ganado tengo mi apodo el “Scretch Pretroch”.

El “sanguinario Scretch”, como me llamaron los bastardos después de que recuperara el dinerosaqueado, a la gente de mi sistema, con los extorsivos impuestos a que la someten.

Nada pudieron hacer contra mí los esbirros que custodiaban el convoy.

Aun hoy, pasado mucho tiempo, es posible ubicar el lugar donde impartí  justicia por las rojas nubes de sangre que se mantienen en la misma trayectoria orbital que los inertes cuerpos de sus destruidos portadores.

Por supuesto, como parece ser regla universal, junto con la fama llega la envidia, y con la envidia…la traición.

Quien me traiciono no vivió para contarlo, pero lo mismo me saco de la escena…que, en definitiva era lo que querían quienes le prometieron un pago por ello.

Mi llegada a este planeta no fue tranquila ni confortable.

Antes bien los destrozos causados en mi nave fueron tales que quienes me atacaron tuvieron toda la razón al darme por muerto…y de hecho creo que lo estuve, pues nada recuerdo del tiempo transcurrido entre el momento en que los saboteados mandos de mi nave fallaron y aquel en que el extraño ser, que me acompaña desde que llegue aquí, me volvió a la vida.

La primera imagen que tengo, posterior al accidente, es la de encontrarme en una especie de refugio, construido con un material desconocido entonces para mi, cubierto con varias capas del mismo, completamente desnudo, con el ser en cuestión a mi lado, abrasándome, como dándome  calor. Lo que, por cierto, era necesario dado el clima del lugar.

De apoco fui curando de mis heridas y, conforme recuperaba mis fuerzas, conociendo el lugar donde estaba. En cuanto al paisaje, salvo por las variedades de plantas y animales, es muy similar a cualquiera de los cientos de planetas relativamente salvajes que he visitado.

Entre las diferencias, la más destacable, y la que me ha hecho dudar de mi propósito, es el parecido que tengo cono los seres que me cuidaron, al punto que, si fueran más “civilizados” seria difícil notar diferencias con quienes habitan cualquiera de las estrellas de nuestro grupo.

Pero, ¿A qué ahondar en esto?

Como dije, ya llevo 5 años en este planeta y durante mucho tiempo salir de aquí y destruir a los malditos que me atacaron fue el único motor que me dio fuerzas para seguir viviendo.

Pero ahora, contrariamente a mi ser más profundo, ya no siento así, creo que me estoy aquerenciando.

Es como si en mi se hubiese iniciado un proceso de redención, un proceso que pretende dejar atrás al “Scretch Pretroch”, para dar lugar a un nuevo “Scretch”, uno que empieza a pensar en tener una familia, con hijos corriendo junto al fuego en las frías y oscuras noches de este lugar, con la hembra que me volvió a la vida entre mis brazos.

Un Scretch que quizás deberá tomar otro nombre.

Sinceramente me desconozco, jamás pensé que algo así  me pasaría…y quizás ese sea mi futuro, ser un redimido.

Pero eso no será ahora en que acecho a esos tipos de casacas rojas que han llegado a robarle a esta gente lo que tanto trabajo les cuesta conseguir.

Desde la sima de esta colina los veo en la cala, cargando su primitivo barco a velas, ignorantes de que será lo último que hagan.

Ya no tengo mis armas, pero el sonido de mi cuchillo al salir de su funda sigue siendo el mismo, y, para mis victimas, el resultado igual.

No sé si habrá o no un proceso de redención para mi, de verdad no lo sé, pero algo es seguro no empezara hoy.

© Omar R. La Rosa

Córdoba – Argentina

19 Mayo 2023

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Sáb20May202300:30
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Autor: Víctor Rodríguez Pérez
Género: Cuento

El sueño revelador

Desde muy temprano en la mañana, el ruido proveniente del patio la había despertado. Con aire de fastidio, envuelta en la modorra del domingo, dio media vuelta para mirar a su marido, pero el lado de la cama por donde éste dormía, estaba desierto. Intuyó que el causante de ese ruido que rompía la placidez del inicio del día feriado, era él. Se levantó a regañadientes y abriendo la hoja de la ventana que daba al fondo, observó le escena que se le presentaba. El hombre había abierto las jaulas donde mantenía sus palomas perdices y alzando una por una, las echaba al vuelo a cielo abierto. Cada perdiz con cierta duda o inseguridad, temerosa de que aquella acción no fuera real, se elevaba unos pocos metros para después posarse en el muro separador de la casa contigua, hasta convencerse de que el carcelero las liberaba de una muerte segura, pues, las tenía confinadas allí, mientras decidía cuál iba a servir para su comida diaria. La esposa, alarmada por lo que veía, procedió a salir al encuentro del marido, y le preguntó:

—¿Qué estás haciendo? —A lo que el hombre respondió:

—Estoy liberando a estas aves. Anoche tuve un sueño que me reveló el destino que me podría esperar si sigo con esta práctica.

   —¿De qué estás hablando, hombre? ¿Estás loco o qué? —Inquirió la mujer y el hombre procedió a contarle sus sueños.

   —Soñé que iba por un sendero, atravesando bosques, en busca de las aves. Pero, de pronto, una pesada malla cayó sobre mí y a pesar de luchar con todas mis fuerzas para quitármela de encima, no podía moverla. De inmediato me vi rodeado por una bandada de aves que reían, lo juro, por la acción en la que me habían cazado. Celebraban el hecho de haberme atrapado y luego, entre todas, y entre sus picos me alzaron del suelo y se remontaron hasta la cumbre de una montaña, donde me encerraron en una grieta, con una empalizada, como reja. Procedían a alimentarme, cebándome, engordándome y me vi rechoncho, gordo, robusto, repleto. Aquello era una pesadilla, porque me daban picotazos para probarme, calculando el tiempo que tardaría en estar listo. 

   —¿Listo para qué? —Tronó la mujer.

   —Para comerme, ¿que no está claro?  —Terminó de contarle y siguió en su afán.

   La mujer giró con vehemencia y regresó a la casa, murmurando entre dientes: “¡Se volvió loco! ¡Está chiflado!”. El hombre no le dio importancia a los comentarios de su mujer y siguió liberando a todas las aves atrapadas en sus correrías que de manera constante llevaba por esos montes. Hasta que la última de ellas, cuando hizo el ademán de echarla al vuelo y para su mayor asombro, lo sentenció de esta manera:  

  —Acuérdate que los sueños muchas veces se hacen realidad, aun las pesadillas.

 Y remontó a lo alto, viéndose libre de volar donde quisiera. Desde entonces el hombre no ha vuelto a cazar, y mucho menos, a comer perdices, ni pichones de palomas, ni ninguna otra ave de aquellas que vuelan silvestres y libres por el espacio infinito. Sólo pollos, ya deshuesados, empaquetados y colocados en el refrigerador del supermercado.

Vie19May202319:44
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

Premeditación

La mujer, cuando vio la maleta se quedó helada, no tenía duda, esa maleta, justo al exterior de su puerta pertenecía a su marido que había desaparecido dos semanas atrás. ¿Cómo no saberlo? Si ella había asesinado a su marido; lo había descuartizado; lo metió a esa maleta y fue a arrojarlo en medio de un bosque que quedaba a más de 100 kilómetros de su domicilio, para después regresar a casa como si nada hubiera pasado.

Ahora todo había cambiado, esa maleta sólo podía significar una cosa, alguien sabía que ella había desaparecido a su difunto esposo. Y lo que es peor: la siguió, descubrió donde había tirado la maleta y ese “alguien”, ahora le traía la maleta a la puerta de su casa. Miró asustada hacia ambos lados de la calle para ver si alguien la estaba viendo.

No podía arriesgarse, así que agarró la maleta y la metió dentro del domicilio. Al parecer, estaba vacía porque no tenía peso alguno. Se armó de valor y la abrió… Nada, no había cuerpo ni nada. Al parecer, ese “alguien” se tomó la molestia de limpiarla. Pero había una nota, alguien dejó un mensaje para ella.

«Esta es la cuarta vez que tiras la maleta y te la regreso. ¿Por qué tiras una maleta tan bella y vacía?... Quiero conocerte»

Y ella sonrió, al fin llegaría a su vida el esposo que tanto había esperado, para cumplir su fantasía.

© Cuauhtémoc Ponce.

Vie19May202319:30
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Autor: Numerosliterarios .
Género: Cuento

La memoria volátil

La memoria volátil

“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión.”
Nelson Mandela

Día 1
Ayer llegaron a nuestra aldea. Eran muchos, no sé cuántos, pero me parecieron demasiados para amedrentar a las indefensas mujeres, niños y ancianos que permanecíamos en nuestras granjas tras la partida de los hombres al campo de batalla.
Entraron en manadas a nuestros hogares, nos sacaron a la fuerza y nos fueron reuniendo en el centro del pueblo mientras se escuchaban los estruendos de la destrucción en el interior de las casas en busca de algo de valor.
Cuando se cansaron, salieron, prendieron antorchas y las lanzaron contra las ventanas. Enseguida el fuego se alimentó de nuestros recuerdos. Se hizo un cruel silencio humano que sólo era interrumpido por los chillidos de los soldados dándonos órdenes. Al fondo, la luminosidad anaranjada y el crepitar de las llamas dibujaba a aquellos hombres como enviados del mismísimo Satanás.
No soy capaz de calcular el tiempo que permanecimos inmóviles, abrazadas las unas a las otras e intentando consolar a los niños que lloraban a pleno pulmón traumatizados. De hecho, no recuerdo recorrer el largo camino hasta este lugar. Sé que fue de noche porque cuando ellos aparecieron el sol se estaba poniendo y estábamos colocando la mesa para la cena.
Unos gritos me han despertado de un sobresalto y me he encontrado tirada en el suelo rodeada de mis hermanas, mi madre y un par de vecinas con sus hijos, dentro un cubículo circular de paredes de tela blanca. A penas si disponemos de espacio para movernos.
Un soldado se ha asomado con rabia, quiere que salgamos. Tenemos que hacerlo ordenadamente para no lastimarnos las unas a las otras. Cuando estoy fuera observo regueros de tiendas de campaña perfectamente alineados hasta donde me alcanza la vista. De ellos van surgiendo sus inquilinas con el miedo en el rostro.
Otro militar van paseándose por las filas informando que estamos en un campo de concentración porque nuestros esposos están en el frente. Nuestra permanencia en él depende de que ellos se entreguen. Entretanto, debemos de cubrir el coste de nuestra manutención realizando trabajos forzados. Tras finalizar el discurso, nos indican el lugar en el que nos darán de comer. Cabizbajas, caminamos con los críos de la mano o en los brazos como animales sometidos. Nos dan un mendrugo de pan roñoso y un vaso de un líquido indescriptible. Para los pequeños no hay ración, así que decidimos organizarnos para repartir la limosna del enemigo.
Enseguida vuelven los gritos, todos debemos ir a trabajar y cuando digo todos incluyo a los niños. Sólo se libran aquellos que aún no caminan.
El sol africano comienza a ser abrasador.

Día 48
Mi hermana lleva un calendario en un pliegue de la tela de la tienda. 48 días de encierro, aunque parece que para nosotras el tiempo se ha detenido en el limbo de este infierno. Varios niños han muerto, otros se encuentran enfermos de tifus o disentería y la desnutrición empieza a ser evidente, angelitos míos, ¿por qué hacen esto con ellos?
He descubierto que estoy embarazada. Al principio pensaba que el desarreglo hormonal era consecuencia de la mala alimentación, pero la barriga comienza a crecer y se hace más evidente con la pérdida de peso. Tengo miedo. Si mi bebé nace aquí no sobrevivirá. Dios ayúdanos, ayuda a nuestros maridos a acabar con esta horrible guerra, somos tu pueblo elegido en esta tierra salvaje, no nos abandones señor.

Día 58
Hoy he soñado con mi bañera esmaltada. Estaba llena de agua. El calor ascendía formando hilitos de vapor opaco. He metido la mano para probar la temperatura y me he puesto a jugar como si fuera una niña. Notaba el tacto limpio deslizarse entre los dedos. Si me llegan a decir que iba a llorar por este sueño soltaría una carcajada de incredulidad. Qué miserable puede ser el destino. Cierro los ojos y puedo oler la pastilla de jabón deshaciéndose entre mis húmedas manos, froto mi cabeza, mis brazos, las piernas... Mi casa, mi hogar. Los rayos de sol atravesando la ventana, quiero regar los rosales y tumbarme sobre la hierba mientras se me seca el cabello.

Dia 78
Madre no ha despertado. Por primera vez en mucho tiempo veo su expresión relajada y llena de dicha, está en buenas manos. Me siento triste porque no podemos darle un entierro digno, pero, por otra parte, estoy feliz porque ha vuelto con nuestros antepasados y ahora está en paz.
Requiescat in pace.

Día 118
Ya son demasiadas muertes y las que quedamos hemos perdido las ganas de luchar. Los rezos ahora son para que nuestro Dios todopoderoso se apiade del sufrimiento que padecemos y nos lleve a su casa cuanto antes.
El bebé pesa. No sé de qué puede estarse alimentando, soy un pegote de huesos y pellejo. Creo que ponto nacerá. Tengo miedo a parir, a desangrarme o a no poder darle el pecho. No soportaría otra pérdida más.

Día 130
Los soldados se han ido y han dejado las puertas abiertas. No entendemos nada, ¿Qué ocurre? Tenemos miedo a cruzar la verja. ¿Nos estarán esperando fuera para dispararnos?
Han entrado dos camiones destartalados y dentro iban ¡bóers! Nos vociferan con alegría en afrikáans que la guerra ha terminado. No me lo puedo creer. ¡Somos libres! Podré tener a mi hijo en un sitio seguro, podré alimentarle y cuidarle como se merece. Ahora sólo espero que su padre siga vivo, nos reencontraremos con la comunidad y entre todos y Dios nos ayudaremos a olvidar este mal sueño.

Día 200
El pequeño Paulsen nació a los 48 días de haber terminado la guerra y en su caso el dicho de traer un pan debajo del brazo se cumplió pues su padre consiguió localizarnos gracias a la ayuda de la británica Emily Hobhouse que se volcó en ayudar a los bóeres y en denunciar ante su gobierno el trato que el ejército de su país nos había dado.
Al igual que otros afrikáners, volvimos a la aldea de Ciudad del Cabo para reconstruir la granja, continuando con la labor que iniciaron nuestros antepasados colonos holandeses tres siglos atrás atraídos por la golosa oferta de la Compañía Holandesa de la India Oriental que les ofrecía tierras para poder surtir a los barcos en su travesía a las Indias. Sin embargo, la codicia humana es tenebrosa y nuestro país pasó de ser un punto estratégico para la navegación a ser el objeto de deseo de los británicos por la riqueza de nuestras tierras en oro y diamantes lo que condujo a una guerra que arrasó con nosotros.
Parece que los tiempos de paz han llegado para quedarse. Los británicos y nuestros representantes han firmado un acuerdo para dirigir juntos el país. Seguimos sin soportar a los extranjeros, pero no queremos más guerras.

40 años después
Me siento tan orgullosa de Paulsen y no es amor de madre ni cosa de vieja senil, no, mi hijo se ha labrado con esfuerzo un sitio en la política, quién lo iba a decir, un hijo de agricultores.
Según me ha contado, va a participar en la elaboración de unas leyes para dividir los diferentes grupos raciales y promover el desarrollo. Estoy de acuerdo porque pondrán a cada raza en su sitio, sin mezclarnos. Eso evitará conflictos y todos viviremos más tranquilos, no quiero que se vuelva a repetir el pasado, los ingleses con los ingleses, los afrikáners con los afrikáners y los negros con los negros. Dios nos hizo diferentes por algo será y debemos respetar eso.
Sinceramente, no entiendo al negro ese, Mandela, que se empeña en luchar por igualarse a los blancos. Los negros son salvajes, así se los encontraron nuestros antepasados y así deben seguir, manteniendo sus tradiciones y su manera de vivir. Lo que quiere ese hombre es volverse blanco y eso va contra natura, es ridículo, lo malo es que hay muchos de los suyos que se creen sus palabras y empiezan a seguir su discurso y eso es muy peligroso. Los negros no están hechos para leer ni para escribir sino para trabajar y les están llenando la cabeza de pájaros. Con esto no quiero decir que sean malas personas, al contrario, son hijos de Dios, pero cada uno tenemos nuestra misión en la tierra, lo solía decir mi padre que de vez en cuando contrataba a varios negros cuando tocaba la recogida del cereal, “El Señor a dotado a estos seres con unos cuerpos que son pura fuerza bruta”
Menos mal que, con el ascenso de los nuestros al poder, las revueltas serán erradicadas de raíz. Este país va a resurgir de sus cenizas y será reconocido a nivel internacional. El Partido Nacional va a velar por que se ensalce nuestra historia bóer y se respete el idioma afrikáans.
Somos el pueblo elegido.

 

 

 

 

 

 

Vie19May202315:19
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Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

Hilos en la cara

Primero sintió como si pelusas o hilos se pegaran a la piel de la cara.

Con la picazón, se fregó el rostro para sacarse de encima esa molestia. Empezó como algo esporádico, pero con los días volvió a ocurrir. El acto de limpiar podía ser un simple pasar la mano y listo, pero otras veces hacía falta más y lo que de un lado se sacaba, se sentía volver por el otro. Cuando se tornaba insistente ofrecía un espectáculo de no estar bien de la cabeza: rascarse y rascarse, pasar la palma por la cara, fregarse. Inentendible para quien lo viera, nadie podía concebir qué tanto se sacaba.

Pelusas o hilos sueltos, babas del diablo, retazos de una telaraña que se adhería a lo primero que encontrara. La sensación iba dentro de esas ideas afines en que se nombra lo invisible y lo sutil.

Con el tiempo, a la cara siguió la cabeza. Y eso sonaba tonto, porque sobre el pelo, qué pelusa podía molestar. Empezaba a rascarse, a despeinarse, a acomodar el pelo de vuelta, sentía que mientras “resolvía” la cabeza, la cara se le desordenaba en sensaciones, como si fuera polvo que se barre y cae del otro lado, un caleidoscopio que al tocar y querer correr las pelusas, estas tomaban nuevas formas y se corrían a otros rincones de la cara y la cabeza.

No era grato, ni quedaba bien reaccionar así frente a la gente, intentó no quedar del lado de lo extraño y lo desubicado. Lo más incómodo se volvió sentir en la boca y no poder sacárselo de ninguna manera.

Con el tiempo aprendió a disimular, se había vuelto algo que hacía cuando nadie miraba, o que ocurría mientras el resto no se daba cuenta. El cuerpo y la mente se adaptan a los cambios, pero a lo que no pueden adaptarse es al empeoramiento acelerado.

Le costaba andar por la calle, subirse a los colectivos, estar parado en un tren sin evitar el “rasquido”, el refriegue, las uñas insistentes para sacarse las pelusas. Mil hilos le envolvían cada vez más y empezó a costarle moverse con soltura. Se le iban sumando el cuello, los brazos, la espalda y, por último, de la cintura para abajo. Aprovechaba al sentarse para empezar su ceremonia de limpieza de lo que no estaba sucio, pero así se sentía. Las palabras le salían cada vez más sedosas y tragaba saliva forzadamente buscando correr todo eso que se le abultaba bajo la lengua o contra el paladar, pero que no se veía. La garganta se volvía el lugar de la carraspera permanente, porque de alguna manera había que correr eso atragantado.

El cuerpo se movía como si estuviera envuelto en capas de lanas, avanzaba en giros ampulosos, los brazos ya no alcanzaban bien los lados contrarios y un ovillo invisible parecía estar cubriéndolo.

Nada tenía sentido, y físicamente nada era demostrable. Todo funcionaba a la perfección para la medicina, y hubiera trabajado y hecho vida social si esa pequeña molestia multiplicada en todos sus costados no estuviera tan presente. Bajo el brazo, lo vivía como picazón, pero también como roce. El pecho, la espalda, el traste, el empeine o la planta de los pies. Todo llevaba a esa molestia, todo lo protagonizaba, calor, sudor e irritación, el desgaste constante de su humor.

Las manos ya no sentían directamente las cosas, primero picaban y después, al tomar algo, se percibían enguantadas, como si algo las fuera envolviendo. Esto decantó en torpezas de todo tipo y pedidos de disculpas. Cada vez era mayor el hilado que se le iba formando, cada vez más presente el punto que lo iba envolviendo. Nada podía ver, nada podía sacarse, y nada de movimiento podía hacer sin sentir la resistencia de esta tela, ya no simplemente pelusa, que lo iba atando. Y cada punta suelta de esta vestimenta que no pedía se le metía en los ojos, en la nariz, en la boca. Escupía, tosía, moqueaba y lagrimeaba. Su cuerpo se defendía de todas las maneras posibles, hasta que una mañana ya no tuvo fuerzas para seguir repeliendo eso, y de a poco, todos los días, de manera progresiva, se fue quedando más quieto, disminuyendo al mínimo sus funciones, dejando de comer lo habitual y viviendo sólo de lo imprescindible de aire, de agua, de comida. Cuando ya la respiración se le complicó, y el oxígeno fue escaso, difícil, sintió una electricidad en todo el cuerpo, una alerta que no supo entender y entró en un largo letargo. Su espalda comenzó a ebullir, una actividad nueva e imprecisa se empezó a desarrollar, con los días algo tomaba forma, unas alas se iban hilando de a poco.

Vie19May202305:51
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Autor: María Elena Balbontín Urtubia
Género: Cuento

Siete V

La luz del mediodía entraba a chorros por los ventanales. Los pasillos marmolados, las balaustradas talladas en ricas maderas, los altos vitrales y las columnas a contraluz despertaron la imaginación de Ema. Con los rescoldos de su infancia, abrió los brazos y danzó en medio de un fastuoso baile que, a mediados del siglo XIX habría brillado en el inmenso y vacío salón. Sus ojos de artista, compusieron capturas y escenarios fotográficos. En la planta superior, Marcela y Berta se ocupaban en elegir las habitaciones. Guiadas por el instinto, decidieron compartir uno de los dormitorios, porque intuían que, a medianoche, el eco en las altas e interminables galerías sería de todo, menos reconfortante.
Aquí hay fantasmas – aseguró Berta, con esa morbosidad que irritaba tanto a Ema.
No me da miedo – respondió Marcela, encogiendo los hombros. Su rubia y estilizada figura evidenciaba su pertenencia a la rancia élite que ordenara la construcción del edificio, en pleno auge salitrero. Por lo mismo, se desenvolvía con la serenidad de quien tiene todo solventado. Eso le daba seguridad a Ema, que sentía total confianza en su experiencia.
Ocuparon la tarde en conocer la mansión que estaba dividida exactamente por la mitad. En el lado posterior, que desembocaba sobre una calle paralela, funcionaba, junto a la comisaría, un alojamiento para los carabineros de guardia, lo que explicaba la ausencia de vagabundos. Los salones estaban amoblados con hileras de camastros similares y pulcros. Había modernos sanitarios y duchas. Cada puerta estaba marcada por un número y una letra, dando la impresión de un silencioso hospital.

Por la noche fueron a cumplir el imperativo de celebrar la mudanza. Deambularon por bares, bebieron y fumaron con amigos hasta pasada la medianoche. Cuando volvieron a la mansión, Berta, motivada por los vapores alcohólicos y la persistencia de sus ocurrencias, apareció con la novedad de una “Ouija”. Ema se imaginó en una oscura reunión en la Belle Époque y persuadió a Marcela de encender candelabros y representar una verdadera sesión Espiritista. Esta última, capaz de todo para divertirse, buscó disfraces y se puso a ambientar el lugar. Berta era la única que conocía las reglas del juego y se lo tomaba en serio. Las otras dos, en cambio, mientras más solemne se ponía aquella, más risas y bromas formulaban.
Pongan los índices así – ordenó Berta – hagan una pregunta.
El silencio se prolongó. Ema sintió un escalofrío.
¿Hay alguien ahí? – prosiguió Berta.
El vaso se agitó hacia el “SI”. Sin proponérselo, las tres se quedaron quietas y en silencio.
¿Cómo te llamas? – Una mezcla de fascinación y terror se apoderó de Berta.
El vaso, de forma casi imperceptible, osciló: S-E-R-G-I-O. Marcela y Ema pensaron que Berta se burlaba, usando mucha habilidad para mover la tabla.
¿Buscas algo? ¿Qué te pasó? – la curiosidad de Berta era como una fiebre.
Nada sucedió. Ema, que tenía altas expectativas, perdió el interés. De pronto, el vaso volvió a moverse del número Siete a la letra V.
¿Qué quieres?
El vaso de nuevo: Siete V, Siete V…
Ya se rompió esta cuestión – exclamó Ema, haciendo explotar las carcajadas de Marcela que retumbaron por los corredores. Media hora después, las tres ya estaban dormidas.

Una lejana agitación despertó a Marcela. Tratando de aclarar la confusión se tapó los ojos heridos por el resplandor de la ventana. Ema dormía plácidamente. De súbito, entró Berta sonrojada por la excitación.
Vengan rápido.
Con dificultad consiguió despabilar y arrastrar a las chicas al otro lado de la mansión. Era costumbre que ella se levantara temprano, anduviera un poco y volviera con el desayuno. Esa mañana, acortó camino saliendo por el lado del albergue. Notó todas las puertas abiertas, excepto la que tenía pintado el número siete y la letra V. Marcela y Ema enmudecieron.
Tras un breve debate, en que la curiosidad sacó la delantera, Marcela giró el picaporte que cedió para desvelar un espacio vacío donde la ventana tapiada impedía el paso de la luz. Entraron para verificar si había alguna otra cosa. La sensibilidad de Ema le erizó la piel y salió presurosa. Berta la alcanzó. Pero, un inesperado portazo dejó a Marcela atrapada en el interior.
¿Estás bien? – Ema trató de girar el picaporte sin conseguirlo.
Si – la voz de Marcela sonaba tranquila.
“Yo les dije, yo les dije” murmuraba Berta, despavorida, mientras ambas forcejeaban, pues el portazo había trabado la cerradura. Adentro, Marcela guardaba silencio. Cuando salió, no demostraba ninguna emoción.
¿Qué pasó? – Berta y Ema sudaban frío.
Nada. Fue la brisa – respondió Marcela sin mirarlas y encabezando la marcha – vamos a comer…
Pero un sombrío nerviosismo empezó a sobrevolarlas. Ema y Berta temían quedarse a solas. Encendían todas las luces y les costaba disimular la ansiedad que al pasar dos días se convirtió en verdadera paranoia cuando Berta, la más inquieta, desenvuelta y cotilla de las tres, trajo la leyenda completa.
Hablé con unos viejos del almacén y unos carabineros – Relató en susurros – Parece que ése tal Sergio era un joven del interior que había venido a trabajar y que no tenía familia acá. Se suicidó, tenía 29 años…
¡Bah! – interrumpió Marcela, que al otro lado de la pieza, parecía muy ocupada en sus cajones – Puros mitos.
¿Y si mejor nos mudamos?
Ema, no obstante, sufría una dicotomía. Conocedora de la irracionalidad de la influenciable Berta y confrontada al serio pragmatismo de Marcela, coincidía en que se estaban dejando llevar por la autosugestión y que marcharse por una simple coincidencia era absurdo. Sin embargo, la afligía una inexplicable e imperceptible frialdad y dureza en el ánimo de Marcela.
El viernes, estaban cenando cuando llegó el ruido de fuertes golpes que parecían ir de un extremo a otro de la mansión. Berta y Ema, abrumadas, se apoyaron contra la puerta y escucharon con atención. Marcela interpretó que el fenómeno no era más que unos estudiantes borrachos, fastidiando desde la calle. Pero las dos aseguraban que el sonido se producía en el interior.
De pronto, Marcela arrojó con violencia los cubiertos. Fue hacia la puerta, con impaciencia tomó a las chicas del brazo y las llevó hacia el piso inferior.
Vamos a ver al fantasma.
Cuando llegaron a la puerta Siete V, se cruzaron con un cabo de guardia que les aseguró que no había novedad, ni actividad paranormal. Ema y Berta, terminaron por persuadirse de que todo estaba en orden. Caminaron de vuelta a la habitación, sintiéndose un poco avergonzadas. No advirtieron a Marcela que iba tras ellas observándolas con una sonrisa desencajada y una mirada de mil yardas.
En el dormitorio, se desearon buenas noches y fingieron dormir. Pero las tres estaban alertas a cada estímulo sonoro. Berta, entre la angustia y el enojo, decidió que recogería sus cosas y se largaría sin esperar la aprobación de las otras. Ema trataba de serenarse, pero sentía mucha consternación por la actitud tan desconsiderada de Marcela y decidió encararla a la hora del desayuno.
Pero Marcela desbarataría todos los planes. Esa mañana, mientras Ema se duchaba, Berta cogió sus pertenencias y las metió en la maleta. Marcela la increpó, prohibiéndole la salida. Berta respondió alzando la voz. Ema, asustada, corrió envuelta en una toalla y encontró a las dos muchachas enfrascadas en una pelea que heló su sangre. Vio, con horror, que Marcela parecía más alta, más fuerte y que estaba envuelta en un resplandor sangriento. Bajo ella, Berta se defendía apenas de la presión de las manos sobre su cuello. Gritó. Marcela la miró atravesándola con ojos endemoniados y se abalanzó sobre ella. “¡Ayuda!” tosió Berta. Ema tropezó, haciéndose daño tratando de huir de las garras de esa desconocida que antes fue su amiga. Alcanzó la salida, resbaló por la escala y corrió por los vetustos pasillos en busca de ayuda.
Los policías llegaron solamente para confirmar el deceso de Berta, que a los 29 años murió a manos de una enloquecida Marcela a quien entre seis hombres redujeron con mucha dificultad, y la llevaron bajo custodia. Fue tanto el revuelo, que todo el barrio desembocó dentro de la mansión, hubo prensa, Ema sufrió una crisis de nervios. El tumulto era tan ensordecedor que la verdadera Marcela perdió la esperanza de que alguien escuchara sus golpes dentro de la sala Siete V, donde el espíritu de Sergio la encerró para tomar posesión de ese cuerpo que, desde entonces hasta hoy, permanece aislado en un hospital psiquiátrico, envuelto en una camisa de fuerza.

Del Libro: Terror para Mujeres

Vie19May202300:56
Información
Autor: Juan Carlos Ronán
Género: Cuento

Gancho

GANCHO

Salvo por la nariz, era como el resto de los chicos, y para ser justo, el más bueno de todos. Pero esa nariz era lo más estrafalario de toda la escuela y de todo lo que yo hubiera conocido, sin competencia. Hinchada contra las cejas, como una cadena montañosa se iba afinando en el camino descendente, con un giro a la izquierda cerca del final, que hacía que las fosas nasales se vieran altas y sinuosas, que remataba en una punta/cima con un lunarcito, que si hubiera sido rojo, propiamente era un rubí.  Yo al pibe le tenía bronca, por su nariz, porque alguien así provoca faltarle el respeto, burlarse de él. Es precisamente como lo trataba. Era mi blanco predilecto de cargadas y de bromas, que lo dejaban en ridículo y aumentaban mí popularidad entre los otros pibes. Lo bauticé con innumerables apodos, pero el que tuvo aceptación espontánea y general fue “Gancho”; todos lo llamábamos así, salvo sus padres y las maestras. Estoy seguro que Gancho también me odiaba, pero me ignoraba, me trataba como a uno más, ante las burlas y la mofa solo hacía una media sonrisa, algo así como la Gioconda. Eso me molestaba, me dolía, y me incentivaba a seguir haciéndole maldades, cada vez peores. Pero, él seguía igual.

Ese día, Gancho venía por el estrecho pasillo entre los pupitres, obedeciendo a un mandato dañino, le crucé el pie a modo de zanjadilla; cayó batiendo los brazos como aspas de un molino, con un ruido atronador arrastró a los chicos cercanos, con asientos y útiles, quedando esa parte del aula como si hubiera pasado un tifón.

Con la agilidad de un gato se sentó en el suelo, de su apéndice de elefante salía un hilo de sangre y los ojos le llameaban queriendo salir de las orbitas. Y me lo dijo, me lo gritó con todo el cuerpo y su espíritu y su sombra. Y cada palabra era un mazazo, así me lo dijo. Una sola vez, con la energía de una bomba atómica. De esa forma me lo dijo.

Y ahí fui yo el que se transformó en un huracán, y me arrojé contra él, pegando y pateando con la misión de causarle el mayor daño posible. Y él también puso el mismo entusiasmo en mi contra. Hasta que, como un paracaídas al abrirse, fui tironeado hacia arriba por las manos de la maestra que me arrastraba de donde podía agarrarme, sea guardapolvo, brazos, orejas o pelos. Con la misma energía me remolcó hasta la Dirección; y al ratito también apareció Gancho, pero él vino solo.

Volví de la escuela con la ropa rota y el cuerpo lastimado, pero caminaba con el orgullo de exhibir las huellas que deja el defender la causa más justa. No existía el entorno, ni presté atención cuando crucé las calles, sólo quería llegar a casa.

Un halo de luz pura me envolvía cuando le extendí a mi mamá el cuaderno de comunicados, sin decirle nada, que ella leyera primero la urgente convocatoria para el otro día. Alternando su mirada entre el cuaderno y mi desajada presencia me increpó, Te dije mil veces que no debés pelear en la escuela. Emulando a Don Quijote, transformando mis roturas en medallas, con la frente en alto y solemnemente, conteste Fue por defenderte a vos. A mi vos no tenés que defenderme de nada, yo me defiendo sola, me contestó. Es que me dijo Hijo de Puta, le retruqué develando con orgullo la razón de mi sacrificio. Que te digan lo que te digan, yo ya te dije que no debías pelear. Eso me gritó la desagradecida, mientras me tironeaba la oreja con la mano izquierda y marcaba el ritmo en mi trasero con los palmazos de su otra mano.

Ni lo registré, porque ni el castigo más severo del mundo se podría comparar con mi decepción y el dolor en el alma. El mundo se había parado para mí, se derrumbó todo en lo que creía y me hacía mejor que los demás. Mi momento de gloria, de golpe se transformó en la peor derrota. No solo por la ingratitud de la mujer por la que hubiera dado la vida un rato antes, sino también, porque me habían madrugado, otro usó en mí contra la máxima fórmula para agraviar, y con ello, además de provocarme sufrimientos, me despojó y la anuló para mi uso.

Me sentí vencido, un desterrado sin honor ni ideal por qué ni por quién luchar. Lloré, mucho y sin pausa, durante las largas horas que separaban de la cena. Después, en la cama y con el ánimo reflexivo que da el desvelo, tomé una decisión. Un desagradecimiento tan grave no debía quedar sin castigo, así que, a partir de ese momento, Gancho sería mi mejor amigo. Y me dormí en paz.

Jue18May202320:55
Información
Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

Taita Tatá

En memoria de abuela Modesta

“El resultado de una lucha tan desigual estaba de antemano previsto. A la verdad ¿qué podrían hacer 1.600 hombres mal armados, la mayor parte muchachos contra 20.000, ayudados de la cooperación poderosa de treinta y tantas piezas de artillería sistema moderno? Y sin embargo la resistencia fue heroica y prolongada”

Juan Crisóstomo Centurión – Memorias

“Taita, tata, kyse, tajy[i]…”

“Taita, tata, kyse, tajy…”

“Taita, tata, kyse, tajy…”

“¡Ou Camba!”

Gritó -temblaba- y despertó recogiendo las piernas, se quedó mirando a su alrededor, por más fogata que tuviera cerca, el frío y la noche prevalecían. Mucha gente dormía alrededor en campamentos improvisados, y mucha gente no dormía. Su hermana aún a su lado, agotada por los preparativos. La madre cuidando del padre en el Hospital de Sangre. En unos pocos metros todo un pueblo en huida, un perímetro de agua y tierra, arroyo y trinchera, definían una existencia a la defensiva.

La luna estaba flaca y ella, con sus doce y la noche oscura, deambuló entre la gente dormida, los fuegos, las pavas, las ollas, los perros famélicos y los hombres en armas y harapos. De la iglesia salían murmullos e imágenes movedizas de beatas rezando, viejos cabeceantes y santos en ademán de bendición. Las sombras oscilaban al vaivén de la luz de las velas.  

Piernas flacas, ropa raída, caminó sin ver nada en particular. Todo era una sola gran escena y ella representaba su parte en esa grotesca exhibición de la muerte. Enfiló hacia al Hospital de sangre: lámparas de aceite, antorchas, luz cálida temblando, puertas semiabiertas, y el movimiento de tinieblas y sollozos tras las ventanas. Espió desde el costado; ahí estaba su Taita y al lado la mamá acompañándolo. Entró, esquivó piernas, brazos, cuerpos, muñones, vendas y tropezó acompañantes dolientes; olió a encierro, sudor, cuerpos defecados, orín en las ropas, barro en la piel y ese aroma dulzón de la sangre mezclada con la tierra. La madre la vio venir, abrió los brazos, ella se acurrucó. El padre dormía. Descansaron.

La mañana la encontró al lado de su Taita, agarrados de la mano y ya sin la mamá. Se cruzaron sus ojos con los de él y tomándole una sonrisa le contó su sueño: taita, soñé tatá, soñé kysé, soñé tajy. Soñé ou cambá. Y estabas ahí y no estabas más.

Su taita, dolido, tajeado, lleno de vendas y cubierto de emplastos sobre sus heridas, atinó apenas a arrugar las cejas, a tomarle más fuerte la mano y sus ojos quedaron vidriosos.

Deambuló el resto del día entre otros chicos, ayudando, moviendo, trasladando cosas. Acompañó a su hermana, preparó caldo de pocas legumbres, sirvió agua a los soldados, probó cocido y descansó en el hueco del tronco de un tajy florido de enormes dimensiones, comiendo o peleando con la dureza de un chipá. Las horas fueron extenuantes, el aire olía a miedo y odio.

Y al llegar la noche, la quietud hizo más pesada la tensión.

Sin monos aullando, sin pájaros en vuelo antes de dormir, sin ranas ni sapos (todo fue comido), el monte devolvía el ruido de los otros soldados, las otras tropas, sus trompetas, las armas pesadas moviéndose, alistándose, las voces inentendibles. El cielo y la tierra eran una continuidad de estrellas titilantes en toda la vista oscura: arriba, los astros; abajo, las antorchas y, cada tanto, el brillo de las bayonetas.

Se cubrió con los brazos de la hermana, se guardaron las dos en el abrazo de la madre, se cobijaron todas ellas bajo las ramas del tajy, la noche cóncava les envolvió y el campamento apagó las fogatas porque todo lo combustible serviría para la batalla.

Lloró un sauce, se infló un samu’u, y nadie durmió ni habló ni hubo más que silencio, encierro, peligro, imposibilidad. La esperanza, las ganas, esa quemazón creciente de saberse con toda la desventaja y, aun así, sentir que morir en las defensas es tal vez más digno que entregarse.

El primer rayo del sol cayó con un estruendo; fuego, chispas, piedras y esquirlas volaron, y luego llovieron soles, llamas que caían por todos lados, explosiones; y la gente corrió, sin atinar adónde. Iban y volvían hacia las defensas, a ayudar, aprovisionar, abrazar, levantar muertos, trasladar heridos, sin tiempo para el llanto, cubrirse o cubrir al otro. Amanecieron bombas y nada quedó indemne; nada fuera de esa nube que traía rayos y hacía caer el cielo entero, levantar la tierra en curuvicas, despedazar personas, esparcir la sangre y los gritos y las voces de auxilio, el aullido animal de quienes estaban bajo todo ese odio, el aullido bestial de quienes disparaban desde el otro lado y luego pasaron a la carga con sus bayonetas.

Los hombres pelearon, los perros pelearon, los filos echaron chispas entre sí, los cuerpos sudorosos, barrosos, ensangrentados, torcieron músculos sobre la carne y la tela de otros cuerpos; el cuero que los contenía se abrió mil veces, despanzurrada la vida en cientos de bocas sin aliento, y se fueron quedando sin defensas, se fueron muriendo; demasiada vida ardiendo en poco terreno. Las brasas del sol se elevaban cada vez más. Pelearon las mujeres grandes, pelearon las jóvenes y ella, kyse y puño, blandió en el aire, en el fragor, su filo, su odio. Evitó el corte, el tiro que le pudiera llegar, con torpeza, con decisión, sin habilidad, pero con arrojo y retrocedió, menguó sin darse cuenta de que sus pasos iban cada vez más para atrás porque los otros eran más, y eran muchos, y no se acababa, y se hacía insostenible, hasta que una mano fuerte de mujer la arrastró con firmeza y entre polvareda, humo y confusión, la metió en el hoyo del árbol. Su hermana se paró a unos metros, bajo la sombra, entre fusiles, y aceptó que el pueblo había caído y que ya una diana anunciaba derrota y rendición.

Todo estaba roto, todo en llamas, la tierra abierta en cada rincón, los cuerpos esparcidos, la sangre como lava quemando el suelo; los ruidos se oían lejanos, aunque estuvieran al lado, las imágenes sucedían como una pintura esfumada de algún infierno, y mientras camba y kurepas empezaban a rematar cuerpos, faltaba caer un fuego más: como embriagada, como en sueño profundo, como en pesadilla, buscó escapar hacia su taita, adentrarse en sus brazos, proteger y protegerse y sólo se encontró con un cerco enemigo incendiando el hospital.

Hospital de sangre en llamas, les cerraban las puertas, les trababan las ventanas y, adentro, en aullido múltiple, en brasa incalificable, entre brazos, piernas, muñones y voces que se astillaban, moría lo último que quedaba de su padre, taita, tata, pater patria.

[i] Taita: papá; Tata: fuego; Kyse: cuchillo; Tajy: árbol de lapacho; Samu’u: árbol de palo borracho; Ou: vienen; Camba: Negro, en referencia a los soldados brasileños; Kurepa: argentino

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