Jue18May202317:25
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Autor: María Josefa León Ochoa
Género: Cuento

Mailé

Mailé
Pseudónimo: Daniela
“Mamita:
Sólo hoy me atrevo a contarle todo; ya no podrá sentirse culpable, aunque yo nunca la hice responsable de lo sucedido. En todo caso, a él. O tal vez todo fue consecuencia de las circunstancias. ¿Quién sabe? Usted no estaba acostumbrada a las penurias en que nos vimos, después de perderlo todo. Solas, la vida se nos hacía un muro prácticamente infranqueable. Eso me obligaba a aceptar como lógicas, muchas de las cosas que sucedieron. Por otra parte, la confianza que la familia había depositado en él… Por eso no la culpo. Usted nunca hubiera sospechado, nunca hubiera podido prever lo que ocurrió aquella tarde, cuando me enviara a su casa con la solicitud de un préstamo para algo de urgencia.
Todo lo recuerdo: nubes plomizas, olor a tierra mojada y una brisa rebelde que desordenaba los rizos de mi pelo. Me sentía tan alegre, que recuerdo haber cantado durante todo el trayecto, hasta el portón que daba entrada a la finca de Manuel Igarza. Tan ensimismada iba, que no reparé en los gajos que cubrían un lado del camino. Al pisarlos, una espina atravesó la suela del gastado zapato y penetró en el pie. Él, alertado por los perros, me veía llegar. Después de leer la nota, entró, supongo que a buscar el dinero. Yo me senté en el banco del portal, me descalcé e intenté sacar la espina. La bata, aquella de guinga azul que usted misma me bordara, quedó levantada. Cuando regresó no lo miré, abstraída como estaba en mi tarea, pero su inmovilidad llamó mi atención y levanté la vista. Sus ojos, Mamita, aquella mirada cargada de lascivia, no la he podido olvidar jamás. Tal vez si hubiera vivido con mi madre, me hubiera alertado sobre la maldad de seres así, pero usted nunca supo ver el engaño. Ni siquiera el de ella, cuando me dejó a su cuidado 'por unos días, para visitar a una amiga'. Ni entonces, usted sospechó. Quizás su alma pura no podía dar cabida a la malicia ajena.
Igarza no se conformó con mirarme, sino que se ofreció a extraer la espina. Me condujo al cuarto y sentándome en el borde de la cama, levantó mi pierna con el pretexto de ver mejor. Escarbó un poco con una aguja. Yo protestaba y me movía tanto que la saya se corría cada vez más. Él, pretextando aplacar el dolor, me manoseaba y hasta me convenció de que acostada, vería mejor la 'difícil espina'.
Yo no tenía miedo, Mamita; usted sabe que yo nunca fui débil para los dolores. Mi temor comenzó cuando aquel maldito comenzó a besar lo que antes manoseaba. De sus labios arrugados comenzaron a salir hilos de baba que regaba, por todo el cuerpo y sus palabras lujuriosas, lejos de calmar, me hacían experimentar verdadero terror. Comencé a llorar y a suplicar, pero la locura se le había desbordado. Entre toscas caricias, promesas y lengüetazos, logró bajar mis pantaloncitos y despojarme de la virginidad, para lanzarme a una pendiente que sólo hoy soy capaz de percibir.
Saciada la bestia, no encontraba forma de encubrir el daño. Me limpiaba y consolaba; mil cosas ofreció, a cambio de silencio y sólo una fue capaz de hacerme vacilar: me juró que usted no seguiría en la miseria; que no le faltarían más los alimentos y medicinas que tanto necesitaba. Júralo, le pedí; júralo por la Virgen, tal era la confianza aprendida de usted, en tales juramentos. Lo hizo y yo accedí, Mamita; por volver a ver la dicha en su rostro y porque recobrara su perdida salud, yo accedí a guardar el secreto de aquella villanía.
Fue por eso que le habló de un negocio, que al final no sé si existió en realidad, o fue un pretexto, para ofrecerle dinero cada mes. Y fue también por eso, porque mantuviera su promesa, que seguí visitando al viejo baboso, aquellas tardes en que justificaba mis ausencias con un bolso de mangos 'de la orilla del río o de anones recogidos al pie de la lomita. De preparar el engaño, se ocupaba él.
Poco a poco, me fue adiestrando en el arte de hacerlo sentir; en adoptar poses cada vez más excitantes para satisfacer su aberrado cerebro. Cuando mi cuerpo comenzó a madurar, con él también lo hicieron los vicios y los deseos de compartirlo con otros hombres. Incentivada con la experiencia de causar placer, me movía de forma insinuante. Entonces fui codiciada por los jovencitos de la escuela, por los hombres que jugaban y bebían en casa de Antonia y por el maestro… El joven maestro, que un día se percató de que mi blusa reventaba sobre unos pechos redondos y tersos. Al derramar el agua (confieso que a propósito) después de los ejercicios, se transparentaban, enarbolando los nacientes pezones.
Una vez que logré atraer su atención, quise hacerle gozar de mi cuerpo, abierto a las delicias de la lujuria. Una tarde, después de las clases, me entretuve resolviendo un cálculo, con el pretexto de que luego no sabría hacerlo sola. Él también esperaba la oportunidad: lo delató el brillo de sus ojos, cuando le pedí ayuda. Se acercó, inclinándose sobre mi mesa, de forma que su sexo rozara mi hombro. No me aparté. Por el contrario, mostrándole lo que había escrito, moví mi brazo para que aumentara la fricción. Su respiración se hizo agitada sobre mi cuello. No recuerdo qué tartamudeó acerca del ejercicio, pero vi sus labios entreabiertos por el deseo y me animé a hacerlo rabiar un poco. No tardó mucho en descubrir un botón suelto en mi blusa, como al descuido. Nunca antes había experimentado gozo igual. Mi cuerpo era fruta deseada por el joven. A través de la tela, pude sentir el miembro endurecido. Dejé caer la goma y sin dar tiempo a que reaccionara, me agaché a recogerla para que viera mis muslos y reparara en mis caderas. Vi que temblaba. Me acerqué despacio, sonriente, sin que se atreviera a desviar sus ojos de los míos. Me pegué a él y froté mis senos con su brazo. Su boca se posó sobre la mía y absorbí su néctar. ¡Qué aliento! ¡Qué gusto a vida! Desesperado, casi rompe la blusa. Mientras besaba su cuello y sus orejas, abrí las piernas para dejar que frotara el suyo sobre mi sexo hambriento. Su boca se llenó con mis senos, su lengua acarició mi ombligo y liberado, el pene encontró su camino.
No crea que describo estos detalles por maldad, sino para que comprenda cómo despertó mi sensualidad y mi malicia femenina, a partir de la violencia con que me fue arrancada la inocencia.
El maestro, aunque extrañado de mis destrezas no hizo pregunta alguna. Cada día recibía con más deseos mi afán por darle gusto y yo usaba todo lo aprendido y mucho más. Inventaba situaciones; lo asaltaba con nuevas poses cada vez más endiabladas y le hacía cometer locuras, como la de esconderme debajo de su mesa de trabajo para masturbarlo. Otra vez posé desnuda en el aula, para que dibujara mi cuerpo en la pizarra y fueron muchas las ocasiones en que, durante las clases, abría mis piernas para que comprobara que no llevaba nada debajo de la saya.
Pero el maestro pasó. Su esposa enferma requería cuidados especiales y se mudaron a la ciudad. No piense usted, Mamita, que el tiempo siguiente sirvió para que recapacitara sobre mi desordenada vida. Sin tener quien guiara mi conducta, o me hablara de moral, mi imaginación, ya desbocada por el éxito obtenido, buscaba salida a instintos cada vez más exigentes. Perseguía la aventura, el éxtasis del peligro y muchas noches, cuando usted dormía, cubría mi cara con su pañuelo negro y salía, completamente desnuda, a recorrer el poblado. Así se incubó la historia de la mujer sin cabeza, que corrió durante un tiempo. Los que me veían, huían aterrorizados, creyéndome un alma en pena.
Ya usted sabe que fracasé en los estudios. Si el profesor era un hombre, no me podía concentrar y si era mujer, mi desinterés era tal, que me dormía; sobre todo si la noche anterior me había dedicado a hacer correr a los asustadizos. Por ese tiempo me asediaban los muchachos de mi edad, pero los consideraba tan poco interesantes, que nunca acepté sus insinuaciones. Recuerdo que usted alababa mi recato y se enorgullecía de que su nieta no anduviera en 'amoríos' como las demás. Me complacía verla feliz.
Después de dejar la escuela, conocí a Rogelito.
Cuando se acercó por primera vez, pensé que era un alardoso que se pavoneaba en la moto para disfrazar carencias de otro tipo, pero él fue directo al grano y eso me hizo verlo diferente: 'Los dos ganamos', me dijo. Yo le expliqué mis obligaciones con usted, lo delicado de su salud y la necesidad de cubrir las apariencias. Él halló la solución. Cuando aquella mañana se presentó como el sobrino del difunto Iznaga, usted no sospechó. Como siempre, confió en las buenas intenciones del maleante y abrió sus puertas. Unas pocas visitas bastaron para que accediera a nuestro compromiso y luego a nuestro 'matrimonio moderno'. Así, casados ante los ojos del vecindario, comencé sin problemas las relaciones con extranjeros.
La mayoría eran gordos, viejos, insípidos; sin embargo, no faltaba la acción en las sesiones de sexo duro. Incapaces de disfrutar del sexo natural, exigían cosas más 'desarrolladas' para excitarse: sexo en grupos, cuadros homosexuales, narcóticos… Yo me prestaba a todos sus antojos. Mi cuerpo se fue convirtiendo en una máquina de placer y poco a poco, fui perdiendo la sensualidad, el goce de hacer gozar. Eran tan predecibles, que dejé de ser sorprendida con una postura nueva, o una caricia distinta. Sólo lograba sentir bajo el efecto de las drogas: me convertí en adicta. Para entonces, ya usted no podía verme; apenas distinguía el día de la noche y no podía darse cuenta de mis ojeras y mi delgadez. Yo la había rodeado de muchas comodidades con el dinero que obtenía. Rogelito no era gerente de una compañía, ni tenía familia en el extranjero, como le hicimos creer, pero eso usted nunca lo sabría; era feliz a pesar de su enfermedad y cuando la visitábamos en el poblado, yo sentía que reventaba de orgullo al contarle a Patricia los logros de su nieta. Sólo en una cosa no podía complacerla: no podía darle el biznieto deseado. Nunca se lo confesé, pero mis sentimientos maternos murieron el día en que mi madre, recién llegada del extranjero, fue a verla al hospital. Yo vi, Mamita, con qué ternura usted la miraba y cómo ella, tan fría y distante luego de besarla, se limpió los labios. Me bastó ese gesto para saber lo que puede llegar a ser un hijo. De todas formas, después de abortar, (no podría decirle quién era el padre, pero eso no hubiera tenido importancia) comencé a tomar anticonceptivos. Más tarde dejé de hacerlo, pero no volví a quedar embarazada. Por otra parte, eso fue un favor del cielo, porque en esa época ya me era imposible responsabilizarme con una criatura: las drogas consumían dinero y razón. Estaba destruida: Rogelito hacía tiempo que no contaba conmigo pues el vicio creciente me convertía en un estorbo. Después se fue usted, Mamita. Tan callada y plácidamente como vivió, dejo de hacerlo. De repente, me hallé tan sola y desamparada, que no encontré otra salida: una tarde ingerí varias dosis del polvo maldito y, de no ser por un vecino, no hubiera llegado hasta hoy. Mucho costó, según los médicos, regresarme a la vida. Luego, tediosas sesiones de terapia en un sanatorio, sin recibir más aliento que el del personal de la clínica y sin otra esperanza para el futuro, que volver a las andadas. ¿Qué sabía hacer, que no fuera vender sexo? Con estos pensamientos, la recuperación era muy lenta. Innumerables veces la psicóloga me insistió en que debía contarlo todo y expulsar de mí los fantasmas. 'Te siguen hiriendo, me decía, por eso no ves el camino. Tienes una vida que puede ser maravillosa si te lo propones, pero debes dejar enterrado todo lo que la oculta a tu vista.' Por ese entonces, encontré a Alfredo. No, no crea que es uno de tantos. Él es la antítesis de los hombres que había conocido. No es guapo, ni siquiera elegante, sino flaco y un tanto encorvado. Sus ojos azules no contrastan con una hermosa piel morena, sino dan seguimiento a su palidez y al escaso pelo rubio.
Una tarde, después de la sesión de terapia grupal, salí al jardín y lo vi. Leía a la sombra de un muro. Al pasar, sentí sus ojos en mi espalda y lo miré. Recibí la agonía de un alma ausente. La tristeza de aquella mirada, Mamita, me hizo recordar la suya en el momento de la despedida y supe que sufría. Intuí que su estancia allí obedecía a algún mal de la razón y me acerqué con cautela, fingiendo interesarme por el libro. Estaba tan absorto en su mundo, que tardó en comprender mi pregunta. 'Son sólo versos,' me respondió al fin. 'Versos sin sentido.' Y volvió la mirada a un punto lejano.
Yo sentí no sé qué mezcla de curiosidad, compasión, dolor… Aquél no parecía un hombre, sino un desecho; algo arrojado allí para ser olvidado. Él pareció despertar de su letargo y me miró con desconfianza. '¿Quién es usted?', preguntó. 'Mailé', respondí tratando de ser amable. Entonces se levantó y se fue. Sobre el muro, dejó el libro abierto:
'Hastío de esta soledad que se harta de sí.
Vasto absurdo,
comienza en deseos
y se troca en odios, rencores, puertas cerradas.
Hastío de andar por laberintos,
desnudo,
y el miedo:
miedo a no saber vivir,
a no soportar.
¡Cuánto diera por un salto sin muros,
sin llantos ni reproches!
Este camino largo que no agradezco
a Teresa de Calcuta
ni a Neruda
ni a tantos que me obligan a estar.
Sábado, uno más.'
Los versos me dolieron tanto como su mirada. Quise saber sobre él, pero 'ética' es una palabra cerrada en el sanatorio.
Lo veía en diferentes momentos, siempre absorto. Me alejaba su afán de aislamiento, pero a la vez, me intrigaba. Como yo, tampoco él recibía visitas y los fines de semana deambulábamos por el jardín. Allí lo veía leyendo, vagando por los sitios más solitarios, discutiendo consigo mismo. Supongo que él también me vería alguna vez y espiara mis crisis, mis temblores, mis miedos... Un domingo, amanecí muy abatida. Lloraba sin salir de la cama; temblaba por la ausencia de las drogas; quería morir. De pronto sentí que me observaban y era él. Tuve miedo: era un enfermo. 'Tal vez busca su libro', recordé. Entonces puso una mano en mi cabeza. Dejé de temblar. Me volví lentamente y por vez primera lo vi sonreír; tímida y débil sonrisa, casi una mueca... 'Mailé,' me dijo, 'no vale la pena llorar. Ven, camina conmigo.' 'Tengo su libro', dije, secándome la cara. 'Ya lo sé. No lo leas. Son malos versos. En ese tiempo, yo... No sirven; no ayudan. Te prestaré otros. ¿Te gusta leer...?' No me dejaba hablar. Quizás no quería escucharme o no quería darle oportunidad a mi llanto.
Caminamos. Buscando su historia, le conté de mí. Ensimismado, escuchaba, pero cuando trataba de interrogarlo, volvía a hablarme de los libros, a contarme el argumento de alguno, la vida de un autor, sólo libros, libros… Eran su mundo y yo no sabía nada de literatura. Se lo confesé y, con aire de lástima, prometió iniciarme. Ése fue el comienzo. Jamás le había confiado mis sentimientos a nadie, pero con él tenía tanta afinidad, que entre historias y poemas, le hablaba de usted, de nuestra vida en el campo, de lo menos horrendo de mi pasado... Pasábamos las tardes juntos. Cuando callábamos, sus ojos quedaban perdidos en el infinito y luego, como si despertara, se enfrascaba en animada charla sobre cuadros, música o literatura. Pronto sentí curiosidad por el mundo que me dejaba entrever y comenzamos una nueva etapa: me surtía libros, catálogos, revistas y toda clase de material que sirviera de alimento a mi pobre cultura. El beneficio era mutuo: al instruirme, borraba su tristeza, cicatrizaba, y yo iba absorbiendo los conocimientos que me brindaba tan amable maestro. La ilustración reabrió el camino a mis deseos de vivir. Así, pronto estuvimos fuera del sanatorio y cada uno tuvo que enfrentar los viejos recuerdos y los nuevos retos. Casi perdimos el contacto. Yo no tuve más remedio que visitar a Rogelito y pedirle un préstamo para recomenzar. Luego vendí algunas de las cosas que quedaron en nuestra casita del campo y hasta la propia casa, pues en cada rincón estaba usted, sus pasos leves, el olor de los jazmines entre sus canas, su sonrisa... Los recuerdos me lastimaban.
Un día Alfredo vino a verme. 'Quiero vivir contigo.' Me dijo en la puerta, aún antes de saludar. Me quedé mirándolo como una estúpida, repasé lo poco que quedaba a mi alrededor, balbuceando algo así como: 'Yo no tengo... no puedo…' 'Yo sí,' respondió. 'Tengo lo que haga falta y tengo necesidad de una amiga.' Abrí la puerta y entró con su mundo de ilusiones y sus fantasías de poeta. Ya le conté, Mamita, que yo estaba asqueada del sexo; que lejos de placer, sentía rechazo por todo lo que me había llevado a ser lo que era. Se lo dije y él, sonriendo, me aseguró que no había venido a unir nuestros cuerpos, sino nuestros espíritus y comenzó a alimentarme con el fuego alucinante de cada obra que salía de sus manos. Después conocí su pasado, la muerte de la esposa y el hijo, la adicción… no a través de él, sino de sus amigos, que pronto fueron 'nuestros'. Ellos insistieron tanto, que recomencé los estudios. Al final de las noches, salíamos todos en busca de estrellas perdidas, rayos de luna o la música del aire en las olas. Una noche, a causa de la lluvia, nos vimos obligados a permanecer en casa. Leíamos, adentrados cada cual en su fantasía. La paz era tal, que me adormecí. Poco después desperté sobresaltada: sus ojos me devoraban. Quise tenerlo y lo llamé. 'Ven', le dije extendiendo mis brazos. Se acercó despacio, como hipnotizado y pasó sus labios entreabiertos por mi cuello, mis mejillas y mis hombros desnudos. ¡Volví a sentir, Mamita! Me quemaba el deseo; palpitaban las ansias de tener para mí las luces de sus visiones y la música de su lira. Hubiera querido envolverlo en mi cuerpo, hasta hacerlo olvidar el dolor que volcaba en sus versos. 'Eres el regalo de algún dios,' me dijo casi llorando, 'pero no podemos forzar a la naturaleza.' Entonces comprendí: estaba impotente. Todo el vigor que encerraba su mirada, la energía que ponía en su trabajo, no eran más que rabia contenida.
Confieso que relacioné esto, con su acercamiento a mí; creí que me usaba para revertir su problema y comencé a rechazarlo, pero al meditar en la delicadeza con que siempre me había tratado, borré aquella impresión. No sentía en él, al hombre buscando sexo, sino a un alma pidiendo compañía.
Su disfunción comenzó a ser un reto para mí. Como él no la confesara abiertamente, me sentí libre de actuar para sacarlo de ese estado. Comencé a elaborar planes cada vez más atrevidos, en los que yo aparecía siempre como protagonista; sin embargo, al final terminaban aplastados por el suave rechazo de Alfredo.
Ya para entonces, había comenzado a escribir esta carta. La psicóloga mantenía su idea de que debía dar salida a mis recuerdos y me dije ¿por qué no? ¿A quién mejor que a usted? ¿Acaso no está, a diario, en mis pensamientos? Si usted vive en mí, entonces ¡vive! Comencé a escribirle, y no sólo esta, también me brotaron relatos y poemas.
Un día, Alfredo me encontró escribiendo unos versos. (Ahora sé que no valían mucho, pero su emoción no tuvo límites) Esa tarde invitó a los amigos y preparó una cena de 'iniciación literaria'. Me obligó a leerlos ante todos y el entusiasmo que provoqué, me conmovió. Entonces incrementó mi arsenal de libros y dedicó más tiempo a pulir mi lenguaje. Poco después, me incorporé a un taller y comencé a adentrarme en los vericuetos de la poesía y la narrativa. Mis historias, entre eróticas y fantásticas, agradaban y pronto me vi rodeada de admiradores que, en ocasiones, intentaron explorar la fuente de tal sensualidad. En la fiereza que escapaba de los ojos de Alfredo, cuando los descubría, había celos. Comprendí que estaba enamorado y comencé a hacerle rabiar, coqueteando con los demás. Hubo uno en particular, que por su buena presencia y actitud melancólica, era presa codiciada por varias jovencitas. Intuí que me sería fácil conquistarle y una tarde lo invité a casa. Alfredo no estaba y yo hice todo lo posible por demorar al joven, hasta que volviera.
Al llegar, saludó fríamente y se encerró en el cuarto. En la sala continuaron los debates y las risas; no recuerdo qué historias me contaba Arnaldito, que me producían gracia, pero la conversación, por vacía, fue perdiendo interés y el joven se marchó. Entonces, preparado el terreno, tendí la trampa: me fui a bañar, dejando la puerta entreabierta. Sentí sus pasos y calculé que debía hacer mi mejor actuación. Dejé que el agua corriera por mi piel, mientras pasaba la mano jabonosa con lentitud, voluptuosamente, por los senos, por mi sexo; con los ojos cerrados, aguardé. Sabía con exactitud matemática, lo que ocurriría: entró; sus manos temblorosas me aprisionaron y apretó violentamente mi cuerpo al suyo. Me hice la sorprendida, pero acepté las bruscas caricias. A sus mordidas, respondí con mordidas y guié con las mías, sus manos por mi cuerpo. Mi deseo, intensificado por la sorpresa de su pene erecto, se hacía llamarada al contacto de su torso. De pronto me apartó con fuerza. '¡Así, no!', gritó. '¡No es mi rabia lo que quiero dejar en tu cuerpo...!' Me sacudía, llorando. Desesperado, buscaba en mis ojos una respuesta que no atiné a darle. Salió, dejándome tan confundida que sólo pude envolverme en la toalla e ir tras él, pero ya cerraba, de un tirón, la puerta de la calle.
Jamás había sido rechazada por un hombre. Estaba avergonzada por haber jugado con él y humillada por su desprecio; más aún, no podía comprender que opacara el regreso de su plenitud sexual, por unos celos tontos.
Esa noche no durmió en casa y el día siguiente coincidió con mi viaje al poblado, a legalizar la venta de la casa. Estuve dos días fuera, durante los cuales, mi pensamiento iba constantemente hasta él. Me horrorizaba pensar que fuera capaz de cometer una locura, dado el estado en que lo dejara. Además, experimentaba sensaciones desconocidas: extrañaba hasta su silencio; su nombre estaba en cada conversación que entablaba y al pronunciarlo, una satisfacción indescriptible. Comprendí que se había convertido en mi espacio y mi tiempo; comprendí que lo amaba. Apuré el regreso y al llegar, el asombro mezclado con lo increíble: la casa inundada de flores, unas frescas, otras marchitas. En cada ramo, un poema suyo y en cada verso, un mensaje, una plegaria de perdón. Salí en su busca.
Recorrí las casas de los amigos y los lugares que frecuentaba, hasta que lo hallé en un parque solitario. No mostró sorpresa al verme. '¡Vamos!', le dije, ofreciéndole mi mano. Tomados de la cintura, caminamos sobre nubes, hasta la casa. No hicimos el amor; hicimos la vida: labios, piel, lenguas, sexos, todo se confundía en una sensación de dicha jamás sentida. Noche de almas abiertas, coincidentes; de recién nacidos que inauguran una religión en la que no hay más dios, que el deseo constante de adorarnos.
Los fantasmas huyeron. Hoy siento al niño moverse en mi vientre y comprendo que el momento ha llegado. Soy feliz.
¡Hasta siempre, Mamita!"

SOBRE EL SEPULCRO, UN RAMILLETE DE JAZMINES. AL LADO, TEMBLOROSA, SE QUEMA LA CARTA.

Mié17May202321:51
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Autor: Iván Rodríguez
Género: Cuento

Zamuro. (Buitre)

Zamuro
Extracto de “Sumarios Alquímicos"
Iván D. Rodríguez.

I.

La quietud abarcó todo. Los pájaros quedaron mudos, no volví a oírlos. Las formas aun estaban allí, dando volteretas a través del cielo desértico, pero las veía como a través de un cristal ondulado, como en el inicio de una película de kung-fu de bajo presupuesto. Pero, en las cercanías, los detalles me abrumaban. Cientos de pequeñas hormigas caminando, cargadas de sustento. Los arbustos a mi derecha crujiendo al contacto con la brisa. Una gota de savia cristalizada colgando de un hilo imposible de un cactus gigante. Podía verlo todo perfectamente, hasta el más nimio detalle, pero sin embargo ya no era lo mismo.

Creo que pasé la noche desmayado, porque ya amanecía al despertar. Pero el indecible peso sordo en la espalda y los espasmos de dolor empezaron apenas volví en mí. Recuerdo que pensé, decepcionado, en lo fácil que hubiera sido simplemente desvanecerse y no despertar, como las doncellitas en las películas de Drácula. En el principio sentí que era posible recuperarme, que con el amanecer volverían mis fuerzas, y llegué a albergar la esperanza de ponerme bien, que alguien pasara, me viera, y me llevara a un hospital. Hasta contemplé la posibilidad de gritar, y logré emitir algunos siseos inútiles que solo sirvieron para reforzar mis expectativas. En un par de horas mas estaré mejor, me dije en ese instante. Un magnifico sol se erguía ya sobre el horizonte, infundiéndome calor, sacudiendo el frío intenso que llevaba en los huesos tras la helada noche al descampado. Su sola presencia me espantó el miedo a las criaturas que había escuchado minutos antes, aullándole a las estrellas. Me salvó de algo, recuerdo que pensé, y creo que dios quiere que sobreviva, porque me iluminó. Le agradecí a dios por darme la luz, y al sol por darme calor, claridad de vista y pensamiento.

Un universo de luz blanca me quemaba el cuerpo como millones de agujas. La solaridad asesina dominaba todo mi espectro de visión, excepto por una angosta sombra incrustada bajo los matorrales que me ocultaban de la cerca. Allá hay un poco de sombra, y es necesario escudarse del sol, me decía mientras me armaba de las pocas fuerzas restantes para acometer el viaje más duro de mi vida. Me arrastre milímetro a milímetro, haciendo un último esfuerzo cada vez, un último sacrificio que se repetía incontables veces, con el instinto de sobrevivir manteniéndome a flote en un mar de dolor. Apenas alcancé a llegar a la sombra deseada, y no sin una perdida de energía y defensas que me costaría caro. Al atardecer estaba tan débil por el trayecto, que no me percaté hasta bien entrada la noche del suplicio del frío atenazante, el cual me tomó por sorpresa; el frío desértico de los elfos de las noches de luna llena, que congela los dientes y produce agudos dolores de cabeza acompañados de alucinaciones. Mis pulmones empezaron a sentirse espesos, y se volvió un trabajo en si mismo tratar de respirar un poco de aire. Y allí conocí la tos.

Las convulsiones empezaron amaneciendo el segundo día, tras 30 horas sin ingerir líquido; me iba apagando poco a poco, desangrado, paralizado de cintura para abajo y deshidratado por el sol, que iba acabando conmigo lenta, pero feroz e implacablemente. Tosía con el cuerpo, y me costaba respirar durante los largos vahídos de calor. Para el mediodía había dejado de tragar, y los vómitos asfixiantes llegaron, acompañados de bilis al principio, luego de sangre, y al final, un tejido marrón, viscoso y denso, probablemente proveniente de mi tracto digestivo en ruinas. Ya entrada la tarde, la ausencia de saliva y el calor me habían hecho surcos sangrantes que se coagulaban en el paladar, contra los que chocaba mi lengua, hinchada y rasposa, produciendo un dolor continuo. La vista me abandonaba por minutos, y llegó un momento en el que dolía demasiado parpadear como para abrir los ojos de nuevo. -Pero no, yo no puedo morir, me insistía a ultranzas, debo salvarme, alguien sálveme, alguien por favor, Dios sálvame-. Sentía la fiebre apoderarse de mi cuerpo minuto a minuto, y de pronto volaba en sueños a casa, de donde nunca debí salir, o deliraba estar en un río ancho y cristalino, bañándome saludable, hasta que un nuevo ataque de tos me traía de vuelta al espanto de estar abandonado a mi suerte y sin posibilidades de salvación.

Durante mis últimas horas luché, aterrorizado por lo desconocido, rezando, llorando, rogando en mi mente por ayuda. Uno piensa tantas cosas, tonterías cuando estas vivo y a salvo, pero que son horrendas o estúpidas cuando un trance así te avasalla. Por ejemplo, recuerdo que pensé mucho en el sabio rey condescendiente del principito, dando ordenes a la luna para que saliera, pero solo cuando ésta estuviera lista. Y me vi errado en la moraleja del idiota que pide lo obvio. Ello me hizo reconsiderar, pensar que quizás ceder era lo más sensato, que lo mejor quizás fuera sosegarme un poco y resignarme a que lo que pasara, cualquier cosa que esta fuera, era irrevocable y estaba preordenado. Creo que fue una buena decisión, porque me produjo cierta tranquilidad de espíritu que me ayudó durante un rato. Y entonces, de pronto, cesó. Recuerdo que luego me pareció de muy mal gusto el permanecer consciente después de haber muerto. No deberían contarle a uno todas esas cosas acerca de la muerte cuando es todo una mentira, eso de que no hay mas nada, que dejas de existir y punto. Pero al menos el dolor había desaparecido por completo. Y el final me llegó sin darme cuenta, sin siquiera una fracción del trauma que me había llevado hasta él. Porque resulta que la parte más fácil de morir, es morirse.

II

Así que allí estaba yo, muerto de lado, contorsionado contra la arena en la cual yacía, pero aun encerrado en un cuerpo que no me correspondía ya, que había dejado de ser útil, y del cual no sabia como salir. Había dejado de ser aterrorizante, era patético. Intente hacer fuerzas para incorporarme, para salir de mi coraza, mi caparazón, como solía decir la jipi de mi hermana, pero no podía. Ni un centímetro. Por ahí no podía empezar. No podía sentir nada físicamente, pero una lucidez particular de la percepción del entorno, y una especie de habilidad de “ver” con el cuerpo me hacían extremadamente consciente de mi mismo. Todavía tenía mis piernas, mis brazos, mi hombro izquierdo y el derecho, que había sido descoyuntado y desgarrado en el accidente. Pero todos estos estaban muertos. Solo yo sobreviví. ¿Como podría haberme parado? El sol, aunque presente, dejó de ser la fuente única de luz en mi mundo, y un vago tono sepia que salía de las nubes cubrió todo, una tenue luz blanquecina con matices marrón/rojizo iluminando el universo. Estaba en un momento paralelo, al lado y dentro de mi muerte a la vez, un lugar que pertenecía al mundo, pero que ningún ser vivo había visto jamás. Eso no estaba mal, una vez que te dabas cuenta. Me invadió el deseo de aventura, sentí curiosidad por ver qué había detrás de esas colinas que se movían, como detrás de chorros inmensos de aire caliente, en el horizonte. Quise conocer un paso mas allá de lo que había visto hasta ahora. Ya que estoy muerto, pensé, bien puedo habituarme a mi estado, y ante lo inevitable de mi situación, empezar a disfrutar de las libertades de estar muerto, si es que existía alguna. Simplemente olvidar el tiempo, ser inmortal por un segundo eterno e internarme en la muerte, hasta descubrir sus secretos. Ser uno con ella, llegar a algún tipo de comunión con mi nuevo estado. Hasta lo deseé. Pero, como de costumbre, había olvidado que es peligroso creer que donde se está, es donde uno llega. Lo malo es que el alivio de un problema puede ser, y generalmente resulta, la fuente de un problema mayor.

Me estaba pudriendo. Me habían jugado una mala pasada. Ahora no sabía si habían pasado minutos o siglos, pero podía sentir mi cuerpo hinchado, y que la ropa en la cual morí, la chaqueta azul de los sábados y los pantalones de lino, me quedaba pequeña. También mi piel, mi sustancia, se había vuelto una masilla inconsistente y grotesca, que supuraba, emitía flatulencias constantes y se abría por los puntos de tensión. Las hormigas y otros insectos ya habían dado cuenta de mis ojos, mis mucosas externas, y buena parte del tracto digestivo. Era indoloro, pero insufrible. Poco a poco me iba deshaciendo, ante mis ojos y sin poder hacer nada para evitarlo. La arena bajo mi cuerpo estaba dura y seca, absorbiéndome, convirtiéndome en desierto con cada minuto que pasaba.

En mi desesperada inocencia, hice un intento valeroso por enfrentarla, y adaptarme a ello. En mi fuero interno, me decidí a aceptar que la disolución fuera a llegar así, en la forma de una putrefacción lenta e insoportable, y que quizás el cambio favorable del que todos hablaban llegaría después, con tunelcito de luz y todo, cuando algo vi que en verdad me aterrorizó. Una bandada de pajarracos atroces y gigantescos se acercaba desde el oeste, al compás de los chorros de aire caliente que me separaban del mundo real. Eran 4, 3 de ellos completamente pardos, y el más grande, de cabeza blanca y mirada penetrante e inteligente, siguiéndolos desde lejos. Desde que los vi acercarse desde el horizonte, supe instintivamente que venían por mí, y entré en pánico. Empecé a suplicarle a Dios, a llorar a pensamiento vivo que me llevara, que por favor no me dejara ser devorado por los carroñeros, en lo que me parecía el colmo de la degradación y el sufrimiento, ahora del alma, tras el del cuerpo. Pero nadie escuchó, o al menos eso creí en ese momento. Llegaron en lo que pareció apenas un segundo, aunque no podría asegurarlo, y se posaron sobre mí, caminando en erráticas trayectorias por encima de mis piernas, mi cuerpo, mi cara, graznando letanías dignas del peor emisario del averno. Quizás estuviera condenado por algún acto imperdonable del cual no fui consciente, mas no por ello menos culpable. Quizás esto es lo que merezco, recuerdo que pensé. Todo es posible. Quizás sea así. En ese momento no lo entendí, pero sí me pareció que estos chillidos espeluznantes tenían un efecto adormecedor, y se me antojaban cargados de ritmo. Quizás, pensé luego, en mi estado hinchado y carcomido por el sol y las hormigas era susceptible a estímulos que en un estado normal hubieran pasado desapercibidos. No obstante, aun me encontraba en un estado de terror absoluto. Eran horrendos, torpes y crueles. Estaban habituados a realizar la sucia tarea que estaba a punto de sufrir, y sus penetrantes ojos de vidrio negro eran ventanas profundas a momentos sin pasado: trechos al sol, muerte sin sombra; camino incierto y emboscada; degollamiento y abandono; intenso dolor del alma y el ahorcado columpiándose en la brisa; columna de humo y un muerto ardiendo abajo. Derrumbe en medio de la neblina y el puente roto que no se ve.

Los pardos, que habían llegado primero, caminaban sobre mí y a mi alrededor, danzando a saltitos un ritual de hambre y ferocidad contenida mientras esperaban que llegara el mayor, que se había rezagado y no se daba apuro. Aún cuando los pardos aterrizaron, este no era más que una mota vaga acercándose en la distancia. Planeó aún cuatro o cinco veces más sobre nosotros, en círculos, antes de aterrizar, y cuando lo hizo, fue con un estilo majestuoso y pausado que no había observado en ninguno de los otros. Había diferencias marcadas entre estos incapaces pájaros pardos y su inmenso jefe, que inspiraba respeto con solo verlo volar. El líder agacho la cabeza y, justo frente a mi cara, mostró durante un instante unos parpados traslucidos ascendentes, con los cuales cubría sus ojos extraños e insondables, volviéndolos imposibles de penetrar. Y luego se paró sobre mi abultado abdomen para dar inicio a mi consumación. Al principio solo pensaba en resistirme, en escapar al asco y la vergüenza, mientras el animal empezaba a caminar alzando y bajando la cabeza, produciendo gruñidos cortos, como invocando a alguna fuerza oscura y desconocida para que lo ayudara a cumplir con su sucia misión. El aire a mi alrededor se empezó a enrarecer, y un inquietante velo anaranjado cubrió todo nuestro universo. Recordé una vez que me sentí así. Sucedió a los ocho años, cuando casi muero con el sarampión. Desperté una noche, y un velo anaranjado de delirio me acompaño hasta el baño. Mi padre me llevaba de la mano, porque no podía caminar solo. Al día siguiente mi padre negó alguna vez haberme llevado durante la noche. Pero siempre quedó en mí la clara distinción de los objetos en el trayecto al baño, vistos a través de un cristal anaranjado, mientras mi padre me llevaba de su mano firme y reconfortante. Con el rey zamuro sentí esto mismo, recordé esa sensación de estar contenido por fuerzas mucho mayores que yo, inerme para cambiar nada de lo que me rodeaba, porque todo era ajeno. Pero cuando el sarampión ninguna criatura diabólica se proponía comerme, ni vivo ni muerto. Esta era la no tan pequeña diferencia. Bueno, al principio creí que esa era la única diferencia. Algo más había cambiado, no desde aquella vez a los 8 años, sino desde la llegada del zamuro rey. Me encontré esperando que algo sucediera, me hallé queriendo que algo sucediera. Inexplicablemente, me había llevado en su hechizo, me había convencido de que tomara sus alas y saliera volando con el, a conocer otros parajes, a continuar vivo en otras formas, a dejar esto de lado y entregarme. Sus majestuosos gestos poseían una cualidad geométrica fascinante, y la cadencia rítmica producía cambios súbitos en mi presencia de ánimo, aletazos de terror y alegra simultáneos. Pero no es fácil, no basta con decidirse, después de toda una vida, a dejar el cuerpo y listo. Y no tiene porque dejar de ser difícil simplemente porque estés muerto. De eso me había enterado ya. La costumbre de desplazarse con el cuerpo a todos lados te hace creerte tu cuerpo. Al menos así me pasó a mí. Y el zamuro rey bailaba, como esperando algo. Mirándome a ratos, como esperando una señal para proceder a lo inevitable. Pero para este momento, seré sincero, no existía ni la mitad de la oposición con la que se había encontrado cuando llegó. Yo estaba casi decidido a soportar lo que sucediera. Y ahora creo, estoy convencido, que él lo sabía. Mi miedo en aumento se calmó un poco con los gruñidos inquisitivos del zamuro mayor, mientras me miraba tras sus velos, como esperando algo. Los demás también esperaban, pero no podían hacer nada antes de que el más grande, el rey zamuro, les diera permiso. Su pico estaba más desarrollado, con seguridad podría matar a cualquiera de ellos con facilidad. Y también con seguridad podía abrirme una zanja en el pecho sin pensarlo mucho. ¿Entonces porqué no lo hacía? Era desconcertante. Y mientras cavilaba en esto, el zamuro seguía su baile a saltitos, sus gruñidos sobre mí. Su mirada inquisitiva. ¿Seria posible que me estuviera pidiendo permiso?, recuerdo que me pregunté al mismo tiempo que una fuerza inconsciente dentro de mi aceptaba.

Y me di cuenta, cuando el primer picotazo me desgarro la panza, y un silbido penetrante y fétido liberó un reguero de cosas inmencionables sobre la arena del lecho seco del río, de qué era a lo que venían. A ayudarme a irme.

El gran sacerdote retiró el velo de sus ojos por fin, y vi en ellos a un ser piadoso, hermoso, que conocía y contemplaba en silencio mi drama, sin mofarse. El único con la suficiente bondad y poder como para sacarme del infierno en que me había convertido. Pero jamás, jamás sin mi consentimiento. Los demás saltaron sobre mí inmediatamente. Y a cada trozo, a cada pedazo de tejido podrido que engullían en su cena macabra de las cuatro de la tarde, sentía yo mi energía liberarse poco a poco, sentía un dolor oculto pero presente irse, dándome un alivio del cual no me conocía capaz. Me iba, reconociéndome al fin, pero ahora como un gas demasiado tenue para ser real. Ellos habían sido los instrumentos del retorno, algo así como un paso inequívoco en un atajo, o un último bus a la medianoche. Eso pensaba, asombrado, mientras me quitaban lo humano a picotazos, y me reconciliaban con el inmenso mar de energía que de pronto dejaba de ser un velo de aire caliente separándome del mundo, y ahora manaba de absolutamente todo a mi a alrededor. Hermosos regueros de energía, pocitos de vida dentro de un mar vital, diferentes modos, medios y diseños estructurales de existencia, todos, de pronto, a mi entero y total alcance. Me disgregué sin perder nada, ya que nada se pierde. Era la única manera. Dividir todo el inmenso cúmulo de energía que se es, y disponer de ella una vez que te la devuelven. Una parte de mí quedó en las plantas, movida y asombrada por su complejidad de diseño, su feroz lucha, su inescrutable sabiduría y la evidente relación que tenían con los secretos mejores guardados del universo. Otra porción de mi esencia se fue al mar, a volverse brisa, y acariciar, acariciar, solo acariciar por el resto de los tiempos. Una inmensa porción de mi la dejé, gustoso y agradecido, en los corazones de todos aquellos que alguna vez me quisieron. Y lo imprescindible, lo que siempre queda, eso que no muere, estuvo pensando en muchas cosas durante un tiempo, hasta que fue llamada a volverse a dejar llevar por el torbellino de las acciones y los verbos, a respirar de nuevo y sentirse feliz y desdichada, a cargar el sol en la cara y la lluvia en la espalda, como siempre ha sido, como fue antes de chocar, partirme la columna en la caída y morir en el desierto, y ser de nuevo niño, hombre, vida, arte, volver a tener la esperanza viva hasta el ultimo instante, forjarme sueños de aire y melodías hoy, mañana y siempre, hasta ese siempre que resulta ser mentira, porque algún día, y eso es inaplazable e inapelable, nos tocará volverles a entregar nuestros frutos a la vida, y de nuevo nos sorprenderá hallar, al final, la salvación en lo que nunca soportamos, y el mas pesado lastre en lo hermosos que hemos sido.

Iván D. Rodríguez

Mié17May202300:03
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

El resucitado

El resucitado

Sergio A. Amaya Santamaría

El resucitado

20/02/2022 2202200521967

Las campanas de la iglesia doblan a difunto. Es una tarde apacible de verano y las golondrinas revolotean en busca de sus nidos y algunas nubes intentan cubrir los abrasantes rayos del sol que durante horas han calcinado las tierras desérticas. Por el polvoso camino vienen unos hombres que cargan al muerto.

–Es el viejo Jacinto ─dice un lugareَño─, lo jallaron muerto cerca de la barranca, traiba atado al lomo un tercio grande de leña. Ya era muy viejo, pero no dejaba de trabajar. Cuando la plaga aquella del chapulín, hará sus buenos treinta años, el Jacinto ya era un hombre de respeto, serio, de pocos amigos, pero muy leal, derecho el hombre; un apretón de manos era un compromiso para toda la vida.

–En una parihuela de horcones de mezquite ─relata el vecino─, envuelto en una cobija, llevan al Jacinto.

Lo cargan sus dos hijos, Encarnación, el mayor y Rosendo el de en medio; Asunción, el más chamaco, se robó a una muchacha y nunca han vuelto al rancho. Dos amigos de los hijos los ayudan a cargarlo, detrás vienen unas mujeres cubiertas con sus rebozos y rezan el Rosario. El perro prieto del Jacinto camina debajo del cuerpo, como pa cuidar la sombra de su amo. Hasta el viento parece detenerse al paso del fúnebre cortejo. Solo se miran las patas enguarachadas del Jacinto.

–¡Ah!, cómo recuerdo al viejo ─continúa el vecino─, era bromista, dentro de su seriedad, pero solo con sus amigos, con quienes se tomaba una cerveza y jugaba un conquián.

El señor Cura don Jorgito los espera a la entrada del templo, con el agua bendita y su monaguillo con unas flores blancas; mientras que Antonio el sacristán hace las maromas de la campana gorda, esa que suena triste cuando se trata de un difunto. Nunca le gustó el sonido al Jacinto.

El señor Cura le echa el agua bendita al cuerpo, camina por delante y entran al templo, los muchachos bajan el cuerpo a medio pasillo, antes del comulgatorio; se quitan los sombreros y se hincan, con las caras largas de tristeza y encienden unas ceras.

Entre tanto, Jacinto mira a los hombres que cargan su cuerpo muerto.

─¡Hey, pérense! Si yo no estoy muerto, ha de ser una vacilada de mi compadre Madronio. ¡Pos qué no me miran!, yo toy vivo.

Intenta detener a uno de sus hijos, pero su mano pasa a través del brazo del muchacho sin lograr asirlo. Entonces se abalanza para querer tirarlo, pero de nueva cuenta pasa el cuerpo de su hijo, cae al lado contrario.

─¡Ah Dios!, pos qué ¿en verdad ya soy difunto?

–En una ocasión pregunté al padrecito ─recuerda, dice en voz baja─, «pa’qué eran las velas y me dijo que pa’aluzar al alma del difunto el negro camino al purgatorio… Pue’que sea…»

Las mujeres, hincadas a la izquierda del difuntito, rezan y rezan,  chillan y chillan… Los hombres muy serios, le dan vueltas al sombrero, como que quieren que ya se acabe el asunto, saben que en el jacal del Jacinto habrá mezcalito y café… pa velar al difuntito. Ya se oye la música que fueron a traer del rancho Las Adjuntas, para animarle la velada al Jacinto. El perro prieto se encuentra echado, con la cabeza apoyada en las patas del cuerpo.

El padre Jorgito, con su estola morada colgada al cuello, lee los rezos de un librito prieto que siempre carga en su morral.

De pronto, Jacinto siente como un fuerte tirón y se empieza a remover dentro de la cobija.

Todos se encuentran ocupados en sus propios piensos, nadie mira que, la cobija que envuelve al Jacinto se empieza a mover, cada vez más recio, hasta que se dan cuenta los que se encuentran cerca.

—¡Ave María Purísima! ─exclama el padrecito, mientras corre para salir de la iglesia─.

Unos y otros salen a trompezones ─mira Jacinto divertido─, alguno tumba a la Cuca, mi mujer, ni sus hijos se esperan a ver qué sucede. Todos se juntan afuera, en el atrio, alrededor del padrecito, que hace invocaciones y echa agua bendita hacia el difunto, aunque éste se encuentra en su lugar, donde lo dejaron sus hijos.

Al fin se levanta; Jacinto logra quitarse la cobija y se sienta, mira a todos lados, con unos ojotes de espantado. Luego se levanta y arrastra los huaraches y la cobija, ya sale del templo.

—¡Ora!, ¿qué me miran?, ni que hubieran visto un espanto.

Al fin la Cuca se acerca a su hombre, temerosa, como que espera que el Jacinto la destruya con un rayo.

—¿Tas vivo, viejo?

—A qué pregunta tan babosa, ‘ámonos pal jacal que ya mi’anda de hambre.

Todos se alejan… Se habla de un milagro… Se dice que es cosa de brujería. Se dicen muchas cosas, solo Dios sabrá si fue un ataque o un milagro. El perro prieto corre y salta alrededor del Jacinto, parece que es al único que solo le importa que su amo esté vivo. Mientras el sol se oculta detrás del cerro del Tompiate, las golondrinas se van asosegando, ya están en su querencia, en su nido.

 Cuando tiempo después se supo morir el Jacinto, la misma Cuca y sus hijos lo metieron a un cajón y lo llenaron de clavos… por las dudas…

–Así jue el asunto ese del Jacinto ─finalizó el espontáneo narrador─, yo mesmamente lo vide; yo era muy chamaco tonces, pero bien que me acuerdo. ¡Órale, Ponciano!, échale más mezcalito a mi vaso, que de tanto hablar se me seca el gaznate.

FIN

Enero 25 de 2013

Ciudad Juárez, Chih.

Febrero 19 de 2021

Playas de Rosarito, B.C.

Mar16May202320:18
Información
Autor: Pablo Ronú
Género: Cuento

Espiral

Presente.

Adrián persigue al hombre de la sudadera roja. Lo pierde por un minuto. Llega al parque. Lo identifica en el otro extremo. Toma una piedra del jardín un poco más grande que su mano. Se extraña cuando el hombre ya no huye. Le da un golpe certero en la cabeza. Cruje el cráneo. El individuo cae en seco. El suelo se tiñe de rojo. Dos hombres llegan tarde a defenderlo. Uno lo sujeta. Otro le quita el guijarro. Adrián se zafa. Corre con todas sus fuerzas. La piedra lo persigue en el aire. Impacta. Más sangre en el suelo.

Pasado.

Benjamín llegó a tiempo a su trabajo. Tenía la marca perfecta en su premio de puntualidad, el empleado modelo, siempre cumplió y superó las metas fijadas por el jefe. Las miradas mortales de sus compañeros no le importaban; solitario y sin amigos podía concentrarse mejor. La rutina era la clave que lo hacía infalible. En un despacho de cobranza la actividad no exige demasiado; él tenía una voz intimidante e inquisitiva, cuando olía el miedo, con el tono adecuado el tema estaba resuelto.

En la escuela lo marginaron por ser el niño nerd. Tuvo que elegir entre destacar de sus compañeros o su vida social. Prefirió lo primero, Benjamín pensó que su inteligencia le abriría puertas en el futuro. Así fue, consiguió un empleo decente bien remunerado como ingeniero industrial. Lo que no pudo fue recuperar su vida social, la que nunca tuvo. Su nulo carisma le hizo tener problemas en ese primer trabajo. Lo despidieron por no colaborar en equipo. Así fue como terminó en el aburrido despacho de abogados, labores sencillas con un buen sueldo, sentía que no le pagaban lo suficiente, nunca lo sería.

Presente rebobinado.

Adrián se pasa el alto. Apenas esquiva a un peatón. Sigue el auto que robaron a su hija. Huele el café derramado en su camisa. El ladrón gira en una calle en sentido contrario. Casi choca con otro vehículo. Detiene el auto a media vía. Baja y sale corriendo. Adrián se orilla en la esquina. Va detrás del ladrón de sudadera roja. Se dirige en dirección de un parque.

Pasado.

Benjamín se sentía explotado por Adrián, su jefe. Sabía que como empleado le generaba buenas ganancias con las carteras vencidas recuperadas. Nunca recibió reconocimiento, ni un bono o aumento. Entendió que a los que son más efectivos en sus puestos lo que les incrementan es la carga de trabajo. Al patrón, le iba bien, la empresa recibía buenos ingresos, un bufete encargado de la cobranza a deudores morosos. Tenía un auto de lujo, una gran casa y viajaba con frecuencia. Sin embargo, siempre se le veía molesto. Benjamín no entendía, ¿cómo una persona que tiene todo lo que él soñaría, no fuera feliz? Hasta que se enteró de que la razón era que el jefe envidiaba a Antonio, su mejor amigo de la infancia, no importaba cuánto esfuerzo pusiera, Adrián, no lo superaría. Su deducción era que eso lo amargó año tras año.

Presente rebobinado.

Adrián limpia en vano café derramado en su camisa. Está furioso. Acaba de discutir con su mejor empleado. Los compañeros se encuentran sorprendidos por lo sucedido. Adrián recibe una llamada. Su hija avisa que está en el estacionamiento de la empresa. Escucha golpes. Un grito de auxilio en el teléfono. Cara de susto. Corre a buscarla.

Pasado

Benjamín fue a servirse su café de las once, todos sabían que esa hora estaba reservada; celoso de su tiempo, con la cara de pocos amigos, nadie quería cruzarse con él. A paso firme se dirigió a la puerta de la cocineta para hacer su café cuando el patrón salió con su taza servida, el choque salpicó a ambos.

–¡Imbécil! –gritó sin vacilar Benjamín.

–¿Cómo me dijiste? ¡Retráctate de inmediato!

–Dije ¡Imbécil! ¡Eso es lo que eres! Un pendejo que no reconoce el buen trabajo y dedicación. Que ni siquiera sabe lo que tiene. ¡Y aparte amargado! Ya me cansé de que me explotes y te beneficies de mi esfuerzo, de que se mofen a mis espaldas. ¡Váyanse todos al carajo!

El empleado dio la vuelta y se marchó. Su corazón palpitaba como tambor de guerra. Salió de la oficina. Se subió a su coche. En eso llegó la hija del dueño. Ella no lo conocía, nunca se cruzaron. Benjamín la reconoció por las fotos de la oficina del jefe. Agarró una sudadera roja, bajó del vehículo, se subió la capucha mientras caminaba hacia ella. La sorprendió en su propio auto; hablaba por el celular con su padre avisando de su llegada, Adrián escuchó el forcejeo y la llamada de auxilio de su hija.

Presente rebobinado

Benjamín sujeta con ira a la dama. Ella se resiste. Él le tira un puñetazo en la cara. La mujer grita con todas sus fuerzas. Su padre escucha por el teléfono. Un golpe en el estómago la calla. La saca de los cabellos. Ve el celular con llamada activa de Adrián. Benjamín toma el auto de la hija. Su jefe no distingue a su empleado rebelde, solo identifica a un individuo de sudadera roja llevándose el vehículo de su niña. Benjamín enciende el auto. Pisa al fondo el acelerador. Siente la sangre inflando sus venas. Adrián sube a su camioneta. La adrenalina recorre su cuerpo. Va tras el ladrón. Persecución por varias cuadras. Benjamín para en seco el coche, lo abandona a media vía. Se va por las estrechas calles de una colonia marginal. Adrián lo persigue. Escapa de su vista. Camina apresurado aguzando los ojos para encontrarlo.

Presente pasado.

Benjamín dejó atrás a su jefe, se topó con un vagabundo en la esquina del parque. Se quita la sudadera.

–Tenga buen hombre, esta sudadera se le verá bien… pero póngase la capucha, ¿ves? Te da estilo.

Dos personas del otro lado vieron cómo entregó el presente al pordiosero.  Benjamín desapareció al doblar la esquina. Adrián apareció por la otra orilla donde empieza el parque. Identificó la sudadera roja.

Mar16May202313:23
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Autor: Yuliya Turavinina
Género: Cuento

POSFACIO

¿Has viajado alguna vez en el Ferrocarril Transiberiano? ¡Nunca has viajado en el Ferrocarril Transiberiano! Entonces, definitivamente, ¡definitivamente!, debes hacerlo. Y no digo esto por los maravillosos paisajes que puedes ver, ¡no! ¡¿Quién ve los paisajes?! Tal vez un niño o un extranjero, pero un pasajero experimentado no mira por la ventana. No le interesa contemplar ni los abetos con sus patas verdes  esponjosas en lugares aún cubiertos  por capas de nieve que parecen  almohadones blancos; ni los ríos tortuosos, con pescadores eternamente adormecidos;  ni los campos, con molinos de viento y henos en pilas que guardan historias de amores prohibidos;  ni a nada de todo aquello que conforma la rica naturaleza de la Madre Rusia.

          Un pasajero experimentado escucha, habla y come. ¡Sí, sí! ¡Exactamente! ¡No levantes tu ceja esquivando la mirada! ¡Pruébalo tú mismo! Cómprate un pasaje para el tren Transiberiano Chelíabinsk-Irkutsk en un vagón de segunda clase, o, mejor aún, en un platz-karte, y 2 días 5 horas y 51 minutos, salvo las horas de dormir, vas a hablar, escuchar y comer.

          La magia comienza allí, en la plataforma de la estación. Los porteros entrometidos, las ancianas vendiendo empanadas, los estafadores que se ingenian por robar el equipaje de algún pasajero vacilante, los acompañantes, los huérfanos, las prostitutas que han llegado al centésimo nivel de su profesión, el jefe de estación observando a todos desde la ventana de su oficina con una inexplicable ecuanimidad y  apaciguamiento que solo él comprende, y, en fin tú, con tus maletas, bultos o cualquier otra cosa que te hayas tentado a llevar contigo en el camino. Estás impaciente y los nervios te despiertan el dolor de cabeza; el trajín de la plataforma te molesta, pero a  la vez te excita. La azafata, que lleva puesta una pollera corta, una camisa de almidonado organdí blanco bien planchada y el gorro de cartel, baja la escalera, sonríe con sus labios escarlatas y extiende  su mano invitando a los pasajeros a subir. Una vez dentro, al acomodar tu equipaje,  sentado sobre la cama-estante,  respiras hondo. El olor acre de la resaca, del sudor y de los calcetines se disuelve  con el olor no menos acre del perfume barato que se extiende de la ropa de cama que la dueña de los labios escarlatas reparte entre los pasajeros. El tren se mueve con lentitud, como si  sacudiera su somnolencia, y de a poco comienza a aumentar la velocidad. Cuando el sonido de las ruedas se vuelve homogéneo y se convierte en una música armoniosa, en este mismo momento se inicia la peculiar vida de los pasajeros.

          Como ya dije antes, viajar en el ferrocarril durante más de un día es comer, hablar y escuchar. En las primeras horas se come toda la comida que los cuidadosos pasajeros trajeron de sus casas en sus cestas de mimbre: los huevos duros, pepinos y tomates, cebolla de verdeo, y algo que nunca puede faltar: el pollo al horno. Luego las reservas alimenticias van a reponerse en las pequeñas estaciones, donde el tren se detiene no más que por cinco minutos y los pasajeros se apuran para bajar, comprar y volver a subir al tren. Por lo general, son las mismas empanadas que venden las mismas abuelas y los mismos pollos grill, aunque también  es posible comprar melón ahumado, manzanas y semillas de girasol.  

          Mientras tanto, los alimentos se depositan con remilgo sobre una mesa plegable debajo de la ventana; la solidaridad y la benevolencia se asientan en su punto más elevado; los pasajeros se convierten prácticamente en familia; alguien toca la guitara y, entre los chasquidos de las bocas masticando, los brindis y las risas, comienza una larga conversación.

          Yo, hace muchos años atrás, tuve el gusto de  viajar un par de veces en el ferrocarril Transiberiano. Sobre uno de estos viajes o,  mejor dicho, sobre algo que me pasó en uno de estos viajes,  un hecho casi misterioso que aún no puedo ni comprender ni explicar, pero que radicalmente cambió mi  futuro,  te voy a contar.

          Compré el pasaje para ocupar un vagón de segunda clase, lo que significó que tenía que compartir mi viaje con tres personas: un señor, Vasiliy, de semblante alegre y edad indefinida; una mujer provinciana, que se nombró Klavdia y que   tocaba todo el tiempo algo  debajo de sus mamas y luego rezaba; y un cura, padre Afanacio, de sotana negra, barba larga y un notable sobrepeso que delataba su respetable edad avanzada, aunque sus ojos y su tez lozana eran propios de un joven de no más de cuarenta años, lo que indicaba que en su parroquia se vivía bien.

          Tan pronto como el tren arrancó, aceleró y entonó su cacofonía monótona de traqueteo de ruedas, Klavdia comenzó a sacar de su canasto todo tipo de manjares. ¡Todo lo que había ahí! Las empanadas, los fiambres y vegetales de  toda clase, tartaletas rellenas, aceitunas y pepinillos, las alitas de pollo que brillaban por su fritura, y el ganso al horno repartido en pedazos de los cuales se extendía un vaho tan delicioso que debíamos admitir, entre todos, que la saliva empezó a abundar en nuestras bocas junto con una contracción dolorosa en las mandíbulas.

—¡Pero que lujo, madre! —exclamó Vasiliy parpadeando y frotando las palmas de las manos—. ¿Qué festejo ha abandonado usted para tomarse este tren?

—¡Sírvanse, por favor! Es demasiado para mí sola —ofreció Klavdía. Sus mejillas se sonrojaron y nos dedicó una sonrisa tan afectuosa que solo una provinciana tiene. Con una mano agarró una empanada y me la acercó a mí, mientras que con la otra empujó el plato con la carne de ganso hacía el cura—. Encantada de compartir con ustedes.

—La gula es un pecado capital —advirtió el cura rezándose y pinchando con el tenedor un pedacito sabroso de la carne de ave.

—La panza no se llena con plegarias. Me parece que voy a convertirme en un pecador—se alegró Vasiliy y tanto más empezaron a brillar sus ojos cuando vio  cómo Klavdia sacó del cesto un botellón de vino.

—Es un vino patero de elaboración casera —dijo—. Mi marido es el mejor de toda la aldea en vinificación. Pruébenlo y van a dar cuenta — jactó Klavdia mientras sus carnosas manos con una destreza sorprendente destapaban la botella y llenaban los vasos.

          Vasiliy y yo probamos el vino y nos pusimos de acuerdo en que los taninos, que se asentaron sobre nuestros paladares con un suave y dulce sabor de frutas rojas, eran verdaderamente deliciosos. El padre Afanacio, al haber terminado su oración y triple rezo, fondeó su vaso y concluyó mirando a Vasiliy:

— Estás blasfemando, hijo mío.

—¡Hazme merced, padre! No tuve tal pensamiento —respondió Vasiliy con una mueca risueña—. Simplemente, soy un hombre muy sesudo y me gusta cuando todo camina  de modo correcto. ¿Cómo  dice uno de los mandamientos de la Biblia? “No tomarás en vano el nombre del Señor Dios tuyo”. ¿Es así?

—Es así, hijo mío.

—¿Y qué es lo que sucede realmente? —Vasiliy mordisqueó la suave y aceitosa alita y la masticó con una ferocidad beatifica—. Usted, padre, no menos que cinco veces  se santiguó murmurando algo. Cinco veces, usted tomó en vano el nombre del Señor y con sus plegarias susurrantes y con la gesticulación. Hubiese sido mejor si usted comiese y bebiese el vino con el Dios en la paz.  

—Vino, señores, más vino —se preocupaba encarecidamente Klavdia llenando de nuevo los vasos. Todo indicaba que esa mujer era una sierva ideal, humilde y obediente, cualidad inherente a la mayoría de las mujeres provincianas.

—A mí no me sirva más —se preocupó el cura tapando el vaso con la palma de su mano—. No puedo. Estoy de servicio. Tengo una misión.

—¡De qué misión habla, padre, cuando ya es pasada medianoche! —se animó Vasiliy—; un vasito cada uno y vamos a dormir. Mañana seguirá con su misión. ¿Qué le puede pasar aquí?

          El padre Afanacio vaciló un instante y, sin embargo, corrió la mano; Klavdia  le llenó el vaso.

—Bueno, ¿en qué me quedé? —prosiguió Vasiliy disfrutando la tercera o cuarta alita, chupándola sabrosamente—. Nadie es agradecido. Todos piden. Piden y reclaman, reclaman y piden. ¿Usted está de acuerdo conmigo, Klavdia?

—De acuerdo, querido, absolutamente de acuerdo —acordadó Klavdia.

—No hay Fe. La Fe nos abandonó. La gente no cree ni en sí ni en Dios. ¿Tengo razón, jovencita? —esa pregunta me la dirigió a mí y yo encogí los hombros entreteniéndome con las semillas de girasol. Vasiliy, al entender que no habría respuesta, se volvió nuevamente hacía Klavdia—. Tomemos a ti, mamita, como ejemplo. ¿Qué escondes en tu busto? Me permito pensar que dinero. Y todo el tiempo te estás tocando para asegurarte de que la plata no  haya desaparecido —todos  miramos a Klavdia y ella,  de manera  espontánea, se tocó las mamas, después se sonrojó y sonrió mostrando la blancura de sus dientes. — ¿Mucho dinero estás llevando?

—¿De dónde voy a tener mucho? —respondió Klavdia excusándose—. Vendí el cochinillo en el mercado. Entre lo que pagué de impuestos y derechos de puesto, quedaron lágrimas.

—Lechoncito es bueno —celebró Vasiliy y enseguida recriminó—, pero la desconfianza al prójimo está mal.

—Es verdad, hija mía —intervino padre Afanacio resoplando. Sus mejillas se sonrojaron y sus ojos se humedecieron. Era evidente que estaba en el nivel uno de ebriedad —. Yo estoy llevando mucha plata, pero mucha. Y sin embargo, no desconfío. Sí, tengo un poco de inquietud ya que nunca antes he trasladado semejante cantidad de dinero, por eso rezo y pido al padre nuestro que me proteja.

—¡El hombre propone y Dios dispone! —constató Vasiliy y rumió—. Van ustedes, por ejemplo, al baño. Abrirán la ventana y, debido a un movimiento un poco torpe, el viento se les llevará sus riquezas o, que también puede haber pasado, la plata que guardan entre sus ropas se les caerá en el inodoro por la misma torpeza. ¿No sería más razonable si hiciéramos un acta de confianza? Pongamos todas nuestras cosas de valor, por ejemplo,  en esta caja —tomó una caja de cartón donde guardaba sus zapatos— y guardémosla debajo de esa mesa. Cuando uno necesite salir, los otros quedarán en la guardia. Yo depositaré mi billetera y mi reloj de oro —con esas palabras Vasiliy sacó del bolsillo interior de su saco una billetera gorda de cuero, desabrochó el reloj y poniendo una cosa encima de la otra depositó todo en la caja.

          El padre Afanacio, que ya había llegado al segundo nivel de embriaguez, metió las manos  debajo de su sotana negra y, al cabo de un rato, extrajo un bulto considerablemente grande envuelto en plástico y atado con un hilo crudo. Lo apoyó sobre la mesa, levanto el crucifico que llevaba colgado del cuello y bendijo el paquete. Luego lo depositó con mucho cuidado adentro de la caja. Después de ese acto solemne de la santa confianza movimos nuestras miradas hacía Klavdia.

           Klavdia se puso confusa, retrocedió un par de pasos, se chocó la espalda contra la puerta y, dándose cuenta de que no había salida, bajo  el influjo hipnótico  de nuestras miradas, se dio vuelta y, hurgando un rato entre sus innumerables prendas, sacó dos fajos de dinero atados de ambos lados con gomas elásticas.

          El padre Afanacio, habiéndose redimido de la carga de la responsabilidad, sirvió, él mismo, el vino en copas y, después de vaciar la suya, se secó sus labios con la parte posterior de la manga de su sotana. Klavdia, en cambio, se quedó en silencio, se puso triste y se acurrucó en un ovillo indefenso. Tuve ganas de sentarme a su lado y abrazarla por los hombros.

─¿Adónde transporta esa plata, padre? ─curioseó Vasiliy.

─Al Irkutsk. Son donaciones de feligreses fieles que decidimos conceder a la municipalidad para la construcción de un nuevo templo en una aldea ─padre Afanacio respiró hondo y se secó el sudor opíparo de su frente─. No veo la hora de llegar y entregar esa plata a la persona que me va a recibir. Mucha responsabilidad. Demasiada carga para mí solo. Pero no hay que quejarse de las cargas. Son las cruces que debemos llevar. ¡Omnia in bonum!

─Yo he leído un mito sobre eso ─decidí entrar en  conversación ya que ser solo un oyente ya me aburría─, Un hombre que llevaba su cruz se quejaba de que la cruz de él era demasiado pesada. Y pedía a Dios cada rato que le ayudara achicar la carga. Al fin de su camino  debería cruzar un abismo ardiente y la cruz le debería  servir de puente. Pero como se la achicaba, la cruz quedó muy corta y no pudo cruzar para entrar al jardín del paraíso.

─Hay, jovencita. Ese mito sirve más como una fórmula sobre la inmortalidad ─carcajeó Vasiliy─ se lo tendré en cuenta. Y usted, padre, ¿qué opina sobre eso? ¿Hay que pedir a Dios que nos ayude en nuestro camino terrestre o debemos  aguantar con las bocas cerradas todo lo que la providencia nos manda?

          Padre Afanacio, hipando y eructando quedamente, con la mirada meditabunda, lo que dejó en evidencia que  había saltado unos cuantos escalones de su melopea, pestañeó y apoyando la barbilla en la palma de su mano, como si se preparara para una larga historia, habló:

─Vivieron en mi parroquia dos hermanas mellizas. Ambas eran solteronas: Sofía lo era por vocación, y Sonia por desgracia. Sofía era una mujer muy linda. Era consciente de su belleza y la aprovechaba. Siempre rodeada de aficionados. Tenía toda clase de pretendientes para su mano; y de un buen pasar económico, y de una buena posición social. De poetas y artistas ni hablar; los inspiraba con su mirada, con su sonrisa, con su coqueteo.

─Usted, padre, acaso no estuvo también enamorado de ella ─pregunó Vasiliy guiñando un ojo.

          Klavdia ya parecía tranquilizarse y ahora estaba sentada muy cerca de la mesa comiendo un huevo duro con rabanitos, que mojaba en sal fina después de cada bocado. La pregunta de Vasiliy la atribuló, pero  clavó su mirada en  la cara del padre Afanacio esperando su respuesta. El padre Afanacio ignoró la pregunta y continuó su historia con una expresión de virtud en el rostro:

─Sonia, en cambio, era una muchacha demasiado diminuta, demasiado tímida, demasiado modesta. Todo demasiado. Y nada exigente. Sabía contentarse con poco. A las mujeres de esta clase los hombres no solo no las notan, sino que simplemente no las ven. Es sorprendente, pero fue muy interesante observar cómo la belleza, que la naturaleza les otorgó por igual, se transformó en cada una en forma distinta.  Cuando mi predecesor, el padre Klimentiy, me las presentó ni siquiera me di cuenta de que eran mellizas. De eso me enteré más tarde; y la paradoja de cómo dos rostros que habían nacido idénticos ahora eran tan diferentes, me asombró. Sofía era brillante. En sus ojos siempre había una chispa. Su mirada era directa y desafiante; la risa resonante y encantadora. Sonia era sumisa. Hablaba con voz muy baja, desviando la mirada, y en las raras ocasiones en que uno  lograba  captarla, ésta se extinguía de inmediato. No, no había ni pena ni tristeza en esa mirada. Era la  pura resignación. Diferentes no eran solo sus rostros, sino  todo: la esencia de cada una, la personalidad, la manera de ser.

─Usted es un poeta, padre Afanacio ─concluyó Vasiliy prendiendo un cigarrillo, aunque fumar  dentro de un  platz-carte está prohibido─. ¡Un verdadero Omar Jayam! Los une el hecho de que sus talentos se revelan al llegar al fondo de sus copas.

─Lo que Omar Jayam encontraba en el fondo de la copa era la certeza, no el talento ─dije molesta por la absurda burla de Vasilio. Me levanté para abrir la ventana. Una corriente del aire vespertino refrescó el ambiente viciado. Ahora fui yo quien rellenó los vasos y extendiendo mí brazo para hacer un brindis, dije─. Sigue, por favor, padre Afanacio. Es muy interesante su historia.

          El padre Afanacio carraspeó, desecó su frente con una servilleta y continuó:

─Perdón. Trataré de ser más breve. ¿De qué hablábamos? Ahh, sí, sí. De pedir. La palabra favorita de Sofía era “quiero”. Aunque su petición era más parecida a una pretensión.  Pedía por igual tanto a hombres como al Señor Nuestro. Y, lo que era más interesante, recibía. Recibía todo lo que pedía y deseaba. Y al parecer,  era feliz.

─Déjenme adivinar ─otra vez interrumpió Vasilio expulsando una porción de humo justo en la cara del padre Afanacio. El vaho gris azulado se espesó sobre la mesa y luego flotó suavemente desapareciendo  por la ventana abierta─. La frase preferida de Sonia seguramente era, “no, gracias”.

─Podría haber sido ─explicó padre Afanacio─ si alguien le hubiese ofrecido algo. Pero no. Nadie le ofrecía nada. La frase preferida de Sonia era, “yo puedo sola”.

─Una frase muy soberbia y orgullosa ─introdujo su palabra Klavdia, enseguida tocó su busto y, al recordar que la plata ya no estaba allí, se sonrojó─. Su sumisión es altiva y desdeñosa. Pero yo creo que la ingratitud no es hermosa.

─Usted le debería enseñar que el orgullo es un pecado mortífero ─dije─. ¿No es su misión principal guiar a los perdidos, padre?

─Si, hija mía. Y se lo enseñé. Muchas veces le había dicho que el orgullo es el deseo desenfrenado de honor, gloria y poder. Es la grandeza sin Dios. ¿Y saben qué respondía? Me decía que no había grandeza en ella, simplemente  creía que el mayor pecado es molestar a Dios por  nimiedades. Mientras  ella  pudiera sola,  prefería que Dios dirija su mirada a los que más la necesitaban. Y cuando ella realmente necesitara su ayuda, la  pediría sin duda alguna.

─¿Y cuantos años la esperó Dios? pregunté─. ¿O todavía sigue esperando?

          El padre Afanacio me miró un instante en silencio.

─Noventa y ocho años. Sonia murió el año pasado teniendo noventa y ocho años. Su vida  fue dura, pero jamás se quejó. Aguantó todas las dificultades. Su cuerpo se encorvó y se dobló. La escasez de las savias vitales se veía en su piel seca a amarilla. Su rostro estaba castigado por el tiempo y surcado hasta lo irreconocible. Lo único que quedaba de  aquella Sonia que yo  había conocido cuando ella recién tenía cuarenta años, era la muestra de resignación en sus ojos.

─¿Y Sofía? ─preguntó Klavdía.

─Sofìa falleció diez años después de haberlas conocido. Tenía un poco más de cincuenta. La atacó un cáncer que en pocos meses se la llevó de este mundo. En uno de sus últimos días, la visité y fui testigo involuntario de una charla entre las hermanas. “Prométeme no llorar”, decía Sofía, “sé que es mucho pedirte que pongas música y sé que no lo vas a cumplir, pero por lo menos encárgate de que nadie llore. He vivido, Sonia, ¡qué bien que he vivido! Yo pedí a Dios que me retire de ese mundo siendo yo todavía atractiva, porque quiero que la gente me recuerde así. Él simplemente cumple  mi deseo”. “Estás delirando, hermanita”, le contestaba Sonia, “tú y tus deseos”. “No me interrumpas”,  la acalló Sofia, “debes saber que yo no me voy de este mundo del todo tranquila. Me preocupo por ti. Tú me preocupas mucho. No vivís, hermana. Estás existiendo, no más. Pero la vida hay que vivirla”. Así fue.

—Igual no me quedó claro, padre —resquemó Klavdia, primera en reaccionar y por alguna razón susurrando—. ¿Hay que pedir a Dios o no?

—Dios es todopoderoso, Klavdia —respondí, aunque más para mí misma que para los demás—. Negarse a pedir  por creer que dando atención a uno la negará a otro más necesitado, es lo mismo que dudar  de su omnipotencia. Sonia vivió una vida larga, pero gris y opaca, sin sabor, sin gusto y sin Dios. Se hizo  prisionera de sí misma.

—No sabemos—se opuso Vasiliy, pero de alguna manera triste y no del todo inteligible—. De todos modos yo no tengo de qué preocuparme. Muchas veces le he pedido.

          Cada uno de nosotros se sumergió en  su interior, como si  contáramos cuántas veces no ofendimos a nuestro creador con nuestra desconfianza. El silencio reinó, una mosca, que Klavdia todo ese tiempo había estado espantando con la palma de su mano, ahora saboreaba una empanada frotando sus patas traseras, y el monótono golpeteo de las ruedas se convirtió en una canción de cuna. Esta canción fue interrumpida por el padre Afanacio cuando, mientras cabeceaba en su duermevela, su mano resbaló y su cabeza cayendo golpeó la mesa.

—A veces tengo la sensación de que Dios no me oiga —dijo Klavdia con angustia.

—O no sabes escuchar. Y si crees que no te escucha, ponte rebelde entonces, como los niños —aconsejé y nos reímos todos. El padre Afanacío expulsó un ronquido atronador. Vasiliy bostezó y yo saque de mi mochila el jabón, el cepillo y el dentífrico.

—Con ese posfacio propongo terminar el tema. Es la hora de dormir —concluyó Vasiliy en murmullo  levantando el puño de su camisa para ver la hora, pero no encontró el reloj y le costó un par de segundos recordar que  lo había depositado en la caja de confianza. Entonces se levantó y empezó a desarmar la cama. Klavdia limpió la mesa y también se acostó. Padre Afanacio se tumbó sobre su lugar y se durmió enseguida roncando fuerte.

          Yo me fui al baño que estaba en el final del vagón. El pasadizo ya estaba en penumbras con las luces amortiguadas. Los platz-carts vecinos estaban silenciosos y solo en uno todavía sonaba una eufonía de una guitarra acompañada por una suave voz femenina que contaba una canción. Me detuve a escuchar:

“Te reconquistaré de todas las tierras y de todos los cielos.
Te recuperaré de todos los tiempos y de todos  los templos.
Te protegeré de todas las banderas y de las espadas doradas”

          El aire fresco sopló sobre mi cara desde la ventana entreabierta. La luna llena y las estrellas se congelaron en el cielo negro y, en ese congelado fono negro, los campos y los bosques parecían envueltos en un loco movimiento silencioso. Elegí la estrella más grande y brillante. Brillaba con una luz fría pero hechizante.  Y desde ella, desde esa estrella titilante, alguien me miraba sonriendo y guiñándome.

“Te reconquistaré de todos y de aquella única mujer

Vas a ser de nadie y de nadie seré yo.

En la noche terrenal soy más fiel que un perro.

Y solo maldigo, que no puedo reconquistarte de ti mismo”

          “La gente necesita tu amor”, le dirigí mis pensamientos a él, al sonriente invisible. “Necesitan amor. Lo anhelan, oran por él, adorándote, honrándote con cánticos. ¿Y tú? Amar a todos es lo mismo que amar a nadie. Quizás por eso estás tan silencioso. Sonriente y silencioso”. Le sonreí, le devolví el guiño. “A ver, ¿cómo los protegerás a tus fieles?”, le dije en voz alta, casi a grito y me di vuelta para volver a platz-carte decidida en  lo que voy a hacer.

          Ya adentro, habiendo puesto mis cosas de vuelta en  la mochila y antes de salir para bajar en la próxima estación, miré a mí alrededor. Vasily dormía como un niño, acurrucado, con las piernas dobladas y  las manos debajo de su mejilla. Se sonreía. Claudia dormía con la cara vuelta hacia la pared, cuidadosamente tapada. Sobre su almohada, se veía solo su espeso cabello rubio trenzado. El padre Afanacio dormía de espaldas, con la boca abierta. Incluso dormido, su rostro expresaba una bondad ilimitada. Les observé una vez más y salí.

          Además de mí, en la estación se bajaron otras cinco o seis personas. Lloviznaba. La plataforma nocturna estaba vacía. No había abuelas vendiendo  empanadas, ni entrometidos porteros, ni estafadores, ni huérfanos. La azafata, con los ojos somnolientos, la comisa almidonado organdí arrugado, bostezando con los labios descoloridos, cerró la puerta y el tren empezó a moverse, aumentando la velocidad y luego desapareció en la neblina.

          Me quedé un instante observando el turbio resplandor del tren a través de la lluvia liviana despidiéndome de Vasiliy, dormido acurrucado; de  la cariñosa provinciana Klavdia; y del padre Afanacio. Les dije adiós desde la acera de ladrillo; logré acostumbrarme a ellos y hasta quererlos.

          La estrella titilante estaba en  el mismo lugar y desde ella, ese alguien me seguía mirando, sonriendo y guiñándome un ojo. ¿Cuántas veces le hablaba? ¿Cuántas veces le pedía? Pero él solo me mira, sonríe y me guiña un ojo. Y yo sigo mi camino, tal vez equivocado, esperando que un día, quizás, me responda.

          Le devolví la sonrisa. Colgué la mochila sobre mis hombros, puse la caja de zapatos de Vasiliy bajo uno de mis brazos, y abandoné la estación en busca de un taxi.

—Hasta la estación de ómnibus —dije al taxista. El taxista, sin saludar y sin mirarme, encendió el motor y prendió el camino. El coche aceleró levantando piedritas de pavimento.

          “Qué taxista tan simpático”, pensé con ironía echándome contra el respaldo del asiento trasero. La adrenalina me apretaba el estómago. La euforia de felicidad, que experimentan los ganadores, me embargó. Pero al mismo tiempo, entendí que mañana la euforia podría convertirse en una profunda angustia de un preso tras las rejas. Y eso me alentaba aún más.   Ahora lo principal era hacer todo bien. Lo principal era no cometer errores.

—¿Puedo pagar con tarjeta? —consulté de costumbre.

—Sí —respondió lacónicamente el taxista poco simpático.

          “Pobre hombre”, pensé, “no es de buena vida cuando uno se  obliga trabajar de noche, en vez de dormir plácidamente abrazado a su mujer”. No sé por qué, pero me imaginé al taxista poco simpático durmiendo abrazado suavemente a Klavdia. Acaricié con la mano la tapa de la caja de zapatos, el tesoro que me distinguía radicalmente del triste taxista y la apoyé sobre el asiento al lado mío. Quitándome la mochila de los hombros, saqué de ella una gorra de béisbol, que inmediatamente me la puse bien por arriba de los ojos para tapar la cara, y la billetera para sacar la tarjeta, pero la voz de mi consciencia me repitió: “lo principal es no cometer errores”.

          Las escasas luces nocturnas se precipitaban a lo largo de la carretera. A veces, se veían las luces de alguna casa solitaria, cuyos propietarios, a pesar de la hora, por alguna razón no dormían. Pronto hemos llegado a la estación. Pagué en efectivo y le dejé el vuelto. El taxista poco simpático ni siquiera me agradeció. 

          Apearé del taxi y caminé hasta la entrada de la terminal. Detrás mío, escuché el sonido de un motor en marcha y el rechinar de neumáticos de un automóvil girando sobre el asfalto. Me detuve y me volví, y cuando alcé la vista vi los faros bailar y desaparecer de campo de mi visión con el conductor poco simpático al volante. Una sensación de inquietud se derramó con un hilo de sudor frío desplazándose por mí espalda y con un desagradable sabor agrio en mi boca.

          Bajé la mirada; y vi mis brazos tontos colgando libremente a lo largo de mi cuerpo.

Mar16May202302:44
Información
Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

Angelito

Sólo Francesca podía entrar al estudio del Maestro. Era la única que conocía el orden de los cinceles, el lugar preciso de cada martillo y escofina; sabía quitar hasta la última mota de polvo de los bloques de Carrara con el mimo que merecían las maravillas que tenían dentro y, sobre todo, su discreción le impedía hablar de las obras en proceso. Para ella, las formas humanas y divinas que parecían querer escapar del mármol eran solo barro inanimado, arcilla previa al hálito de vida de su amo.

Había servido al Maestro casi cincuenta años; primero como su aya y luego, cuando a los veintitrés él esculpió aquel Bacco memorable que le dio fama y pudo al fin emanciparse de su padre, lo siguió sin dudar convertida en su criada.

Ya vieja, a Francesca le fue más fácil ver en el Maestro al hijo que no tuvo y una vez deseó de él, porque no siempre su amor fue filial. Cuando tenía aún la carne firme soñó muchas noches que ese joven talentoso le embellecía el rostro de caricias, le moldeaba facciones de princesa haciéndola deseable, irresistible, hasta que en un arrebato, la poseía. Pero las criadas ven morir sus ilusiones con el tiempo, y amarlo como a un hijo parecía acaso razonable. El Maestro mismo dijo una vez que ella fue para él como una madre.

Una mañana de 1542, año en que el papa Paulo III instauró la Congregación del Santo Oficio, el Maestro entró en el estudio para darle los toques finales a un Adán y Eva y al verlos, lo abrumó su belleza; se notaba el amor en ellos, ese amor profundo, abisal de los predestinados…, pero les faltaba algo: un amor así requería un fruto; ¡lo exigía!… Oteó el estudio buscando inspiración y bajo el andamio, justo a los pies de Eva, vio un pequeño bloque de mármol preñado de un niño hermoso. No era Caín ni Abel, sino la humanidad entera: el hijo del hombre con todo su candor original, pletórico de amor y ansias de sabiduría. Sin siquiera abocetar, tomó el cincel basto y comenzó a tallar en un arrebato febril. No estaba improvisando; una certeza mística guiaba su desbaste como si ese niño atrapado en el mármol lo llamara y él solo estuviera librándolo de su crisálida. Trabajó frenético siete días sin salir del estudio ni dejar que Francesca entrara, y cuando el raspín curvo bruñó por fin el último rizo de cabello, blanco de polvo, como si él también fuera una estatua, se sentó a admirarlo. Lloró de gozo. ¡Era lo más bello que había visto!: un niño dormido que sonreía echado de lado ante Adán y Eva, con una palma en la tierra fértil y la otra en su mejilla.

Sumido en el ensueño del agotamiento, el Maestro creyó verlo respirar, alucinó espasmos sutiles de las piernitas recogidas… Restregó sus ojos intentando en vano aferrarse a la vigilia, y al apoyar la espalda en el sillón, se quedó dormido.

Esa noche, Francesca oyó ronquidos y se atrevió a entrar al estudio. Confundida por el caos, sólo los resuellos evitaron que confundiera al Maestro con un ebrio esculpido. Sacudió la marmolina en torno a él, lo desvistió con mimo para lavarlo y lo llevó a la cama antes de irse a dormir.

Volvió al estudio al alba. Sacudió los lugares altos y antes de que la polvareda se asentara, escuchó toser a alguien.

—Amo, ¿qué hace levantado? Debería descansar… —nadie respondió—. ¡¿Quién anda ahí?! ¡Muéstrese ahora mismo! —gritó, y tosieron de nuevo.

Con el corazón desaforado, Francesca ganó la puerta no para huir, sino para evitar que el intruso se escabullera y de pronto, de la niebla que el sol hacía brillar y encandilaba, avanzó hacia ella un niño completamente blanco. Lo tomó por los hombros y él la abrazó sonriendo.

Povero angioletto di Dio! —exclamó Francesca enternecida, imaginando que il bambino se había metido la noche anterior para no dormir al raso, tal vez mientras llevaba al amo a la cama.

«Pobre angelito de Dios», repitió sacudiéndole el pelo y limpiando el polvo de su rostro. ¡Qué hermoso niño era! Temió que su amo se enojara al verlo, que lo echara a la calle…, ¡y ya venía! Alarmado por los gritos, el Maestro bajó la escalera, dio dos pasos hacia ella y, al ver los rizos del niño asomando sobre un hombro, cayó de rodillas:

Il mio bambino! Il mio bellissimo bambino!… Sei vivo! —gritó, llorando de emoción.

La criatura besó a Francesca y corrió riendo al abrazo de su padre.

Ella no se asombró cuando más tarde —mientras el niño recién bañado, con un improvisado taparrabos descubría las delicias de la leche tibia y el pan con mermelada— el Maestro confesó haberlo creado en un arrebato de inspiración divina, «con mucho más amor que mármol». ¿Por qué iba a asombrarse?, si había visto palpitar las venas en tantas esculturas suyas; si mientras limpiaba el estudio ella les hablaba, segura de que la estaban escuchando y no respondían por no desdibujar la belleza de sus rostros.

Pactaron guardar el secreto. Dirían que Angelito —así lo bautizó Francesca a fuerza de repetir «angioletto di Dio»— era nieto de la difunta hermana del Maestro, que no tenía hermanas, pero en Roma nadie lo sabía.

Angelito era muy inteligente. Aprendía rápido. En una semana habló perfectamente. Detestaba vestirse, andaba siempre en taparrabos, excepto cuando recibían visitas o salían de paseo, cosa que fue cada vez menos frecuente, porque era tan hermoso, la bondad en su rostro conmovía tanto, que todos se quedaban viéndolo, hablando de él, y eso no convenía al secreto.

El niño pasaba buena parte del día en el estudio, observando a su padre y tallando hermosas figuras de madera. Tenía mucho talento, pero sus obras desaparecían misteriosamente y un día, el Maestro le pidió a Francesca que lo espiara para saber dónde las escondía.

Desde la cocina, ella lo vio escabullirse por una ventana con el morral al hombro. Lo siguió sigilosa hasta el mercado, donde se reunió con unos niños harapientos que lo rodearon en algarabía mientras él les regalaba caballitos, bueyes, personitas de madera… Francesca regresó a casa conmovida para contarle a su amo, entre hipos y pucheros, el destino de las obras de Angelito. El Maestro también lagrimeó al decir orgulloso: «¡Claro! Está hecho de amor… Debí saberlo», y esa noche, en la cena, lo aconsejó:

—Tienes un gran talento, Angelito. ¿Por qué regalas tus obras? Deberías venderlas…

—Pero, ¿y si el que las necesita no pudiera pagarlas? —preguntó el niño.

—Cuando la obra es buena, siempre hay quien la pague —acotó el anciano.

Angelito quedó pensativo y, mientras Francesca servía la tisana, quiso saber:

—¿Acaso soy egoísta, padre? —el Maestro respingó:

—¡No, mi niño! Al contrario, creo que eres demasiado generoso.

—¿Está seguro, padre? —preguntó Angelito confundido—. Recibo mucho por lo que doy; me llena de gozo la alegría de esos niños… Además, si la generosidad es una virtud, ¿cómo podría darse en demasía? ¿Acaso se puede ser demasiado generoso, demasiado bueno, demasiado bello, tener demasiado talento…?

El Maestro no respondió; las palabras se le trabaron en la garganta. Enjugó sus ojos en la servilleta, besó la cabecita del pequeño y se fue a dormir.

Pasaron dos, tres, cinco años, y los ancianos empezaron a preocuparse: ¡Angelito no crecía! Tarde o temprano alguien se daría cuenta, y si el rumor llegaba al Santo Oficio, de poco le valdría al Maestro el favor del Papa. Consideró irse de Roma, volver a su heredad en Arezzo o radicarse en Florencia, donde el mecenazgo de los Médici le garantizaba un buen estipendio, pero se sentía viejo, y con la excusa de que Francesca no resistiría el trajín, desechó la idea.

El cuerpo de Angelito no cambiaba, pero por dentro había crecido mucho. Como no dormía —lo había hecho por siglos en el mármol—, dedicaba sus noches a leer y, para entonces, no quedaba un libro en la extensa biblioteca del Maestro que no supiera de memoria. Se había vuelto sabio, tenía una agudísima percepción de las emociones ajenas y las tribulaciones de sus mayores no pasaron desapercibidas, así que una noche, durante la cena, propuso hacerse cargo de las tareas de la casa; mudaría su camastro al cuartito del estudio, donde nadie entraba, y ya no saldría a la calle. Francesca solo tendría que hacer las compras y él mantendría todo tan limpio y ordenado como siempre.

Los ancianos suelen resistirse a los cambios de rutina, pero aquellos traían tanta paz, disipaban tantas angustias, que el Maestro y la criada aceptaron gustosos.

Como ya no tenía nada que leer y estaba todo el día encerrado, Angelito se aficionó a pasar las noches en el patio, observando el firmamento bajo un manzano solitario al que llegó a amar profundamente. De él aprendió el verdadero propósito de la vida. Ese árbol solo, confinado en su prisión, se entregaba jubiloso; florecía para las abejas; daba sus frutos al que los necesitara, fuera gorrión, gusano o niño; ofrecía sus ramas a los pájaros… Ese árbol nutrido apenas de luz, abrazado a tan poca tierra, le enseñó lo que los hombres no lograban entender: que vivir es ser parte de Todo y el egoísmo, una claudicación del alma que convierte la vida en una larga y triste espera de la muerte. Supo entonces que sólo de la generosidad se obtienen recompensas valiosas; todo lo demás es efímero y vano.

Francesca murió en el invierno del ‘51. Era feliz. Hacía mucho que el Maestro la llamaba madre, quizás influido por el niño, que no quiso apartarse de ella durante el velorio y se dejó ver por los curas, obispos y cardenales que fueron a condolerse con el creador de las obras más bellas del Vaticano. El funeral fue en el hermoso mausoleo que Angelito erigió para sus padres en el patio, atrás del manzano, en cuyos flancos emplazó las efigies de Adán y Eva del Maestro.

La vida sin Francesca fue más triste. El Maestro dejó de trabajar y el niño no hallaba la forma de animarlo, hasta que un mes más tarde, una partida armada fue a arrestar al anciano. Lo acusaban de taumaturgia. Angelito, desde su escondite bajo el piso del taller, escuchó impotente cómo lo maltrataban, resistiendo el impulso de salir a defenderlo, consciente de que si se dejaba ver, lo condenaría. ¡Él era la prueba irrefutable del pecado! Lloró en silencio, sin poder entender por qué consideraban un delito el acto de amor sublime de darle vida. ¡Pobrecito!, no conocía el mundo ni se había dado cuenta hasta entonces de que los viejos no lo tenían encerrado para protegerse a sí mismos, sino para protegerlo a él de la mezquindad humana, de una sociedad miserable que no lo merecía.

Doblegado por la tortura, el anciano confesó todo, excepto el paradero de Angelito. Ningún tormento le hizo cambiar la historia de que tras el entierro de Francesca, el niño desapareció.

Murió en el potro y condenaron su cadáver a la hoguera Damnatio memoriae, la peor pena concebible para un artista.

Angelito recurrió a los niños harapientos del mercado, ya crecidos, convertidos en contumaces delincuentes, que robaron el cuerpo amortajado del Maestro enviando otro a la pira y esa noche, en el mausoleo, asistieron a su amigo en las exequias.

De madrugada, Angelito sacó un cajón de marmolina del estudio y nudo, cubrió su cuerpo de polvo hasta quedar completamente blanco. Se echó de lado junto al manzano, a los pies de Adán y Eva, con una palma en la tierra fértil y la otra en su mejilla, y regresó sonriendo a su sueño milenario.

Nadie recuerda el nombre del Maestro, borrado de todos los registros. Sus obras, demasiado bellas para destruirlas, se le adjudicaron a otros cuyos nombres fulguran en los anales del arte, usurpando el lugar del olvidado.

Pero hay voces anónimas que aún susurran en los tugurios de Roma, voces del pueblo que custodian tenaces la mítica verdad y cuentan que bajo los cimientos de un edificio en la Via della Vita duerme un Dios niño, hijo del hombre, soñando un mundo que no fue y acaso creará un día, cuando decida despertar.

Lun15May202321:36
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Autor: Leonardo Ossa Castaño
Género: Cuento

Resurrecto

Sus cejas profusas y rematadas hacia las sienes en retorcidos vellos con forma de cuerno hacían juego con sus bigotes puntiagudos, su chivera, su piel oscura, sus ojos negros y la voz grave, para dar suficiente aspecto luciferino al rostro.

Llegó preguntando si teníamos algún paciente muy anciano, con características tan particulares, que no admitieron duda al momento de identificar a uno que teníamos allí.

  • Estuvo hospitalizado tres días, pero, ha fallecido. Le informé. ¿Es usted su pariente?

Dijo que amigo, y presentó los documentos que acreditaban la identificación del cadáver. Yo mismo revisé los papeles. Para la fecha, contaba con algo más de los ciento seis años.

  • ¡Vaya longevidad!  Me admiré, y agregué unas palabras formales de condolencia que no pareció escuchar.

Procedimos, cumpliendo requisitos estipulados, a entregar el cuerpo que reclamaba.

En la tarde al finalizar mi jornada, observé por casualidad el cartel que anunciaba el entierro del anciano para dos días después. El féretro se encontraba en la única casa de velación del pueblo, acompañado sólo por dos lamparillas, un empleado de la casa funeral, y tres seniles devotas que persisten en rezar el rosario de manera voluntaria, cada que resulta un difunto. Me inquietó no ver allí el crucifijo de plata bruñida que siempre se erige en el salón de exequias, y tampoco ver a la persona que reclamó el cuerpo.

Más adelante en mi camino también leí, que se anunciaba la presentación de un mago que prometía por un precio justo, deleitar al público con actos asombrosos, y entre ellos, la mismísima resurrección de un cadáver de tres días. La piel se me erizó al reconocer en el anuncio, que el ilusionista, era la persona que durante la mañana se había encargado de los restos del finado.

Me pregunté si habría en ello algo en contra de la ley. El crimen es acabar con la vida de alguien, no recuperarla de alguna manera. – me contesté – Así que compré mi tiquete para ver aquello.

Llegado el día y la hora anunciada el sitio estaba colmado. Vimos los trucos que en estos actos se acostumbran, y después, con impúdico morbo el auditorio rogaba trajeran al muerto. Entonces procedió el servicio funerario a ingresar el féretro, y comenzó una oscura ceremonia que agitaba nuestros corazones. La tapa del ataúd fue retirada y el olor mortecino flotó inmisericorde sobre todos. Tras alguna agitación de manos y vociferaciones indescifrables, una recia voz ordeno al anciano que se levantara. El silencio era absoluto, nadie parecía respirar. De pronto el cajón con el cuerpo crujió y todos vimos sentarse al longevo. La admiración y la algarabía crecieron exponencialmente. Hubo de nuevo silencio cuando el viejo dejó con movimientos pausados el cofre, para hacernos una rutinaria venia.

Asombrados escuchamos claramente al mago instruirle: “Ve y te bañas hasta que te deshagas de ese olor. Come algo de alimento y muérete en el siguiente pueblo, que yo te estaré alcanzando para revivirte en pocos días”.

Dom14May202321:10
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

La espera

Al fin la espera había terminado. En cuanto Don Eusebio la vio en la puerta, su corazón se aceleró de felicidad. Ahí estaba ella, a quien tanto había esperado.

Dicen que los dolores articulares conforme pasan los años se vuelven insoportables y no, él demostró en ese momento que no son a causa del tiempo; a veces, es por falta de felicidad, exceso de analizar un rostro en un espejo y constatar que inevitablemente estamos envejeciendo y, automáticamente dejamos de sentirnos jóvenes.
Pero para Don Eusebio eso ya era pasado, porque en cuanto vio a su amada en el umbral de la entrada, se levantó de la silla con una energía impresionante que ni siquiera le dio tiempo de pensar en sus enfermedades. Así que corrió hacia ella, la abrazó y le dijo: —Creí que te habías olvidado de mí, por un momento pensé que te había perdido para siempre. Quise salir a buscarte, pero no sabía por dónde comenzar, ni cómo hacerlo— le dijo llorando mientras ella le correspondía con un abrazo fuerte, casi maternal.

—Tranquilo, que ya estoy aquí, ¿cómo creíste que te iba a olvidar? Si eres el amor de mi vida. Yo nunca me olvidaría de ti, Eusebio, así que trata de tranquilizarte, lo importante es que ya estoy aquí, que ya estamos juntos.

Él, por su parte, no paraba de llorar en su pecho y le decía: —Tengo tanto que contarte, mi vida es horrible, cada día estoy más enfermo, estoy solo, viejo, mi único hijo falleció en un accidente y vivo de limosnas, de lo que la gente de buena voluntad me ayuda… No sabes la falta que me has hecho, no sabes lo feliz que estoy de verte; no sabes lo mucho que te he esperado. Gracias, gracias—. Después de tantos años, Don Eusebio estaba feliz, ¿y cómo no estarlo? Al fin, su difunta esposa, había regresado por él.

© Cuauhtémoc Ponce

Dom14May202302:19
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Autor: Emanuel Papagni
Género: Cuento

Ernesto está por llegar

"Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”.

Silvio Rodríguez

El pánico a la hoja en blanco no existe, es mentira. Lo que yo viví fue más bien el bloqueo de escritor: un estado en el que tenés ideas literarias, pero no te sentís atrapado por el desvelo. No lográs que esas chispitas que se encendieron tibiamente con un eco ocurrente en la poslectura de un cuento inspirador ardan realmente y hagan una fogata sencilla donde sentarte a disfrutar de tus historias contadas a la nada. El bloqueo de escritor te llena de vergüenza y te asoma al borde de la angustia existencial. Es como irte de pesca con la mejor caña al río al que siempre fuiste y no solo no sacar nada, sino sentirte un inútil y verte ridículo. Porque, después de años de pesca, el agua se rebeló y no quiere darte un pedacito de esa vida que burlescamente ondula bajo tus pies. Entonces, pensás de otra manera. Quizás el fuego que animaba tu mundo interno desapareció porque ya no lo merecés. Fantaseás con una alocada explicación en la que esta flama (“vesta” le decían los romanos) podría ser una virtud honorable otorgada por algún dios a quien la necesite. Pero un don que viene con un período de prueba a quienes intentan comprarlo. Y por alguna decisión desconocida de alguna justicia artística, ese espíritu animador sería quitado si el portador no rindiera honor a la belleza como un verdadero escritor.

Me encontraba en esta hipótesis desencajada cuando di con la verdadera razón de la sequía narrativa. Fue el reconocimiento de una voz. Pero no cualquier voz. Era una voz humana pesimista, contrariada y al mismo tiempo tensa que salió disparada entre otras oraciones que dije y en un milisegundo opinó algo así: “en los sueños, ese escritor desesperado por historias, podría hacer un pacto con alguien divino para pedir más tiempo y luego buscaría en la vida diurna a un amor inspirador de textos que le permitiera sellar la compra de ese talento trascendental, que, por supuesto, no conseguiría de la manera antes sugerida”.

La idea fue deslizada en un flash. No era brillante. Pero fue suficiente para reconocer que esa voz había sido el tono que elegí para el último narrador de un cuento fallido. Era como la voz interna de un alter ego que vivía dentro de mí y al que nunca había escuchado así, de esa manera. Antes era una voz que siempre se escondía entre mis pensamientos y se hacía pasar por mí. De esa manera, me hacía creer que lo que yo pensaba sobre un cuento no era otra cosa más que yo mismo jugando a ser otro. Pero ahora lo sé. Esa voz, que se apareció demasiado entera y destapada, era la responsable de por lo menos el último texto fallido. Y se había aparecido así, tan disociada de mí, seguramente debido a un impulso irrefrenable ante una de mis típicas hipótesis incompletas.

Ahora que sabía que esa voz era poderosa y al mismo tiempo impulsiva, abandoné esa idea estúpida del pescador y comencé a creerme un cazador. Pensaba que las condiciones para serlo eran tres: disponer de un señuelo, tener una víctima y conocer sus movimientos para poder atrapar a mi alter ego inesperadamente.

Puse manos a la obra y armé diferentes escenarios de simulación donde sabía que era imposible que ese otro yo narrador que entre nosotros vamos a llamar Ernestono viniera. Empecé probando con bautismos. Asistía con entusiasmo a las iglesias. Me vi en la obligación de dar explicaciones a familiares y amigos que me sabían furiosamente ateo. Les inventé que el tiempo y la reflexión sobre el perdón me habían acercado nuevamente a la fe. Ellos percibían un repentino espíritu cristiano que en realidad no era otra cosa que

avidez por experimentar con todos mis sentidos las parsimoniosas y sabias palabras de los sacerdotes.

 Una vez que llegaba a la misa, imaginaba con lujo de detalles cada una de las historias que se exponían. Era tanto mi esfuerzo que al cerrar los ojos podía verme lejos en el tiempo como un pueblerino más de Jerusalén que escuchaba a Jesús dar su palabra en aquellos cerros áridos. El sol iluminaba su piel trigueña y brillaba en su frente transpirada. A diferencia de mis ilusorios conciudadanos, yo estaba ahí porque esperaba otra palabra reveladora que no era la del mesías: el remate de Ernesto. Pero en lugar de encontrar alguna reverencia ficticia que ridiculizara al mesías y lo convirtiera en un guía espiritual hacia alguna tierra prometida del absurdo, siempre encontraba el silencio. Cada vez que escuchaba palabras como señor, oveja, pastor, ciego, vino, alabanza, esperaba la voz susurrante de Ernesto que viniera a dar el revés de todo con una oración. Pero solo escuchaba la nada. Pensé que quizás esto sucedía porque él sabía que lo estaba esperando. Intuía que todo esto era una trampa. Tenía que perfeccionar la técnica, hacerme de una situación donde lo esperara y casi olvidarme de estar esperándolo.

Entonces, probé con otra cosa. La creatividad a veces viene de contestar lo que otro dice sobre algo. Empecé con el WhatsApp. Contestaba irónicamente los mensajes de mis amigos escritores —algo que antes no les hacía y les debe haber parecido extraño— para ver si entre tanta ironía se filtraba una sugerencia inteligente y espontánea de Ernesto. Entonces les enviaba cuentos que yo sabía con errores, lo que despertaba algún comentario de algún colega para que cambiara alguna palabra pretenciosa o un final anticipado. Yo contestaba siempre con un “claro, claro” o “lógico”, sin devolver ningún otro parecer. Hacía el vacío para que Ernesto diera el contragolpe con aires de superioridad. Pero nada, che. Insistía tanto que a veces lograba que apareciera. Pero no decía otra cosa más que un “no les hagas caso”, “tus amigos son resentidos”. Y no aportaba nada. Era un alter ego vago o depresivo. O estaba trabajando para otro. Pero, claro, todas esas hipótesis eran incomprobables.

Finalmente, volví al lugar que todo escritor utiliza como base central para la caza de alguna idea saltarina y escurridiza: el libro. Me puse a leer para encontrar algún eco de Ernesto. Revisitaba los mejores cuentos de Cortázar y afinaba el oído. Me figuraba como lector dentro de una caverna inviolable para el mundo exterior. Un refugio donde solo vivía yo. Y, más adentro, Ernesto. Y la metáfora era acertada pero lamentablemente solo por el hecho de que Ernesto parecía hibernar eternamente. Pensé que quizás era como un animal que comía de mí y ya no necesitaba rugir ni salir a tomar sol y le chupaba un huevo si yo me compraba un mono o un loro. Pensé que, si escribía con otro, podía usar la voz sugerente de un alter ego ajeno. Podría quizás hacerme amigo de un alter ego llamado Sergio que viviera dentro de un Leonardo y así darle celos a mi alter ego. Pero no. Algo me decía que no funcionaría.

Las últimas oraciones que le escuché fueron cuando leí un cuentazo de un tal Jorge y sentí ese cosquilleo, esas ganas de canturrear una canción que se le pareciera, de volver a hacer algo mío. Entonces apareció. Pero solo dijo “no hay nada que hacer”, “es insuperable”.

Poco a poco, fui dejando el hábito de la escritura. Me resigné a crear pequeños mundos. Y me dediqué a pintar. Aprendí a tocar el piano. Pero nunca pude construir algo propio. No existían otros alter ego creativos en esos rubros o, simplemente, a todos nos dan uno y, si se te vuelve vago, jodete.

Cuando tuve mi primer nieto, soñé con Ernesto. Ya hacía muchos años que habíamos dejado de hablar. Lo vi un tipo afable. Era como de mi estatura. Me golpeó la puerta de casa y me presentó a su familia. Me dijo que esa era la razón por la que dejó de compartir conmigo su espíritu creativo. La vida familiar te hace sentar cabeza, dijo. Cuando uno es feliz, abandona las ideas creativas y empieza a vivir eso que llaman felicidad, soltó al final.

 Yo no sabía si era realmente él o si lo estaba soñando para justificar tantos años de frustración. Quizás quería regresar, pensé. Ahora que murió mi esposa, no me baño ni me afeito y ni siquiera leo literatura. Estaba echado al abandono. Pero de inmediato y de manera absolutamente disociada a mi intención soltó un dejá de pensar pelotudeces y escribamos algo. Y fue así. Una mañana de domingo fui a la verdulería. El vendedor pesaba cuatro naranjas, y escuché la opinión inconfundible de Ernesto. Con el espíritu creativo intacto, me dijo: cuántas cosas se podrían pesar en una balanza. Uno puede ir a la farmacia y hacer uso de una balanza futurista en la que pesan la angustia de los clientes para que el farmacéutico calcule cuánto rivotril necesita. ¡Sos vos!, grité. Y dos viejas me miraron alarmadas.

Había vuelto. Dijo que ya se sentía un viejo choto y soltero y que necesitaba darle un valor lúdico al tiempo vacío.

¿Por qué nunca más me hablaste estos años? Yo soñaba con ser escritor.

—No importa. Ya volví. Escribamos.

—Pero me dejaste solo y sin una obra de arte por décadas. Yo quería que la gente se emocionara.

Tu vida fue una novela emocionante. Preferí ser espectador de eso.

No seas cursi. Fue una vida como cualquiera.

En fin, decidimos empezar el primer cuento. Y fue una maravilla. Yo reía como cuando iba a la universidad. Era una historia sobre un viejo moribundo que desde su cama recordaba las aventuras de su vida y se reía. Y esa risa retrasaba un día más el final. La muerte debía esperar a que se produjera el vacío del sinsentido para recién ahí arremeter y cortarle la conciencia. Era alguien que desgastaba y manipulaba a la muerte. Una idea hermosa.

Pero un día me levanté de la cama para hacerme un café. Y a los tres pasos sentí el piso. Me golpeé la boca. Me sangró el labio. Dolor en el pecho. Era sin dudas un infarto. Todo empezó a desvanecerse.

Cerré los ojos y lo último que vi antes de desaparecer por completo fue a Ernesto sentado en una butaca en una sala vacía, riéndose a carcajadas. Y entonces supe que todo el cuento que me había dictado no era otra cosa que una ridiculez disfrazada de literatura, un intento fallido para dejarme en ridículo y para reírse de mí como  tantas veces lo había hecho, ya que, entendí —tarde, como se comprenden siempre las grandes verdades—, yo nunca fui otra cosa más que un patético personaje de Ernesto.

Sáb13May202323:40
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Autor: Nadia Cecilia Bolchinsky
Género: Cuento

SAGRADA FAMILIA

   

   

   

   

    Allí está él. pálido. espectral. viejo. viejo y harto. mira hacia abajo. sin piedad hunde su cuchillo y escurren hilos de sangre. lacera, desgarra. indiferente corta las vísceras y con total apatía levanta el tenedor hasta sus labios ancianos y resecos. sus ojos se posan en el mantel impecable. solía preguntarme quién será. toda una vida y no tengo idea de quién demonios es. nada, la nada misma. el vacío sobre la silla adornada en lienzos de paño verdoso. cuando era pequeño lo admiraba ¡cómo lo admiraba! ¡la mente de un niño es tan simple, tan ingenua…! él jamás me miró más que para espetarme algún insulto, un gesto de fastidio. ¡vergüenza! ¡su gran vergüenza solía ser!

     El tintineo de los cubiertos sobre la vajilla es el único sonido. él no está aquí, ni en ningún lado. mamá llena su vaso casi a rebalsar y nadie que lo note, ni siquiera ella misma… ahí está él, justo frente a mí. el vaso se llenó como de inmundicia mi vida, la vida mediocre que me dispuse llevar. no quiero ser injusta con mis hijos, los amo, siempre los amé, pero nunca supe cómo. ojalá entendieran que lo intenté. ahí está él, masticando con asco, con la misma repugnancia que veo cuando me mira. la que siente cuando se esfuerza en cumplir lo que él llama “deberes matrimoniales” ¡¿deberes matrimoniales?! ¡cuánta estupidez! la penetración como un deber. si notara que yo estaría tanto más tranquila de no tener que aceptar su arrumaco, que por dentro es también para mí un pesar. lo miro a él, justo frente a mí. a kilómetros de distancia. sobre la pared de la sala el cuadro mismo que pende hace años parece llamarme y alentar una huida. el barco en la tormenta, aquel cuadro, ese barco…

     La miro. está perdida. perdida otra vez, en el estúpido cuadro. él no la mira. nunca la mira. nunca nos mira. esta sala fría, esta situación incómoda. la cena es el momento de la familia, solía decir mamá ¿familia? no. nunca lo fue ni lo será. ¿hogar? más le valdría claustro. mi deber era encontrar un hombre como él y entonces ser una infeliz más. otra como ella. ella que se pierde en el cuadro. que voltea su vista cuando no quiere ver. con frecuencia no quiere ver. como volteó su vista tantas veces cuando él, en nombre de la buena educación, descargaba toda su        furia contra nosotros. perros de obediencia. ¡malditos dogos entrenados! eso debíamos ser. no cuestionar. escuchar y obedecer ¡pero si éramos solo unos niños queriendo vivir! no. eso no se permite en esta sociedad. en este mundo de casas hermosas y manjares que ya no sentimos gustosos…

     Mi hija lo mira, lo sufre, le tiene un miedo atroz. de pequeña lo escuchaba y corría a su habitación a encerrarse por horas. lo evitaba. como cuando entra en la habitación y finjo dormir. me revuelve que se me acerque, que me quiera tocar, me retuerce sentir su pútrido aliento ¿que sí pensé una salida? seguro y no sería difícil. ayer mismo. la ciudad está llena de ratas. la posguerra dejó miseria y la miseria ratas, y él una más. compré algunas cosas y luego lo pedí. un poco en la comida. sería lo mejor. él come ya sin gusto, sin apetencia, pero come. tardaría algunos días, eso averigüe, pero sería la mejor manera. es viejo; no sospecharían; sería fácil. tan fácil como a él le habrá resultado fusilar a un judío o un traidor. si, ayer pensé que lo haría. realmente pensé que lo haría. en la alacena duerme el frasco…

     Lo iba a hacer ¡lo había decidido!, se lo merece. ¿o acaso el que sea mi padre lo redime de sus crímenes? fui a su habitación, sé dónde guarda el arma. la tomé. atravesé la sala y me detuve junto a la ventana del estudio. el aroma del tabaco me devolvió a la infancia, debí esforzarme por reprimir las náuseas. sentí con más fuerza la necesidad de apretar el gatillo. me acerqué; no me veía. no podía fallar, ahí lo tenía a él; él y la posibilidad de disparar todo mi odio. ¡lo necesitaba! ¡lo debía hacer! si supiera que regresé a mi habitación y apoyé el caño en mi sien… cerré los ojos y las lágrimas caían al suelo. ¡si tan solo me hubiera visto…!, habría apretado él mismo el gatillo. no lo hice. en el armario duerme su revólver…

     Iba a hacerlo. finalmente lo había decidido. fue anoche. la casa estaba en silencio y sombras. abrí el cajón. el brillo de la cuchilla lo pedía. temblé ¡muerto! ¡muerto deberías estar! ¡no hay quién lo merezca más! pero no, no pude. volví a encerrar el cuchillo en el cajón y me odié…

     Los platos ya están casi vacíos; el silencio es agobiante. él apoya, tosco, su vaso sobre la mesa. “con permiso”, dice, mirando a todos y a nadie. se levanta y sube las escaleras. nadie, nunca, lo haría…

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