Sáb13May202316:38
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

El ángel

El ángel

Sergio A. Amaya Santamaría

Derechos reservados

El ángel

21/12/2021 2112210089831

Era tarde ya, el viento de invierno calaba hasta los huesos, la niebla empezaba a bajar y yo conducía lento por esa carretera que no conocía. Me dirigía a un poblado de Tlaxcala. De pronto la vi, parada en la cuneta, con un vestido simple, delgado, pareciera que el frío no le molestara. Me detuve cerca de ella para saber si podría ofrecerle alguna ayuda. Era una niña de diez a doce años, su cabello negro y lacio caía sobre sus hombros. No se veía alguien que la acompañara y estaba por anochecer.

Tenía el pelo húmedo por el ambiente, su rostro estaba pálido y los ojos fijos en la distancia, como si viera algo o a alguien en un punto indeterminado.

─Hola, nena, estás empapada, ¿no tienes frío?, ¿dónde vives?, ¿te puedo ayudar?

En algún momento se percató de mi presencia y y corrió hacia el campo, preocupado la seguí, pensaba que algo le pudiera ocurrir; entre la niebla distinguí la forma de una construcción, parecía dirigirse a ella. Era una casa rústica, me percaté al acercarnos a ella, pero la niña no se detuvo en la puerta, corrió hacia la parte trasera.

Cuando la volví a ver estaba parada entre las lápidas de un rústico cementerio. Se detuvo frente a un monumento fúnebre que representaba un ángel con las alas plegadas a los lados de sus brazos. Lo miraba extática, los ojos del ángel de mármol parecían brillar de manera amenazante, cambiaban de color hasta alcanzar un rojo de rubí, pero de terrible frialdad.

En ese instante una negra nube nos cubrió y una voz tenebrosa se escuchó, se percibía a la vez un olor fétido, de materia en descomposición. La voz dijo:

«¿Cómo os habéis atrevido a invadir mi espacio? ─se escuchó siseante, amenazante─»

En un principio no supe a quién se dirigía, pero no me di por aludido. Yo miraba a la niña, alcé la vista hacia el ángel y sus ojos estaban fijos en mí, brillantes, hirientes.

El ángel se tiñó de negro humo y desplegó sus alas, se abalanzó sobre mí y me quedé petrificado por la impresión, el repugnante hedor invadió mis sentidos y una frialdad extraña me oprimía.

La luna pugnaba por asomar entre las negras nubes, pude percibir a la niña, seguía extática, con la mirada fija en el ángel. De algún sitio llegaba el lúgubre reclamo de una lechuza, un remolino de tierra y hojarasca nos envolvía.

«Por qué la persigues? ─preguntó─. ¡Es solo mía y nadie me la va a arrebatar!»

Las entrañas me ardían de calor, pero la piel se congelaba de miedo.

El cielo empezó a relampaguear y amenazantes rayos explotaban en los alrededores, iluminando de forma ominosa el cementerio.

Volví la mirada hacia la niña que empezó a levitar y la cabeza del ángel se convirtió en una monstruosa cabeza de amenazantes mandíbulas, de donde surgían los repugnantes olores, que parecieran emanar del infierno.

El ser infernal aflojó el brazo que me sujetaba y asió a la niña como si fuera una muñeca. Yo caí al piso y me alejé como cangrejo sin perder de vista al horripilante ser.

Introdujo la cabeza de la niña en su bocaza y se la arrancó de un mordisco. Un chorro de sangre le bañó el asqueroso rostro y empezó a mascar con repugnantes sonidos de huesos crujientes.

En ese instante perdí el sentido y todo se me borró. Abrí los ojos y un sol radiante brillaba entre blancas y vaporosas nubes en un cielo azul. El viento jugaba con las ramas de los árboles. Yo estaba macilento, la ropa sucia de tierra y manchas sanguinolentas.

El monumento del ángel se miraba limpio, hermoso, con una mirada de paz y amor en el bello rostro. Trastabillante me alejé en busca de mi auto. Lo puse en marcha y me alejé de ese fatídico lugar.

Me miré en el espejo interior y me vi envejecido, con el pelo canoso a mis veintiocho años, ¿qué ocurrió? Nunca lo supe, nadie sabía de lo que yo había presenciado, cuando hablé con alguna persona pregunté por el rústico cementerio, nadie me pudo dar razón. No existía.

¿Por qué no me mató a mí? Nunca lo supe, pero hasta en mi vejez persiste en mi olfato el repugnante hedor salido de la boca de ¿un ángel?

FIN

Sergio A. Amaya Santamaría

Octubre 21 de 2021

Noviembre 4 de 2022

Playas de Rosarito, B. C.

Vie12May202301:15
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Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

La venganza

Siempre quise llegar a este momento, durante muchos años sólo recibí la imposibilidad y el no se puede como única respuesta a mis deseos. Durante una vida entera busqué ser yo el hombre que estuviera bajo su techo, en su cama, sentado a su mesa, pero la vida me dejó ser nada más que el perro que ladra lejos en sus noches y, desde la distancia, veía con frustración su vida alegre y feliz con el chacarero, cosechador de hortalizas de pelo largo al viento como chalas de un choclo. De adolescentes ella me rechazó una y otra vez y nunca supe cómo ser un individuo atractivo que ella deseara y amara. Ante lo difícil de la realidad, consulté a brujas, adivinos, y todo tipo de personajes que desde la magia lograran dar vuelta ese destino que me era rebelde, pero ninguno me daba una solución de verdad y perdí dinero en eso. Sin embargo, mi venganza contra esta vida llegaría de la manera más inesperada, sin llegar a viejo caí muy enfermo de gravedad y entendí, en el último minuto antes de morir, de qué manera habría de vengarme. A mis deudos les ordené, con la mayor claridad que el hilo de mi voz moribunda podía emitir que, una vez fallecido, hicieran de mi cuerpo cenizas, pero, al contrario de la mayoría de la gente que pide se los tire al río, al mar, o los entierren al pie de un árbol o en una cancha de fútbol, yo solicité algo diferente. Pedí que, en la seguridad de la noche, en alguna oscuridad de puras estrellas sin luna, me concedieran sin que se entere el chacarero ser parte de la tierra de su huerta, ser el nutriente de sus calabazas, zanahorias, pepinos y todo tipo de hortalizas, con el único fin de que mi espíritu entero se incorpore a sus verduras.

Mis deudos, extrañados, consintieron sin poner objeción. Cremado y guardado en una caja de madera, recibí las bendiciones y las lágrimas de una despedida y, con los días, el más silencioso de ellos, el más discreto y ágil, tomo a su cargo la tarea nocturna de hacerme parte de esa tierra.

Me vi así brillante de estrellas sobre la tierra, luego plateado de luna, hundiéndome, fundiéndome en esa huerta, sentí la cercanía de las raíces, el agua que me disolvía y cómo, paulatinamente, me fui volviendo el huerto entero.

Y aquí estoy, plato de hortalizas, servido en la mesa de la mujer que pretendí y del hombre que odié, de los que me rechazaron e hicieron infeliz, con el doble propósito de, por fin sentir la boca de quien amé en vida, que me muerda, me mastique, que su lengua me saboree y, a la vez, incorporarme al hombre que ella ama, ser su sangre, sus músculos, la proteína que alimenta la sinapsis de sus pensamientos, y así, a través de él, poder amarla con todo mi espíritu, en cuerpo tomado, disfrutando de llenarla a ella de mi más sabrosa venganza.

Jue11May202321:29
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Autor: Betty Rodríguez Alberte
Género: Cuento

Las primas

Alicia y Mariana eran primas; habían crecido juntas y, aunque fueron educadas en el mismo colegio de monjas, sus creencias respecto a la religión diferían mucho entre sí. Mariana era muy devota y tenía un comportamiento casi monacal, mientras que Alicia era más liberal.

Con el paso de los años el carácter de Mariana cambió, pasó de ser una niña encantadora a una joven antipática y sin empatía por los demás. Tal vez eso se debía a que, en su adolescencia le habían diagnosticado endometriosis, lo que le impedía ser madre.

Después de graduarse las chicas recibieron como regalo un viaje a Europa. Alicia deseaba conocer París, pero su prima ansiaba visitar la Catedral de peregrinación de Santiago de Compostela en España. Después de varias discusiones acordaron ir primero a Francia y luego hacer El Camino de Santiago a pie. Aunque Alicia no estaba feliz con esa idea, aceptó, pues era la única forma de lograr que su prima consintiera en ir con ella a París.

Luego de una semana en la Ville Lumiére, tomaron un tren hacia Saint Jean Pied de Port, una ciudad pequeña ubicada a unos 700 kilómetros desde la que partirían con un grupo. Alicia aceptó a regañadientes cumplir con esa segunda etapa del viaje, se devanaba los sesos pensando en encontrar la manera de divertirse durante la “dichosa” peregrinación.

Llegaron al hostal a la hora de la cena. Claude, el guía francés, las presentó al resto del grupo. Alicia quedó cautivada con el joven, tanto por su atractivo físico como por su simpatía. La chica estaba fascinada por su acento, le parecía demasiado sensual. A partir de ese momento no se despegó de su lado, algo que no agradó para nada a Mariana, ya que ella también se sentía muy atraída por el muchacho.

En cada pueblo al que llegaba, el grupo se alojaba en hostales donde las primas compartían habitación. Cuando despertaba por las mañanas, Mariana notaba que Alicia no había dormido en su cama; eso la molestaba bastante porque sabía que su prima pasaba las noches en compañía de Claude.

Después de unos cuarenta días durante los cuales recorrieron una gran cantidad de pueblos, llegaron a destino. De inmediato se dirigieron a la Santa Apostólica y Metropolitana Iglesia Catedral de Santiago de Compostela. Todos estaban cansados, pero emocionados de encontrarse, finalmente, en la reliquia prerrománica.

A la mañana siguiente las primas comenzaron un recorrido de un par de meses por España. Luego de unos días Alicia notó que, desde que había salido de su casa, no había tenido el período. Al principio lo atribuyó a los nervios y el cansancio del viaje, pero pronto comenzó a sentir náuseas por las mañanas. De inmediato se hizo un test de embarazo y descubrió que estaba encinta.

Las primas quedaron atónitas, estaban asustadas y confundidas. ¡Alicia sabía que no podía regresar a casa y simplemente declarar ante su familia que durante el viaje se había embarazado de un desconocido! ¡¿Qué iba a hacer?! Después de pensar en diferentes alternativas se le ocurrió la idea de decirle a sus padres que ambas habían obtenido becas para realizar un curso de nueve meses en la Universidad de Salamanca.

Las chicas buscaron una vivienda y encontraron, en un pueblo pequeño, la casa de una señora mayor que alquilaba habitaciones, a un precio bajo, a estudiantes extranjeros. Decidieron quedarse allí a la espera de que naciera el bebé. Luego de ocho meses, Alicia, ayudada por su prima y por la anciana que las hospedaba, dio a luz a un varón. Lo llamó Claudio.

Meses después, en una pequeña isla del Caribe, una joven, que se presentó como María Ana, buscaba empleo como profesora y una vivienda cerca de la playa para vivir con Jean Claude, su hijo. Al poco tiempo consiguió un puesto en una escuela secundaria que pertenecía a una orden de Monjas Ursulinas y se instaló en una casa frente al mar.

En un pequeño pueblo de España la Guardia Civil investigaba un macabro hallazgo hecho por un grupo de niños que exploraba la zona. Cerca de una casa abandonada los chicos habían encontrado dos esqueletos quemados y semienterrados. Los forenses llevaron las osamentas para su correspondiente autopsia y peritajes. La única forma de intentar conocer la identidad de las víctimas era cotejar el ADN de los pocos huesos hallados con el de las personas desparecidas, en esas fechas, en todo el país.

Jue11May202316:56
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Autor: Yuliya Turavinina
Género: Cuento

ESCUELA DE MISERICORDIA

La lluvia pegaba fuerte contra los cristales, anunciando la primavera en ciernes. La casa permanecía en su habitual estado de somnolencia la que no interrumpía ni el rítmico tintineo de las agujas de tejer de la anciana que, sentada junto a la ventana, levantaba, de vez en cuando, sus ojos acuosos para observar el opíparo flujo del agua. Otra mujer, joven y guapa, picaba la carne. El gato, con una pata levantada, se lamía, a menudo interrumpiendo su acicalado para mirar la mosca que obsesivamente daba vueltas.

De repente, en ese reino de un imperioso mutismo, irrumpió un incesante sonido del teléfono, dejadamente tirado sobre la mesa. “Hola”, contestó la joven sosteniendo el móvil con el hombro y secándose las manos con la punta de su falda, “¿No entendí? ¿De dónde? Sí, es el nombre de mi marido”, contestaba mientras su cara palidecía.   La anciana dejó de tejer y, curiosa,  se puso a escudriñar los movimientos de labios de la joven —era sorda. “¿Cómo es posible? Sí, sí. ¡Aguántenme, por favor, un minuto!”, dijo y, dejando el teléfono sobre la mesa, corrió al cuarto a toda prisa buscar un papel y una lapicera. “Ya estoy. Sí, estoy anotando”. El renovado silencio duró un instante  hasta que la mujer se dejó caer sobre la silla, como si no aguantara el peso de su cuerpo y pronunció: “Rogelio estuvo en un accidente. Está en coma”.

          Tendido inmóvil sobre una camilla alta, Rogelio sumergía en las sábanas hospitalarias, gastadas y amarillentas; su congelado y pálido  semblante se volvió color mostaza. Los distintos aparatos, conectados a su cuerpo yerto, atestiguaban que estaba aún vivo. Jacqueline se le acercó;  temerosa e insegura le tocó los dedos. Estaban tiesos y fríos. “Rogelio”, pensó compungida, “mi pobre Rogelio. No te voy a dejar aquí solito. Estoy con vos, mi alma”. Pero allá donde el hombre propone y Dios dispone,  los médicos recomiendan.

El primer día el doctor le dijo que Rogelio escuchaba todo y que precisaba de su presencia, pero ya  en el tercero, que no hacía falta que Jacqueline viniese todos los días, que Rogelio estaba bajo control y que si había cambios le avisarían inmediatamente. El fin de semana le llamaron para decir que su marido salió del coma, que su estado era estable, que todos los órganos funcionaban como un reloj, pero, lamentablemente, quedaría en estado vegetal. El mismo médico pronunció términos que desvanecieron en Jacqueline las posibles dudas, pero a su vez la hicieron entrar en un desaliento, intuyendo que está en vísperas de un gran infortunio.   

          Con los ahorros y ayuda de sus parientes, Jacqueline compró una silla de ruedas y una camilla baja, que a partir de ahora le serviría a Rogelio de cama. La instaló al lado de la cama matrimonial y la cubrió con una sábana nueva previamente perfumada. Limpió minuciosamente el cuarto y hasta colgó algunos globos. El dormitorio estaba listo para recibir a su convaleciente amo. 

Los primeros días transcurrieron con su ritmo habitual, aunque ahora, Jacqueline no tenía que despertarse y ponerse de pie al amanecer, salir en camisón echando la frazada a los hombros para guardar el táper con la merienda a la mochila de Rogelio, prepararle un café, darle un beso en la puerta y volver a la cama para dormir un par de horas más. Dormía hasta las siete de la mañana, luego despedía a la hija al colegio y, sin apuro, pero con su habitual prolijidad, se dedicaba a las cosas de la casa, a los cuales se sumó la limpieza y la alimentación de su marido. 

Los vecinos que, con la curiosidad mal disimulada, al principio frecuentaban sus visitas manifestando condolencias, ahora no tocaban más el timbre, sumergidos en sus vidas propias. La gente teoriza la empatía con la desgracia del otro por poco tiempo. Las vecinas que detenían a Jacqueline en la calle para hacerle un sin fin de preguntas, ahora se limitaban a saludarla ligeramente, mirarla al soslayo o, peor aún, cruzaban de calle para evitar el encuentro cuando la veían de lejos. 

—Rehúyen de mí como si fuera una leprosa —se quejaba Jacqueline mientras que  introducía una cuchara de sopa de verdura a la  boca fofa de Rogelio y limpiándola con la punta de un pañuelo—. Aunque los entiendo. Nadie quiere cargarse con los problemas del otro. La gente quiere sentirse feliz. ¿Y yo? —una cuchara más, otro retoque con el pañuelo y un cambio de tema—. No sé qué hacer, Ro.  Si vender la camioneta o aprender a manejar. La plata no me alcanza, pero también estoy harta de andar con el carro. No entra nada, tus pañales lo ocupan entero. Entonces debo dar dos o tres vueltas al súper. Mírame, mira mis manos, de las uñas ya ni hablo. ¿Recuerdas que uñas tenía antes?, una vez por semana sin falta iba a la manicura. ¿Y ahora? 

Jacqueline miró sus uñas cortas y despintadas y luego pasó su mirada por el espejo del placar. Se observó entera. Observándose tocó sus cabellos, luego sus senos. Tocó su cara y descargó un triste suspiro. Todavía no ha cumplido cuarenta años. Se sentía como una fruta bien madura, pero no pasada como para caerse al suelo. Su espalda estaba recta, la piel suave, los músculos duros y caderas atractivas. Se miraba y se veía sensual. Cerró sus ojos e imaginó como las fuertes manos de un hombre la agarran y la aprietan contra un fuerte cuerpo masculino. Abrió los ojos y miró a Rogelio. La saliva se le deslizaba de la punta de los labios. 

—Tu hermano me dice que yo debería buscar un trabajo —siguió con un tono enervado—, ¿por qué no la manda a la conchuda de mi cuñada a trabajar? ¿Y qué puedo hacer yo si no tengo siquiera el secundario completo? Quise vender tu bicicleta, pero está hecha mierda —dijo y se empachó, miró a Rogelio, pero no le notó moverse ni un músculo. 

Los días pasaban consumiendo las alegrías, las esperanzas y el efectivo guardado. Los globos se deshincharon, las sábanas blancas se volvieron amarillas porque se ahorraba en pañales y la camilla junto con Rogelio se trasladó al cuarto de la abuela por razones “¡obvias!”, como lo argumentó Jacqueline. 

          La primavera se voló y el verano estaba en su pleno floreciente. Las calles laterales se veían despobladas; las persianas bajas de las casas vecinas, cuál grandes ojos cuadrados, miraban a Jacqueline con socarronería: los vecinos descansaban en sus vacaciones mientras que sus casas descansaban de ellos y Jacqueline los despedía con una leve sonrisa de envidia y los recibía con la otra, ponzoñosa por la angustia. Los mejores días del verano se estaban yendo, pero ¿quién llora por el verano cuando se está yendo la vida misma?

—Ma, ¿podés sacar a papá al patio que hay mucho olor a pis?  —clamó la hija empujando la silla de ruedas con su padre.

—¿Pero no ves que estoy limpiando? Déjalo allá donde estaba —respondió Jacqueline tirando de un balde el agua con detergente y cepillando las baldosas del patio. 

—No, mamá. El olor está repugnante y me produce náuseas. Me estoy envenenando. Sácalo y yo voy a ventilar la casa.

Jacqueline se secó las manos, agarró las manijas de la silla y la bajó por el escalón. Dio un par de giros con la silla, no encontró el lugar donde la podría parar y, de repente, iluminada por una buena idea, la sacó afuera y la dejó en la vereda de la calle, al lado de la entrada. 

La opresión de anochecer ocupo la ciudad. Un amasijo de platos y vasos esperaban pacientemente en el lavadero. “Y aún me falta dar a comer a Rogelio”, pensó  Jacqueline enjabonando el primer plato que se le deslizó entre los dedos cayéndose y partiéndose en dos. Pero Jacqueline no le prestó atención corriendo a toda prisa al patio. La silla de ruedas estaba en el mismo lugar donde ella la había dejado al mediodía. Rogelio, ensimismado, se deslizó y su cabeza descansaba sobre su hombro derecho; la boca abierta y la saliva escabullendo entre los pelos de su barba tártara larga y rala. Jacqueline se apresuró a entrar la silla al patio. El brusco giro de la silla balanceó el cuerpo de su marido y de su regazo cayeron al suelo unos billetes. 

Entre billetes y monedas, Jacqueline calculó quinientos pesos. “Y es que estuvo solo unas pocas horas”, dijo para sí y enseguida se avergonzó, aunque la sonrisa, que se congeló en las comisuras de sus labios, reflejó el verdadero pensamiento.  Esa noche Rogelio tuvo un baño adicional y su barba estaba lavada con champú, suavizada con acondicionador, secada y peinada. 

El día siguiente, a la mañana, Rogelio, acicalado,  fue depositado en la vereda en su silla de ruedas con el gorro en su regazo, extendido como si se le hubiera caído accidentalmente. A la noche la familia comía un guiso, helado de postre y en la bujeta, que Jacqueline guardaba en el placar debajo del cúmulo de las sábanas, por primera vez, desde hace más de medio año fue depositado un billete para los ahorros.

         El verano llegó a su fin. Terminó la temporada de vacaciones y ahora la ciudad, que hace poco parecía ser un desierto, se convirtió en un hormiguero. El fin de vacaciones era afín de las dificultades para Jacqueline: la condena y el chisme vecindarios. Estaba claro que había que buscar una salida. Y ella la encontró. Gracias a Dios hay aún  buena gente, deseosa de ayudar a cambio de pequeñas, y a veces no tan pequeñas, recompensas. ¡Al fin!, arregló con dos custodios —Enrique y Osvaldo—de un supermercado cuya entrada estaba bien observada desde las cuatro callejas que desembocaban ahí. Lo traía, a Rogelio, concienzudamente todos los días,  bien temprano en su silla de ruedas, y los custodios, conformados con el veinte por ciento para cada uno de la recaudación diaria, lo tenían al costado de la puerta, custodiando que nadie le afanara las limosnas, aunque Jacqueline sospechaba que ellos mismos metían mano. 

Enrique era un viejo mugriento que tenía la costumbre de inclinar su rostro para hablar a oídos, espantando con su mal aliento. En cambio, Osvaldo, era joven, aunque padecía de sobre peso y por eso parecía transpirar constantemente. Ahora también, por la culpa de la humedad de la lluvia anunciada, se veía agotado, respiraba con la boca abierta y se metía un pañuelo detrás del cuello de su uniforme negro con botones dorados. 

—Hoy volviste temprano, Jacqueline —dijo Osvaldo observando como Jacqueline contaba la plata—. Rogelio podría quedarse un par de horas más.

—Mañana empiezan las clases en el colegio de los chicos. Todavía tengo montón de cosas para hacer —Jacqueline separó en billetes una parte y la entregó a Osvaldo—.  Mañana lo dejo hasta el cierre.

—Una mujer tan linda no debe llevar sola tanta carga —dijo Osvaldo guardando los billetes en el bolsillo interior de su uniforme. Le ayudó a Jacqueline poner la silla de ruedas en marcha y, como si fuera casualmente, apoyó su mano sobre la de ella. Ella no la rechazó y miró a Osvaldo con una sonrisa sicalíptica inherente a una mujer casta.

Jacqueline caminaba empujando la silla de ruedas; la sonrisa y el suave rubor adornaban su rostro. Osvaldo, antes de volverse a su puesto, la despidió con su mirada lasciva, observando el suave y ondulante movimiento de las nalgas echadas en carne con abundancia, debajo de las coloridas calzas.

  Una  llovizna  fría pegaba contra los cristales anunciando el otoño en ciernes. La abuela tejía, Rogelio dormitaba en su silla de ruedas, Jacqueline picaba la carne, el gato se lamía. Por fin todo, poco a poco, volvía a su habitual tranquilidad y armonía.

Jue11May202314:05
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

La rosa evanescente

La rosa evanescente

Prefacio

Un guardia de seguridad del Banco J. C. Morgan estaba en la bóveda principal, guardaba billetes de cien dólares en un saco de lona gris con el nombre del Banco; era parte de la dotación que cada día se llevaba a la sucursal de Brooklyn del J. C. Se encontraba a solas, concentrado en lo que hacía anotaba en una tabla de control los paquetes que contendría cada bolsa. Iban seis paquetes de billetes, lo que representaba la cantidad de sesenta mil dólares; ese saco debería transportar cien mil; una vez completa la cantidad, se cerraba y colocaba un candado, cuya llave portaría el contador encargado del traslado y recepción del dinero.

En cuanto dejó de lado el saco donde colocaba los billetes, se dio cuenta que éste se empezó a difuminar; exclamó entre sorprendido y atemorizado:

─¡Dios bendito!... ¿qué demonios pasa? ¿Dónde está el saco que estaba llenando?

Desesperado llamó a su supervisor, que entró con la pistola en la mano, pensaba que se hubiera colado algún asaltante.

En cuanto se dio cuenta que el vigilante estaba pálido, con la vista fija en un solo sitio y no había nadie más, enfundó su revólver y se acercó a su compañero.

     ─¿Qué te pasa?, gritaste como si te hubieran asaltado.

     ─!Desapareció!, ¡desapareció ante mi vista!

     ─¿De qué demonios hablas? ─casi gritó el supervisor─.

     ─El saco del dinero, ¡desapareció frente a mis ojos!

     ─¿Cuál saco? No digas bobadas, nada desaparece, ¡explícame qué pasa!

El guardia le mostró su tabla de control, donde estaba anotado el número del saco y los números de las fajillas que había colocado en el momento que desapareció el saco.

El supervisor revisó el resto de las bolsas que se iban a llenar, comprobó que faltaba el correspondiente al supuesto saco desaparecido.

─Así que frente a tus narices se han esfumado sesenta mil dólares… ¿Quién piensas que te creerá semejante tontería? Es mejor que digas lo que hiciste en realidad, porque estás metido en un gran problema.

─Te lo juro, compañero ─dijo al punto de las lágrimas el atribulado vigilante─, todo ocurrió tal como te lo he dicho.

Una vez notificada la Dirección del Banco y de buscar en todos los rincones de la bóveda sin obtener resultados; el guardia, en calidad de detenido, fue llevado ante un siquiatra para que testificara su estado. El profesionista sometió al vigilante a una sesión de hipnosis regresiva, grabada en audio y película Súper 8, lo más avanzado en 1963. Su diagnóstico confirmó que el guardia decía la verdad; de forma inexplicable, un saco de lona gris que contenía sesenta mil dólares se había desvanecido frente a él.

Las imágenes registradas en la película mostraban con claridad al guardia de seguridad recostado en el diván del siquiatra; se encontraban solos durante toda la sesión, cuya duración fue de treinta minutos y cincuenta y dos segundos. La película y el informe fue remitido al FBI para su investigación, el robo al banco era un delito federal.

Los agentes designados revisaron con minuciosidad la caja de seguridad; aspiraron el piso y sitios donde habían colocado los sacos; investigaron los movimientos bancarios y verificaron los números de las fajillas que envolvían los billetes.

Después de dos meses de frustrantes averiguaciones, se aceptó que no se tenían pruebas para continuar algo que los llevara a una investigación posterior. Se guardó el expediente a la espera de que aparecieran datos que llevaran a continuar la indagatoria.

Ante este resultado, los abogados del banco no tuvieron elementos legales para hacer cargos en contra del guardia, sólo se le cambió de puesto; volvió a su empleo original: simple custodio.

Hanna Fellini, la agente del FBI que había participado en la investigación, no quedó satisfecha con ese fracaso, por lo que, de forma particular, buscó referencias de cuestiones similares. Lo único encontrado fue el ilusionismo.

El mago Frank

Meses después del atraco, la agente Fellini asistió al teatro en Broadway a presenciar el espectáculo de un mago que recorría el país, hacía desaparecer objetos en el escenario, ante decenas de espectadores, sin que hasta el momento se hubiera conocido el truco.

El mago Frank, hombre alto, delgado, vestido de forma elegante con esmoquin, pelerina y chistera, trabaja solo, sin ayudantes.  Al abrirse el telón se le ve al centro del escenario, parado junto a una mesa donde se encuentra un esbelto florero con una rosa roja. Realiza teatrales movimientos y habla con el público; camina de lado a lado en el escenario. Informa a su auditorio lo que pretende hacer; rodea el florero con su capa negra y con potente voz, amplificada por el micrófono dice ¡SAZZ!… retira la capa; el florero y la flor han desparecido; solo se ve sobre la mesa el mantel negro que la cubre. En cuanto el mago levanta las manos la rosa roja aparece y, galante, la arroja a alguna dama de las primeras filas.

El público aplaude entre exclamaciones de incredulidad ¡Ahhh!, ¿Qué ha pasado? ¿Dónde quedó el florero? ¿Cómo hace para que la flor reaparezca en su mano para arrojarla?

Luego de espectaculares momentos, extrae el florero que había contenido la rosa, se encontraba debajo de la mesa que estaba cubierta por el mantel negro hasta el piso. Los aplausos se multiplican. Coloca el florero sobre la mesa y otra flor dentro del mismo. Todos piensan que repetirá el acto. El mago vuelve a hacer toda la faramalla anterior, pero ante la sorpresa general, ahora desaparece la rosa roja; el florero permanece en la mesa.

De pronto un grito de sorpresa de algún espectador de las primeras filas:

─¡La rosa!... ¡Apareció en mi regazo! ─Se levanta del asiento, alza la flor y la muestra para que todos la vean─.

El mago sonríe satisfecho y en medio del aplauso general, abandona el escenario.

Hanna Fellini ha quedado asombrada, pero no satisfecha; encuentra similitudes entre el acto presenciado y el robo al Banco J. C. Morgan; resuelta se dirige al encargado del teatro, le muestra su credencial del FBI y pide se le permita platicar con el mago Frank.

─Buenas noches ─saluda Hanna al mago cuando lo tiene enfrente─, soy agente del FBI y su asombroso acto me ha traído a la mente un caso que no hemos podido resolver; tal vez si usted accede a darnos su secreto, nosotros podamos dar solución a nuestro delito pendiente. ¿Cuál es su nombre real?

─Mi nombre es José Francisco Herkell; soy nacido en California, de padre alemán y madre mexicana y respecto a mi acto, señorita Fellini, un buen mago nunca revela sus trucos. Espero que usted lo comprenda, si lo revelara, perdería el encanto y fascinación; nadie iría al teatro a verme desaparecer objetos…

─Lo entiendo, Frank, pero tal vez usted nos pudiera ayudar; le invito a cenar y le platico lo que nos tiene detenidos. ¿Acepta usted?

─Encantado de la vida, Hanna ─lo dijo con estudiada familiaridad─, permítame unos minutos y la encuentro en el vestíbulo, si me hace el favor.

Hanna regresó al vestíbulo del teatro y pensaba: «En realidad es un hombre guapo y joven; debe rondar los cuarenta… y yo tan soltera» ─sonrió ante sus pícaros pensamientos─. Cuando Frank salió, se dirigieron a un restaurante italiano, Hanna apetecía una buena pasta, para recordar los guisos de su madre.

En la sobremesa le relató al mago la desaparición del dinero en el Banco, sin mencionar la institución. Señalaba la similitud de su acto con lo relatado por el vigilante que manipulaba el dinero dentro de la bóveda.

─Es asombroso ─dijo el mago─, en realidad es un acto igual en cuanto a su resultado; pero mis actos son sencillos e inocentes: desaparecer un florero, una flor o algún objeto que nos facilita algún espectador, que siempre regresamos a su dueño ─aclaró─, puede revisar mis antecedentes, no tengo ni infracciones de tránsito. Siempre he sido cuidadoso con ello, ya que mi nombre latino puede despertar suspicacias… Usted me entiende.

─Le entiendo, Frank… Si usted pudiera, cuando menos, darme algún indicio de cómo se realiza, tal vez pudiéramos abrir una línea de investigación. Estamos parados frente a un abismo de fondo negro. No tenemos nada, solo el delito cometido.

─Me temo que no le puedo decir nada, el ilusionismo no se da como recetas de cocina; son años de estudio y práctica. Pasamos meses y hasta años de frustraciones ante nuestro fracaso para realizar lo más simple.

Al final de la cena, se despidieron como buenos amigos, prometió Frank que la buscaría la siguiente vez que estuviera en New York. Ella hizo lo mismo, en el remoto caso que fuese enviada a California a resolver algún asunto.

Cuando Frank estuvo a solas, dentro de su auto, dijo:

─Donald… ¿Estás aquí?...

Descubrimiento

Era el año 2010 y esto que relataré me ocurrió en realidad. En mi vida, no muy larga, ya que ahora tengo cuarenta y cinco años, me han ocurrido cosas extraordinarias; yo no sé si les ocurran a todos; supongo que cada uno tendrá sus “cosas extraordinarias”

Mi nombre es Donald Sullivan; recién he adquirido una casa para mi familia, compuesta por dos muchachos, Vincent de quince y John de diecisiete años y Caroline, mi esposa. La compra era una sorpresa que quería darle a mi mujer, luego de vivir en un departamento que día con día lo sentíamos más estrecho; ya los chicos necesitan cada uno su propio espacio. La casa que elegí en Farmer Branch, se encuentra en la zona norte de la ciudad de Dallas y el departamento en el centro oeste; nuestros empleos están ubicados en el centro norte, lo que nos permitirá trasladarnos con mayor comodidad. Mis hijos no tienen problema, el autobús escolar pasa por esa zona en su diario recorrido.

Luego de firmar los documentos correspondientes, me entregaron las llaves de la casa y fui a constatar que los servicios estuviesen conectados; en especial el Internet, necesario en los estudios de mis hijos y algunas cuestiones referentes a los empleos de Caroline y mío. La calle era agradable, con un parque cercano; un apacible porche daba la bienvenida a los visitantes; en la parte trasera un atractivo jardín con un joven roble al centro. Me imaginé a Caroline al cuidado de sus geranios que tanto le gustan y los chicos podando el césped.

Ya dentro de la casa, una bonita estancia con dos ventanas al exterior; un arco daba paso al comedor y al fondo la cocina, amplia, con espacio suficiente para un desayunador. El gas ya está conectado, lo mismo que el aire acondicionado. La estancia tiene un closet en el recibidor para la ropa de ocasión; junto a la escalera un baño completo; la escalinata parte de un espacio entre la estancia y el comedor. En la parte alta, una amplia recámara principal con un buen vestidor y un baño privado con ventana hacia el frente de la casa; un baño a medio pasillo y dos recámaras con su propio closet cada una, con ventanas al jardín trasero. Con una Minolta digital tomé fotografías de toda la casa; exterior e interior y preparé un mapa con la ubicación; localicé las escuelas, la iglesia, los supermercados; en fin, todo lo que les diera una clara idea de donde iríamos a vivir. Todo esto lo mandé imprimir y formar un álbum que le llevaría a mi familia para anunciar la sorpresa.

Después de revisar que todo estuviera correcto, bajé y algo me llevó a dirigirme otra vez a la cocina, entonces me di cuenta de una puerta disimulada, un poco abierta. Con toda confianza la abrí, era un espacio pequeño; no era la alacena, esa se encontraba en la pared de enfrente; pensé que tal vez serviría para guardar escobas y traperos; no tenía luz interior, pero no era complicado poner una lámpara autónoma. Entré a ese espacio para revisarlo en su interior y la puerta se cerró, quedé sumido en una absoluta oscuridad; sentí algo de miedo. Percibí un agradable olor como de violetas o lavanda; levanté la mano hacia el frente, intentaba tocar el muro, que sabía no estaba a más de un metro, pero no palpé nada, di dos pasos para llegar a la pared y de pronto me vi fuera de la casa.

Me di cuenta de que no era la calle por donde había llegado; era muy diferente, de tierra rojiza y en el lado contario se levantaban algunas casas y tiendas construidas de madera; la banqueta también era de ese material. Inclusive yo estaba parado en un porche de madera. Reparé en mi indumentaria; un pantalón de mezclilla con pechera y tirantes y camisa de franela y calzaba unas botas de puntas recortadas.

Crucé la calle en busca de respuestas a lo que ocurría; vi venir a una dama con un sombrero blanco de ala ancha, vestido claro, largo hasta los tobillos y una sombrilla del mismo color para cubrirse del sol. Caminé hacia la derecha, en busca del origen de una música de piano, así llegué a la entrada de una cantina; con toda confianza crucé las puertas de resorte, el local estaba casi lleno: hombres con sombreros de fieltro, algunos con pantalones de mezclilla, otros con ropa de casimir, charlaban y bebían cerveza o aguardiente de algún tipo; mujeres ataviadas con vestidos coloridos servían las mesas y reían con algunos de los parroquianos.

Me acerqué a la barra e hice señas al cantinero para que me atendiera, pero pareció no verme ni oírme, tal vez por la algarabía que se formaba por las voces de los concurrentes y las notas del piano, que no dejaba de sonar; me acerqué al dependiente, pero no me vio ni me escuchó; entonces me di cuenta que no me miraban porque era invisible; levanté la vista al espejo de la contrabarra y no vi mi imagen reflejada, eso sí me alarmó; me llevé las manos a la cara y sentí una barba de por lo menos tres días y yo me afeitaba diario; lo había hecho esa mañana; me sentí el cabello, demasiado largo para mi costumbre. ¿Qué estaba ocurriendo?

Vi unos billetes dejados en la barra por algún parroquiano, levanté uno de ellos y me di cuenta de la fecha, 1825; era de dos dólares, en el anverso la fotografía de Jefferson y en el reverso una imagen de la firma de independencia de 1776.

Confundido, sin saber en qué tiempo me encontraba, caminé de regreso al porche de donde había partido; di unos pasos hacia la puerta y de nuevo caí en esa pesada oscuridad y el olor dulzón de algún perfume. A tientas avancé hacia la puerta, empujé y la puerta se abrió. Estaba en la cocina de mi nueva casa; sentí un gran alivio. Cerré muy bien la puerta y decidí que en ese muro colocaríamos una vitrina antigua que Caroline heredó de su abuela. Me aterraba al pensar que alguno de mis hijos entrara a ese sitio y se perdiera en el tiempo.

Salí a la calle, esa hermosa calle donde viviría mi familia. Los llevaría a conocer la casa en cuanto volviéramos de las vacaciones; se encontraban en casa de los abuelos en Michigan y yo volaría días después para encontrarlos.

Segunda visita.

Días después, me encontraba solo en la casa, yo viajaría unos días después, compromisos de trabajo me impidieron viajar juntos. Nunca había dejado de pensar en el extraño lugar que había visitado en eso que yo suponía una ventana del tiempo. Cada vez que tenía oportunidad navegaba en Internet en busca de referencias a ese respecto.

Había un sinfín de narraciones, unas más descabelladas que otras; sin embargo, la vivida por mí, no desmerecía en inverosímil, por decir lo menos. Alguno decía haberse sentado en cierto sitio, una piedra, un mueble viejo o nadado en algún estanque y en ese momento haber cambiado de tiempo. Desde luego que no faltaban referencias que hacían mención del llamado Triángulo de las Bermudas. Una cosa tenía en común: La primera vez había sido sorpresiva; la siguiente con cierta curiosidad, pero ya analizada la situación, casi todos convenían en que el sitio visitado correspondía a lugares que en su imaginación eran como un sitio anhelado, o cuando menos, recurrente en lecturas o películas vistas.

Pensé en ello, recordé que algunas semanas antes había seguido con interés unas presentaciones del History Chanell que se habían realizado para conmemorar un aniversario de la filmación de “El llanero solitario”, película que de chamaco me gustó bastante y la vi en repetidas ocasiones cuando la hicieron serie televisiva. Lo que yo había presenciado guardaba similitud con las escenas de aquella vieja película.

Luego entonces ─pensé─, si llenaba mi mente de otras situaciones o paisajes, tal vez los pudiera vivir o revivir en ese pasaje temporal. Con ese pensamiento por experimentar, busqué en la biblioteca las viejas novelas de Ian Fleming del “Agente 007”, que de joven me habían fascinado; aparte de haberlas leído, creo que no me faltó por ver ninguna de las películas; con la seguridad de tener la mente llena del personaje de la obra James Bond; de las bellas mujeres que compartían crédito con él y de los escenarios en que se desarrollaban las historias, retiré el mueble que mantenía oculta la extraña puerta y sin ninguna necesidad, levanté la vista y miré el reloj de pared de la cocina: las 19:45, marcaba el tablero digital. Sin pensarlo, penetré al lugar, se cerró la puerta y la oscuridad y el perfume me envolvieron. Ya sin temor, avancé dos pasos y me vi parado frente a un callejón inmundo, sucio y maloliente; no se miraba a nadie y yo estaba parado frente una descuidada y grafiteada puerta; la “decoración” había sido realizada con pintura en spray era unas enormes y deformadas letras TG. «Time gate» ─pensé─.

Empecé a caminar hacia la izquierda, la esquina más próxima de donde me encontraba. Era una calle secundaria con algunos negocios y pocos peatones que pasaban junto a mí sin darse cuenta de mi presencia; no faltó alguno que “caminó” a través mío, con mi consecuente sobresalto traté de evitar el encontronazo. Entonces me di cuenta de que yo era intangible e invisible. Me acerqué a la pared y la palpé, me recargué en ella; por tanto, era invisible, pero no insensible. Con esa confianza entré en la primera puerta que vi abierta; era una casa de empeño. Un hombre de fea catadura esperaba ser atendido, tenía un tocadiscos portátil, lo que me situaba en los años 60’s o 70’s. El negocio lo atendía un hombre sin afeitar, vestido con una camiseta sin mangas; con un cigarrillo colgado de los labios. Un calendario colgado en el muro me confirmó la fecha: marzo de 1965. La fecha correspondía a lo que había leído, pero no los escenarios; volví a ver el calendario, era la publicidad de una licorería en Maine Street, San Francisco. «Bastante lejos de mi casa en Dallas» ─pensé─.

Esto no correspondía con lo que había leído en Internet. Me di cuenta de que lo que el hombre de la camiseta le ofrecía por el tocadiscos, era en realidad un asalto; crucé el mostrador que nos separaba y casi en susurros, le dije

─«No seas sinvergüenza, lo que le ofreces a ese pobre, es un robo»─, el mercachifle, volteó hacia donde había escuchado la voz, estaba desconcertado,

«¿Quién me había hablado?» «¿Será mi conciencia?» ─pensó─.

 ─Bueno ─rectificó─, le daré cinco dólares más.

El hombre recibió el dinero y salió apresurado del establecimiento.

Contuve la risa y le dije, ahora con mi voz natural

─«Has hecho tu buena obra del día»

─He de estar loco, dijo para sí mismo─, este vejestorio no vale más de veinte dólares y yo le he dado quince. Pero ¿quién habla?, no veo a nadie.

─«No te espantes; desde luego no soy tu conciencia, pero si te digo quien soy, no lo creerías. Tú no me puedes ver, pero soy un hombre como tú mismo, pero venido de más de cincuenta años en el futuro. En mis tiempos, este tocadiscos que has recibido, sólo se puede ver en los museos»

«En realidad debo estar enloqueciendo» ─pensó.

En ese momento salió de detrás de su mostrador, bajó la cortina metálica y salió del establecimiento. Yo salí junto a él y seguí mi camino; entré en un bar; un vagabundo, homeless por su apariencia, estaba sentado, como a la espera de que alguno de los clientes le diera una moneda. Dentro, el bar se encontraba concurrido, el barman servía tragos de distintos colores y los meseros iban y venían de las mesas a la barra. El cajero estaba relajado, ya que pocos clientes pagaban sus cuentas y salían, en tanto nuevos sedientos entraban.

Un hombre, mayor de cincuenta años, dejó sobre el mostrador un billete de cinco dólares y abandonó el local. Pensaba en el hombre que afuera esperaba alguna ayuda, tomé el billete de cinco dólares; el cantinero estaba viendo lo dejado por el cliente y observó que el billete pareció difuminarse en la formica de la barra, pero yo lo veía muy natural; salí a la puerta y lo puse en el sombrero del hombre, que se encontraba frente a él, se veía el raído interior de su chaqueta; de inmediato el billete se materializó.

Sonriente me alejé del hombre que, incrédulo miraba ese fascinante billete. Algo empezaba a descubrir en ese extraño tiempo en que me encontraba. «de manera que, si algo tomo, desaparece de su tiempo y aparece en el mío… «interesante» ─pensé─.

Pero ya era tiempo de volver a mi tiempo, no sabía en qué forma pudiera afectar una demora. Regresé al callejón; el viento corría entre los edificios, llevándose los papeles y un poco de la hediondez del lugar. Me paré frente a la puerta grafiteada, di un par de pasos y volví a la impenetrable y perfumada oscuridad. Estiré mi brazo, avancé un paso y listo, estaba de nuevo en la cocina de mi casa. Miré el reloj de pared: 19:46… ¡Un minuto transcurrido!, yo estaba seguro de haber permanecido por más de una hora en aquel desconocido pueblo. Había mucho por descubrir… ya lo haría…

Tercer viaje

Cuando terminé los compromisos que me habían impedido viajar con mi familia, tomé el primer vuelo disponible a Michigan. Mis suegros, Caroline y mis hijos, me esperaban en el aeropuerto.

El motivo de este viaje fue para celebrar nuestros veinte años de matrimonio, para lo que la madre de Caroline había preparado una espléndida cena. Después de cenar y ya con un café y una copa de coñac, di la sorpresa a mi familia. Golpeé en la copa con la cucharilla, atraje la atención de todos:

─Caroline, hijos y suegros; hemos pasado estos años en nuestro amado hogar, un pequeño departamento que cuando nos casamos, nos pareció enorme; éramos dos personas vagando en ese espacio. Al nacer John y preparar su habitación con su cuna y sus juguetes y ropa, el departamento se nos hizo un poco más pequeño, pero suficiente para tres personas. El bebé creció y correteaba por todo el departamento. Meses después hizo su aparición Vincent y lo que se encogió fue el cuarto de John. Una cama más, con juguetes y ropita; pero todavía era tolerable, aunque con el paso del tiempo los niños crecieron, ya no había espacio ni para los rayos solares de la mañana ─todos sonrieron por la ocurrencia─, en fin, han sido años maravillosos, pero todo tiene un principio y un fin… Quedaron expectantes; Caroline tenía en la mirada un velo de temor ante lo que yo pudiera expresar…

─Ya, ¡por favor, Donald! ─me dijo Caroline─, me pones nerviosa.

─Ahora se los digo… ¡Vamos a estrenar casa! Está lista, en espera de que hagamos la mudanza. Esa fue una de las razones por las que no viajé con ustedes; todo debería estar preparado para nuestro regreso.

De mi maletín que había colocado en el ropero de la entrada, saqué un gran sobre marrón con los mapas y las fotografías. Todos se reunieron a mi alrededor y me acababan a preguntas. Esta ha sido la celebración de aniversario más feliz que hemos tenido. Fue una semana de paseos, descanso y comilonas memorables. Los padres de Caroline viajaron con nosotros a Dallas para el estreno de la casa.

Tuvimos un mes de mucho ajetreo, no obstante que la empresa contratada para el empaque y traslado era muy eficiente, Caroline lo supervisó todo. Cuando yo llegaba por la tarde, con la mudanza realizada, nos daban las horas de la noche en acomodar muebles y cachivaches. Los muchachos se encargaron de sus propias habitaciones y ayudaron un poco con el resto de la casa. Vimos que nos quedaban espacios sin muebles y era natural, el departamento era bastante reducido, en comparación con la casa nueva.

Yo no dejaba de pensar en la puerta temporal que existía en la cocina y que me había cuidado de mantener oculta a la vista de mi familia. Una noche, estaba la casa en calma y Caroline dormía, me levanté de la cama; entre el sueño mi esposa sintió que me levantaba y preguntó si pasaba algo. La tranquilicé y le dije que bajaría a tomar un poco de leche para poder dormir; ella lo aceptó con un leve gruñido y volvió a roncar con placidez.

Bajé las escaleras en silencio para no ir a despertar a los muchachos, algo improbable; no despertaban ni con el paso del ferrocarril.

Del closet del recibidor saqué un abrigo y me lo puse sobre el pijama, un pantalón negro; dejé las pantuflas y me calcé unos zapatos deportivos. Moví el mueble que ocultaba la puerta y entré al minúsculo cuarto. Al percibir el perfume de flores, estiré mi brazo para tocar la pared frontal y estuve en el exterior; me encontraba parado en la puerta del departamento del sótano de una casa de tres pisos. La puerta quedaba debajo de las escaleras de acceso a la vivienda. Por lo demás, una calle bastante anodina. Contra lo usual en el resto de los departamentos, la puerta no era negra, sino marrón, con una breve ventanita superior que se veía iluminada.

Subí los pocos escalones y estuve en la banqueta; dos o tres personas caminaban en las cercanías y una pandilla de chamacos platicaban en las escaleras de una de las casas vecinas; desde luego, nadie podía verme, la temperatura era fresca y el ambiente seco, no sabía en qué ciudad me encontraba ni en qué fecha.

Caminé algunas calles intentaba identificar la ciudad; vi que varios autos tenían placas de New York. Hacia mí caminaba un hombre joven con una peculiar indumentaria: Esmoquin, una capa corta y un sombrero de copa media, portaba un maletín. Caminé a su lado, me movía una gran curiosidad por su atuendo; supuse que haría algún espectáculo teatral. No me equivocaba, era un mago o ilusionista, me di cuenta cuando al llegar a su departamento, se despojó de su pelerina; colocó la chistera en una caja y del maletín sacó una caja con dos palomas, una larga pañoleta multicolor y algunos otros utensilios de su especialidad; sin pensarlo me acerqué a él y le murmuré:

─«¿Te gustaría ser un mago extraordinario?»

El hombre giró la cabeza hacia donde yo estaba; no dijo nada, tal vez pensaba que lo escuchado eran sus propios deseos inconscientes.

Se dirigió a la cocineta y de la nevera extrajo un paquete de comida congelada, la colocó dentro de una cacerola con agua y la puso a calentar. Al ver ese rudimentario sistema para descongelar su cena, le dije:

─«Una forma muy lenta de descongelar tu cena. ¿No conoces los hornos de microondas?»

Esta vez sí se sobresaltó y pálido de miedo pronunció con tartamudeos.

─Qu… que… ¿quién habla? ¿Quién está aquí?

─«No te espantes ─le contesté para tranquilizarlo─, no soy un fantasma, estoy vivo y vengo del futuro… de tu futuro. Te voy a mostrar un truco y me dices si le ves posibilidades. Mira el plato que está sobre la mesa»

El mago volteó a ver lo que le indicaba; lo así y desapareció de su vista. Hizo una cara de sorpresa y sonriente expresó:

─!Esto es fantástico!... en caso de que no esté perdiendo la razón…

─«Desde luego que no ─repuse─, ¿Cómo te llamas?»

─José Francisco ─contestó─, ¿cómo haces esto? Desaparecer cosas…

─«En realidad no lo sé, lo descubrí por accidente. ¿Le ves posibilidades?»

─Desde luego que sí… eso me haría famoso… o ¿nos haría a los dos?

─«Sólo a ti, Frank, yo no soy de tu tiempo»

─Disculpa que no te invite, pero muero de hambre. En realidad, no sé si te alimentas…

Sin decir palabra tomé su cuchara, que desapareció de su vista, un instante después sucedió lo mismo con un bocado de su cena.

─!Bravo! ─expresó con alegría─, esto es maravilloso, nos haremos ricos. No me has dicho tu nombre.

─«Cierto, mi nombre es Donald… Don, para mis amigos. Por cierto, está sabrosa tu cena, pero yo debería estar dormido… Dime algo, ¿En qué fecha estamos y en qué ciudad?»

─Estamos en Brooklyn, New York y hoy es 23 de junio de 1960.

─«¿Cuánto tiempo estarás en esta ciudad?»

Esto lo pregunté porque no sabía si podría volver a este tiempo y ciudad y le veía posibilidades para actuar con Frank. Consideré que era tiempo de regresar a mi casa.

─Tengo contrato por dos semanas más y veo la posibilidad de ser contratado en otro teatro. Si le presento un espectáculo diferente, con seguridad lo logro. Mientras platicamos se me ocurre algo, a reserva de mejorarlo. Imagina esta escena, Don: Todo el escenario pintado de negro; al centro una mesa con un mantel, también negro; colocamos sobre la mesa un objeto que desaparecerá a la vista del público y mediante unas palabras “mágicas” vuelve a aparecer. Se volverán locos…

─«Me gusta la idea, Frank, pero tengo un problema. La forma en que llego al pasado no la he podido controlar; me lleva a cualquier parte y sin saber en qué tiempo será. Voy a hacer una prueba y si resulta, te veré mañana aquí, a esta hora. ¿Te parece?»

Eran las tres de la mañana cuando salí de la casa de Frank; quince minutos después llegué a la casa del sótano, frente a la puerta color marrón, estiré el brazo y me envolvió la oscuridad perfumada, empujé la puerta; la luz de la cocina de mi casa me iluminó. Habían transcurrido dos minutos en mi tiempo. Apagué las luces y volví a mi cama.

Cuarto viaje

Hanna Fellini no había quedado satisfecha, su sexto sentido, como mujer inteligente y como investigadora bien entrenada, le decía que no soltara esa punta del hilo, que bien podría llevarla al centro de la madeja. Cada noche había asistido como espectadora a ver el extraordinario número del mago Frank; elegía asientos de segunda y tercera filas para que el ilusionista no la fuese a identificar.

Esa noche, al terminar la función salió del teatro confundida entre los espectadores; cruzó la calle y ocupó una mesa cerca de la ventana en una cafetería; en tanto degustaba un café capuchino. Estuvo pendiente de la salida de empleados, esperaba que Frank abandonara el teatro para seguirle; necesitaba saber el domicilio del mago. Del entreabierto saco de su traje sastre, se miraba la cacha de su PPK y un radio de comunicación colocados en la cintura; el arma era adecuada para ella, de manos finas y delicadas; era el modelo de menor tamaño, sin perder poder y eficiencia en caso de tener que usarla.  Experta en artes marciales, se sentía segura de caminar a solas por esas calles neoyorkinas, siempre acechadas por algunos delincuentes.

Cuando vio salir a Frank, dejó el café, que ya había pagado y salió para seguir a su hombre. No iba muy alejada del ilusionista, pero siempre caminaba por la acera opuesta; pendiente de su objetivo, pero alerta de su entorno, lleno de sombras nocturnas donde era posible que se ocultara algún asaltante.

No fue una caminata larga, tal vez quince a dieciocho minutos; el mago se detuvo frente a un edificio de tres pisos, igual a todos los de la calle; la escalinata frontal que daba acceso al inmueble y todas las ventanas se veían oscuras, el mago extrajo su llave entró a su casa. Desde la acera de enfrente, oculta por la sombra de un árbol, la detective vio que se encendió la luz de una habitación, era la casa de Frank. Lo vio caminar y empezar a despojarse de su indumentaria, Hanna se dio cuenta de que hizo un movimiento como si alguien le hubiera hablado de un costado, pero no se miraba a nadie a su lado; se quitó el saco, pero volvió a hacer ese movimiento; su expresión corporal fue de sorpresa y ponerse alerta, alguien estaba en su casa, tal vez esperaba que volviera, la detective estaba pendiente por si tenía que entrar a ayudar al mago. Vio que se empezó a relajar y que hablaba con alguien que ella no alcanzaba a ver; el mago caminó hacia el otro extremo de la habitación y salió de su campo visual.

En ese momento empezó a lloviznar, se sentía frío y el aire olía a polvo mojado; de su bolso extrajo un impermeable de plástico delgado con capucha y se lo puso, era parte de su equipo profesional además de proteger de la lluvia le daba algo de calor a su cuerpo, lo sintió agradable, se ató la cinta ajustable para no perder la visión periférica, lo que era importante en sus actividades. Pasó más de una hora y la luz de la habitación seguía encendida; entonces se abrió la puerta y vio a Frank, parado en el quicio, como para dar el paso a alguien, pero estaba solo. No lo comprendía, cerró la puerta y apagó la luz del vestíbulo y enseguida la de la habitación.

Fellini cruzó la acera y se detuvo al pie de la escalinata; algo sintió y miró al piso. Casi cae sentada cuando en la húmeda acera vio aparecer las huellas de zapatos que aparecían frente a ella y de a poco se perdían por la lluvia menuda que caía. La curiosidad fue mayor que su sorpresa y siguió tras las huellas que aparecían y desaparecían delante de ella. Por más que se esforzaba no comprendía lo que ocurría; no había duda, eran las huellas de zapatos deportivos, pero ¿qué o quién las marcaba? De improviso las huellas se perdieron frente a la escalera de una casa, volteó en diferentes direcciones, pero no las hallaba. ¡Había perdido el rastro!

Miró la esfera de su reloj: 3:17 de la mañana. Regresó sobre sus pasos en busca de su auto. Pensaba en lo que acababa de presenciar y no le encontraba sentido. ¿Sería “eso” el secreto del ilusionismo del mago Frank?

De pronto escuchó unos pasos fuertes detrás de ella, se volvió al momento que un hombre alto y fornido trataba de sujetarla de un brazo; con un rápido movimiento lateral se puso fuera de su alcance y estiró la pierna para hacerle una zancadilla; el hombre tropezó y cayó de bruces. Con felina rapidez, Hanna le presionó la espalda con la rodilla para mantenerlo en el piso.

De la parte trasera de su cintura extrajo unas esposas de resistente plástico y tomó la muñeca derecha de su atacante le colocó una de las esposas, le atrajo el brazo hacia la espalda y sujetó la mano izquierda, terminó la operación, el hombre estaba indefenso tirado boca abajo sobre la acera; con su radio comunicador llamó a la comisaría y en pocos minutos llegó una patrulla para hacerse cargo del asaltante; los policías lo revisaron, pero no portaba arma alguna, se valía de su fuerza para someter a sus víctimas, a quienes a golpes hacía perder el sentido.

El hombre, a quien apodaban “el velador” porque siempre actuaba por las noches, tenía un largo historial de visitas a la comisaría; como no portaba armas, las sentencias no eran prolongadas, unos meses a la sombra; salía de la cárcel y a poco estaba de nuevo en las calles, a la espera de su siguiente víctima.  Cosas que ocurren en esa gran ciudad.

A la siguiente noche repetí el pretexto del vaso de leche, al llegar al vestíbulo vi una gorra de beisbol dejada por alguno de mis hijos. Era de color rojo y una idea repentina me había venido a la cabeza; me la puse y me encaminé a la puerta del tiempo. Ya dentro de ese oscuro espacio dije en voz baja: ─24 de junio de 1960─ estiré el brazo y volví a estar frente a la puerta de color marrón; al parecer había funcionado, en tanto el sitio de llegada, faltaba ver si todavía se encontraba el mago en ese tiempo. Caminé hasta el teatro y vi la marquesina: Anunciaba el espectáculo de Frank. Entré a la sala y me senté en una butaca de la última fila; no me interesaba el espectáculo, sólo esperaba la salida de Frank para abordarlo cuando caminara hacia su casa.

Al terminar la función, el mago abandonó el teatro y caminó rumbo a su casa; cuando ya se encontraba retirado del teatro y en tanto yo caminaba a su lado, me quité la gorra roja de beisbol y se la acerqué al pecho; de inmediato la vio y se sobresaltó un poco, pero reaccionó de inmediato y sonriente la tomó y dijo en voz baja:

─!Vaya que eres ocurrente!, Don, me has dado un buen susto, pero me parece excelente el truco el que has hecho y puede ser la base para mi espectáculo; la gente está muy curiosa y no faltará algún listillo que llegue a descubrir mi secreto.

─«No lo vas a creer ─contesté también a media voz─,  esta idea me surgió de forma repentina, en cuanto vi la gorra de mi hijo. Es tan sencillo que hasta podemos enriquecerlo, lo comentaremos en tanto podamos»

Llegamos a su casa, se quitó la negra indumentaria y se puso un suéter, puso a descongelar una charola de pollo de “Sancho Pancho Corp.” Y seguimos la plática, para idear cómo crecer el número de las prendas evanescentes. Ambos comimos en silencio, pensábamos en qué forma podríamos utilizar esta ventaja que se presentaba. Yo comía con un cubierto que aparecía y desaparecía.

«Digamos que desaparezco el florero con la rosa roja; todo el mundo se queda expectante, ¿qué ha pasado?... ¿En dónde está el florero con esa hermosa rosa? Así los sigues entreteniendo Frank, con tu cháchara interminable, en tanto yo desciendo del escenario y frente a la atenta audiencia. Nadie me ve, de pronto arrojo la flor al regazo de alguna dama; en cuanto yo deje de tocar la planta, ésta se hace visible para todos; mientras tanto el mago hará algunas maniobras frente a todos y culminan con alguna expresión ¡Zass!... ¡Catapláss!... o cualquier otra disparatada expresión. Eso hará enloquecer al más escéptico de los presentes»

─Dejé el tenedor sobre el plato, que en ese momento se hizo visible para Frank─ esto que acabas de ver, Frank, aparecer frente de ti el tenedor, imagina que lo haga yo ante al público mientras hablas y maniobras frente a ellos; cuando digas las palabras mágicas, en ese momento soltaré la flor, que se verá de pronto en el aire y caerá sobre las rodillas de alguna persona.

Frank se levantó de su asiento con un movimiento brusco ─la silla cayó estrepitosa─ y aplaudió como un chiquillo al que le han obsequiado un caramelo.

─Esto que acabas de hacer, Don, es genial. Una idea maravillosa que hoy mismo estrenaremos, si estás de acuerdo…

─«De acuerdo, lo estoy, pero yo ¿qué ganaré con ello?»

─Lo que pasa, Don, es que ya tengo un contrato firmado y estipula una determinada cantidad por concepto de honorarios y no creo que el empresario quiera hacer alguna adición.

─«Se me ocurre algo para convencerlo, mira… ─y le dije en voz baja lo que se me había ocurrido…─, le pareció maravilloso»

La rosa evanescente

Esa tarde, Frank se presentó en la oficina del empresario; desde luego que yo lo acompañaba para convencerlo.

─Dime Frank, ¿qué se te ofrece, que te presentas antes de la hora de tu actuación?

─Vengo a presentarle un acto de aparición y desaparición de objetos, Mr. Weber.

─Mira Frank ─dijo en tono molesto el empresario─, tus artimañas hazlas en el escenario, a mí déjame en paz que tengo mucho trabajo.

Al ver la reticencia de Weber, toqué el brazo de Frank ─ya convenido por si fuese necesario─, hizo algunos movimientos con sus manos y yo tomé la pluma con que escribía el hombre y la pluma desapareció frente a sus ojos.

─¡Mi pluma!, ¿dónde está Frank?

─Esto es lo que deseo presentarle, señor empresario, pero ya que usted lo desdeña, lo puedo ofrecer al teatro Olympia, que andan tras de mis pasos.

En ese instante Frank volvió a mover las manos y yo dejé caer la pluma sobre el escritorio; el empresario la miró un instante en el aire y escuchó el “plas” producido por el objeto al caer sobre la madera…

─!Mi pluma!, ¡apareció!, ¿cómo lo haces, Frank?, eres un mago maravilloso. Este acto llenará el teatro durante toda la temporada.

─De eso estoy seguro, Mr. Weber y lo vamos a negociar.

─Te equivocas, querido mago, tienes firmado un contrato que te obliga a hacerlo.

─Que tengo un contrato, lo sé y lo voy a cumplir, pero no me obliga a hacer este acto en especial, sólo dice “actos de magia”, de manera que, si no le interesa, en este momento me voy al Olympia y luego de las fechas que me faltan, presentaré mi nuevo truco en aquel lugar. Sé que al final de la temporada, ellos mismos me buscarán un contrato ventajoso en Las Vegas, lo que desde luego no me desagrada.

El hombre de negocios pareció palidecer.

─Bueno, bueno, Frank, nosotros somos amigos y podremos llegar a un acuerdo.

─Tu contrato tiene fijado unos honorarios de quinientos dólares por noche; cantidad que algunas noches no podemos reunir… pero dime, ¿te parecen bien seiscientos dólares?

─Claro que no me parecen mal, ─dijo Frank ante la mirada de alegría del empresario─ siempre y cuando sean además de los quinientos firmados.

En ese instante el hombre de negocios se puso pálido, pero no perdió el control; encendió uno de sus enormes habanos y luego de tres fuertes caladas, contestó:

─Desde luego que esa cantidad está fuera de toda negociación ─dijo rotundo─, lo más que te puedo ofrecer, sobre tus quinientos, son doscientos más.

─Lo lamento en verdad, Mr. Weber. Sé bien lo que vale mi acto, que para mí tiene un costo; esto me lo ha enseñado un mago oriental y tengo que pagarle cierta cantidad cada vez que lo haga. Y le aseguro que se da cuenta de que lo hago…

El productor se levantó de su asiento, sostenía el habano con los dientes; abrió un mueble y extrajo un libro de gran tamaño, empezó a revisarlo, gruñía como un animal acorralado. Ya visto lo buscado, guardó el libro y volvió al escritorio.

─De acuerdo Frank, te pagaré mil dólares por noche; lo haremos esta noche; si mañana mejora la asistencia, fuera de lo acostumbrado, firmaremos el contrato antes de que te retires del teatro; en caso contrario, no hay acuerdo y terminas tu compromiso de la manera acostumbrada.

─Lo entiendo, a partir de esta noche, al salir cobraré los primeros mil dólares. Ahora me voy al camerino a preparar mi número.

Abandonamos el despacho del jefe que mostraba una sonrisa de satisfacción; se debía dar cuenta que ese número podía costar bastante más.

A partir de esa noche empecé a “presentarme” con Frank para hacer el acto que llamó “La rosa evanescente”, no obstante que en algún momento se realizaba con algún objeto presentado, por algún espectador como un reto al mago. El contrato del ilusionista era por veinte fechas, lo que para mí representaría diez mil dólares. En realidad, nueve mil, ya que había convenido que el diez por ciento sería para Frank, lo que se me hizo justo.

Cada noche, a partir de ese día, empecé a guardar quinientos dólares en el armario del recibidor, ya que no podía ingresarlos a una cuenta bancaria; era una cantidad que alertaría a la gente de los impuestos, en cuanto el Banco informara de ese crecimiento en mis ingresos. Fueron los minutos más productivos de mi vida. Por desgracia, todo lo que empieza tiene un final.

La puerta del tiempo

Una noche de sábado, faltaban solo dos fechas para terminar el contrato, repetí el, ya rutinario, vaso de leche nocturno; para entonces había tomado la costumbre de calzarme zapatos comunes y la ropa adecuada para la fría temporada en New York que era un otoño más frío de lo usual, por lo que iba bien abrigado. Como hombre de costumbres rutinarias, siempre utilizaba la misma ruta para llegar y para regresar del teatro, pero nunca me percaté de que una guapa joven, vestida con un traje sastre que algo le abultaba en la cintura, conocía, de forma literal “mis pasos” Cuando esa noche salí frente a la puerta marrón, al acceder a la acera para emprender mi diario camino, esa joven se puso a mi lado. Caía la diaria llovizna otoñal y al ver mis huellas, supo en dónde colocarse para que no me le escapara.

No me podía ver, ni tocar, pero estaba segura de mi presencia. Tuvo la cortesía de presentarse.

─Invisible caballero, aunque no lo veo, me doy cuenta de que su estatura debe rondar los seis pies y su peso las ciento cincuenta libras, por lo que no tiene sobrepeso y no crea que lo adivino; sus huellas me lo han confirmado en varias oportunidades. Mi nombre es Hanna Fellini y soy agente del FBI; no soy una novata, pero ni con mi experiencia he logrado descubrirlo; sé de su relación con el mago Frank y me encanta su número  llamado “La rosa evanescente” Le aseguro que nunca lo adivinarán, pero le advierto que estoy en contacto con especialistas en fenómenos sobrenaturales y se encuentran interesados en estudiar lo referente a usted; si alguno de ellos lo hace, le aseguro que aparecerá en todos los periódicos del mundo, no sé si a usted o al mago Frank eso les perjudicaría.

Entonces me animé a hablar con la joven detective, me había dado cuenta de su persistencia en descubrirme y no dudaba de que alguien lo pudiera hacer.

─«Bien, detective Fellini, lo que le relataré le sonará increíble y lo es, incluso para mí es muy difícil de creer; yo radico en una ciudad del centro-sur del país, no le diré en qué ciudad para proteger a mis hijos y mi esposa. Entonces le hice un relato pormenorizado de la forma en que había yo descubierto una puerta del tiempo y cómo, sin yo planearlo, había llegado a New York; en un principio sin saber el nombre del lugar ni la fecha en que lo hice. De la forma en que conocí a Frank y que había hecho alguna amistad con él, que desconocía mi origen; sólo le di mi nombre de pila; Donald».

     ─No sé si la detective lo creyó, pero me hizo una pregunta que me sobresaltó:

 ─¿El famoso Banco?─ Desde luego que no, soy un empleado que no gano mal, pero no tengo capital para pretender abrir cuenta en tal lugar. Soy cuentahabiente de una empresa local, casi pueblerina junto al J.C.

─De hecho, esta noche será la última en que ayude a Frank, será un duro golpe para él, pero tengo miedo de que la puerta que me trae pueda cerrarse y me quede perdido en este tiempo, sin cuerpo y sin familia. Eso me aterra de sólo pensarlo.

─Tenga por seguro que yo estaré en la función ─repuso la detective─, tengo boleto para segunda fila. Tal vez no vuelva a “verlo” ─dijo con una sonrisa─, pero estaré siempre pendiente, no creo que esto que le ha ocurrido a usted, no pueda sucederle a otro personaje y sea al que he buscado durante muchos meses.

La función se desarrollaba de acuerdo con el programa ideado por Frank, cosas comunes de todos los magos; los espectadores esperaban ansiosos el gran momento de La Rosa Evanescente.

Me encontraba parado junto a Frank y con la media luz que llegaba a las primeras filas, ubiqué a la detective Fellini. Llegado el momento, empezó el número. Se abrió el telón y Frank se encontraba parado junto a la mesa de mantel negro; al centro de la mesa un hermoso y llamativo jarrón de porcelana de Sevres de dos asas y filetes de oro, decorado con una escena campesina a todo color. Un reflector apuntaba directo al jarrón y dentro de éste, una hermosa rosa roja. En el momento en que Frank envolvió el jarrón con su capa, lo tomé junto con la flor; el jarrón lo puse debajo de la mesa y me apuré a bajar del escenario, me detuve frente a Hanna Fellini, que estaba sentada en la segunda fila. En tanto Frank hacía ademanes y gestos y parecía decir oraciones. En el momento que dijo ¡abracadabra! dejé caer la flor sobre las piernas de Hanna, que sobresaltada dijo:

─¡Oh! ¡La flor ha aparecido sobre mis piernas! ─esto lo dijo puesta de pie, levantó la rosa para que todos la vieran, sus vecinos de asiento se miraban unos a otros, tan sorprendidos como la detective.

Los espectadores se pusieron de pie y en poco tiempo toda la audiencia aplaudía frenética. Había sido el cierre maravilloso que todo artista teatral espera tener en su carrera profesional. Tres veces, aplaudieron, se abrió el telón para que Frank recibiera las felicitaciones del público.

Cuando se terminaron los aplausos, Frank y yo nos dirigimos al camerino; le comenté de mi encuentro con la detective del FBI, que ya sabía de mi presencia y colaboración en el acto de ilusionismo. Le comenté también de la ayuda que había solicitado a estudiosos de hechos paranormales y su deseo de venir a investigar el mío y la gran posibilidad de que lo lograran. Eso podría representar el descrédito del mago y el final de su carrera.

─Esto que me comentas, Don, en verdad es preocupante para mí. Me doy cuenta de la gran posibilidad de que te descubran; ya Hanna lo ha hecho.

─Así es Frank, ante eso he tomado la decisión de suspender mi participación en tu espectáculo. Tu contrato está por terminar y yo temo que la puerta del tiempo que se abrió en mi casa se cierre y yo quede perdido aquí, o que ya no pueda utilizarla y dejar inconcluso algún compromiso que adquieras.

En ese momento llamaron a la puerta y Frank pidió que pasaran. Era Hanna que saludó con familiaridad a mi amigo ilusionista, que no me había comentado que estaba saliendo con la detective. Además de su interés por descubrirme, ahora entendía su diaria asistencia al teatro, en realidad tenía interés en el hombre, no sólo en el truco del mago. Sonreí para mis adentros; hacían una bonita pareja.

Al saber que ya ambos estaban enterados de mi existencia, hablé para los dos, en tanto tomaba la cartera de Hanna que había depositado sobre el tocador, la que desapareció a la vista de ellos.

─!Mi cartera… ha desaparecido!

─!Donald! ─dijo con fingida autoridad─, devuelve de inmediato mi cartera.

Los tres reímos divertidos, en tanto regresaba la cartera al tocador.

─Hanna ─dije en ese momento─, Frank ya está enterado de tu persistencia y éxito parcial al descubrir mi presencia. Por la seguridad profesional de mi amigo y por la mía propia, he decidido que hoy será mi última visita a su tiempo y sus vidas. Cuando yo regrese a mi tiempo, seguiré con esta edad, pero ustedes serán unos ancianos. Les prometo que buscaré en las publicaciones de espectáculos para saber lo que haya sido la vida de Frank y espero que en algún momento se ligue con la tuya, Hanna. Me hubiera gustado haberlos conocidos de forma natural, pero así se dieron las cosas.

─Les deseo una larga vida, ahora me retiro ─Se dieron cuenta de mi partida al ver que se abría la puerta, volviéndose a cerrar sin ayuda aparente─.

Salí del camerino y abandoné el teatro, iba un tanto triste, ya me había acostumbrado a mi trato diario con Frank. A paso lento volví sobre mis pasos, di una última mirada a esas calles, desiertas a esta hora, limpias por la lluvia que había dejado de caer. Olía a tierra húmeda y a hierba fresca que venía de los árboles de las cercanías. Llegué a la puerta marrón, di una última mirada a ese viejo New York y entré al sitio oscuro y perfumado; cuando se abrió la puerta hacia la cocina y entró la luz, vi en el rincón el saco cuyo letrero lo hacía inconfundible J.C. Morgan; real motivo de mi retiro de los viajes en el tiempo… No descarto que me pudieran ubicar y echarme a la cárcel por el robo. Esa fue mi primera llegada a un tiempo distinto al mío: La bóveda del J.C. Morgan.

Semanas después de mi última salida por la puerta del tiempo, me encontraba en la sala de mi casa; mi mujer trajinaba al hacer la cena en la cocina y mis hijos, terminaban sus deberes escolares en sus habitaciones. Abrí le diario en la sección de espectáculos y un obituario llamó mi atención:

«Con cerca de cien años, el mago ilusionista Frank, falleció en la ciudad de Brooklyn, New York. Frank fue famoso en los años 60’s por su espectáculo desapareciendo y apareciendo objetos en el escenario y que en ocasiones reaparecían en los regazos de los espectadores; en aquellos años contrajo matrimonio con Hanna Fellini con quien procreó dos hijos, Donald y Fernando, su matrimonio duró más de treinta años, hasta el fallecimiento de su esposa»

     Cerré el diario y sentí tristeza por el fallecimiento de mis amigos. Una amistad que de otra forma no se hubiera logrado. Me levanté y me dirigí a la cocina, Caroline me sirvió una taza de café y yo quedé sentado frente a la puerta del tiempo… Cerrada por un mueble para mantenerla oculta… Tal vez algún día me viera obligado a utilizar algo de aquel dinero que permanecía en la oscuridad perfumada… tal vez…

FIN

Sergio A. Amaya Santamaría

Octubre de 2019

Abril 10 de 2022

Playas de Rosarito, B. C.

Jue11May202304:35
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Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

En lo más profundo de la noche

Toda noche tiene sus monstruos, animales míticos, que son parte de contiendas y hazañas épicas. Estas suceden más allá de las paredes, sobre techos, entre gritos y choques de una refriega.

Una batalla se libra en ese mundo intangible tras ventanas y puertas. El vidrio, la madera, no detienen sus ruidos, en lo oscuro nunca es posible descifrar qué pasa, solo indicios, golpes y desgarros a partir de sonidos que llegan: se alejan, se acercan, hasta casi sentirlos arriba nuestro.

Trabamos las puertas, miramos inseguros las ventanas, atamos los postigos, desconfiamos del afuera y prestamos atención al silencio como al ruido.

Hemos escuchado chillidos, ballenas gritando, hemos sentido mamuts en estampida, retumbando el piso, y el ruido ensordecedor de dientes de sable corriendo en manada, emitiendo sonidos de guerra. Una pampa está llena, en la madrugada descargan su furia entrando a la ciudad. La noche tiembla bajo sus pasos y nada les enfrenta.

Bajo la luna espesa descansan y pastan sus heridas, pero sobre nuestros techos, las huestes más pequeñas desgarran la carne. Se les siente rodar, chocar, embestir, bufar, proferir todo tipo de maldiciones y el ruido de las armas ilumina el cielo nocturno. El forcejeo estremece, tiemblan los techos, miramos las lámparas hamacarse en este sismo de una masa ígnea que erupciona.

Ningún cielo parece poder sostenerse más.

Nuestras casas simulan seguridad, pero nada garantiza que un día no rompan este dique que separa nuestra luz de su noche, y no quede más alternativa que defendernos, luchar esa guerra que no es nuestra, salvar estas vidas que sí lo son.

Y ahí sí, con lo que tengamos a mano, con cuchara, cuchillo o tenedor, nosotros seremos la piedra que afila, la chispa, el mango enarbolado, el grito dominante, las nuevas bestias sedientas de sangre.

A la noche perteneceremos.

Jue11May202303:08
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

La piñata

—Bueno, a decir verdad, en la fiesta sólo asistirá gente adulta. Es por eso que quiero su recomendación—preguntó el cliente.

—¿De cuántas personas estamos hablando?

—No muchas, tal vez unas diez personas. Entre hermanos, cuñados y nada más… Había pensado en una comida especial para el evento: tal vez unos tragos, postres o algo así.

—Yo opino que sería buena idea que les llevara una piñata.

—¿Una piñata? ¿Habla usted en serio? Si le acabo de decir que en la fiesta sólo habrá gente adulta. ¡No hay niños!

—Señor Roberto, lo escuché perfectamente. ¿Acaso a usted no le gustaban las piñatas?

—Sí, claro. Pero cuando era niño.

—A todos nos gustan las piñatas, seamos niños o adultos. Sólo encárguese de que haya buena música; buenos tragos, y verá que todos se divertirán como enanos. Yo soy el experto en fiestas y no invierta tanto en comida; hay gente que a lo mejor no la prueba, o simplemente no le gusta lo que se va a dar de cenar esa noche. Hay otros que, por el contrario no beben. En cambio, a una piñata no hay quien se le resista— concluyó el organizador de eventos…

—¿Qué tenemos? — preguntó un comandante de policía.

—Ningún sobreviviente: los pedazos de los cuerpos están esparcidos por todo el lugar. Sin duda fue un explosivo que, aunque usted no lo crea, al parecer fue colocado dentro de una piñata.

© Cuauhtémoc Ponce.  

Mié10May202311:45
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Autor: Omar La Rosa
Género: Cuento

Atentado

Atentado

Haciendo uso de una dispensa especial, como él las llamaba, el capitán Fernandez encendió un cigarrillo y aspiro profundamente el sedante humo. Estaba completamente prohibido fumar en cualquier dependencia de la flota, pero en este momento eso lo tenía sin cuidado.

Tenía los nervios destrozados, llevaba días sin dormir, y es que no podía entender que había pasado, ¿Cómo habría sido el ataque? Porque de eso estaba seguro, había sido un ataque terrorista, no podía ser de otra forma, y él estaba dispuesto a acabar con los hijos de perra que lo habían perpetrado a como diera lugar.

Solo necesitaba un indicio que lo pusiera sobre la pista de los asesinos de su mejor amigo…y eso esperaba ahora, que los técnicos de la junta de accidentes terminaran la decodificación de la caja negra de la nave.

  •      ¿y?¿Ya saben que pasó? –
  •      Ya casi señor – dijo el hombre que corría el programa de decodificación – aquí ya hay algo, mire – y leyó – todo bien, hasta aquí, a los menos 15 minutos en que salto un fusible de iluminación, nada grave –

Sigo ojeando el informe

  •      A los menos 10 minutos aparece un intento de reparación. Es algo sencillo, no debería demorar más de 3 minutos…sin embargo… -
  •      Sin embargo ¿Qué? –
  •      Hasta los menos 2 minutos no se observa reparación alguna…y luego nada, hasta el cortocircuito de la barra principal de alimentación, sin duda la causa del recalentamiento del generador y su explosión –
  •      ¿Está seguro? –
  •       Aun es muy pronto para saberlo, pero si se sobrecarga el generador iónico este puede explotar, aunque no me explico cómo pudo haber pasado eso. Nadie en su sano juicio tocaría nada sin antes desconectarlo –

Y Gomez era un experto, seguro que había seguido los procedimientos, no en vano era el mejor en el escuadrón antiexplosivos…

  •      ¿Se detecta la presencia de algún extraño abordo? –
  •      No señor, el análisis de masa confirma solo dos personas a bordo, el capitán Gomez y su flamante esposa –

¡Gomez casado! ¿Quién lo hubiera dicho? Pero, ya se sabe, hombre amante del peligro, era inevitable que algún día lo intentara, y, a decir verdad, el espécimen elegido para la prueba no podía ser mejor. Difícilmente se encontrara una mujer más hermosa que su esposa en todo ese sector de la galaxia.

El odio volvió a inundar su corazón, el crimen de su amigo no podía, no debía quedar impune, ¡matarlo en su viaje de bodas!¡Que crueldad!

  •      ¿Tiene algo más? –
  •       No sé, veamos, acá esta el audio de la nave – dijo el técnico quitándose los cascos, reproduciendo el sonido en los altoparlantes.

Minuto menos quince:

  •      Bichi, ¿Qué fue eso? – se escuchó la voz sobresaltada de la mujer.
  •      No se mi amor, se apagaron las luces interiores, iré a ver qué paso – Gomez explico lo obvio.
  •      Tengo miedo – el tono del susurro quito entidad a la afirmación.
  •      No hay porque Claudia, debe ser algo menor, seguro algún fusible – la tranquilizo él…

Ruido de roces dan a entender que para tranquilizarla la debió sacudir por lo menos un par de veces, una técnica bastante común en caso de peligro de pánico.

  •      Tengo que ir a revisar ese fusible –
  •      No demores –

Minuto menos diez:

  •      ¿Encontraste algo? – se escucha la voz de la mujer entrando a la sala de comandos.
  •      Así parece, se ve que el fusible está arriba… - comenta Gomez haciendo alusión a la característica técnica de esos fusibles térmicos que, cuando se recalientan y actúan, quedan con el pulsador erguido, separado de la carcasa, lo que facilita su identificación, siendo necesario introducirlos nuevamente para reconectar el circuito.
  •      ¿Tu fusible también salto amor? – el tono lascivo de la mujer y la posterior ausencia de palabras fueron una buena justificación para la ausencia de acciones técnicas entre los minutos menos diez y menos dos antes de la explosión.
  •      Hasta aquí nada anormal – comento el técnico – solo una pareja de recién casados – justifico el hombre y, por un instante, Fernandez aflojo el semblante.
  •      Siga, por favor – ordenó – necesito encontrar algo que me de un indicio de cómo se perpetro el ataque, tiene que haber algo –

Minuto menos 2:

  •      Bueno, ¿me vas a dejar trabajar o seguimos a oscuras? –
  •      Seguimos a oscuras… Bueno, no te pongas mal, ve y arregla ese fusible – refunfuño despechada. Para luego fingir interés.
  •      ¿Para qué sirve ese fusible? –
  •       Ahora no amor, no está fácil reconectarlo –
  •       Claro, apretar ese fusible es lo importante… – la voz sonó despechada.
  •      Pero no, amorcito, es que la posición es incomoda… –
  •      Está bien no des explicaciones, no soy tonta, se cuando estoy de más… me voy a dar una vuelta por ahí así te dejo apretar tranquilo “tu fusible” –
  •      Clau… – se preocupo él mientras se contorsionaba para manipular las pinzas y restituir el fusible, maldiciendo al ingeniero que lo había ubicado en esa posición tan incómoda – es un minuto, no estés dando vueltas, mejor siéntate frente a la ventana y observa las estrellas sin tocar nada –
  •      Está bien, está bien, no me estés diciendo que hacer y que no. No me gusta que me trates como una nena – la grabación de audio permitía notar el casi gemido de la voz femenina así como un ruido de pies que se arrastraban y que solo se hizo perceptible cuando la mujer calló y el silencio reino en la sala.
  •      ¡Ahí esta! – se éxito Fernandez – Rebobiné – ordenó.

El técnico asintió y corrió de nuevo el audio

  •      “… no me estés diciendo que hacer y que no. No me gusta que me trates como una nena” – y después el sordo roce que el sonido cuadrafónico permitía identificar como movimiento hacia el panel de control.
  •      Escucha, esos pasos, hay alguien más – asevero, desconociendo el análisis de masa previo, tanto era su deseo de encontrar a los asesinos de su amigo – seguro que fue un ataque suicida. ¡ya tenemos algo! –

Presa de la adrenalina que lo inundaba el Capitán tomo su teléfono dispuesto a dar un par de órdenes, pero la mano el operador lo detuvo y juntos escucharon el final de la grabación.

  •       Bichi ¿Para qué sirve esta palanca roja que esta levantada? –

© Omar La Rosa

11 Enero 2022

Mié10May202301:33
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Autor: Nadia Cecilia Bolchinsky
Género: Cuento

JUSTINA

JUSTINA

-Una, dos, tres… no. Esa no es. Está muy separada. Esa. Es esa, debe ser esa… una, dos, tres… y la otra… mmm no. No se ve. Hay muchas nubes…-. Justina se echaba boca arriba sobre el último peldaño de la entrada contando en susurros con un dedo fino y largo apuntando al cielo.

Era todavía muy niña cuando el abuelo murió, pero permanecía el recuerdo del viejo señalando aquellos puntitos brillantes sobre los primeros tintes negros de la noche. 

-Esa es la cruz del sur – le decía entre el sopor del final del día, mientras en una de sus manos oscilaba el vaso metálico, que acostumbraba besar en intervalos. -Mirá, son cuatro; hay otras que parecen…, pero no. Tienen que tener esa forma… - y le enseñaba un rombo casi perfecto titilante.

Justina descolgó su mirada del cielo y la llevó a las copas de los árboles. La imagen del abuelo se diluyó fugaz en el espacio. Era el final de otra jornada agobiante. Había terminado con todas sus obligaciones y salió en busca de alguna brisa entre los pastizales del monte y las siluetas pardas de los árboles. La noche comenzaba a cerrarse. Desde las ventanas rectangulares de la cocina, la niña podía distinguir, la figura de su madre bañada por esa luz pálida mortecina. Había llegado tarde del trabajo. Cocinaba apurada resoplando entre uno y otro ademán. Eso sumaba una nueva razón para permanecer fuera.

La casilla se paraba junto al camino de tierra. Metros atrás, el contorno de las sierras recortadas por la oscuridad la enfrentaban a su propio horizonte. El cielo encapotado impedía filtrar algún rayo de luna y aquella opacidad asfixiaba. Un murmullo de arroyo escalaba hasta sus oídos anudándose al golpeteo de los cacharros que llegaba desde la cocina. De pronto, un brillo la sacó de aquel letargo pesado que le sucedía cuando los pulmones se le colmaban de aire cálido. Era una de esas pequeñas luces verde azulinas de las luciérnagas. Hacía años que no veía una. En el pasado, para esa época, la parte trasera de la casa y los matorrales del fondo se colmaban de aquellos bichitos. A Justina siempre le habían fascinado esas noches de verano en que el campo entero parpadeaba.

Vuelve el recuerdo… busca el frasco de vidrio asaltando la alacena; corre a casa de su amiga; se meten en el monte; persiguen los bichitos; se asombran; luces verdes; bichitos; luces verdes; bichitos, y no puede dejar de mirar; se demora; su amiga corre asustada al darse cuenta. A veces Justina se gana unos golpes porque retrasó la cena; a veces porque sí…

Sin embargo, en los últimos veranos, las luciérnagas habían casi desaparecido. Y por eso se sorprendió.

Justina Se incorporó alentada por el resplandor y comenzó la caminata.  Sujetaba y estiraba su vestido desde el final. Le quedaba corto, pero la plata no sobraba y los vestidos -y toda la ropa- tenían que durar algunos años más. Necesitaba alcanzar el brillante hallazgo. Penetraba las hierbas altas. El insecto había quedado inmóvil sobre el tronco de un árbol. Ella se acercaba apurada, no quería perderlo. Cuando distaban solo algunos pasos, pudo notar que no era una, sino dos. Eran dos luces, verde brillante y a diferencia de las que había solido apresar en el pasado, ninguna parpadeaba. Dos luciérnagas permanecían estáticas y en una perfecta línea recta. Separadas por un espacio diminuto. Justina se apuró. Cuando estuvo a centímetros, arrimó el rostro para ver mejor. Entonces se una corriente helada le recorrió la espina. El bicho no era lo que había creído en un principio. La criatura parecía salida de una de sus pesadillas. Era algo, tal vez, similar a una cucaracha, escorpión o algo así. Adivinaba su cuerpo estirado color café, aunque la oscuridad podía confundir. Las dos luces esmeralda, se ubicaban cada una a un costado de su cabeza achatada. Unas extremidades delgadas surgían desde la panza y a lo largo del cuerpo. Justina se hizo hacia atrás con repulsión, pero no atinó a correr. Solo se quedó quieta. Sentía que el bicho la miraba. De pronto el grito cascado de su madre llegó desde la casa para sacarla de aquel trance. Se volteó y corrió agitada el camino de regreso.

Esa noche daba vueltas en la cama sin poder dormir. Los diciembres en el pueblo de Carpintería siempre fueron insoportables. Aun así, debía taparse. Al menos con la sábana. 

Todavía no era madrugada. El ruido la despertó. El ruido era conocido. Alguna discusión desde la habitación de su madre y los pasos yendo y viniendo entre la cocina y el pasillo.

Escuchó el baño. La cadena. Escuchó ruidos de sillas y la losa de los platos de la cena sobre la mesa. Justina se tapó hasta cubrir su cabeza por completo. La puerta de la habitación estaba cerrada. Había, también, asegurado el mosquitero de la ventana cuyo alambre buscaba levantarse de las maderas podridas. Pero las brisas en verano eran casi inexistentes y por ello aún permanecía en pie.

Apretaba fuerte los ojos intentando conciliar el sueño, sabiendo de antemano que no lo lograría. Seguía cada movimiento ya conocido y adivinaba las rutinas cotidianas. Tranquilizó su mente consiguiendo, al fin, adormecerse.

Pasaron algunas horas. No había caído profundo. Ya no dormía profundo. La transpiración, el calor, otra vez la asfixia… Sintió el picaporte con sigilo y los pasos deslizados en secreto. Cerró más fuerte los ojos. El olor a alcohol y cigarrillo se esparcían sobre el aire que aprisionaba la sábana que los cubría. La almohada se empapaba en silencio. El dedo fino y largo se marchitaba en espiral sofocado por el peso de aquella mano de piel endurecida. En algún momento amaneció y quedaba solo el fantasma de la mugre a su lado.

La mañana la devolvía al mundillo de pueblo donde las miserias nunca llegan a un titular. Abrió las ventanas. Las sierras detrás parían los primeros rayos del sol. Un débil aire matinal, que desaparecería pronto, golpeaba algunas hojas de los árboles para cortar el silencio a su alrededor. Caminaba descalza por las habitaciones. Ya estaba sola como casi todo el día. A sus trece, Justina no había visto nunca llegar otro niño a esa casa. 

Ventilaba para comenzar la limpieza abriendo puertas y ventanas. Tiraba los esqueletos de algunas botellas casi vacías y, al abrir el tacho, el olor del tabaco que desprendían las colillas enredadas entre la basura la hacían querer vomitar. Se esforzaba por reprimir las náuseas y continuaba. Limpiaba los requechos de comida que salpicaban la mesa, perseguida por algún puñado de esas moscas fastidiosas del verano.

Las jornadas eran largas, y se hacían más largas con los casi cuarenta grados de aire cálido que chocaban contra las sierras para volver a golpear los mismos pastos, la misma gente y los mismos matorrales una y otra y otra vez.

Aquella noche se derretía en la cama deseando que el verano terminara de una buena vez. Su madre se tardaba de nuevo y la pasividad volvía a hacer dormitar la casa. Miraba aburrida las marcas en el techo que conocía de memoria y la ventana. Notó el mosquitero levantado y se incorporó a cerrarlo cuando de pronto algo la golpeó y la hizo saltar. Era un insecto que impactó contra su mano y se metió debajo de la cama. Justina pudo verlo solo unos segundos, pero le pareció que era el mismo de la noche anterior. Buscó tranquilizarse y se agachó con cautela, pero no logró verlo. Se incorporó estudiando cada rincón de la pieza con la mirada, pero nada. Escuchó si un ruidito, un bps bps chocando en algún rincón. Sintió un ardor en el dorso de la mano y vio un pequeño hilo de sangre que escapaba de un fino corte. Metió su mano en la boca y fue hasta el baño para remojarla. Cuando se miró al espejo se vio el labio delineado por la sangre que aún manaba. Se detuvo en esa imagen. Su piel oliva y la gruesa cabellera negra hacían resaltar aquel rojo labio mullido. Se limpió refregando furiosa. Volvió a pensar en el insecto imaginando el aguijón que le provocó aquel corte. Corrió nuevamente hacia la habitación. El zumbido ya no se escuchaba. Repasó nuevamente cada rincón con la mirada, pero nada. Apagó la luz esperanzada de que, si el bicho había quedado en un escondite se fuera buscando la claridad del alumbrado público que irradiaba solitario sobre el camino de tierra. Se recostó en la oscuridad. En algún momento cayó en el sueño.

Otra vez. Otra noche. Los ruidos conocidos…

Fue entonces cuando empezó a escucharlo hilado a la rutina nocturna de la casa.  Ese irritante sonidito inconfundible de casi todos los insectos. Una suerte de motorcito que por momentos para y vuelve a comenzar. Había quedado bajo el colchón, sentía los bps bps chocando contra las patas de madera en algún rincón. Volvió a buscarlo con la mirada. Ya no le temía, la intrigaba.

El ruido intermitente del insecto se había detenido. Era madrugada. El picaporte se deslizaba otra vez. La claridad, ahora, traspasaba las hendijas. La claridad lo empeoraba todo. La vergüenza se extendía por cada centímetro de su figura adolescente. Unas palabras vulgares susurradas sobre su oído eran el réquiem habitual a su joven cuerpo ya vencido. Justina volvió a abrazarse fuerte. Sudada bajo las sábanas del pleno diciembre.  Sintió la caricia en el hombro. Sintió náuseas. Sintió la necesidad de morder la almohada y alejar la mente. Sintió también, desde un hoyo cercano a su oído, al insecto rascar las maderas horadando el mueble, tapado por el golpeteo de la cama que rechinaba un vaivén harto cotidiano. En algún momento amaneció y ya solo se escuchaban los pájaros de las primeras horas en las copas de los árboles.

Justina se apuraba en terminar temprano las tareas. Quería dedicar tiempo a encontrarlo, hallar su escondite y volver a verlo. Estaba segura de que seguía ahí. Lo escuchaba con sus intermitencias habituales, pero él no dejaba escapar siquiera alguna de aquellas finas y largas extremidades, solo el sonido profundo y monótono que la acompañaba, y esa era la prueba de que ahora la cama también le pertenecía a él. 

Cuando estaba sola robaba unos granos de azúcar que disponía siguiendo la estela del sonidito para tentarlo a salir. Tiraba un par de gotas de agua por donde, adivinaba, podía estar. Pasaba ratos con el vientre pegado al suelo bajo su cama a la espera de verlo emerger. 

–bichito, bichito… - y tamborileaba con los dedos a lo largo de los tirantes de donde creía que salían sus bps bps. Intentaba con diferentes golpecitos sobre las maderas viejas de su cama de toda la vida. Investigaba cada rincón imaginando aquellas luces verde azulinas y las patas finas avanzando sobre los pasadizos llegando, tal vez, al colchón para hacer algún pequeño orificio. Entonces tanteaba el colchón por debajo y no podía evitar las imágenes. El colchón olía fuerte todavía. Las manchas iban a quedar para siempre.

–¡Esto no sale! ¡qué asco este olor a meo insoportable!  ¡¿Vos te crees que yo tengo plata para andar comprando un colchón nuevo?! ¡¿Eh?! ¿¡Te crees que tengo plata?! – y la mujer potenciaba los gritos y la frustración con una notoria cara de asco, mientras sacaba las sábanas arrojándolas, furiosa, a un costado y acarreaba el colchón para ubicarlo contra la pared exterior y dejarlo secar al sol. Ese colchón que ahora sonaba a bps bps y a insecto.

- ¡Ya no sos un bebé! ¿¡qué carajos te pasa?! ¡tenés nueve años! ¿¡acaso te tengo que volver a poner pañales?!

Justina se recordaba muda y aterrada en un rincón de la pieza con la cara tan empapada como las sábanas y la bombacha y todo el maldito colchón que seguía oliendo a meo. Pero ahora había pasado el tiempo, el colchón estaba en su lugar y ella lo tanteaba aún en las oscuras aureolas para encontrar a su amigo. El insecto no salía. No podía verlo ni a su eterno escondite. El rasqueteo se agudizaba con el correr de los días, aumentaba, aturdía, enloquecía.  

Una tarde, otra de esa cadena interminable de tardes. Justina se encerró en la habitación con el sol ya casi oculto. Caminaba esos pocos metros que su pequeña habitación le permitía y entonces se vio reflejada sobre el vidrio. La ventana de la pieza ya no le devolvía la imagen de una niña como años anteriores, era una joven, y crecía. Se detuvo en el reflejo. Se odió al verse. Se dio un cachetazo en represalia. Estaban esas curvas que jamás hubiera querido ganar. Otra cachetada más. El vestido no llegaba cubrir lo que habían sido unas nalgas chatas en la misma línea de las piernas flacas, pero ahora se redondeaban cada vez más.  La mejilla le había quedado marcada. No importaba. Una lágrima silenciosa le recorrió la piel enrojecida. Otra vez el bps bps la sacó de su propia miseria y corrió nuevamente a tirarse bajo la cama. Pero nada.

Las noches infernales azotaban el verano en el pueblo mudo. A veces sucedía y a veces no, pero ahora sus penumbras eran arrulladas por una extraña criatura bajo la cama. El ruido. El ruido se multiplicaba. Los maderos crujían. El miedo al deslizar de los pasos silenciosos era más terrible que los propios pasos y las caricias. Rezar a la virgencita como le habían enseñado alguna vez, nunca servía.

Algún día terminó las tareas con tiempo suficiente para escapar un rato al arroyo. Los pies descalzos se veían hinchados bajo el agua cristalina. El fondo se distinguía claramente. Arenillas y pequeñas piedritas en diferentes tonos de marrón y esmeralda eran arrastrados por la corriente. Tuvo deseos de caer, de dejarse llevar, de hacer su propio refugio bajo el arroyo y que un bps bps la guíe a una cueva segura. Un par de piedras verdes brillaron en el intenso sol de comienzos de la tarde. Pensó en la criatura y en la noche. Volvió a casa cuando los rayos débiles le advertían el regreso de sus padres, y no era imaginable estar fuera cuando eso sucedía.

Solo la madre regresó temprano para cenar con ella en un silencio abandonado al cansancio. Su madre, una sombra muda. Sus ojos eran abismos y las palabras vagamente surgían de sus labios.

–Se está acabando la garrafa. –Escupió Justina en algún momento. La madre asintió sin mirarla y encendió el televisor desde el control. Dejó de comer y prendió un cigarrillo. No miraba el televisor, ni a su hija, ni a la casa. El reloj parecía no correr en el silencio perpetuo, pero en algún momento cayó la noche profunda.

Otra madrugada, otro deslizar, los pasos de siempre…

La sábana se corría y ella no encontraba más distancia entre el filo del colchón y la pared húmeda de su cuarto. El motorcito comenzaba a igual tempo que la fricción sobre su figura.  Buscaba en ese ruidito distraerse de la agitación rítmica que provocaba los espasmos en su cuerpo. 

Justina unió sus manos por las palmas. Cerró fuerte los ojos. Su imaginación dibujó al insecto tomándole las manos con las finas patas. Los bps bps se volvían rezos para trenzarse a los de ella que pedían sin respuestas. La madera crujía. Parecía que la cama iba a desplomarse y caer al suelo con todo. Esa noche, algo rompió la siniestra habitualidad. Un aleteo surgió de debajo de la cama. Ella supo que al fin había salido. La escena se detuvo al instante mismo y el aire se congeló. Como acto reflejo, Justina deslizó su rostro al costado. Lo vio. Estaba ahí. Las dos luces sobrevolaban la cabeza de su atacante que, completamente poseído, no se había percatado de nada. De pronto, Justina comenzó a ver lo que no creía. No eran solo las dos luces de aquel insecto suspendido en el centro de la habitación. Desde las maderas de la cama salió otro, y otro y otro más hasta conformar una nube parda repleta de luces verdes que zumbaban cada vez con más fuerza. Entonces, él se detuvo incrédulo y dio vuelta la cabeza con su cuerpo todavía asfixiando el de la niña. Sólo por unos segundos pudo ver aquel cuadro inimaginable. Solo por unos segundos él comprendió todo. Al instante, todos esos insectos se abalanzaron para provocarle punzantes cortes, sobre cada órgano y cada miembro. La sangre salpicó el rostro y el cuerpo de la niña que sonrió en medio de la madrugada bajo un tibio río de alivio.

Mar09May202323:18
Información
Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

Del pasado incierto

«…ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro,
del que nada sabemos con certidumbre
—ni siquiera que es falso
».
Jorge Luis Borges
(“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” - 1940)

Recuerdo su sombra monumental contra el cielo rojizo de la escollera, con la espalda apoyada en una enorme roca, la caña de pescar en una mano y el cigarrillo en la otra. A veces, la roca se estira sobre él semejando un pico de águila o de cóndor. Recuerdo también que no fumaba, que pescaba con el sedal enrollado en una lata y acaso no era tan alto. Recuerdo la paz de su mirada compasiva, las palabras lentas y precisas. Recuerdo, creo, que no tenía nombre; solo un apodo como Porteño o Barragán, algo impersonal que. más que nombrarlo, se antojaba un adjetivo.

Creo recordar que habló de semiótica, de signos falaces que representan conceptos distintos para cada quien y rara vez repetimos con idéntico significado. Lo veo o lo sueño diciendo que, según el interlocutor, el contexto y hasta el estado de ánimo, palabras como verdad o admiración adquieren múltiples matices; que memoria puede ser sinónimo de recuerdo o permanencia, pero también de falsificación, mentira, invento… Sé que me asombró aquello y obró en mí algunas transformaciones.

Hay presencias fugaces que nos marcan para siempre; personajes que la memoria atesora pero también difumina, disfraza, corrige… Los recordamos hasta que, sin darnos cuenta, empezamos a recordar su recuerdo, a suplantar el hecho con una representación del hecho; todo se confunde entonces, se pierde en una bruma cada vez más densa que solo podemos disipar imaginando.

Ahora que soy viejo, como él era y sigue siendo, yo también sé que acaso no existió, y que si ese hombre magnífico que creo recordar leyera esto, diría que el verbo saber es alegórico; que así como los hebreos unieron los verbos llegar y ser para simular el futuro que su idioma no conjuga y darle nombre a su dios, nosotros, devotos de la Ciencia, deberíamos hacer lo mismo con los verbos creer y saber para dotar a ese Dios Nuestro de un mínimo sentido filosófico; diría que nada se sabe; que solo creemos saber. Y aunque no lo haya dicho nunca, aunque tal vez no existió como lo recuerdo, sé que lo diría porque intuyo que los huecos de la memoria se llenan con materia soñada, con ilusiones e ideales, de modo que esos personajes recordados que nos marcaron son, en buena parte, lo que una vez quisimos Llegar a Ser.

Imagino, sueño, intuyo, sé (sinónimos es este caso) que en esos recuerdos reinventados habitan ambiciones pendientes y fracasos cumplidos. Creo (y en la falacia del idioma conjugo aquí los verbos creer y crear al mismo tiempo) mis recuerdos hechos de partes perdidas de mí mismo, de un yo posible malogrado.

Hoy, con el río de Heráclito revuelto, intento juntar esos pedazos en otro muelle, frente al horizonte rojizo del ocaso, con la caña de pescar en una mano y el cigarrillo en la otra. A mi lado, un muchacho aguileño enrolla el sedal en una lata y habla de ser escritor, de su pasión por las letras, de la frustración que siente al sentirse tan lejos de quienes admira. Me observa fascinado y yo, que ya fracasé en mi intento de inventar la página, el párrafo, la frase que me justifique, apoyo la espalda en una enorme roca, me apiado de él y le digo:

—Las palabras, joven, son signos falaces. No sólo representan conceptos distintos para cada quien, sino que rara vez las repetimos con idéntico significado…

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