Lun08May202313:28
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Autor: samir karimo
Género: Cuento

El espejo del alma

Cuando me veo al espejo, no pregunto si habrá alguien más guapo que yo, tampoco veo mi belleza sino mi interior… ¡sí!, lo que veo es mi interior…estamos en este mundo para socializar pero también para alimentar nuestra alma… aunque cada vez más se ve más materialismo hay una parte en nosotros que es un recuerdo de la mar infinita de Dios… dicen que podemos ocultarlo todo. Sin embargo nuestra mirada todo lo denuncia…. Sí, estarán pensado que estoy flipando, delirando pero es verdad, uno nunca comprenderá lo que el otro ser humano es en efecto. Creemos que nos hablan por bien, sin problemas y a primeras de cambio desvelan su verdadera naturaleza… ¡sí!, la verdadera naturaleza, las pequeñas actitudes, pequeñas señales que no se detectan materialmente sino intuitivamente…. Hay quien tenga una percepción extraordinaria que no logra explicar por qué cierta persona le cae o no bien…. Pero regresando al espejo del alma, dicen que los ojos son un puente interdimensional entre este mundo y el mundo OCULTO, sí… así lo creo y a veces los espíritus utilizan ojos muñequiles para ver lo pasa en el mundo…. Me despido con las frases de este gran sabio Cicerón “la cara es el espejo del alma y los ojos son sus intérpretes”
SAMIR KARIMO, TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
Dom07May202302:32
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

La bailarina

Yo simplemente estaba haciendo mi trabajo periodístico en aquel entonces. Recuerdo que entré en aquel lugar con la intención de hacer la nota: unos cuantos apuntes, quizá unas cuantas entrevistas para el periódico en el que laboraba y dar por terminado mi trabajo.

Fue ahí donde la descubrí: una mujer hermosa bailando ante un escenario tan diferente, tan dispar, tan apasionado y a la vez tan mediocre. Donde espectadores como yo estábamos enamorados por sus movimientos; como otros tantos que no ponían atención a la hermosa interpretación de aquella bailarina. “Qué falta de respeto”, llegué a pensar. Sintiendo coraje por aquellas personas que ni siquiera tenían la educación de voltearla a ver. “Igual es mera ignorancia, ¿qué carajos van a saber estos ignorantes lo que es el verdadero arte?” Me dije en más de una ocasión… Porque no, no fue la única presentación a la que asistí para verla una vez más.

Fueron más de treinta sábados, más de treinta presentaciones a las que acudí por el tan sólo hecho de verla. La canción de fondo y sus movimientos seguían siendo los mismos. Así como su misma pasión al bailar y sus mismas lágrimas cuando terminaba el espectáculo, donde unos aplaudían y los ignorantes del arte ni siquiera tuvieron el respeto en ponerse de pie.

Siempre me pregunté qué tanto significaba esa canción para ella. ¿Le recordaría a algún amor? ¿Seguiría enamorada de esa persona? ¿Acaso un amor imposible? ... No lo sé, nunca quiso darme una entrevista, y así como llegó a mi vida de una manera inesperada, así mismo se marchó… Nunca supe más de ella, y el manicomio no quiso darme razón de su paradero.

© Cuauhtémoc Ponce

Sáb06May202323:46
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Autor: Omar La Rosa
Género: Cuento

Pragmatismo

En el relato de la semana recordamos un viejo proverbio que reza "sin un problema tiene solución, no es problema, y, si no la tiene, ¿para que hacercese problema?"
Nota: este relato no forma parte de la antologia el sol apagado y otros cuentos (https://www.amazon.es/dp/B0B5VM5X5L) pero sin duda estara en la prixima
Pragmatismo
El ayudante del observatorio estaba en un tris, observando como el jefe corroboraba sus observaciones.
– ¿Qué piensa profesor? – preguntó al final cuando la tensión lo supero.
Pero nada, el hombre seguía impertérrito, con el ojo pegado al ocular.
– Profesor, profesor, diga algo por favor – casi se desespero.
– ¿Qué?, ¿Qué? – respondió al fin, como si despertara de un sueño – ha sí, sí, es muy cómodo, una buena compra, la apruebo – sentencio acomodándose mejor en el mullido sillón de observación recientemente adquirido por el observatorio.
Si había que pasar noches enteras mirando el cielo era mejor hacerlo cómodamente.
– No, no, profesor ¿Qué opina de lo que ve? – casi grito el ayudante, presa de la desesperanza.
– Ahh, bueno – reacciono el profesor, pareciendo entender, para luego pedir – Si es tan amable y me trae una manta se lo agradeceré. Se está poniendo frio –
– Profesor, concentrese por favor – pidió casi entre lagrimas de impotencia – ¿Qué me dice de esa bola de fuego que parece venir hacia aquí? –
– Pues, eso, que si, efectivamente viene hacia aquí, sus cálculos son correctos. ¿me puede traer esa manta? –
– Pero, ¿Qué va a hacer? –
– Echar una siestita, el sillón está muy cómodo, verdaderamente –
– ¡Profesor! Esa bola de fuego puede ser el fin de la humanidad –
– Sí, así es, ya es tarde para todo, nada se puede hacer, asique ¿a qué preocuparse?... – y extendiendo la mano tomo la manta que el ayudante al fin le había traído. – Gracias, despiérteme cuando ya esté visible a ojo desnudo, será un espectáculo para no perderse. –
© Omar R. La Rosa
5/5/23 - Córdoba Argentina
Sáb06May202318:35
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Autor: Yuliya Turavinina
Género: Cuento

EL GARBOSO INFELIZ

Vestido con un pantalón deportivo estirado en las rodillas, zapatillas sin cordones ni medias, remera desteñida y un sobretodo de gabardina, otrora de color negro y de buena calidad, ahora gris opaco, enfangado por múltiples manchas, él caminaba con prisa arrastrando la pierna izquierda y empujando con petulancia a los confusos transeúntes. Hablaba sin parar con tono pendenciero con el perro que le seguía a unos metros con el rabo entre las piernas, la cabeza gacha, avergonzado de su acompañante. 

          "Eres un perro estúpido", reprochaba el rengo, fastidioso. "Un día te voy a matar, te lo juro. O mejor aún, te vendo a uno de estos desolladores que disfrutan despellejando a los cabrones como tú, así aprendes", hizo un brusco movimiento con la mano y siguió. "Todo lo que me costó sacarle esa botella a Gitano. Y tú, con un solo movimiento de cola, la rompiste a pedazos", el perro bostezó expulsando un gruñido. "Cállate. Te voy a cortar esa cola. ¡Una botella de tinto en pedazos! ¡Maldito perro!"

          Así llegaron hasta la plaza. Allí eligió un banco que daba al sol y lo ocupó. Sacó de una bolsa un tetra brik de vino, le cortó la punta con los dientes y con desesperación y avidez tomó unos tragos. Su cuerpo se aflojó, los ojos se le humedecieron, su tez volvió un purpuro ardiente; eructó.  Luego sacó de la misma bolsa un atadijo de diarios que usó como un mantel, un salamín, una morcilla y una cebolla. Acomodó todo con prolijidad, tomó un par de tragos más y se repanchingó contento sobre el banco. El perro se lamió la nariz, puso su pata sobre la rodilla del hombre y aulló con timidez.

          "Ni te escucho, maldito bastardo", el rengo se incorporó y se inclinó hacia el perro, "sé que no te gusta cuando robo. Pero, ¡no fue un robo! Gitano me debía plata".

          El perro bajó la cabeza sin dejar de mirar la morcilla, y una gruesa saliva se le coló de la boca. El rengo agarró el salamín y le dio un mordisco.

—Le pido mil disculpas —una voz femenina como una flauta en si bemol sonó a su derecha. Emilio levantó la cabeza y curioseó. La elegancia de unos cuarenta años con un caniche de color durazno en sus manos lo miraba con una inocencia infantil—. Hace ya unos días que lo estoy observando, y no me deja de sorprender. ¡Usted es un genio, un ídolo! ¡Una leyenda renacida!

—¿Yo? —preguntó el rengo tragando con rapidez el fiambre que estaba masticando.

—Sí, usted. La sencillez con cuál se comunica con su perro es impresionante y admirable. Con permiso —la elegancia se sentó al lado apoyando su perrita en su regazo. Ahora su voz sonaba en un solemne fa diez—. ¡Esa comprensión que usted tiene con su perro! ¡Los diálogos que llevan! ¡Esa increíble unión! Tengo tantas preguntas para hacerle. Pero ahora me tengo que ir. ¿Podría, usted, mañana dedicarme un poco de su tiempo?

—¿Yo? —volvió a preguntar el hombre como un desviado.

—Mañana a esta misma hora. ¿Le será cómodo a esta misma hora? —preguntó la mujer levantándose.

—Sí, claro —respondió el hombre, atónito.

—Excelente. Entonces, hasta mañana. ¡Mimi! —la mujer acercó su perrita hacia su cara y le besó el hocico—, dígales, adiós, a nuestros amigos. 

          El perro y el hombre se miraron un largo rato sin pestañear.

        "¿Estás pensando lo mismo que yo? La mina, perdón, la mujer, ¿se fijó en mí?", el rengo agarró la caja para tomar otros sorbos, pero se dio cuenta de que la caja quedó vacía y la arrojó al suelo. Luego se arrepintió, la levantó y la llevó al contenedor de basura. Volvió, se sentó y agarro la morcilla. La partió en dos y una parte se la acercó al pero. "¡Crees que es la oportunidad!", preguntó pensativo.

          El perro comía con desesperación y con esperanza de recibir un segundo pedazo.

        “No siempre fui así como ahora. Vos que no sabes nada de mí. ¡Fui la novena viola de la orquesta filarmónica! ¿Sabes qué significa ser una novena viola? Eh, eres un tonto y cabrón. Debe ser que se dio cuenta quién soy”, se rascó la nuca, hizo un hipo y siguió. “¿Y si la invito a tomar un trago? Por fin de algo me serviste. Mereces ser bañado. Mañana debemos estar limpios”.

          Era la tercera vuelta que daban alrededor de la plaza. Caminaban despacito y ella lo tenía agarrado por debajo del codo. Él le contaba historias, ella reía y su risa era como un trino de ruiseñor.

—Le agradezco tanto —se pararon frente a la entrada de la plaza—, aprendí mucho de usted, de su increíble naturalidad y envidiable capacidad de comunicarse con la naturaleza.

—No es para tanto —respondió el rengo sonrojándose.

—Es tan conmovedora su timidez, pero no hay que avergonzarse de los sentimientos sinceros, mi querido amigo.

—Pues, entonces —tartamudeó él, sintiéndose incómodo y hasta ridículo—, aceptaría tal vez…, digo…, un cóctel…, aquí cerca…

—Claro, claro —la elegancia abrió su cartera, extrajo unos billetes y los tendió en la mano del rengo; su inocencia infantil jugaba en las comisuras de sus labios—; perdón mi torpeza.

— ¿Qué es? —preguntó el tullido, perplejo.

—Para un cóctel, ¿no lo dijo recién? Arancel por la consulta —le apretó amistosamente la mano, le sonrió y se voló como una mariposa diáfana hacia un auto que la estaba esperando.

          La cara del rengo se torció al principio con un asombro, luego con una sonrisa sarcástica que turnó un sombrío admonitorio.  Los puños se le cerraron resaltando las tortuosas y dilatadas venas. El perro lo miró moviendo la cola sin comprender lo que estaba pasando, pero su leal instinto canino, que hasta hoy nunca lo traicionó, le presagió que se iniciaba una tormenta que olía mal.

          Unas horas más tarde, cuando el día despuntaba y la noche lentamente abrazaba la ciudad, el rengo yacía de bruces sobre un viejo y sucio colchón en la improvisada vivienda de su amigo Gitano, escondida entre unos densos matorrales bajo el muro que rodeaba una fábrica de textil. Gemía respirando con dificultad. De repente convulsionó, movió la cabeza, se estiró empujando con las piernas una fila de las botellas vacías y vomitó. Se limpió la boca con la manga de su sobretodo dejando sobre la tela una apestosa mancha más y volvió a tirarse quejumbroso sobre el colchón. El perro, con la oreja ensangrentada y el cuerpo casi doblado por el dolor de las heridas que le dejaron las brutales patadas de su furibundo amo, se le acercó, le lamió la frente y se acostó al lado. Ahora podría dormir tranquilo.

Vie05May202323:49
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Autor: Nadia Cecilia Bolchinsky
Género: Cuento

Como si riera

Hay algo de siniestro en los amaneceres de Flores. En los caserones grises devorados por sus propios jardines de árboles retorcidos y enredaderas con llanto de espinas. En los pálidos rayos dibujando las cúpulas desmigajadas que dormitan eternamente.

Llegué a este barrio una tarde roída de agosto a principios de los 90. Habíamos visto otros tres departamentos ese día y el tamaño de mi vientre inmerso en unas calzas gruesas pedía a gritos un descanso. Faltaban tres meses todavía, pero… "el niño viene grande" era lo que había sentenciado Gemelli en la última consulta. Necesitábamos sitio y el PH sobre la calle Aranguren se veía, al menos, potable. Antiguo, con arreglos pendientes, indudablemente algo frío por lo alto de aquellos techos y la orientación, pero acorde al presupuesto que podíamos manejar. Las dos habitaciones, de puertas doble hoja y banderolas tonalizadas, eran enormes. Los pisos oscuros de pinotea rechinaban con el ir y venir de las pisadas, pero no importaba frente al ventajoso tamaño.

El empleado de la inmobiliaria se agitaba al enseñarnos en detalle cada rincón. Tiraba la cadena sobre el inodoro elogiando la fuerza de la descarga y abría las puertas de las alacenas que, ni con el contact símil madera, podía maquillar la humedad. Sin dudas el departamento era lo que ya intuíamos.

- Por aquí, por favor -Y el cincuentón, de calva salpicada, apuraba una barriga reprimida a presión dentro de la camisa, mientras nos enseñaba una escalera curva donde moría el lavadero. - La terraza es muy espaciosa, también.     

Subimos. Ambos con esfuerzo. Hacía frío pero el sol se derramaba pleno para destellar sobre las membranas plateadas que cubrían el techo entre juntas de alquitrán. Fabián se había quedado terminando de chequear los artefactos de cocina y el calefón.

La terraza no se veía segura pensando en un niño pequeño correteando por aquí y allá. Tendríamos que poner alguna protección. Pero se respiraba y era tranquila. La vista escalaba límpida. Flores y sus vecinos son barrios poco edificados, afortunadamente. No se siente esa opresión del encajonamiento, tan habitual en la Capital.  

El hombre comenzaba a bajar de regreso los primeros peldaños. Unos maullidos atrajeron mi atención haciéndome avanzar hasta un rincón en el que dormía un modesto tanque de agua. Al sonido de mis pasos, la blanca silueta de un gato trepó la medianera para desaparecer. Otro, de pelaje gris, había quedado inmóvil con su rostro fijo a la pared. Noté enseguida que era un callejero, las matas de pelo en su lomo se veían sucias y pegoteadas. No pude evitar Recordar a Mitón, nuestro minino, que había muerto un año atrás preso de una de esas enfermedades renales tan comunes en los gatos. Fue un calvario todo lo vivido en aquel tiempo. Inyecciones, suero, infinidad de pastillas que difícilmente tragaba… Era triste verle la carita y como se consumía día a día. Su partida me había destrozado por completo. Por ahora no quería mascotas y menos con un bebé tan pronto a nacer. ¡Sería imposible!, no quería un gato, pero…

Me acerqué despacio haciendo un suave chistido, con la mano baja en señal de amistad. Él me escuchó y al instante volteó a verme… ¡Quedé estática! ¡Paralizada! Se me heló el aire en la boca y comencé a sentirme mal. Mi bebé de repente pateaba con fuerza. Fue un instante. Un instante eterno. Me sujeté el vientre al sentir la horrorosa mirada de aquel animal ¡Su ojo! ¡No tenía su ojo! En lugar, se posaba un rejunte de piel o costra algo rojiza y mal cerrada. ¡No lo sé, no puedo explicarlo! No debió ser algo tan extraño. Seguro alguna lucha callejera en un gato mal trecho, no debía ser algo tan anormal, pero… ¡la imagen fue macabra! No era sólo el que le faltase el ojo, su mirada, ¡era su mirada…! Tal vez me sentía alterada por demás. El cansancio, el embarazo… ¡Realmente no sé! ¡Quería gritar… llorar! Sentí aquella criatura como un ser demoníaco que clavó en mí un rostro que jamás olvidaría. ¿Por qué? No lo sé, pero fue horroroso y sólo quería irme de allí. El gato saltó y desapareció.

Bajé alterada. No podía hablar. No iba a contar nada. ¡Era ridículo! ¡Yo era ridícula! un gato callejero y nada más. Me costaba entender lo mucho que me afectó, pero no podía negarlo. 

Fabián estrechaba la mano al empleado inmobiliario quedando en llamarlo por una respuesta. Salimos y subimos al coche. El monólogo de mi marido acerca del departamento y todos sus beneficios me sonaba más que lejano. No lograba hilar las palabras que escuchaba. Necesitaba decirle que no quería vivir ahí, pero ¿Con qué pretexto? No había motivos. Un maldito gato que solo me asustó ¡nada más!

Las horas pasaron y comprendía que mi aversión era una estupidez. Fabián terminó de convencerme y el arreglo se concretó.

La mudanza debió haber sido más animada. Estaba preparando la habitación de mi bebé. Mi primer niño o niña, todavía no sabíamos, sin embargo no podía evitar la imagen de aquella tarde asaltando mi mente en cualquier instante. Cada vez que visitaba la cocina veía con temor la puerta abierta del lavadero. La imagen cenicienta de la escalera parecía finalizar en un coro de maullidos. No quería subir. No podía. Por las noches solía sentir aquellos soniditos de patas rasgando los techos por sobre la habitación. Sabía que estaban ahí. En la terraza. Lo único que Fabián decía ante mi nerviosismo era que se iba a encargar de poner algún producto para ahuyentarlos. Claro que nunca terminaba por hacerlo.

A diario salía a trabajar cuando todavía estaba oscuro. Sentía aquellas casas silenciosas punzando sus ojos en mí. Todavía permanecía cierta ventisca de principios de septiembre El sonido de la brisa entre las malezas de los jardines me hacían apretar el paso. Podía imaginar al gato caminando entre las altas hierbas o saltando desde alguna cornisa. Siempre alcanzaba la estación del tren con el corazón palpitando fuerte.

Al volver a casa todo parecía más calmo y estable. Me asaltaba esa alegría y la ansiedad que canalizaba decorando la habitación de Teodoro o Valentina. Un día enfrenté mi miedo y decidí subir a la terrada. El aire fresco me reconfortó. Nada había allí. NI gatos, ni maullidos. Nada..

Para el momento de la licencia ya había hecho de la terraza mi refugio. Subía a media mañana con el sol de fines de octubre. y disfrutaba la vista del cielo.

Llegaba noviembre y la frecuencia e intensidad de las contracciones aumentaba con el correr de los días. La noche del once de noviembre me sorprendió rendida. La tormenta se había desatado cerca de las siete de la tarde luego de todo un día pesado y caluroso. Diluviaba e incluso había caído algo de granizo. Entre el viento y el aguacero parecían querer arrancar la casa de cuajo.

El malestar comenzó. El dolor en el bajo vientre era ya casi insoportable para la medianoche.

- Vamos al hospital - Le dije agitada a Fabián.

Llegamos al auto empapados. Un detalle extraño tintineaba en mi mente. Pese al diluvio, había escuchado un maullido insistente provenir de la terraza.

Las contracciones estaban por desmayarme cuando entré en la sala de partos. Me esforzaba y me esforzaba, ¡Ese dolor indescriptible! Pero no. Por más pujos, por más fuerza, no había modo, mi niño no llegaba. Podía escuchar a los médicos debatir. 

- Vamos a tener que hacer una cesárea, mami - Me dijeron. -No sabemos con certeza, es probable que el cordón sea demasiado corto. - No quería, pero afirmé con la cabeza, el tiempo era crucial. Fabián me sostenía la mano y acariciaba mi cabeza para darme ánimo.

Comenzó la cirugía en el instante preciso que las inyecciones cumplieron su objetivo. Me narraban los pasos. Solo quería que saquen a mi bebe sano y salvo. Pude sentir cuando lo agarraron

-Está dado vuelta - Dijeron -Tranquila, va a estar todo bien.

Llamaron a Fabián al otro lado de la manta. Escuché que decían "-¡Es un varón! -?Y al instante callaron todos. El silencio fue una daga atravesando mi pecho. El silencio fue total.

- ¿Qué pasa? Pregunté. No hubo respuesta. -¡¿Qué pasa?! ? Repetí impaciente. Lo había oído llorar, estaba segura. No respondieron, se lo llevaron envuelto, Fabián iba detrás.

-Tranquila, ya te lo vamos a traer, hay que hacerle controles de rutina. - Dijo Gemelli. Pero lo conocía. Estaba pálido, serio. No era el de siempre, sabía que algo pasaba.

- ¡Lo quiero ver! - Le rogué.

-Sí, tranquila, tranquila que estamos cociendo. Ya te lo traemos.

Por una puertecilla al costado del quirófano apareció Fabián. Su mirada era difícil de catalogar. Sus ojos enrojecidos no decían nada bueno. Caminó delante de la doctora que traía en brazos al niño, cubierto por una mantilla. Fabián llegó primero y me tomó la mano.

-Tiene algo, pero no te asustes. -dijo

-Pero… ¿Está bien? Yo lo escuché llorar, dije sollozando, no entendía nada de lo que pasaba.

-Sí, está bien, y seguramente tenga solución.

- ¡Quiero verlo!

La enfermera me acercó el pequeño bulto y le descubrió el rostro por completo.

¡Fue una pesadilla! Me ahogaba…Temblaba… no podía contener las lágrimas ¡Mi niño! No lo podía creer, mi niño, su rostro, tenía aquella extraña deformidad. No tenía su ojo y en su lugar un rejunte malformado de carne y piel rojiza ocupaban el espacio y parte de la mejilla.

Esa noche en la habitación el silencio reinaba entre nosotros. Un tierno cartel con un osito, escrito el nombre de "Teodoro" colgaba de la puerta de la habitación. Tan tierno como cruel.

El niño durmió sin descanso. También diluvió sin descanso.

Palabras de los médicos, los dichos de Fabián, opiniones… todo daba vueltas en mi cabeza con la indeleble imagen de su deformidad "cuando sea más grande se le podrá operar", "es algo que tiene solución" … pero no era eso, había algo más.

Miraba a Teo dormir. Nada me impulsaba querer alzarlo, abrazarlo. Su imagen me hundía en la peor pesadilla. Lo veía en su canasto. Su único ojo tenía un temblor muy sutil al dormir. Me convencía que todo iba a estar bien, que era una depresión post parto, que se me iba a pasar, que me tenía que acostumbrar a la idea…

Mientras Fabián trabajaba estábamos solos los dos. Me esforzaba por encontrar excusas para que no nos visiten. Iba y venía por la casa rogando que no se despierte, que no requiera de mis cuidados, no quería levantarlo, me esforzaba para cambiarle el pañal o ponerlo al pecho. Me aterraba. Buscaba dentro mío, buscaba un sentimiento que me haga querer sostenerlo en brazos y acariciarlo. Algo me lo impedía y a veces lo dejaba llorar de más en la cuna. Me tapaba los oídos. No quería que llore. No podía. Cada vez me costaba más.

Una tarde decidí levantarlo de la cuna y llevarlo a la terraza. Probablemente el encierro y la oscuridad empeoraban las cosas. Era fines de noviembre y el clima era delicioso. Sentí de pronto que, tal vez, podían aflorar esos sentimientos que tanto necesitaba. Tenía en brazos a mi bebé y tenía que volver a amarlo como cuando estaba en la panza. Miraba su rostro pensando que las cosas pasarían. Respiré profundo y, entonces, lo escuché… un maullido. Ese maldito maullido. Lo escuché mientras veía la cara de mi niño que parecía dormir, pero delineó una sonrisa escalofriante.

La noche trajo pisadas y maullidos en la azotea. Dormir fue imposible, hablar fue imposible, reaccionar a las quejas de Fabián por no levantar al niño cuando lloraba también fue imposible.

Esa mañana cuando escuché a mi marido cerrar la puerta de calle fui hasta la habitación. Teo dormía. Su ojito sano temblaba y su respiración era pesada. Recordé que en dos días vendrían a poner las redes de protección. Miré a Teo una vez más. No sentía nada. Subí la escalera que besó cada paso de mis pies cansados. Ya no me oprimirían más los siniestros amaneceres de Flores, ni sus terrazas grises, ni los caserones tristes. Respiré profundo guardando en mis pulmones los nubarrones con su resolana encriptada. Un paso y otro más. Subí la viga. El instante en que mis huesos colapsaron contra las baldosas de la vereda sentí al oído un maullido… un maullido como si riera. 

Vie05May202312:28
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Autor: Yuliya Turavinina
Género: Cuento

EL FRÍO

           “La gente no sabe lo peligrosas que pueden ser las canciones de amor”

Bertrand Russell

                                                   

 Los adoquines congelados. La nieve, la nieve, la nieve en la ciudad en la que nunca nevó. Cubre con sus capas, centímetro por centímetro, las piedras raídas, otrora negras, ahora canosas, pero aun con vestigios de las épocas claramente memorizadas: los sordos ruidos de los tacones de las colegialas, el rechinado crujido de las ruedas de las calesas, el golpeteo parejo de los tranvías, el siseo ronco de los neumáticos; los tacones, las ruedas, los cascos, los rieles y, ahora yo, tanteando mi camino por el pavimento apedreado, aplasto con mis suelas las huellas históricas dejando sobre ellas la mía, de la urbanista alienada huyendo de ti, hacia él.

          El aire helado, las columnas congeladas del humo blanco en las chimeneas sobre los tejados; hace frío, hace mucho frío, un frío colosal en las almas ataño cálidas. Ese frío calentó a más de un perro callejero, a más de un vagabundo dormido, a más de un drogadicto, que no llegó a tiempo a su hogar. Acalora con una primavera engañosa; un calor fingido otorga un dulce sueño. Aquí estoy, un alma congelada, exhalando un hálito candente sobre los dedos tiesos; yendo de ti hacia él.

          El dique estira su manga negra hacia mí. Los abrigos, las gorras, los guantes, las bufandas.  La gente, la gente y la soledad, la soledad y la gente. Yo soy la soledad disuelta entre ellos. Me acerco a la barandilla del puente, me inclino contemplando el brillo del agua negra congelada. El viento fustiga mis mejillas anémicas: las corta, las abofetea, las pellizca.  Me duele, me dolía, me sigue doliendo. Veo al pescador sentado en una silla de lona al lado del hoyo; una montaña de trapos negros con el aliento de ginebra en un duermevela apacible. ¿Por qué estás ahí? ¿Qué te echó del caliente hogar? ¿Tal vez tenés los tres deseos? Aunque tengas uno solo, simple y humilde, el pez dorado hace rato que no anda por estos lugares. Solo los carpas que empujan con sus hocicos el espeso hielo queriendo ver las estrellas con sus ojos saltones boqueando en silencio. ¿No eres feliz, pobre hombre? Yo no lo soy.

          Escucho crujir la nieve y alguien parar tras de mí. Miro por encima de mi hombro y veo una mano, de dedos flacos y uñas comidas, roja por el frío, sostener un panfleto. Me lo tiende a mí. “¿Estás feliz?”, me pregunta el papel.

—Creo que lo necesitas —me dice el rostro pío y sin sangre, de ojos grandes y grises—. Jehová y nosotros te vamos a ayudar.

—¿Jehová o ustedes? —pregunto sin desviar la mirada de la hoja.

—Te explico… —inició el rostro pío y los ojos grises se llenan de entusiasmo.

—No, no. Jehová se hará cargo solo —respondo alejándome de esa cara devota ahora espantada; las hojas, ¿estasfeliz?, aletean en la mano de los dedos flacos por la fría brisa que atraviesa el puente.

          Paseo la vista y veo el parque.  El viejo parque con su cerco perimétrico de concreto armado y picas doradas, con sus bancos ahora cubiertos de nieve, con el puesto de dulces que vende algodón de azúcar, manzanas acarameladas y tortas fritas y, las palomas, testigos de los deseos, esperanzas e ilusiones. ¿Dónde están ahora?, grises, blancas, negras, de cuellos tornasoladas, curucutucuñando todo el tiempo. Voy allá y le compro a la vendedora de dulces una torta frita. Desmigajo la suave masa y arrojo los fragmentos alrededor mío guardando el resto en el bolsillo de mi campera; las palomas bajan silenciosamente desde sus alturas abalanzándose sobre la presa. “Hola, palomas. Atestigüen las esperanzas falsas, las ilusiones rotas, la soledad, mi soledad”.  Sacudo las migas de mis manos congeladas y me retiro.

          Deambulo, deliro y me escondo, pasando por debajo del arco, en un viejo patio rodeado de edificios altos de ventanas negras, cuál ojos cerrados. Las persianas bajas, párpados sin pestañas, ocultan al nacido y al muerto, al crimen y al castigo, al amor y al odio. Doy vueltas, una y otra vez, una y otra vez, la cabeza echada para atrás, brazos aletas cortan el aire, una y otra vez, una y otra vez, hasta que un vahído me apodera. Ni un solo ojo está abierto: ninguno tiene brillo, ninguno sonríe, ninguno llora. La negrura, los pálidos haces de la luz de las estrellas atraviesan la niebla.  Me caigo sobre un ventisquero, gris por el neblumo urbano, con los brazos y piernas bien abiertos; el cielo, las estrellas, el frío.

           Un retumbar inesperado de algo metálico espanta mi contemplación astral. Era un pequeño balde de playa que algún niño ingenioso colocó en la cabeza de un muñeco de nieve. Ahora está tirado, y en su lugar, en la calva blanca, un cuervo negro, cambiando de una pata a la otra, mirando con cautela a su alrededor, trata de arrancarle el ojo hecho de papa al muñeco. Armo una bola de nieve y la lanzo, ahuyentando al maldito alado; me levanto, me acerco al muñeco y le enderezo el ojo picoteado junto con la nariz-zanahoria y dos ramitas secas en lugar de brazos. Lo observo y restriego con mi dedo la superficie nevada, dibujando una sonrisa; ahora sí, es un rostro. Bajo a su lado y me siento con la espalda contra su panza de sapo, redonda y blanca; me siento no estar sola, por vez primera no estoy sola.

—¡Qué frío que hace! —le digo, saco un pedazo de torta frita restante de mi bolsillo y me pongo a masticar mientras le hablo—. No sabía que Jehová alquila oficina en nuestra ciudad. “Tontería”, me responde, “¿mejor dime, de qué son todas estas heridas que tenés?”

—¿Qué heridas?  —me arremango la campera y extiendo mis brazos mostrándole la blanca piel con ningún desperfecto y también doy vuelta la cara y estiro mi cuello—. No tengo heridas. “En tu alma”, dice, y las comisuras de sus labios, recién dibujados por mí, miran por abajo.

—¡Ahh, estas! ¡Pero qué frío que hace! —lamento. Siento sus brazos de ramas secas apoyarse sobre mis hombros: un tierno abrazo, abrazo humano—. A veces me hace esas pequeñas heridas, pero luego él mismo las lame y se cicatrizan rápido. Están todas cicatrizadas. No me duele, casi no me duele, tal vez, todavía un poco. ¡Pero qué frío que hace! “Una no está cicatrizada. Y sangra a borbotones. ¿Por qué no te vas con él para que te lame la herida?”, me pregunta con un tono decaído.

—Esta nunca se cicatriza. El torpe siempre la hace por encima…—exhalo un suspiro—. Ya me voy. Descanso un poco y voy. Igual, él no está. Hace rato que no está…

           Una nube cargada de nieve cubre la luna. El cuervo grazna ansioso y, al darse cuenta de que ya no sería posible deleitar las papas, vuela a otro patio. Hace frío, hace mucho frío. Hace el mismo frío que en la casa, que permitió entrar la soledad. Este frio me hace doler igual que tu mirada; cuando me miras a mí, a través de mí y no me ves. Me hace doler igual que tu teamo, que suena a metenesharto. Me hace doler. Doblo mis piernas, las abrazo, aprieto contra mi vientre, apoyo la cabeza sobre mis rodillas y cierro los ojos. El viento violento y desmesurado que, silbando, penetra en el patio a través del arco, ahora principió a disminuir convirtiéndose en una suave y cálida brisa.  

          De repente, todo alrededor se volvió claro como el día y cálido como la primavera. La gente, mucha gente, comenzó a entrar al patio a través del arco. Todos muy lucidos y muy amables. Todos me miran y me sonríen. Y no queda  más espacio, y se hacen al lado, abriendo el camino en el cual aparece Él, Jehová. Él se encamina hacia mí con los brazos abiertos. Yo voy hacia él. Y cuando nos encontramos, me abraza; y en el anillo de sus brazos cerrados, de repente me doy cuenta de que he muerto.

          Riendo y tomados de la mano, ellos entran al parque. Los labios besando, besados, besado. Él la toma por la cintura y empieza dar vueltas, bajo de los copos de nieve que caen suavemente, susurrando amor; las mejillas de ella arden de calor, de vergüenza, de deseo. Las palomas, asustadas, se dispersan sin terminar de picotear las migajas. Algunas se sentaron en los cables colgados, otras decidieron buscar suerte en lugares aledaños. Una, volando sobre el patio viejo, vio un muñeco de nieve con las ramas secas extendidas como si fueran brazos. Junto a él, una muchacha dormida; en su mano tiesa, un pedazo de pan. La paloma se desprendió del rebaño, dio una vuelta sola y bajó, contenta por su hallazgo.

Vie05May202304:30
Información
Autor: Diego Cisneros
Género: Cuento

La Última Gota

El sol brillaba como una bola de fuego en el cielo, derramando su luz dorada sobre el vasto desierto que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El mundo se había transformado en un mar de cristales rotos, donde la arena se movía con la suavidad de las olas del mar, y donde cada grano de arena parecía estar adornado con diminutos diamantes que resplandecian intensamente bajo la luz del sol.

La arena bajo mis pies hierve, y el sol de mediodía me roba cada gota de sudor. Mi garganta está tan seca como la cantiflora que se balancea en mi costado. Miro a mi alrededor y lo único que veo es un mundo sin vida. No hay árboles ni animales, solo arena, viento y un calor insoportable. Las dunas parecen moverse por sí solas, como si estuvieran vivas, pero no sé si es real o solo mi imaginación que me está jugando una mala broma.

La gente al otro lado de este desierto vive en pequeñas comunidades, cada una de ellas luchado por sobrevivir. Hay aquellos que tienen suficiente agua para vivir cómodamente, pero la mayoría lucha por cada gota. Mi familia está en el segundo grupo. Hemos estado buscando agua durante días, pero no hemos tenido suerte, aún cuando mis padres saben recolectar gotas de rocío al amanecer y a encontrar pequeños depósitos de agua ocultos en las rocas.

El agua se ha convertido en mi obsesión, en mi sueño más deseado. Algunos matan, otros roban, y algunos venden todo lo que tienen para comprar un poco de agua. Es triste ver cómo la gente se vuelve loca por un trago de agua, pero yo entiendo. Es la única cosa que nos mantiene con vida.

Recuerdo una vez que vi a un hombre luchando por un cubo de agua en el mercado. Lo agarró con fuerza y lo levantó por encima de su cabeza. La multitud se arremolinó a su alrededor, gritando y empujando. Él luchó, pero al final cayó al suelo, con el cubo de agua vacío y una herida en el costado. Nadie lo ayudó, todos estaban demasiado ocupados tratando de conseguir su propia ración.

Cuando llegamos a una pequeña comunidad recolectora, nos encontramos con una familia que tenía agua extra. Nos ofrecieron un trato: una botella de agua a cambio de mi hermano menor. Mi padre se negó rotundamente, pero yo sabía que no teníamos otra opción. Fui a hablar con la familia, suplicándoles que nos ayudaran. Pero no lo único que conseguí fue que me cerrarán de golpe la puerta en la cara.

Despedirme de mi hermano fue como desprenderme de un pedazo de mi corazón, una herida abierta que no podía ser cerrada por nada más que por su regreso. Lo abracé fuertemente, como si quisiera mantenerlo cerca de mí para siempre, y las lágrimas brotaban de mis ojos como un río desbordado mientras le prometía volver a por él algún día.

La botella de agua que recibimos no fue suficiente para saciar la sed de mi familia, pero al menos nos permitió sobrevivir un día más.

Los días de caminar bajo el sol abrasador habían hecho mella en nosotros, dejando nuestras almas marchitas y nuestros cuerpos exhaustos. La arena se adhería a nuestros zapatos y se introducía en nuestras gargantas, haciéndonos toser y jadear por aire fresco. La idea de encontrar agua pronto era el único pensamiento que nos mantenía avanzando.

Finalmente, nuestro agotamiento se desvaneció cuando llegamos a un oasis. Pero no era el paraíso que habíamos imaginado. En lugar de un lugar vibrante y lleno de vida, nos encontramos con un espacio en ruinas, con agua apenas visible, árboles retorcidos y huesos de animales muertos. Aún así, fue un milagro a mis ojos, una bendición en medio de este mar de fuego.

Nos adentramos en el oasis con la esperanza de encontrar un respiro en medio del infierno del desierto. Sin embargo, apenas logramos beber un poco de agua nuestra ilusión se desvaneció al notar la presencia de un grupo de hombres armados, hombres que estaban esperando como buitres hambrientos la llegada de su siguiente presa.

Nuestros corazones latían acelerados mientras intentábamos escondernos, pero pronto nos encontraron. Un sudor frío recorrió mi espalda cuando uno de ellos agarró a mi madre por la espalda y la sostuvo con un cuchillo en su cuello. Sentí como el corazón se me detenía por un momento, el miedo haciéndose hueco en mi mente. Intentamos negociar con ellos, ofreciéndoles todo lo que teníamos, pero su codicia no tenía límites. Parecían disfrutar de nuestra desesperación, como depredadores que jugan con su presa antes de matarla.

El terror se apoderó de mí al presenciar cómo aquel hombre despiadado cortó el cuello de mi amada madre, dejando que su cuerpo cayera sin vida al suelo. Su acción fue tan rápida e implacable que no pude hacer nada para evitarlo.

Mi padre, valiente y astuto como él solo, me tomó de la mano y corrimos con todas nuestras fuerzas, pero pronto nos vimos superados por su número y el armamento que portaban. Fue una situación completamente desesperada, desigual, era como si estuviéramos enfrentándonos a un ejército. A medida que avanzábamos, podíamos escuchar los disparos de las armas y los gritos de los soldados que nos perseguían. Mi padre, con una mirada decidida, me dijo que siguiera corriendo y que no mirara atrás.

Finalmente, escapamos del oasis, pero no antes de que mi padre fuera herido gravemente. Caminamos por el desierto, sin dirección ni esperanza. Mi padre murió poco después de que llegamos a un lugar seguro.

La noche caía sobre el desierto como un manto oscuro y pesado, como si el sol se hubiera escondido para siempre detrás de las dunas de arena. Mis pies, que antes parecían tener alas, ahora eran como plomo fundido, sin la fuerza para avanzar un paso más. Me sentía sola en el vasto desierto, como si hubiera sido abandonada en un mundo irracional sin más compañía que la de las estrellas que comenzaban a asomar en el cielo.

El cansancio se aferraba a mí como un peso muerto, apretando mis músculos y tirando de mi voluntad hacia abajo. Sentía que mi cuerpo estaba al borde del colapso, como si mi mente estuviera en un mundo aparte, desconectada de la realidad que me rodeaba. Y sin más, me dejé caer en el suelo, con las lágrimas corriendo por mis mejillas mientras mi cuerpo temblaba con cada sollozo, hasta quedar completamente dormida 

Trás varios días de vagar sin rumbo fijo y encontrar una pequeña cueva entre las rocas en donde descansar, ví de repente, una pequeña mota de luz en la distancia. La luz en la lejanía parecía un faro de esperanza en la oscuridad del desierto. Con paso cauteloso y alerta, me acerqué lentamente, temiendo lo que pudiera encontrarme al llegar. Pero a medida que me acercaba, la luz se hacía más brillante y podía oír los sonidos de personas hablando y riendo..

Finalmente, llegué al lugar donde se encontraba el fuego y pude ver a un pequeño grupo de personas sentadas alrededor de él, compartiendo historias y comida. Me sorprendió la calidez que emanaba de ellos, como si fuera una llama que arde con fuerza en la noche oscura. Me acerque con timidez y les pregunté si puedo unirme a ellos. Me miran con desconfianza, pero después de explicarles mi situación, me aceptaron. Me dieron agua y comida, y me hicieron sentir bienvenida.

Mientras compartíamos la comida y las historias, me di cuenta de que estas personas eran como una familia, una tribu unida por lazos más fuertes que los de la sangre, lazos de amistad verdadera y amor puro. A medida que las horas pasaban y el fuego se consumía lentamente, me di cuenta de que había encontrado algo más que un refugio temporal. Así que me quedé con ellos durante la noche, compartiendo historias y risas alrededor del fuego mientras la noche se desvanecía y el sol se levantaba en el horizonte.

Pero mi esperanza se desvaneció repentinamente cuando escucho a uno de los hombres hablando sobre su último viaje. Había estado en el oasis donde mataron a mi madre e hirieron a mi padre. Se jactaba de cómo habían tomado el control del oasis y habían eliminado a cualquier posible amenaza.

Comprendi entonces que no hay escapatoria de este mundo cruel y despiadado. La muerte y la tragedia son la norma, y la compasión es una debilidad.

Me alejé del grupo, sin decir nada. Me sentí traicionada y aterrada. No sé lo que me espera en este mundo desértico, pero sé que debo seguir adelante. No puedo dejar que mi familia haya muerto en vano. La luz de la esperanza que había iluminado mi camino en la noche oscura, se desvaneció rápidamente como una llama extinguiéndose en el viento. Las palabras del hombre sobre su último viaje habían sido un baldazo de agua fría en mi rostro, despertándome de mi sueño de un mundo mejor..

Caminé durante días sin encontrar nada más que el sol ardiente y la arena interminable. La sed se había vuelto insoportable y las alucinaciones comenzaron a afectarme. No sabía cuánto tiempo más podría continuar así. Finalmente, llegué a un pequeño pueblo. Era un lugar sombrío, con edificios abandonados y gente hambrienta y desesperada. Pedí agua y comida, pero nadie parecía tener nada que ofrecer.

Fue entonces cuando lo vi: un hombre con un gran recipiente lleno de agua fresca. Me acerqué a él y le pedí un poco. Él me miró a los ojos y me dijo que no podía darme nada gratis. Debía pagar por el agua.

No tenía nada que ofrecerle, así que le supliqué que me diera un poco, que podía hacer lo que él quisiera si al menos me regalaba un sorbo, pero él solo contesto: Estás en los huesos y apestas horrible ¿Quién querría pasar contigo una noche?. Y poco después comenzó a alejarse. Desesperada, lo seguí. Fue entonces cuando lo vi: una pequeña caja de metal, llena de inscripciones hermosas y objetos extraños y brillantes dentro.

No sabía lo que era, pero intuí que era algo valioso. Le ofrecí la caja a cambio de un poco de agua, pero él se rió de mí. Dijo que la caja no valía nada, y que yo era una estúpida por ofrecérsela. Entonces, sin pensarlo, saqué mi cuchillo y lo apuñalé en la garganta. Tomé la caja y el agua y corrí, dejando al hombre moribundo en la calle. Me sentí terrible por lo que había hecho, pero sabía que era la única manera de sobrevivir.

Caminé lejos del pueblo, sabiendo que nunca podría volver. Sabía que había cruzado una línea de la que nunca volvería, pero también sabía que no había otra opción. La muerte era una amenaza constante, y debía estar dispuesta a hacer cualquier cosa para sobrevivir. Después de todo aún tenía una promesa por cumplir.

Mié03May202323:48
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

La cabaña

La cabaña

Sergio A. Amaya Santamaría

Derechos reservados

LA CABAÑA

14/03/2021 2103147164715

El viento soplaba de manera inusual y los vidrios de las ventanas vibraban de forma alarmante, amenazaban con hacerse pedazos en cualquier momento. A través de las ventanas se miraban los árboles y matorrales sacudidos por las violentas ráfagas. Era a principios de diciembre y el borrascoso final del otoño presagiaba un invierno crudo y frío.

El hombre, de cabello canoso y bigote amarillento por el humo del tabaco, sentado en una mecedora, miraba el agitar de las plantas y escuchaba el crepitar de los leños en la chimenea; las piernas envueltas en un cobertor y la apagada pipa colgada inútil de la boca. Fuera de la difusa iluminación que el fuego de la chimenea proporcionaba en sus cercanías, el resto de la habitación se encontraba en penumbra. A cada movimiento de la mecedora, las tablas del piso rechinaban, agregaban un sonido adicional a los que el viento provocaba.

Una sombra pasó frente a la ventana e interrumpió el resplandor de los relámpagos por breves segundos. El hombre vio la sombra y pareció dibujar una leve sonrisa en el rostro, o tal vez fue solo era una mueca de… ¿disgusto?

Con calma se retiró la pipa de la boca, extrajo una bolsa de cuero del bolsillo del chaleco, recargó la cazoleta y le acercó un fósforo; un leve resplandor rojizo le iluminó la nariz y dio una gran calada, aspiró satisfecho el acre humo, luego lo exhaló con lentitud, paladeaba a cada instante el sabor dejado por el tabaco quemado.

«El hombre empezó a recordar, como en una película en blanco y negro, hechos y sucesos de su ya lejana juventud. Aquella tarde de un verano perdido en las brumas del tiempo. De la mano de su madre, en un parque floreado; había un pequeño lago, donde paseaban orgullosos los patos y los cisnes. Luego se miró en la escuela, recordó a una maestra hostil, que le tiraba de los cabellos y le azotaba con una regla. Pocos recuerdos gratos había del colegio; tuvo pocos amigos y varios de ellos ya estaban muertos. A su mente vinieron recuerdos de algunas chicas, amigas y novias; nunca concretó con ninguna y había llegado solo a la vejez. Trabajó en diversos oficios, siempre de ayudante y aprendiz, nunca como oficial. ¿Su padre?, no pensaba en él, no lo había conocido y su madre jamás le reveló el nombre; hasta que para él mismo fue natural pensar que nunca lo había tenido, su madre fue madre y padre. Esa casa en el bosque la adquirió a la muerte de su mamá, vendió la casa del pueblo y se hizo de esa cabaña; suficiente espacio para un hombre solitario»

Le gustaba la lectura, pero nunca atesoró libros, los buscaba en las bibliotecas y algunos volúmenes amontonados en un rincón, eran préstamos no devueltos a las instituciones. Lo que no le preocupaba.

La sombra cubrió la ventana y unos ojos brillantes parecieron mirarlo por un instante; un frío intenso le cubrió y la lumbre en la chimenea empezó a decaer. La sombra apareció ahora junto a la puerta, dentro de la cabaña. No podría describir al ser que se cubría con esa gran capa; una capucha ocultaba sus facciones y la penumbra existente dificultaba la identificación. No era necesario, el hombre sabía quién era y lo esperaba. De hecho, lo esperaba desde hacía muchos años, pero siempre se le mostró esquivo.

El visitante se acercó al hombre y se escuchó una voz profunda y grave:

Es hora de partir, tal vez sientas que has esperado mucho tiempo, pero es algo que yo no comprendo. Para mí no hay ayer, ni mañana, solo el hoy y el instante, tenía ordenado que viniera por ti; no te pregunto si estás preparado; ello es intrascendente.

En ese momento, se extinguió por completo la llama de la chimenea; el último leño se había terminado y quedaban rescoldos humeantes. La pipa también se había apagado y colgaba de la boca del hombre. Su cabeza cayó lánguida y la barbilla tocó el pecho. Una breve vaporización se desprendió del cuerpo y junto con el visitante salieron a través de la puerta. Todo quedó en silencio y el viento cesó. Los relámpagos terminaron y una luna llena apareció por detrás de las nubes, que se alejaron con rumbo a la montaña.

FIN

Octubre 15 de 2011

Celaya, Gto.

Diciembre 28 de 2020

Playas de Rosarito, B.C.

Mié03May202317:53
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Autor: Fran Márquez
Género: Cuento

El Viejo Patrón

—Decidido, «el Viejo Patrón» será nuestro punto de encuentro —sentenció Marc ante un entusiasmado Jordi.

Joan Marcè era un anciano hombre de negocios. Se trataba del principal explotador de un bosque de abetos en la Catalunya más rural. A finales de septiembre, principios de octubre, coincidiendo con las primeras nevadas en los Pirineos, el empresario comenzaba su habitual campaña navideña. 

Joan era muy querido en su tierra. Su negocio abastecía de empleo a la mayoría de familias de la región. Era conocido como el «Viejo Patrón», todo un honor para él al recibir el mismo apodo que el más longevo de los árboles que poblaban su amado bosque. 

El gran abeto sobrepasaba en altura al resto. En sus más de 400 años de existencia, había sobrevivido a grandes catástrofes, como el incendio que arrasó más de cien hectáreas allá por los años treinta. Los pocos árboles que quedaron, fueron talados y vendidos para ambientar las navidades de unas pocas familias pudientes de la alta sociedad catalana. Todos menos el emblemático «Viejo Patrón», que se erigía intacto después de que cediera el fuego. Una década más tarde, el bosque fue reforestado y la grandeza del legendario árbol llevó a los lugareños a inventar historias dispares sobre la procedencia de su nombre.

Casi un siglo después, había quiénes le asociaban poderes parecidos a los del "árbol de las Almas" de la película Avatar; otros, lo distinguían como un emblema asociado a la madre patria (de ahí lo de Viejo Patr-ón) y le daban más importancia que a la mismísima señera*. De un modo u otro, el paso de los años y los acontecimientos surgidos a su alrededor, lo engrandecieron en toda la comarca. Sin embargo, aquel bosque albergaba un tenebroso secreto. Durante el siglo XX, fueron muchos los desaparecidos entre sus frondosos parajes.

Marc y Jordi eran dos jóvenes ecologistas decididos a acabar con la tala de árboles en la región. Las navidades de 2016 se acercaban y los dos amigos lo tenían todo planeado. A las 3:00 de la madrugada del 2 de octubre, Marc iba de camino en su viejo "Cuatro Latas"; Jordi aguardaba en el punto de encuentro, junto al imponente abeto, impaciente. Unas luces se vislumbraron muy a lo lejos, tenía que ser Marc, pero el nerviosismo se apoderó de su amigo por unos interminables segundos.

"¿Será la guardia forestal? ¿Nos habrán descubierto?", pensó hasta cerciorarse de que se trata del vehículo de su compinche. 

Marc sonrió, abrió el maletero y ante sus ojos apareció el cuerpo escuálido de Joan Marcé. El viejo empresario, a pesar del entumecimiento que sufrían sus extremidades, logró incorporarse. Una vez de pie, devolvió la sonrisa a sus captores, helando la sangre que corría por sus venas.

—¡¿De qué te ríes, maldito asesino?! Tú eres el responsable de esta masacre —le instigó Jordi mientras señalaba la tala de árboles que los rodeaba.

—«El Viejo Patrón» te llaman... Hoy vas a hacer honor a tu nombre —continuó Marc mientras sacaba un par de palas del maletero.

Una extraña sonrisa continuaba dibujada en el rostro de Joan Marcé. La ira se apoderó de Marc, arrebató con brusquedad una pala de las manos de su amigo y descargó un duro golpe contra la cabeza del empresario. Justo antes de recibir el impacto, una de las raíces del «Viejo Patrón» resquebrajó el terreno y salió disparada hacia Marc, noqueándolo y evitando así su mortífero ataque. 

La sonrisa del empresario seguía creciendo hasta alcanzar los límites de su rostro, deformándolo mientras la Luna llena proyectaba la sombra infinita del gran abeto que parecía engullir a los muchachos. Marc yacía en el suelo y Jordi corría, como si intentase escapar del mismísimo Infierno. La alargada sombra del Viejo no acababa nunca, proyectando en su mente sus mayores temores.

—No puedes escapar —susurró el viento, marioneta al servicio de las ramas del abeto. Definitivamente, el árbol tenía alma, un espíritu maligno y ambicioso capaz de todo por mantener su grandeza. 

Un siglo antes, «El Viejo Patrón» era el quinto abeto más alto y longevo de la comarca. Pero no era suficiente. Cada mañana, el joven Joan Marcé lo visitaba, el árbol le atraía mágicamente. Fruto de ese influjo, Joan perdió el control de sus actos y el árbol le ordenó generar el gran incendio que acabó con la vida de sus oponentes. Las vidas del joven Marcé y «El Viejo Patrón» quedaron ligadas para siempre.

A la mañana siguiente, dos pequeños abetos florecieron en las proximidades del «Viejo Patrón». Nada más se supo de Marc y Jordi, así como de los cientos de cadáveres que yacían bajo aquel cementerio de árboles.

Fran Márquez 

Mié03May202317:32
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Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

En honor a la verdad

En un palacio de Tus, cuna de sabios y poetas, cinco siglos antes de que Hamete Benengeli soñara real el delirio de Alonso Quijano, Abū Ḥāmid Muḥammad al-Ghazālī soñó una estrella extinta que aún brillaba señalándole a él (sólo a él) una gruta oculta a los ojos de los hombres que abrigaba la Verdad omnímoda y eterna.

En su sueño, al-Ghazālī descifró el arcano; fue dios, fue Nada y al despertar, lloró de espanto: tenía memoria del lugar, del regocijo, de su inaudita sensación de omnipotencia, ¡pero no del misterio develado!

Se debatió entre sudores, lágrimas y sombras; quiso en vano rescatar el sueño y un anhelo de saber lo fue invadiendo hasta ser su única urgencia. Al alba, pidió a un sirviente sus dos mejores camellos y puso en un arcón lo necesario para el viaje impostergable. Confió sus bienes a su más acérrimo enemigo en los debates filosóficos y partió en silencio hacia el poniente.

No es mi propósito referir los infortunios del periplo; bastará saber que su estrella lo guiaba, que llegó en harapos a Hamadán y a At-Tur con pericia de mendigo, recitando el Shāhnāma por mendrugos o dinares. Su cuerpo, tres años como décadas más viejo, fue purificado en una poza y esa noche, al pie de Jabal Musa, soñó el ascenso secreto.

Subió al amanecer, palpando a ciegas lo que sus ojos de hombre no veían; entró a la gruta amplia y oscura que creyó vacía hasta que su tea reveló un ánfora de barro milenario. Quiso tomarla, pero se hizo polvo entre sus dedos y el polvo, nada; cayó a sus pies un rollo de piel prístino, aromado de aceites. Regocijado en la fragancia, temió tocarlo y que también se evaporara; estuvo mucho tiempo contemplándolo hasta que la tea se apagó y, sin embargo, en la densa negrura pudo verlo tan nítido y real, que creyó haber sido ciego siempre. Lo desplegó, quiso descifrar los extraños símbolos retintos, pero solo comprendió la firma: Al-Asmā' al-Husnà, seguida de los noventa y nueve nombres.

Al-Ghazālī lloró de impotencia y desencanto hasta agotar sus fuerzas. Se durmió con la piel pegada al pecho y soñó que entendía los símbolos ignotos; supo al fin la omnímoda Verdad y al despertar, ¡la recordaba! Asombrado de comprenderlo todo, gozó su omnipotencia, su ubicuidad; exploró con deleite los secretos del mundo y de las almas y, al internarse en sí mismo, supo el inmenso valor de la ilusión, de las realidades inventadas, de la verdad señera en la que cada hombre creía.

Abrumado, quiso olvidar, pero fue inútil: los caminos de la sabiduría solo avanzan, no pueden desandarse. Para proteger a otros de su desgracia, quemó la piel y sepultó profundo las cenizas.

Regresó a Tus con la aflicción de saber lo que no debía saberse, anhelando en vano la amnesia o la locura. El día de su muerte, Al-Ghazālī, que todo lo sabía, le mintió o confesó a su íntimo enemigo: «La verdad, colega, hermano mío, es solo un sueño», y volvió a dormir con la certeza de que no despertaría, llevándose a la nada su secreto.

Sé que esta historia es real: soñé sus símbolos, como Cervantes soñó a Cide Hamete Benengeli soñando que Quijano soñaba al Quijote soñar los sueños de Orlando y Amadís.

Yo también sueño al Quijote. Lo sueño mal, como se sueñan todos los símbolos distantes, con el rostro que una vez soñó Doré, enderezando entuertos en parajes castellanos que se funden a las geografías soñadas por Ariosto, hablando un idioma antiguo, ya en su época olvidado.

Lo real es solo un sueño, y soñé a al-Ghazālī soñando…, en honor a la verdad.

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