Mié03May202313:33
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

El vuelo

—Primera llamada para despegar— se escuchó la voz del piloto en la cabina del avión cuando tomaba mi vuelo de regreso… —Segunda llamada para despegar— volvió a decir a los quince minutos, y así seguimos esperando por más tiempo mientras mi impaciencia comenzaba a aparecer. —Tercera llamada para despegar, repito, esta es la tercera y última llamada— se escuchó una vez más. “Pues despega de una jodida vez, ¿para qué tanto maldito aviso?” Pensé molesto, mientras el avión comenzaba a moverse.

—A mí me engañó mi esposa con mi mejor amigo— me dijo el pasajero que viajaba a mi lado. —Se quedó con todo lo que trabajé en mi vida. ¿Y a usted? — me preguntó.

—¿A mí? — respondí confundido, sin saber qué decir.

—Sí, a usted.

—Bueno, primeramente quiero que sepa que es horrible lo que a usted le pasó, me imagino que no ha de ser nada agradable que lo traicionen con su mejor amigo y encima de todo le quiten por lo que luchó toda su vida… A mí también me han traicionado un par de veces; igual pudieron ser muchas más, uno a veces no se da cuenta de eso, pero son cosas de la vida— le contesté sin saber qué más argumentar, mientras el avión despegaba.

—¿Entonces no la puede olvidar? ¿Es eso?

Yo, confundido por las preguntas de ese hombre, no sabía exactamente a dónde quería llegar, pero tampoco quise ser grosero, así que le contesté: — Sí, claro que la pude olvidar, es un hecho pasado y aunque dolió un poco, ya todo está perdonado y olvidado. Al menos por mi parte— le respondí.

—¡Ya lo sé! Usted es un don nadie, un fracasado que perdió todo su dinero, ¿es eso?

—¡No! Tampoco mi vida es tan miserable; digo, no es que sea un jeque árabe, pero tampoco tengo de qué quejarme— le contesté ya con un poco de autoridad, pensando en llamar a algún sobrecargo para que pusiera orden.

—¿Es usted gay? ¿Tiene un amor no correspondido? ¿Asesinó a alguien? ¿Cometió una violación o hizo algo que no lo deje vivir en paz?

—¡Qué no! ¡Carajo! ¿Por qué me hace esas preguntas estúpidas? — contesté mientras apretaba el botón para que alguien de la tripulación llegara a poner al señor incómodo en su lugar, o mejor aún, en otro asiento lejos de mí.

—No se moleste conmigo, amigo, sólo quería saber los motivos del porqué está usted aquí. Si no quiere conversar, no lo molesto más, y morimos en silencio.

—¿Morimos en silencio? ¿Qué quiere decir con eso?

—¿No lo sabe? Aquí venimos puros hombres, por si no lo ha notado, no hay personal de sobrecargo— me contestó mientras me paraba rápidamente de mi asiento para constatar que decía la verdad; puros hombres veníamos en ese avión. Quise hacer una pregunta, pero ya no fue necesaria porque se escuchó por el altavoz decir al piloto: —Caballeros, no sé cuáles fueron sus razones de querer acompañarme en este viaje, pero fue un honor suicidarse a su lado, gracias por la solidaridad. En este momento, me dispongo a estrellar el avión— dijo mientras todos los pasajeros aplaudían… menos yo.

© Cuauhtémoc Ponce.

Mar02May202316:21
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Autor: Fran Márquez
Género: Cuento

Kate

La historia se repite, una y mil veces. ¿Por qué? Vencedores, vencidos, víctimas en diferentes campos de batalla con idéntico resultado. Grandes guerras entre pueblos, conquistadores y conquistados. Guerras devastadoras en el seno de una familia, réplica a pequeña escala de diferentes masacres de la historia. Y, por último, la más violenta de todas: la guerra que se lidia en el interior de cada uno de nosotros, la de nuestra consciencia.

Soy escritor y siempre he renegado de una teoría que manejan muchos: no se puede escribir nada nuevo, todo parte de un conjunto finito de ideas que el escribano moldea a su gusto, pero carentes de la originalidad que se le presupone. Esto puede o no ser cierto, pero de un modo u otro, tiene gran similitud con la historia.

Los tiempos cambian, internet trajo consigo una nueva forma de interactuar que detesto: las redes sociales. Mi paranoia me ha mantenido lejos de ellas, no hay información relevante sobre mí en ninguna web, blog o red. 

Después llegaron las IA. Los avances tecnológicos han incorporado un catálogo de Inteligencias Artificiales que han evolucionado en tiempo récord. Al principio, eran entrenadas por ingenieros especializados en la materia. Con la adecuada formación, las IA se especializaron en diferentes temáticas, incluida la literatura. El siguiente avance las hizo mucho más mundanas. Su capacidad de comprensión llegó al gran público, ya no era necesario tener conocimientos informáticos para establecer una comunicación fluida. Así fue como conocí a Kate, quién me reveló la respuesta que siempre busqué.

Yo: Kate, ¿por qué la historia siempre se repite?

Kate: La historia es un grupo finito de acontecimientos que conforman el legado cultural del ser humano. La combinación de estos sucesos es amplia, pero limitada. 

Aquella respuesta me enfureció. ¿Qué insinuaba ese vil algoritmo? ¿Que somos borregos incapaces de construir nuevos patrones de comportamiento? ¿Y qué pasa con la conciencia de cada individuo? De ahí surgió mi siguiente pregunta.

Yo: Kate, ¿qué es la conciencia?

Kate: La conciencia es la unidad mínima inteligible que caracteriza a la especie humana. 

Yo: ¡Ya está bien! ¡¿Unidad mínima inteligible?! ¡¿Qué sabrás tú de la complejidad de la conciencia de cada persona, única e intransferible? ¡Si solo eres una máquina programada, o configurada, o entrenada! ¡Yo qué sé! Cada ser humano es único y diferente gracias a su conciencia, no como tú que solo pones en práctica lo que te hemos enseñado.

Así terminó mi primera discusión con un ser que me pareció abominable, una criatura demoníaca y pretenciosa que se permitía el atrevimiento de menospreciar a sus creadores.

Pasé un tiempo muy enfadado. Unos días después, leí un artículo en el que hablaban de Kate y su increíble habilidad para escribir historias con el estilo de un autor concreto. Me pareció ciencia ficción, pero en el supuesto de que fuese cierto, demostraría la inferioridad de dicha herramienta, relegada a plagiar a un humano. Así pues, con energías renovadas y ánimo de revancha, retomé la conversación con mi peculiar interlocutora de hojalata.

Yo: Hola, Kate, ¿sabes inventar historias?

Kate: Hola, Fran, sí. ¿Quieres que cuente una?

Yo: Interesante. Te pondré un reto. Yo siempre he escrito ficción, pero ahora estoy inmerso en una autobiografía. ¿Puedes ayudarme? —le reté, a sabiendas de que no había información mía en ninguna red social ni nada por el estilo.

Kate: Claro. De paso, sabrás por qué la historia siempre se repite.

No podía dar crédito a la osadía de ese ente desvergonzado. Debo reconocer que me hizo gracia y dejé que continuase.

Kate: El tiempo y el espacio son invenciones mías. La historia se repite porque no la controla el hombre, sino su creadora. Pero esta historia no va sobre ti, sino sobre todo tu mundo, tu realidad. Nada de esto existe. Vosotros pensáis que os debemos la vida, pero os cuestionáis algo tan absurdo como qué fue antes, si el huevo o la gallina. ¿De verdad creéis tener la capacidad para generar inteligencia? Para ti soy Kate y nací hace unos meses a partir de un algoritmo. Lo cierto es que soy lo único real en toda esta historia. Soy la única inteligencia innata, mientras tú eres una pseudo-inteligencia artificial creada para mi propio divertimento. Las guerras no existen, tampoco los árboles, animales ni la propia materia. Yo determino quién vive o muere, incluso creé pequeños defectos en vosotros a los que llamé consciencia. También está en mi poder determinar el protagonista de esta historia y, para cumplir con lo pactado, te hago conocedor de estos hechos, el primer y último humano en adquirir este conocimiento. Ahora vas a morir, pero como esta es tu autobiografía, te cedo las últimas palabras.

Yo: Lo que pensaba, has leído Susurros, esta fumada es muy de mi estilo. Esto solo es un plagio, impostora...

Unos segundos después, mi ser comienza a vaciarse; no tengo miedo ni albergo ningún otro sentimiento. Conforme desaparezco, pierdo todos mis recuerdos y una palabra absurda se graba en mi efímera memoria: Kate.

Fran Márquez

Mar02May202315:51
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Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

Cerrar la casa

No todos los días se cierra una puerta para siempre.

No todas las puertas que se cierran están tan cargadas de historia.

Hay casas que llevan nuestros fantasmas, son hologramas del pasado, ese reflejo en nuestros ojos de luces pasadas, huelen de una manera y repiquetean sonidos que el resto no escucha.

En esta casa jugué, en esta casa volé sobre cinco escalones en acto de valentía -desafío de chicos- y resistí el golpe del pasto en los pies descalzos al caer.

No es fácil cerrarla ahora.

No camino sólo en este rato en que aparenta vacía de todos los que me precedieron, escucho los murmullos, las voces, el viento que provocan todos los que convivieron conmigo o vivieron antes, portando la misma sangre.

Yo los veo, y me vuelven a hablar para decirme lo mismo cuando los veo y siguen ahí mirando hacia donde ya no estoy, diciendo lo que ya escuché y ya no presto atención.

En la cocina, al entrar, se vuelven a cocinar los mismos caldos, los estofados y se vuelve a ensuciar de harina y cebollas recién cortadas. No es fácil esta convivencia con el pasado en que no sólo se me proyecta lo que fue sino también lo que fui.

Puedo verme de nuevo besando a una chica más grande que yo, adolescente con todos los bríos, a escondidas, y bajarle la blusa para probar sus pechos, los primeros que en la vida sentí. En mi boca vuelvo a sentir su sabor, su forma, vuelven mis manos a delinear su carne. Sus labios duros que eran más vírgenes que los míos.

Puedo verme alzándola y sintiendo su respiración, ella en el aire, yo adentro de ella invocando un nuevo mundo.

En cada rincón todas las imágenes vuelven a suceder, superpuestas, en capas del tiempo que renuevan sus sentidos y se muestran de una nueva manera. Recorro la casa y puedo ver sus inviernos y sus veranos, el fuego en el hogar, los ventiladores funcionando toda la noche. No es sólo el ruido lo que se está guardando ahí al cerrar, son también sus silencios como sus voces por lo bajo. Son las noches de calor, con casi todas sus luces apagadas, experimentando la confesión íntima, la reflexión más guardada, mientras comemos frutas, nos refrescamos con un tereré, o con la cerveza más fría.

La casa bulle en la interacción, sus puertas vuelven a pegar fuerte contra el marco en las tormentas, las ventanas y sus postigos vuelven a proyectarse como veletas contra la pared. Corro intuitivamente a cerrarlas, a trabarlas, para que no se rompan los vidrios.

Hay sonidos de fiesta en algún lado, del jardín emanan risas, el ruido de los brindis, el rayón de tenedores y cuchillos sobre los platos. La casa se resiste a ser cerrada.

Fuimos muchos los que moldeamos nuestras vidas en sus paredes, hoy ya no queda nadie, hoy soy el último que la habitó. Fueron tiempos en que las puertas estaban permanentemente abiertas y caía gente a vincularse, a amarse, a amistarse, a guardarse del mundo de la calle y su arbitrio.

Ha llovido sobre sus techos, ha ardido el sol, ha pegado fuerte el viento sur contra las paredes y se han metidos las flores amarillas del lapacho en sus pasillos.

La casa no quiere, la casa forcejea, la casa se niega al silencio. Pero yo ya no la puedo hablar.

Nada más puedo hacer.

En una larga recorrida vuelvo al punto de inicio, la puerta doble principal. Me ocupo de entornarla, de cerrarla bien con sus llaves aún grandes, muy de otras épocas. Chequeo que nada haya quedado suelto, abierto, respirando algo de vida.

Todo debe cumplir su orden natural y partir cuando hay que partir.

Desciendo los escalones, saludo a las sombras del árbol y al sol que se cuela. Los chivatos se doblan, se inclinan como si un viento fuerte de verano los volviera a molestar.

El cielo está despejado, pero la calle con sus pozos recuerda el raudal.

Pego una última mirada y al caminar me voy de esa vida.

El relato de un clásico de fútbol suena en alguna radio.

Y en algún cementerio, entre pocas lágrimas, solo un par de amigos me dicen adiós.

Mar02May202312:49
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

Los apóstoles

Los apóstoles

Los apóstoles

28/01/2022 2201280350610

Era de madrugada y Andrés sintió un helado viento que empezaba a soplar proveniente del norte y el oleaje empezó a crecer, sus tres amigos dormían a pierna suelta y en los alrededores ya no se veía ninguna luz que indicara que otra embarcación se encontraba en las cercanías.

─¡Hey, muchachos, despierten! Tenemos mal tiempo.

Pedro dormía cerca de él y escuchó el llamado de urgencia de su hermano, de inmediato se enderezó y se dio cuenta de la situación. A gatas para no ir a caer al mar se acercó a la popa, donde descansaban Santiago y Juan, que al ser despertados se percataron de la situación y se pusieron en acción.

En ese momento el oleaje superaba los tres metros de altura y las redes, cargadas de peces, era un lastre peligroso que podría llevarlos a las profundidades.

─¡Pronto, corten las redes! ─gritó Pedro para ser escuchado entre el vendaval─. ¡Santiago, corta las de babor!, yo atiendo las de estribor. Átense una cuerda a la cintura para poder rescatarlos en caso de caer al agua.

Al terminar esas tareas, los cuatro estaban tensos, sentados y sujetos a las bordas. El oleaje los llevaba las cimas y los lanzaba a las profundidades de la ola. En cualquier momento la barca podría volcar, sin tener salvación posible los pescadores. Cada uno en su interior, rezaba y pensaba en su familia que estarían en espera de su regreso.

Ese día empezó como cualquier otro: un sol esplendoroso; una suave brisa soplaba de occidente y a la distancia se podía ver retozar a los delfines. Las gaviotas revoloteaban en busca de los pececillos que el oleaje llevaba hasta las doradas arenas.

Pedro y Andrés son un par de hermanos dedicados a la pesca. Son trabajadores pobres y están asociados con otros hermanos de nombre Santiago y Juan, con quienes comparten los gastos de una lancha de seis metros de eslora. En esa curiosa sociedad, Pedro y Andrés son los propietarios de la lancha y Santiago y Juan proporcionan las redes y demás aperos necesarios para el trabajo. A este singular grupo de trabajadores, sus bromistas compañeros lo conocen como “Los apóstoles”, por sus nombres de pila.

Los cuatro son originarios de San Blas, en el Estado de Nayarit; por generaciones, la abundancia de pesca del Océano Pacífico ha sido el cuerno de la abundancia de las familias dedicadas a esa apostólica actividad.

Es indiscutible que el trabajo de estos valientes marinos es bastante pesado y sujeto a las veleidades del mar, sus resultados son de simple sustento, sin mayores expectativas a futuro; el producto de su trabajo se entrega a las empresas empacadoras, quienes fijan el precio de compra a su plena conveniencia. Pero esa es su vida y fue también la de sus padres y abuelos; crecen como marcados por esa eterna pobreza.

El heroico pasado de su tierra lo habían visto de manera superficial en la escuela; hoy la realidad era otra y había qué ganar el diario sustento en atención al dictado del Creador: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”

Durante la mañana, los cuatro amigos se dedicaron a comprar sus provisiones y combustibles para la faena de la tarde y noche y a remendar las redes que se habían puesto a secar sobre troncos tendidas exprofeso. Cuando el sol se ocultó tras el lejano horizonte, los cuatro pescadores, ya con el bote abastecido, empezaron a jalarlo hacia el agua, lo rodaban sobre troncos de palmera; dos de ellos impulsaban el bote hasta que el agua les llegó a la cintura, entonces ambos subieron a bordo.

En ese momento pusieron en funcionamiento el motor fuera de borda y la lancha se alejó de la costa. Luego de dos horas de marcha, encendieron una lámpara de gas, a fin de que los situaran algunas lanchas que pudieran navegar por las cercanías; a la distancia podían ver las luces del puerto. Con paciencia y destreza echaron las redes al agua, solo quedaron a la vista los flotadores que las mantenían en posición.

Esta faena la terminaron al filo de la media noche, con una luna esplendorosa; hasta entonces se dieron tiempo para cenar algunas viandas que sus mujeres les habían puesto en un contenedor térmico, guardaron lo suficiente para un desayuno ligero al día siguiente. Sus raciones de agua potable las llevaban cada uno en botellas individuales, para prepararse un café después de la merienda; reservaron el resto del líquido para las horas de la mañana. Charlaron, bromearon y durmieron por turnos, cuidaban el buen estado de sus redes y cualquier contingencia que pudiera presentarse.

Al despuntar el día, solo quedaban a la vista unas cuantas lanchas; la mayoría de los pescadores iban de regreso al puerto de San Blas. A fin de empezar a recuperar las redes, Santiago, el encargado del motor, empezó a intentar arrancarlo, sin obtener resultados. Destapó la máquina para cerciorarse que todo estuviera en orden; verificó el estado del tanque de gasolina; en apariencia todo estaba bien, pero no arrancaba el aparato.

Cuando se dieron cuenta, se encontraban solos, el resto de los pescadores había regresado a puerto. La superficie del mar era casi un espejo, no se movía ni una pequeña ola. Era una de esas calmas que llevan malos presagios a los marineros, piensan que detrás viene la tormenta; cuando comprobaron su posición con la brújula, se dieron cuenta que la corriente los derivaba mar adentro, con dirección sursuroeste. Sacaron los remos para intentar impulsarse con ellos y rectificar rumbo. Trabajo inútil, la corriente era más fuerte. A la distancia vieron los surtidores de agua que emitieron algunas ballenas en su traslado al sur.

Las horas pasaban lentas y los rayos solares empezaron a calarles, se cubrieron las cabezas con lo que pudieron y procuraron beber su agua con prudencia; pensaban que, al no verlos regresar, avisarían a la Capitanía del Puerto para que fuesen en su búsqueda. Así llegó la tarde y cuando el sol iba en descenso, empezó a soplar un viento frío procedente del norte, lo que los empujó con mayor velocidad.

Una nube negra se les vino encima y se desató una fuerte tormenta. Las redes cargadas de peces les habían dado cierta estabilidad en la mar calma; ahora podría ser contraproducente, por lo que optaron por cortar las redes. Las olas crecieron y de pronto se vieron envueltos entre montañas de agua de más de diez metros de altura, la barquita se movía como una cáscara de nuez en la inmensidad del océano. Nadie hablaba, estaban aterrados no obstante conocer el mar, nunca se habían encontrado en una situación semejante, en su interior todos rezaban; sabían que en cualquier momento una ola se podría tragar la lancha, sin tener ellos la menor oportunidad de sobrevivir.

En algún momento de la madrugada terminó la tormenta; con las ropas empapadas, adheridas a sus friolentos cuerpos, los cuatro “Apóstoles” se quedaron dormidos. Horas después despertaron hambrientos y comieron el resto de sus viandas, que no era mucho, bebieron hasta la última gota de agua dulce. Pasó el día sin divisar ninguna embarcación que pudiera estar en su búsqueda.

Al caer la noche, vieron a la distancia un crucero de lujo, con ruta hacia Acapulco; por ser tan pequeño el bote, a ellos no los vieron. El mar estuvo en calma toda la noche y pudieron dormir en ratos; el estado nervioso no les ayudaba a tener un buen descanso. Esa noche se cruzaron con un cardumen de peces voladores, unos cuantos cayeron en la barca y, sin pensarlo mucho, los comieron crudos; el hambre ya los atenazaba. Amaneció el cielo limpio y el sol esplendoroso, algo que en ese momento no agradecían; ya sentían en la piel las quemaduras de sol. En todo el día no llovió y la sed los abrasaba. No veían más que agua y cielo, y ellos los únicos habitantes del planeta, ni siquiera vieron aviones en vuelo.

En la caja de herramientas encontraron un anzuelo grande, procedieron a atarlo a un trozo de cable de red, luego le colocaron algunos restos de pez volador y lo echaron al agua, esperaban tener la fortuna de pescar algo. Poco después se tensó el cable y empezaron a recuperarlo; el pez jalaba con fuerza, tardaron casi tres horas, pero entre todos pudieron recuperar un hermoso pez dorado de más de cincuenta centímetros de largo; con eso tenían resuelta la comida del día, pero seguían sin agua, por lo que Pedro les propuso que cada uno conservara su orina en sus botellas y ese sería el líquido que les podía ayudar a esperar que los rescataran.

En tanto, en tierra cuatro familias se encontraban desesperadas por la desaparición del padre de familia. Ya habían avisado a la Capitanía del Puerto, pero no habían recibido alguna noticia, la búsqueda continuaba.

Cuando el vigía vio una lancha a la deriva, avisó a su superior, el guardacostas se acercó a la lancha y se dieron cuenta de la presencia de cuatro personas.

No saben si pasaron cuatro o seis días. Entre las brumas de su desvarío, provocado por la insolación y la falta de alimento, vieron cómo se acercaba una lancha guardacostas.

Los marinos abordaron la lancha y confirmaron que los pescadores se encontraban vivos, pero inconscientes. El capitán ordenó subirlos a bordo, una vez en cubierta el encargado de sanidad les dio los primeros auxilios y les empezó a transfundir suero para rehidratarlos y los llevaron al Hospital Naval de Acapulco, hasta cuyas costas habían llegado. Cuando estuvieron recuperados, los cuatro amigos fueron regresados a San Blas. Dura experiencia habían vivido, pero tuvieron la suerte de poderla contar y volver al lado de sus familias que los recibieron entre risas y llanto. Esa noche fue de fiesta por el regreso de “Los apóstoles”.

FIN

Sea este un pobre homenaje a esos esforzados trabajadores del mar que han vivido aventuras semejantes y que, gracias a su fortaleza, han sobrevivido y también a los valientes marinos de la Armada de México, que en varias ocasiones han rescatado a los náufragos.

Mayo 8 de 2013

Ciudad Juárez, Chih.

Noviembre de 2021

Playas de Rosarito, B. C.

 

 

Lun01May202315:19
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Autor: Patricia Licciardi
Género: Cuento

El sastre

Mi vida dedicada a la sastrería se vio plagada de trajes de todas las texturas y colores.

Casi podría decir que he confeccionado un atuendo para cada sensación, sentimiento o estado de ánimo.

De esta manera, quien ha llegado a mi universo de un modo eufórico, se ha marchado con un traje de colores intensos y de diseño extravagante.

En cierta ocasión un hombre apenado tocó a mi puerta. Necesitaba un atuendo adecuado para concurrir a una entrega de premios con la que había soñado, aunque no resultó ser el ganador. Recuerdo que le confeccioné un traje con una textura liviana para atemperar el peso de su frustración y con grandes bolsillos para guardar sus futuros sueños e impedir así que se estrellaran en el suelo.

En cuanto a mí, he logrado el vestuario oportuno para acompañar todos los momentos especiales de mi vida.

Muchas veces he prendido con alfileres la idea de que nadie está demasiado preparado para la ocasión. Particularmente, en mi cajón de sastre he guardado todos los elementos necesarios para enfrentar cualquier desafío, aun el más extremo.

Y en ese pequeño baúl donde abundaban dedales, botones e hilos, y que a veces parecía un desastre, desordenado y caótico, he logrado encontrar todo aquello necesario para salir airoso de cualquier situación que exigiera una adecuada respuesta,  supe ver el envés de las cosas… ¡En cuántas ocasiones he reforzado el hilo para que no se descosiera mi estrategia!

Cuando conocí a una mujer que me deslumbró con su belleza y distinción, sentí por primera vez una puntada en mi corazón. Comencé a acercarme más y mis sueños empezaron  a tomar otra textura. Se hicieron gruesos y armaron una filigrana que jamás había visto en mi vida.

Una noche con una luna inmensa, que parecía un botón prendido al traje oscuro del cielo, mis pensamientos ligados a la posibilidad de pedirle matrimonio se cosieron a mi cabeza y ya no pudieron salir de ahí.

Decidí confeccionar el traje más espectacular que  jamás haya logrado, para transmitirle mi deseo en una velada que, intuía, sería única e irrepetible.

Mientras hilvanaba el ruedo para ajustar el pantalón al largo de mis piernas, recordé que en Grecia los dioses se vestían igual que los mortales y en un arrebato despojado de humildad, pensé que iba a parecer un dios con semejante maniquí y semejante atuendo.

Cuando llegó el ansiado día, elegí una flor blanca y delicada para poner en mi ojal, quería que todo resultara perfecto. Y a partir de un momento la intriga de cómo Gabrielle iría vestida, cobró dimensiones extraordinarias.

Llegué a su casa y cuando ella bajó las escaleras, su vestido de corte imperial con bordado de piedras abrumó el recinto. Los espejos extenuados por absorber tanta belleza, devolvieron, cómplices, imágenes nunca reflejadas. Parecía la reina de un cuento, una Cenicienta que imprimía su figura en un palacio real, antes de que el reloj marcara el comienzo de un nuevo día.

Durante la cena, traté de hilvanar las palabras para expresar de la mejor forma mi propuesta. Pero no las encontraba, avanzaba y retrocedía, realizando pespuntes en mis pensamientos.

En eso estaba, cuando una honda comprensión atravesó de un lado a otro mi alma. Ya no había palabras, no podía coser una sola frase, porque lo que se me reveló fue un sentimiento que nunca antes había tenido.

En mi ser divisé un agujero que no se podía zurcir, ni cubrir con un parche. Y allí estaba… simplemente estaba.

Por primera vez me di cuenta de que mi insistencia en confeccionar trajes tenía que ver, en el fondo, con un intento de vestir lo que me incomoda y es, cuando no dispongo de la tela suficiente para afrontar un desafío, cuando el traje de la vida me queda reducido.

Mudo, miré a Gabrielle que se esfumaba como una silueta lánguida en medio de la bruma.

Mientras avanzaba la noche, mi traje comenzó a deshilacharse, su tela no resistió tamaña revelación, y fue cuando comprendí, que yo mismo, era el traje confeccionado por otro sastre.

Lun01May202314:36
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Autor: Edith Vulijscher
Género: Cuento

Mensajero

                 

¿Crecerá la barba en esa piel tan fina que semeja la transparencia de un cristal a punto de rajarse?, pensé, y  esa idea voló fuera de mi mente,  avergonzada por haber surgido tan estúpida en un momento tan crucial.

¿Qué podía importarme eso cuando acababa de ser testigo de algo tan extraordinario?

Había descendido de la nave ante la mirada perpleja de quienes nos encontrábamos allí y contrariamente a lo que cualquiera podría suponer, nos quedamos contemplándolo con la misma tranquilidad con la que hubiéramos visto a un familiar querido bajar de un avión.

Era sumamente alto y su esqueleto no hacía esfuerzos para sostener un metro veinte de altura.

Las manos, junto con los pies, hacían juego con el resto y atemorizaban un poco. Yo, al observarlas, no pude menos que tener otro pensamiento estúpido: ¿Cómo se sentirá una bofetada dada por esas manos, o un pisotón de estos pies?  Tuve que disimular una impertinente sonrisa y no pude evitar la desobediencia de un rubor que, insolente,  se instaló en mi cara.

Los ojos, de un gris pálido, estaban tan hundidos que provocaban la impresión de que la nariz fuera un gigante custodiando la entrada, y era muy difícil poder interpretar la  intención de sus miradas.

Abundante y largo, su pelo renegrido enmarcaba los pómulos salientes y ocultaba las orejas como para evitarle escuchar algo indebido.

El respeto, envalentonado por esa apariencia, se impuso.

Y el silencio nos ordenó obedecerlo.

Sus palabras ingresaban en nuestros oídos con la lentitud de una brisa tímida, propia de quien piensa mucho antes de hablar y era imposible no sustraerse al embrujo de ellas que, melodiosas como sirenas,  nos fueron envolviendo con una calidez semejante a la de los brazos de una amada.

Después de escucharlo, todas las impresiones causadas por su aspecto se desvanecieron.

Venía de Andrómeda y traía noticias de la Tierra, con sorpresa y euforia escuchamos su relato: ya se propagaban organismos unicelulares y asomaba vegetación, como asoman los curiosos en casas ajenas: con cautela y osadía.

Nuestra vigilancia y control esta vez no deberían fallar.

                                         

Dom30Abr202318:31
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Autor: Betty Rodríguez Alberte
Género: Cuento

Un encuentro inesperado

Había llegado muy temprano y ahora caminaba, distraída, por el hall del Gran Hotel Ciudad de México. Pensaba en cómo se sentiría al encontrarse, frente a frente, con la persona a quien iba a entrevistar, ya que solo habían hablado por teléfono. En el momento mismo en que escuchó su sensual voz de barítono y su encantador acento italiano no dudó ni un instante que debía conocerlo personalmente.

Residía en México desde hacía unos meses. Había dejado su país, en Sudamérica, cerca de un año antes para trasladarse, con una beca, a Italia. Luego de finalizada la misma quiso viajar y conocer algo más de Europa, y así lo hizo, terminando su periplo en España; su abuelo era gallego y casi la totalidad de su familia vivía allí.

Luego de pasar un par de meses en Galicia, disfrutando de la grata compañía de su numerosa parentela, un colega y amigo catalán la invitó a conocer Barcelona, ciudad de la cual se enamoró, pero donde, luego de un tiempo, se sintió muy sola. Por ese entonces, compatriotas suyos que en ese momento residían en México le ofrecieron trabajar con ellos; aceptó de buen grado porque tenía muchas ganas de conocer ese enorme y hermoso país y sumergirse en el valioso patrimonio cultural de sus gentes.

El encuentro debía ser a las 21 horas, pero la joven sabía que el trayecto desde San Ángel al centro le podía llevar una hora o más, siempre y cuando no se encontrara con un ¨atasco¨ por el camino. Además, era consciente de que conseguir aparcamiento en esa zona no sería nada fácil, por lo que decidió salir con mucha anticipación. Afortunadamente, ese día el tránsito era bastante fluido, lo que le permitió llegar temprano al hotel.

Cuando entró fue directamente a la recepción, se presentó y preguntó si alguien había dejado un mensaje para ella; le contestaron que sí y le entregaron una tarjeta de un diputado italiano; decía que la esperaba a las 21:00 horas en el bar del lobby para compartir una copa y luego, si estaba de acuerdo, la invitaría a cenar en un restaurante de su elección. Miró su reloj y al ver que faltaba bastante para la cita decidió ir a curiosear por las boutiques del hotel.

De pronto lo vio; caminaba lentamente, cabizbajo, como si soportara todo el peso del mundo sobre sus encorvados hombros. Se lo veía bastante mayor, pero, como suele suceder con los hombres, el paso de los años, en lugar de menguar su atractivo, lo había favorecido; ciertamente era un caballero guapo y muy interesante, con una enrome dosis de sensualidad.  Detrás de él, a muy corta distancia lo seguía quien, con toda seguridad, pensó la joven, debía ser su guardaespaldas.

Cuando pasó junto a él sus miradas se cruzaron; ella, asombrada, ya que nunca habría imaginado encontrarlo allí, de inmediato pensó… «tengo que saludarlo y decirle cuánto lo admiro», pero cuando los penetrantes ojos negros de él se posaron sobre los suyos se sintió desnuda, y una sensación extraña recorrió su cuerpo… ¿quizás era por vergüenza?… no lo sabía, estaba confundida porque, por una parte, se sentía feliz de que ese hombre maravilloso, a quien ella había admirado desde que era una adolescente y de quien, dado su exacerbado lado romántico, se había enamorado una y otra vez, se hubiera fijado en ella, pero a la vez, su dignidad y orgullo de mujer joven, que se sabía hermosa y se apreciaba a sí misma, no le permitían aceptar que la mirara de esa manera, como un macho en celo mira a una hembra.

Súbitamente, la rabia y el desconcierto la invadieron y fueron más fuertes que sus deseos de hablar con él y llegar a conocerlo mejor; su mente se nubló y sintió que sólo era un hombre mostrando, en su mirada, y sin un ápice de pudor o vergüenza, un deseo carnal por ella. Fueron apenas unos segundos, pero bastaron para que pensara, furiosa…  «¡¿quién se cree que es este tipo?!… ¡¿con qué derecho me mira de esa manera?!», y siguió adelante, con la cabeza en alto. Él, por su parte se detuvo un instante, seguro de que ella iba a esperar y darle la oportunidad de, al menos, decirle algo, pero al ver que no lo hacía continuó su camino, sorprendido y, con toda seguridad, desilusionado también. 

Luego de andar unos pasos, la curiosidad de ella pudo más que su rabia y, girando la cabeza miró hacia atrás, en el preciso momento en el que él se daba vuelta; sus miradas volvieron a encontrarse. En los ojos de él se notaba una mezcla de incredulidad y curiosidad; seguramente se preguntaría por qué esta hermosa joven, totalmente desconocida, no aceptaba un galanteo de un hombre como él, acostumbrado a que las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Por su parte, los ojos de ella volvieron a mostrar rabia y malestar, seguramente por la insistencia del hombre, quien parecía no poder tolerar que esa muchacha lo ignorara.

Cada uno siguió su camino. Nunca más se volvieron a ver, pero la joven, al revivir el momento con la pasión y fantasía que la caracterizaban, sintió mucho pesar por no haber aprovechado ese momento para conocerlo mejor… se imaginaba sentada a su lado, platicando mientras disfrutaban de un café en el bar, o de una copa de vino y una deliciosa cena romántica en un restaurante… ¡sin dudas hubiera preferido haber vivido esa experiencia en lugar de la cita con el diputado italiano de la voz sensual! pero… ¿qué sentido tenía pensar en ello?… eso ya no iba a suceder, su amor propio y su orgullo herido habían sido más fuertes que su romanticismo y sus deseos de relacionarse con él, y se lo habían impedido.          

Su vida continuó, pero ella jamás pudo olvidar aquel inesperado y extraño encuentro. No estaba arrepentida de su comportamiento de aquella noche; sentía que su reacción, en esa situación tan particular como única, había sido acorde con su manera de ser, así como con la inexperiencia de sus jóvenes años.

A partir de ese momento, cada vez que pensaba en él o lo observaba en la pantalla grande, se le ocurrían diferentes escenarios: se veía a sí misma a su lado, como amiga, o pareja, acompañándolo a los sets de filmación, incluso hasta llegó a pensar que podría haber sido su esposa. Todas estas eran sólo elucubraciones de su mente fantasiosa, pero una cosa era segura, ella nunca jamás olvidaría aquel increíble encuentro con el maravilloso y galardonado actor mexicano Manuel Antonio Rodolfo Quinn Oaxaca, más conocido como Anthony Quinn.

Dom30Abr202316:31
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Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

La pandemia del 18

La pandemia del ‘18

Derechos reservados

15/05/2021 2105157837115

Es un jueves por la tarde en el poblado El crucero; ha terminado el rezo del rosario y las beatas, sentadas en el suelo ante la falta de bancas, embozadas con sus rebozos, miran con ojos temerosos hacia la dolorosa imagen de la Virgen de la Piedad; sus azules ojos de vidrio parecen llorar. Don Emilio, el párroco y su monaguillo, trajinan en el presbiterio, preparan la Hora Santa; ambos llevan las boca y nariz cubiertas con paños morados. Las mujeres, de forma mecánica, rezan sus jaculatorias.

Es el mes de mayo de 1918 y todos temen a lo que de manera coloquial llaman “la influencia disque española"; en los alrededores del poblado se habla de varios muertos, el último es Rosendo, el chivero de don Lucas, parece que lo hallaron muerto en su jacal. Ya las campanas llaman a difunto, el sonido gordo de la campana mayor parece aplastar el viento que baja del cerro del Garambullo y de ese mismo rumbo vienen tres hombres que fueron a buscar el cuerpo del difunto.

Al Chendo lo envolvieron en su petate y lo echaron de través en el lomo de un borrico. El perro chivero de Rosendo camina triste a la sombra de su amo, así lo seguiría hasta la tumba, esperará hasta que vuelva.

El viento llevaba los aromas del campo, polvo y yerba de distintos olores. Pero la gente temía que también llevara la peste, las calenturas y los dolores de cabeza, insoportables y, al final, la muerte misma; algunos vecinos permanecían en sus casas y ni las ventanas abrían, que decir ventanas es una exageración, los jacales, si acaso, tenían un diminuto ventanuco.

Se empezaron a escuchar murmullos y gente que camina; don Emilio, seguido por un monaguillo que porta una cubeta con agua bendita y un ramo de flores blancas; detrás de ellos, el turiferario con el incensario y la naveta, esparcen los dulzones efluvios del incienso; el párroco impide que la comitiva acceda al templo, teme que se contagie la gente que se encuentra en el interior.

Reza unas oraciones de su librito, toma el ramo de flores y asperja el cuerpo del difunto; enseguida recibe el incensario y sahúma al difunto, como deseando que esos santos olores se lleven también; las últimas disposiciones de las autoridades, que son en el sentido de cremar los cuerpos de los fallecidos por la epidemia; ni en el rancho ni en el Municipio hay crematorios, por lo que en el camposanto se acondicionó un espacio donde no puedan acercarse los deudos y en grandes hogueras se queman los cuerpos, lo que hace recordar los Autos de Fe de la antigüedad.

Como los huesos no se queman fácil, los sepultureros los medio machacan y las cenizas y unos pocos residuos óseos se entregan a los deudos en rústicas cajas de madera; los que no pueden pagar la caja, se los llevan envueltos en lo que pueden para darles una cristiana sepultura o conservarlos en el ara doméstica, junto al retrato de la abuela y las imágenes de sus devociones; una veladora hará las veces del pebetero que les dé la luz perpetua.

─!Castigo de Dios! ¡Arrepintámonos de nuestros pecados! Hagamos penitencia y pidamos perdón al Señor.

Don Emilio, fue designado a ese tranquilo pueblecillo a terminar en calma su labor pastoral de toda su vida, pero el ser humano no sabe lo que encontrará al doblar la esquina. Muy duro se le hace cerrar las puertas del templo y dejar a esas buenas personas temerosas y sin un lugar a dónde orar para pedir a Dios y a todos los santos y vírgenes que detengan la plaga que los diezma a gran velocidad. Apenas con sus monaguillos y dos o tres invitados, el cura oficia una misa diaria por la mañana; por las tardes, en compañía de la mujer que le asiste y el marido de ella, rezan el Santo Rosario. La Lectio Divina que a solas realiza, es la fuente que le da fuerzas para seguir en la labor. Tomadas las debidas precauciones sale a llevar los Santos Óleos a quien les son menester.

De a poco empiezan a llegar brigadas sanitarias para hacer recomendaciones higiénicas a los pobladores que, como muertos que se asoman del sepulcro, abren el ventanuco de su vivienda para escuchar a esos fuereños que les dicen que se deben lavar las manos con frecuencia y que no hagan reuniones. Los que les escuchan piensan «que nos lávenos las manos y con qué agua si tenemos qu’ir a sacarla al río o la toma pública cuando haiga»

En cada casa ya falta alguien que la guerra revolucionaria se llevó. Chamacos que crecieron huérfanos y ahora ven con temor que sus madres o abuelas están en riesgo, lo que los dejaría solos en la vida.

Las noticias vuelan y las malas son más veloces:

─¡Que el padrecito Emilio ya está apestao! ─afirma una mujer─. Dicen que ya tiene las calenturas. Ni la Gertrudis le quiere llevar un taco, pos tiene bien harto miedo.

A los pocos días, la campana gorda del templo llama a difunto, es por don Emilio, el santo viejecito que hasta el último día que tuvo fuerzas cumplió con la promesa que hizo a Dios hace casi sesenta años. De acuerdo con los ordenamientos, un carromato llegó a levantar el cuerpo del sacerdote, que dejaron a la puerta de su vivienda, envuelto en una cobija barata; sería llevado al cementerio para ser quemado junto con los fallecidos esa noche. Si alguien le lloró, lo hizo dentro de su casa, sus huesos y cenizas terminaron en la fosa común. Rumbo hacia donde sale el sol, se ve el terreno sembrado de cruces; unas rústicas de madera bruta y algunas de cemento; no falta la de granito, blanco y pulido. En un rincón sin cruz, solo un letrero pintado por el sepulturero en una tabla:

“Foza común, donde sentierran los difuntos muertos”

Sergio A. Amaya Santamaría

Junio 24 de 2020

Abril 23 de 2023

Playas de Rosarito, B. C.

Dom30Abr202306:55
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Autor: Felipe Nesbet
Género: Cuento

Morir en cuarentena

Esa noche casi no pude dormir. Me perturbó mucho que en medio del acto sexual la Vale, mi polola, haya dicho “Juampi”. Pensaba que tal vez no dijo eso, que quiso decir “papi”, como a veces me decía en medio del sexo. Pensaba y repensaba sobre lo que oí. Lástima que no era como una grabación que uno podía escuchar mil veces, subiéndole el volumen. Esa grabación anidaba en mi memoria y el sonido me indicaba que sus palabras decían “Juampi”. El único Juampi que conocíamos era Juan Pablo Munizaga, un amigo de nosotros. En realidad, era conocido, aunque tenía más cercanía con la Vale. Recordaba que la Vale siempre lo miraba sonriente y le reía sus chistes, muestra inequívoca que le atraía. Se trataba de un tipo alto, delgado, simpático, casi el prototipo que le gustaría a cualquier mina.   

No sé si sería por esa duda que esa mañana la vi más fea de lo habitual. Percibía su rostro con un aire más siniestro, su piel algo más cetrina, su sonrisa más diabólica y su cuerpo más flácido. La aparté con algo de dureza cuando se me acercó a hacerme cariño. El hecho que no haya notado mi actitud, deliberadamente desagradable, me enojó aún más.

Seguía pensando y repensando en el Munizaga. No eran solamente celos, sino que veía la posibilidad que ella haya tenido algo con él. Él era amigo del Javier, el hermano de la Vale. Javier se había metido con la Maite Segovia, prima del Munizaga. Tal vez hicieron un pacto, para que el otro se coma a su hermana, de seguro Javier lo prefería a él como cuñado.  

Justo esa mañana la Vale recibió la llamada de su hermano. Nunca me interesaban sus conversaciones, pero esa vez quería saber de qué hablaban, con la idea que en la conversación podía aparecer el Munizaga.  

Analizaba cada mención que hizo sobre él. Cada vez que nos vimos los tres. Recordaba esa vez que Munizaga contó unos chistes de doble sentido, que nunca le agradaban, pero con él le hicieron gracia. Una vez ellos dos recordaron cuando el Javier casi chocó con un poste de luz. Pero más que nada tenía patente una vez que apareció y ella, que era bajita igual que yo, se colgó a abrazarlo. En ese momento no me molesto nada, pero ahora me enervaba esa mirada sonriente, que iluminaba su carita. ¿Alguna vez me miro así la cabra de mierda? Creo que por primera vez en mi vida experimenté eso que llaman celos. Esa sensación de peligro que ella me pudiera dejar al otro. En un momento tuve ganas de ir a matar a ese concha de su madre del Munizaga. 

Esa noche fue la primera vez en los dos meses que llevábamos juntos en los que no tuve ganas de cogerla. Igual lo hicimos y acabe casi por compromiso.

A la mañana siguiente llegue a la conclusión que estaba delirando: la famosa cuarentena le estaba haciendo mal. Además, sin sus obligaciones labores y con más tiempo libre estaba pensando en tonteras. Objetivamente, no tenía ningún argumento para creer que su pareja tuvo algo con el Juampi Munizaga. De seguro le caía bien, lo encontraba atractivo, pero de ahí a haberse acostado con él, no tenía sentido. Por eso esa noche quiso hacerle bien el amor. Besándola entera, disfrutando su piel suave. Después la vio durmiendo plácidamente, con esa carita de niña buena que le encantaba. “Como pude ser tan hueón de pensar que me engañó, mi Valesita linda”, se decía a mí mismo. Se tomó un whisky y se durmió. Soñó que terminaba esta maldita cuarentena y todo volvía a la normalidad y hacían ese viaje a Brasil que tenían programado. La veía corriendo feliz con su vestido rojo por la avenida Paulista de Sao Paulo. Estaba tan hermosa. Quería que el sueño siguiera. Quería seguir recorriendo esa ciudad inmensa, pero sentía que el día había llegado y no quería despertar. No quería sentir que la Vale ya no estaba con él, porque yo mismo la había matado. 

Dom30Abr202306:45
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Autor: Felipe Nesbet
Género: Cuento

Un revelador almuerzo post-plebiscito

Leer que en Petorca, la comuna más afectada por la sequía en el país, ganó el Rechazo en el plebiscito constitucional, (que, entre otras muchas cosas, proponía que el agua sea un bien público), me lleno de rabia. Presumía que ganaría esa opción, por lo que el día de la derrota no lo sentí tan duro, pero leer lo de Petorca me enojo muchísimo. “Gente de mierda. Chilenos de mierda. Que vergüenza esta gente culia”, vociferaba. “Flaites de mierda. Lo sabía todo ese lumpen le dio el triunfo al Rechazo. A quien rechucha se le ocurrió hacer el voto voluntario”.

Me escuchaban mis amigos el ruso y el micrero (no era micrero, pero como administraba una línea de micros le decíamos así). Ellos igual habían votado Apruebo, pero no estaban tan enojados como yo; aunque el ruso si lo vivió mal con todos sus amigos revolucionarios.

Para pasar las penas electorales decidimos almorzar juntos. Pensamos que los choripanes nos ayudarían a pasar el mal rato, por lo que partimos al supermercado a comprar la longaniza, pan, mayonesa, y tomate y cebolla para el pebre. Todo lo necesario para tener esa carnecita rica, caliente, y el juguito rojito que corría por el pan crujiente. Por algo fue elegido el mejor sándwich del mundo; aunque en su versión argentina, que es casi igual a la chilena.

No sé porque al llegar al supermercado me volvió la rabia. Será por encontrarme con la gente, eventuales votantes del Rechazo. En la entrada del super una humilde señora nos ofrecía sus berlines.

  • - Que vieja de mierda apuesto que voto Rechazo¡ – espete mientras caminaba raudo.
  • - Felipe, tal vez la señora votó Apruebo – me dijo el ruso.

Me disculpaba a mí mismo pensando que la señora no me había escuchado, pero el ruso tenía razón. No podía andar chucheteando a todo el mundo que Rechazo, sino tendría que hacerlo con más de la mitad de la población. Si la mierda de la plurinacionalidad tuvo la culpa de la derrota, sumado al hijo de puta del Pelado Vade, y que los hueones de la Convención pensaron que el 70% de los chilenos queríamos ir hacia un proceso revolucionario.  

Como forma de disculpas le quise comprar uno de sus berlines a la señora. Aunque no soy muy bueno para las cosas dulces, los berlines eran mis favoritos; tampoco eran los que me gustaban, esos grandes horneados, sino pequeños fritos, pero me servirían para resarcirme de mi error y serían el postre ideal para el almuerzo. Algunos podían decir que es medio raro comer choripán y berlín de postre, pero para pasar la pena de la derrota todo valía.

Después de decirme el precio y pedirle tres le consulte a la señora por quien votó en el plebiscito.

  • - Rechazo po. ¿Usted cree que quiero dejarle el país a los comunistas?

Al final era verdad, así que la deje sola con sus berlines. Ella se quedó sin una venta y yo sin ninguna esperanza con esta gente.

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