Sáb29Abr202323:36
Información
Autor: Omar La Rosa
Género: Cuento

2x4

El 1º de Mayo, mientras en todo el mundo (salvo en yanquilandia) se conmemora el día del trabajador, en el relato de la semana queremos recordar el bautismo de fuego de la Fuerza Aérea Argentina.

2x4

A la memoria de aquellos héroes, hombres con sangre en las venas.

Las acompasadas notas, en ritmo de 2 x 4, inundaban el lugar.

El rugir de los motores rasgaba el frio cielo de Malvinas.

En el centro, en una improvisada pista los cuerpos de los dos bailarines se entrelazaban en un danzante combate.

Los dos cazas hacían maniobras evasivas y de ataque, enfrascados en la mortal danza del combate.

No se conocían pero el destino los había juntado allí, en ese lugar y hora.

Uno de los danzantes era de ahí no más, estaba en su casa, el otro venia de muy lejos, del otro lado del mundo.

Jamás se habían visto, pero sabían exactamente que se esperaba de ellos.

Uno venia por la paga, el otro por amor.

La orquesta seguía con su lastimoso desgranar tanguero, mientras las manos de él rodeaban la cintura de ella, atrayéndola.

Mientras uno de los caza hacia una cabriola quedando con el sol a sus espaldas, cegando momentáneamente a su oponente.

En el siguiente vuelco sus labios quedaron enfrentados, solo basto la decisión de uno de los dos para sellar el beso que los uniría para siempre.

Recordando el cálido cuerpo femenino, solo le basto la decisión a uno de los dos para que los cañones del 12 besaran al oponente, precipitándolo hacia él, sellando el destino de los dos.

Las frías aguas del Atlántico sur los acogieron apagando el fuego que los envolvía.

El frio aire del invierno no había podido apagar el fuego de los danzantes.

Los sonidos del combate continuaron aun desaparecidos los contendientes.

Las notas del tango continuaron aun desaparecidos los danzantes.

(c) Omar R. La Rosa

Sáb29Abr202306:49
Información
Autor: Diego Cisneros
Género: Cuento

Un Mar de Dudas

Max era un amante del mar, un pescador profesional que había pasado toda su vida pescando. Era un hombre que conocía el océano por dentro y por fuera y que sabía manejar su barco como si fuera una extensión más de su propio cuerpo, incluso en las condiciones más adversas salía bien librado. Pero un día, decidido a explorar nuevos límites, se aventuró a arriesgarse a pescar bancos de peces mucho más lejos de lo habitual, en una zona donde las aguas eran más profundas y traicioneras y dónde las tormentas eran más frecuentes y violetas. 

A pesar de las constantes advertencias de sus compañeros de pesca, Max se negó a abandonar su proyecto. Lleno de sí mismo, completamente seguro de que podría manejar cualquier cosa que el mar le lanzara fue directamente a su casa a prepararse. 

Salió temprano en la mañana con su barco cargado de provisiones y agua, convencido de que volvería a casa con el mejor de los resultados.

Pero poco después de llegar a su destino, una tormenta intensa se desató de repente. Las olas se volvieron gigantes y el viento soplaba con tanta rabia que Max no podía ver nada más allá de unos pocos metros. Trató de regresar a la costa, pero era demasiado tarde. El barco comenzaba a hacer agua y tambalearse peligrosamente. Max sin pensarlo dos veces se movió con rapidez a través de la cubierta del barco, asegurando las cuerdas y las velas mientras luchaba contra el viento y las olas. Con cada ola que golpeaba el barco, Max se aferraba al timón con fuerza, usando todo su entrenamiento y experiencia para mantener el barco en línea recta. Sabía que un solo error podría ser fatal, pero se negaba a rendirse ante la furia de la tormenta.

No obstante, a pesar de su terquedad de seguir adelante, sabía de sobra que todos sus esfuerzos serían insufientes para evitar que su barco volcara. Así que con gran dolor en el corazón abandonó su fiel compañero y saltó al agua justo antes de que este se lo tragasen las olas.

Después de que su barco se sumergiera en las profundidades del océano, Max se aferró a una balsa salvavidas con una fuerza desesperada. El viento aullaba como una bestia salvaje y las olas se elevaban como montañas, cada ola amenazando con arrastrarlo hacia una tumba de agua. Con cada embate, Max se aferraba con más fuerza a la balsa, luchando por su vida mientras se esforzaba por encontrar una forma de sobrevivir.

La lucha contra las olas parecía interminable, cada ola parecía más grande y más furiosa que la anterior, cada momento se hacía más eterno. El sol se estaba poniendo y las olas parecían cada vez más amenazadoras, como si el mar estuviera conspirando para acabar con él. La desesperación amenazaba con consumirlo, su mente estaba llena de pensamientos desalentadores y su cuerpo estaba agotado. Sin embargo, Max no se rindió, su espíritu de supervivencia era más fuerte que su cansancio y su miedo. Con determinación en su corazón, siguió luchando contra las olas enormes, los relámpagos cegadores y el viento cortante; luchando por su vida, luchando por volver a ver a su familia y amigos.

Después de varias horas de intensa batalla contra el furioso mar, Max consiguió ver un atisbo de esperanza, un cambio en el clima. El viento empezó a perder ímpetu y las olas comenzaron a disminuir en tamaño. Al principio, Max no podía creerlo, pero pronto se dio cuenta de que la tormenta estaba amainando. A medida que la noche caía, el mar parecía calmarse un poco, y en medio de la más absoluta oscuridad, Max no soporto más y se rindió al agotamiento.

A la mañana siguiente el sol brillaba con fuerza

Max despertó desconcertado en su balsa salvavidas. Al principio, se sintió confundido y aturdido, no estaba seguro de dónde estaba o de cómo había llegado allí. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que su barco se había hundido y que estaba solo en medio del océano. Con una sensación de pánico y desesperación, comenzó a buscar algún signo de vida o de tierra cercana, pero no había nada a la vista.

Max comenzó a evaluar su situación, y se dio cuenta de que estaba deshidratado y con pocas provisiones. La balsa salvavidas era su única esperanza de sobrevivir, pero está era pequeña y no contaba con los medios necesarios para pedir ayuda.

Después de varios días a la deriva en el océano, Max comenzó a experimentar sus primeras alucinaciones. La soledad y el aislamiento habían comenzado a erosionar su mente, y se sentía atrapado en un laberinto de pensamientos obsesivos. Esa situación desesperante lo estaba consumiendo con una intensidad abrasadora, como una llama devoradora que arrastra todo a su paso hacia un abismo sin fondo.

En la oscuridad de la noche, Max veía sombras que se movían en la oscuridad y oía voces suaves que parecían estar llamándolo, como si estuvieran susurrando secretos al oído. A veces, incluso veía una luz brillante en la lejanía y sentía una extraña atracción hacia ella, como si estuviera siendo llamado a un destino desconocido.

Max trató de resistirse a sus alucinaciones y mantener la cordura, pero a medida que pasaban los días y las provisiones comenzaban a agotarse, se dio cuenta de que estaba perdiendo la cabeza. Su mente se había convertido en un amasijo de ideas y pensamientos contradictorios, una mente enredada como una serpiente enroscada que no termina nunca de retorcerse sobre sí misma. El esfuerzo por mantener la cordura se volvía cada vez más desgastante y su cabeza se sumergía cada vez más en la demencia.

A veces, Max se despertaba en medio de la noche, convencido de que había oído un ruido o visto algo fuera de la balsa. Se levantaba y miraba por la borda, pero siempre había oscuridad y nada más.

Al día siguiente un barco pesquero divisó su balsa. El capitán ordenó acercarse a inspeccionar pero al hacerlo lo único que encontraron fue una balsa vacía con varios suministros intactos y un mensaje escrito con sangre ya seca que decía: Perdí la cordura, pero encontré la verdad. Ahora sigo mi camino hacia el destino final.

Sáb29Abr202302:06
Información
Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

Tubul

A Edith Vulijscher

En maya yucateco, Tubul (que se traduce
olvido”) es un verbo transitivo que significa
literalmente: «
desaparecer de la memoria».

Ya deben ser las diez. Hace rato que apagaron las luces y escribo, para no dormirme, en la penumbra de una vela clandestina a la que me parezco mucho: ambos, sumidos en nuestros propios restos, proyectamos sombras trémulas en la memoria y las paredes de esta celda a la que me condenaron por ser viejo. Tener hijos no me habría librado de acabar en el asilo. Corren malos tiempos para los ancianos. Los jóvenes ya no nos respetan ni honran deudas morales. Creen que el futuro es más importante que el pasado y confían en que un día alguien les dará la tecnología para reparar el daño de sus infamias cotidianas. Pobrecitos, prefieren sobrellevar los problemas a resolverlos, seguros de que el acervo y la identidad cultural son una carga inútil.

Si escucharan, si yo no fuera para ellos solo una molestia y entendieran que viví, que también fui joven y cometí sus mismos errores, tal vez podría hacerles entender que la naturaleza es sabia, que todo ser vivo, hasta la célula más simple, le confía su porvenir a la herencia genética, a la sabiduría de sus ancestros; que la tradición no es aferrarse al pasado, sino el cimiento del futuro… Pero son sordos a la verdad incómoda. Incluso Lídice —la enfermera más amorosa del asilo— no escuchó cuando le conté esta tarde que me sentía extraño, demasiado lúcido; que pasé todo el día recordando cosas olvidadas hace mucho y estaba asustado. Me miró con esa carita tierna que pone a veces y dijo que era un consentido, que me quejaba de estar bien en vez de disfrutar mis recuerdos. Su sonrisa parecía sincera, pero no logró engañarme. Lleva aquí lo suficiente para saber tan bien como yo que esa súbita lucidez es un mal presagio y suele darse en la antesala de la muerte.

Por eso no quiero dormirme. Presiento que moriré esta noche. Y no es que le tema a la muerte; fui médico casi sesenta años y sé que a mi edad es un alivio, pero le tengo terror a desvanecerme para siempre en el olvido.

Podría creerse que es una tontería, achacárselo acaso a la demencia, pero es un miedo antiguo. He visto desaparecer cosas y gente: un pueblo entero se esfumó ante mis ojos.

Nací en Tubul, un caserío perdido en la selva yucateca cuyo único nexo con el mundo, hasta que Tiburcio puso radio en su cantina, era una senda polvorienta de algunos kilómetros que moría en la carretera Mérida-Tizimín.

Allí la vida era distinta, teníamos costumbres arraigadas. Recuerdo que a los dieciséis, cuando vine a estudiar a la capital, los muchachos de la pensión se asustaron al ver el machete que asomaba de mi bolso, pero era mandato de doña Esperanza, la matriarca del pueblo, que quien transitara aquella senda debía ir macheteando para evitar que la selva se la comiera.

No supe hasta mucho después que ese machete no era solo una hoja afilada, sino el símbolo de la tradición, de los valores que nos habían inculcado.

Muchos emigramos por culpa de la radio de Tiburcio. Todas las tardes nos reuníamos en la cantina a soñar, fascinados por las radionovelas, ofertas de trabajo y noticias de un mundo desconocido que imaginábamos maravilloso, sembrado de futuro, un futuro que en el pueblo no teníamos y que hasta entonces jamás nos había interesado.

Ese aparato llevó a Tubul voces nuevas y nosotros, cautivados por sus promesas, empezamos a prestarles más atención que a los sabios consejos de la matriarca.

Doña Esperanza era una viejita hermosa cuya edad nadie sabía. Supongo que tendría al menos ciento diez, porque Tiburcio, que murió a los ochenta y tres, un año antes que ella, dijo que de niño jugaba canicas con Elías, el menor de sus once hijos. Quién sabe, lo cierto es que pese a arrastrar con dificultad su cuerpecito frágil, era muy lúcida y tenía una sabiduría infinita. A todos nos aconsejaba bien, pero éramos jóvenes, fáciles de seducir, la radio nos había inoculado esa nefasta pasión por el futuro y, sordos a la voz de la experiencia, pronto empezó el desbande.

Poco antes de irme, doña Esperanza me llamó a su casucha y tras mirarme un rato con sus ojitos hundidos y opacos, me habló de la importancia de preservar los valores, la identidad y los afectos, del tráfico artero de ilusiones y los engañosos disfraces de la esclavitud. Lo recuerdo apenas, y no porque lo haya olvidado, es que no presté atención. Estaba tan ilusionado con ser médico, tan seducido por las promesas del futuro posible, que no la escuché. Me tomó décadas recuperar a retazos sus palabras y ahora no distingo si le pertenecen a la memoria o a los sueños.

Yo llevaba unos diez años en Mérida cuando supe que doña Esperanza estaba enferma. Iba poco a Tubul —una vez al año acaso—, pero cada mes le mandaba a mi madre unos pesos, provisiones y muestras de medicamentos. Sin querer, su casa se convirtió en farmacia y yo —de lejos, dando consulta por cartas que llevaba y traía el chofer del autobús que hacía ruta entre la capital y Tizimín— en médico del pueblo. Por entonces trabajaba en urgencias del hospital y empezaba a sospechar que me habían estafado, que el futuro prometido era una gran mentira y todo esfuerzo conducía a la decepción. Mientras estudiaba trabajé de lo que fuera para cubrir mis gastos; cuando me recibí, el sueldo de interno no alcanzaba ni para la pensión y luego, aunque ganaba bien, apenas tenía tiempo para dormir. Me había convertido en esclavo de un amo etéreo, cruel, omnipresente…, en otro engranaje de la despótica maquinaria. Pero era joven, tenía ese ímpetu taurino que imponen las hormonas y, sin mirar atrás, seguí persiguiendo a ciegas el futuro en fuga que creí haber elegido.

Un día, el chofer no esperó a que yo pasara por la terminal y me llevó al hospital un manojo inusual. Jamás hubo más de una carta en el buzón que puse en la carretera, junto a la senda, y esa vez eran cinco. El pueblo entero me había escrito. Querían mucho a doña Esperanza. Más que una vecina era la abuela de todos, la voz sabia y conciliadora que hizo innecesarios policías, juzgados e iglesias en Tubul. Ella administraba el agua del cenote en las sequías, ayudaba a las mujeres a parir y criar, nos enseñó la virtud de la decencia y juntaba con un gesto cuanto se desunía. ¡Vivir sin ella era impensable! Las cartas me rogaban que la salvara, pero con esa tristeza honda y resignada del que pide lo imposible.

Esa misma tarde cambié el aceite del Ford A y partí hacia el pueblo. Me impresionó mucho ver Tubul casi desierto, pero no tanto como doña Esperanza hundida en su camastro, más pequeñita de lo que recordaba, respirando apenas… Hice salir a todos del cuarto y cuando nos quedamos solos, tuve que acercarme mucho para escucharla:

No olvides, Iktán… No nos olvides… No dejes que Tubul muera conmigo —fue lo último que dijo; le puse un suero con analgésicos, se quedó dormida y ya no despertó.

Al día siguiente llegó mucha gente de todos lados con atuendos, accesorios y costumbres que ahí, en Tubul, parecían de otro mundo. Reconocí los rostros, pero todos habíamos cambiado. Supongo que mi auto, el traje y el maletín causaron esa misma impresión en los demás, porque nadie me llamó Iktán, ni siquiera los amigos de la infancia. Me decían doctor.

No faltó nadie al entierro. Tubul se repobló, como si aquella muerte lo hubiera resucitado, pero duró poco. Se fueron por la senda al día siguiente y el pueblo volvió a quedar desierto.

Nadie recordó usar el machete.

Mi madre, angustiada, se puso mala y me quedé con ella hasta que murió una semana después. Yo mismo tuve que cavar su tumba desolada.

Tubul también había muerto.

La noche antes de mi partida fui por un trago a la cantina, y ya no estaba. No digo que la encontré cerrada ni que se derrumbó: ¡No estaba! No había nada, solo un terreno baldío devorado por la selva. Esa noche no pude dormir. Me levanté temprano para saludar a los vecinos antes de irme, y no encontré a nadie. El pueblo, invadido por el monte como si lo hubieran abandonado hacía mucho, parecía más chico. La casucha de doña Esperanza estaba cubierta de enredaderas, la calle plagada de hierba añeja, faltaban casas… Creí que alucinaba y me subí al auto para huir, pero fue difícil transitar la senda de salida. La selva había empezado a engullirla con una voracidad insólita. Yo también había olvidado el machete y avancé despacio, apartando y rompiendo con mis propias manos las ramas que me impedían el paso.

Cuando por fin llegué a la carretera, el buzón no estaba.

Admito con vergüenza que me alegró regresar a Mérida. Tenía la sensación de haber perdido algo importante, pero se lo achaqué a la muerte de mi madre y seguí adelante, casi feliz en la esclavitud que había elegido.

Unos meses después, platicando con un enfermero de Tizimín, me sorprendió que no hubiera oído nunca de Tubul. Busqué en el mapa de Yucatán que tenía colgado en la oficina y no pude encontrarlo. Le prometí entonces llevarle otro en el que había marcado con un círculo rojo la palabra Tubul impresa en letras negras. Cuando llegué a casa lo encontré en un cajón y al desplegarlo, vi con asombro que el círculo seguía ahí, donde recordaba haberlo puesto, pero las letras sobre el verde de la selva ya no estaban. ¡Habían desaparecido!

Quise regresar al pueblo varias veces y no pude encontrar la senda. Seguí buscándola toda mi vida. Siempre que iba a Tizimín en el auto o la ambulancia buscaba con cuidado aquella entrada, cada vez con más ansias de volver, pero fue inútil.

Muchas veces intenté en vano explicarme qué pasó, cómo pudo la muerte de una anciana hacer que un pueblo entero desaparezca, borrarlo hasta de los mapas y la memoria de la gente.

Sospecho que muchas cosas tienen ese destino. Tal vez todas. Puedo imaginar con certeza que hace mil o dos mil años, algunos mayas, beduinos o vikingos vieron un atardecer sublime que tiñó el cielo de colores exquisitos, y aunque los poetas hayan pretendido perpetuar su regocijo, cuando murió el último testigo del portento, su belleza y las emociones que produjo se perdieron para siempre. Al extinguirse la memoria del hecho, también se extinguió el hecho…, y entonces el mundo fue más pobre.

Me pregunto cuánto muere de las cosas tras cada agonía, qué será de esos ocasos, de los amores indecibles, de las obras maestras olvidadas en cajones, servilletas y susurros…

¿Cuánta belleza morirá conmigo?

Estoy cansado. Yo que siempre aspiré a morir sin culpas, hoy sé que para un hombre cabal es imposible. Todos somos culpables del olvido, y cuando arrepentidos intentamos redimirnos, apenas podemos recobrar un tesoro de monedas falsas: recuerdos desgastados que enmendamos para evitar que mueran.

Soy el último testigo de Tubul, el único vivo que conoció a doña Esperanza. Por eso escribo. Para que no mueran del todo cuando me venza el sueño, para dejar de ellos al menos este fantasma indigno hasta que a mí también me olviden… y al fin… desaparezca.

Jue27Abr202323:30
Información
Autor: Sergio Alfonso Amaya Santamaria
Género: Cuento

Allá vienen los guachos

¡Allá vienen los “guachos”!

Sergio A. Amaya Santamaría

17/06/2021 2106178123652

La tarde empezaba a pardear y la pareja de caminantes trataba de llegar antes de anochecer al rancho La Palma. Remigio y Refugia eran un matrimonio joven, aún sin hijos, aunque la mujer ya llevaba un embarazo evidente, la pareja había salido hacía dos años de su rancho; de hecho, Remigio se había robado a la muchacha. Costumbres de aquellos lugares. Se habían ido con rumbo a Pénjamo, en busca de alguna oportunidad de trabajo y un tanto alejados de los corajudos hermanos de la Refugia, deseosos de lavar la honra familiar, aunque ellos habían hecho lo mismo con sus mujeres.

Su vida en aquellas lejanas tierras había sido la misma: Trabajo de sol a sol y siempre mal comidos; solo el amor y la pasión juvenil les hacían llevadera la vida. En Pénjamo, Remigio se había contratado como peón de un criador de cabras, habiéndole confiado un hato de cincuenta cabezas para pastorearlas en los alrededores, debería tener cuidado de no invadir tierras ajenas, los perjuicios ocasionados le serían cobrados de su magro salario; junto con el trabajo venía aparejado el uso de una casucha de adobes con techo de palma, que para la pareja fue casi un palacio, pero algo no funcionó con el patrón, porque a las pocas semanas le despidió. Remigio la tomó con calma y alguno de sus compañeros de infortunio le aconsejó que se fuera hacia el sur.

—¿Pa’onde queda eso, exclamó Remigio?

—No tiene pierde, compa, te vas derecho pa’quel cerro ─dijo al señalar hacia una sierra lejana─, cuida que siempre el sol mañanero lo tengas a tu mano izquierda y ya pal atardecer lo tendrás a la derecha; en tres jornadas deberás llegar a un rancho que le dicen del Ojo de Agua Caliente, ta cerquita del río, onque te desalejes del Ojo de Agua, siempre llegarás al río y hay hartos ranchos onde trabajar.

—Pos sí ─dijo Remigio─, se ve que no tiene pierde, voy por la Refugia pa’hacer el itacate y le vamos a tempranear, el patrón me dijo que puedo pasar la noche en el jacal.

Así fue su salida de Pénjamo. Salieron todavía con la luz de las estrellas, una luna rabona medio les alumbraba. La primera jornada fue entre callejones de sembradíos, todo muy parejo, se tumbaron a nochear al amparo de unos mezquites, junto a un canal que llevaba agua para regar. Remigia preparó la lumbre y a poco se encontraban dando cuenta de unos tacos de frijoles con chile, luego se acostaron muy juntos, al calor de la cobija de Remigio y del ardor de sus propios cuerpos. La lumbre se apagó y se quedaron dormidos. En alguna hora de la madrugada escucharon pisadas de caballos, eran muchos, los muchachos se ocultaron bajo la cobija prieta, a fin de pasar desapercibidos.

—Han de ser Cristeros ─murmuró Remigio─, tate sosiega y no hagas bulla, no nos vayan a llevar con ellos, vienen del Michuacán, yo crio’que le van a cair a los guachos de Pénjamo.

Cuando el sonido de la cabalgata cesó, la pareja levantó sus bártulos y apresurados siguieron su camino. Poco alejado del canal de riego terminó el camino llano y se encontraron entre pedregales que les lastimaban los pies, pero por su deseo de alejarse del peligro, no se detuvieron a pensar en ello. Remigio tuvo la precaución de llenar los guajes con agua fresca y, sin detenerse, se mataron el hambre con trocitos de carne seca y salada. Al caer la tarde, agotados de caminar sin reposo y sentirse seguros, los muchachos se refugiaron bajo unos pedregales, encendieron una fogata y calentaron los últimos tacos que llevaba Refugia. Al ver la necesidad de abastecerse, Remigio sacó su honda y se retiró en busca de algún conejo. No halló conejo, pero sí un gordo tlacuache, que para el caso igual servía. La mujer lo despellejó y saló la carne para que les durara. Al calor de la fogata y al resguardo de las rocas, la pareja pasó una noche tranquila. Al día siguiente, ya descansados, notaron las dolencias de las mataduras en sus pies, las lavaron con un poco de agua y en cuanto el sol les indicó el camino, siguieron rumbo a ese incierto destino. A media mañana encontraron una vereda y se toparon con unos arrieros, a quienes preguntaron por el Ojo de Agua Caliente.

—Ai van bien, muchacho ─le respondieron a Remigio─, pero tengan cuidao, pos andan rete enojaos los melitares, quesque anoche los madrugaron unos cristeros… Mejor métanse pal monte, pos si siguen el camino los van a jallar.

La pareja de enamorados hizo caso al consejo del arriero,  y se volvieron al abrupto pedregal, por donde no podrían caminar los caballos, sin perder de vista el camino, pero protegidos por piedras y matorrales y uno que otro mezquite. A lo lejos vieron una humareda y alcanzaron a ver una partida de militares que cabalgaban rumbo a Pénjamo. Sin dejarse ver se acercaron a la ranchería, donde vieron varios cuerpos colgados de los árboles y un grupo de soldados sentados en piedras, alrededor de una hoguera, bebían mezcal a boca de botella. Temerosos de ser vistos, los muchachos se pusieron al amparo del pedregal y en silencio siguieron su ruta. Cuando el sol se ocultó tras de los cerros, buscaron un sitio donde pasar la noche sin ser vistos. El rancho quemado había quedado lejos, pero no se arriesgaron a hacer fogata, por temor a ser descubiertos. Esa noche comieron carne de tlacuache salada y cruda, pero no había otra, unos tragos de agua fresca les ayudaron a pasar los bocados.

Al día siguiente reanudaron la marcha, intentaban alejarse de las rancherías, por temor a toparse con alguno de los grupos en guerra. se volvieron a encontrar a un grupo de arrieros, quienes les dijeron que adelante se encontrarían un rancho llamado “El tlacuache” y a media jornada adelante, un caserío conocido como “El guayabo”, donde deberían aprovisionarse de agua, luego seguía un pedregal muy árido, con una extensión, por donde cruzarían, de unos cinco kilómetros, siempre sobre la misma ruta. Cuando pasaran el pedregal, deberían caminar hacia “donde el sol se mete” y en poco tiempo encontrarían el “Agua caliente”.

—Pero cuando oigan bulla, tense sosiegos, pos Cristeros o Guachos levantan a la gente por igual, pa que pelién con ellos.

Con estas recomendaciones, la pareja siguió adelante, siempre atentos a los ruidos extraños al propio monte. Ya de anochecida vieron las luces de un rancho y pensaron que ya era “El tlacuache”, por lo que se retiraron monte adentro para hacer su fogata y poder cenar algo caliente, luego de dejar los rescoldos, alimentados con unas pocas varas delgadas y debajo de una gran roca, los enamorados se envolvieron en la cobija y casi al instante se quedaron dormidos, el cansancio los derrotaba. A medianoche escucharon pisadas de caballo y voces no muy cercanas que el viento les llevaba. Salieron con cuidado de su sitio de descanso y Refugio recomendó a la Refugia que se mantuviera en silencio, se puso atento, para tratar de entender lo que decían.

—Ándele, compadre, échese un trago pal frío… Pos si, vamos a’cer rancho aquí, la guardia va a ser pesada, quesque nos va a alcanzar mi coronel Odilón.

—Pos vale que así sea, pos si nos cain los guachos, casi ya no traimos parque, a mí me queda como media carrillera pal 30/30 y mi 38 nomás tiene la carga.

Luego de escuchar estas palabras, Remigio volvió al lado de su mujer y le comentó que eran cristeros; más valía seguir escondidos hasta que se fueran. Esa noche ya no pudieron dormir parejo, eran simples cabezadas que les llenaban de ensoñaciones angustiantes.

—Yo crioque nos apresuramos bien mucho, dijo Refugia, a la mera en el rancho estaríamos más seguros, ¿qué no?

—Pos a saber ─repuso Remigio taciturno─, yo crioque los cristeros ya deben haber pasado por el rancho, a saber, qué váyanos a jallar.

—Ánimas benditas que nuestras familias estén buenas.    

—Pos a saber… ─medio respondió Remigio─.

Cuando empezaba a clarear por el rumbo de Yurécuaro, se acentuaron los ruidos de los cristeros y nuevas pisadas se escucharon.

—¡Alto ahí, ¡quién vive! ─gritó un guardia, lo que puso en movimiento a otros hombres─.

—¡Gente de mi coronel Odilón! ─repuso el que llegaba de avanzada─, que dice que nos váyanos rumbo a Pénjamo y él nos irá cuidando, por si nos encontramos con los guachos no presentar un solo frente.

Pos mira que la malicia bien el coronel ─dijo el que comandaba al grupo─. Vamos pues a seguirle.

Los hombres montaron sus caballos, que habían dejado sin desensillar y pronto se alejó la cabalgata. Remigio y Refugia volvieron a quedar tranquilos y el sueño los envolvió, hasta que sintieron que el sol calentaba la mañana.

—Pérame aquí, Refugia, voy a llenar los guajes y no me tardo.

El muchacho, con los guajes al hombro se acercó a las pocas casas que eran dominadas por una vieja capilla, a su paso encontró unas mujeres que iban al nixtamal.

—Buenos días, señoras ─saludó Remigio─, de casualidá ¿habrá onde agarrar un poquito de agua?

Las mujeres lo miraron temerosas, pero al ver que era un muchacho y desarmado, le respondieron.

—Por atrás de la iglesita hay un ojito de agua, que’s de onde bebemos nosotros. ¿No vites a los cristeros?

—Claro que los vi, bueno más bien los oyí en la noche, hasta que se fueron pude dormir un poco.

—Se llevaron a nuestros hombres y muchachos, que pa defender a Cristo Rey, nomás falta que nos los maten.

Al decir esto, las mujeres se persignaron y siguieron su camino apresuradas. Remigio se dirigió a donde le indicaron y luego de llenar los guajes volvió al lado de Refugia, que ya lo esperaba nerviosa.

—¡Pos onde andabas, Remigio!, yo tengo bien harto miedo.

—No te priocupes, mi alma, ya se jueron los hombres y se llevaron a algunos del rancho, vale más que camínemos y más adelante almorzamos.

Poco después se acabó la vereda y solo miraban el suelo rocoso, producto de milenarias erupciones volcánicas. Cuando se sintieron seguros, se detuvieron a la sombra de unas rocas, Remigio recogió algunas varas de la escasa vegetación y pudieron comer el resto de la carne del tlacuache; en un pocillo que llevaba, Refugia calentó agua e hizo una infusión de hojas de naranjo, lo que les reconfortó un poco.

Con la confianza de que los combatientes se habían retirado de la región, la joven pareja reanudó su camino rumbo al Ojo Caliente, siguieron rumbo al sur, como les habían indicado y luego de terminar el eterno pedregal, llegaron a un sitio llamado El Mármol, ya muy cerca del Río Lerma. Antes de dejarse ver por el poblado, los muchachos observaron el movimiento durante más de una hora. Todo estaba en silencio, si acaso algún perro mostraba algo de vida en el caserío; la risa de algunos niños se escuchaba en la lejanía, traída por el viento. Ya cuando se sintió seguro de que no había hombres armados en el pueblo, Remigio pidió a su mujer que le aguardara bien escondida, por las dudas, en tanto él se acercaba a informarse del rumbo que deberían seguir.

Después de pasar una espesa nopalera, Remigio miró un estanquillo, como en todos los pueblos del rumbo, donde se atiende a la clientela mediante una de las ventanas de la vivienda; se reconocía el establecimiento por los anuncios de bebidas embotelladas,  por lo que se acercó seguido de algunos perros que no dejaban de avisar que se trataba de un fuereño.

—Buen día le dé Dios ─dijo al llegar a la ventana, tenía a la vista a la mujer encargada de la tienda─.

—Buen día también pa ti, muchacho, pos has venido cuando ya se han ido los guachos, pos si te jallan, te llevan, como hicieron con todos los hombres del rancho, sin faltar los endinos que nos queren llevar también a las viejas. Pero dime, ¿qué se te ofrece?

—Pos vengo desde lejos y quero llegar al Ojo Caliente y me dijieron que al llegar a este lugar ganara pa otro lado, pero quero estar seguro.

—Y haces bien, hijo mío. Mira, tienes que ganar pa onde sale el sol, no tienes pierde, no vayas a cruzar el río, pos sus aguas son traicioneras. El Ojo Caliente ta bien lejísimos y el camino es un puro piedregal, no tienes pierde.

—Ta bueno, madrecita ─contestó educado Remigio─ y pos quisiera mercar una sardina y unos bolillos, si los hay.

—Pos la sardina es fresca, pos la portola ta bien fría, ja, ja, ja, pero los bolillos ya no tanto, pero todavía tan buenos y te voy a regalar un chipotle que yo mesma hago.

Remigio pagó el consumo, agradeció a la buena mujer y se regresó en busca de Refugia, quien lo esperaba escondida entre las piedras, tan bien lo hizo, que el mismo Remigio no la encontraba, hasta que la muchacha lo llamó. Con verdadero deleite, los muchachos dieron cuenta de sus panes con sardina; con su cuchillo de monte, Remigio abrió la lata y aderezaron el alimento con el dulce picante del chipotle.

Al día siguiente, ya mediada la mañana, la joven pareja arribó al Ojo Caliente, donde fueron bien recibidos, las levas los habían dejado sin brazos jóvenes para el trabajo, por lo que los muchachos no tuvieron problema para establecerse en la hacienda. Tiempo después formalizaron su situación ante el señor Cura.

Todas estas cosas las recordaba Remigio, cuando ya tenían a la vista el rancho La Palma, de donde habían salido huyendo, hacía más de dos años, La refugia llevaba en los brazos el producto de ese amor de jóvenes, que floreció entre tantos inconvenientes. Ya la guerra se había alejado de esos rumbos e iba a menos, por lo que esperaban que su hijo viviera en un mundo de tranquilidad, donde pudieran criarlo cubierto por el amor que los había hecho recorrer grandes distancias.

Los padres de Refugia la recibieron con muestras de alegría y los hermanos abrazaron al cuñado, como nuevo miembro de la familia.

FIN

 

NOTAS: Guachos. Esta era una forma despectiva de denominar a los soldados Federales

 Aunque “Portola” es una marca registrada, en algunos lugares se hizo sinónimo de un envase de hoja de lata de forma ovoidal, siendo el producto de cualquier marca.

Enero 11 de 2012

Ciudad Juárez, Chih.

Mayo 21 de 2022

Rosarito, B. C.

Mié26Abr202322:37
Información
Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

JUEGO DE NIÑOS

Dos niños juegan en la calle, la avenida es ancha y sin tránsito. Las vías corren por el medio de ésta, el tren de pasajeros a vapor va a pasar en algún momento del día.

  • Con barro es mejor
  • No, con piedras
  • Pero con barro se va a resbalar y se va a tumbar
  • Con piedras lo que se va tumbar todo
  • ¿de verdad?
  • Y claro que sí
  • Pero yo le quiero poner barro
  • Y bueno, ponele entonces barro, yo le voy a poner piedras. Bien duras mis piedras
  • ¡Ya sé! Vamo’ na a ponerle las dos cosas. Mirá, primero barro para que se resbale todo y después las piedras para que choque ¿dale?
  • Bueno, vos en esa vía y yo en esta.
  • Nooo, en la misma vía tiene que ser, primero uno y después el otro
  • ¿eh?
  • Y claro, lo’ do’ junto sirven más
  • Heeee… puede ser.
  • Y si le ponemos en las dos vías va a funcionar mejor. Así va a ser más calidá.
  • Ndera… ¡cierto! Ahí lo que va a salir disparado para cualquier lado cuando pase y ni un vagón se va a salvar
  • Buenísimo va a estar
  • Kore ¿cómo lo que no pensamos antes? Me voy a ir a traer piedra de la esquina que está toda la vereda rota. Barro vamo’ a sacar de tu árbol de pomelo.
  • Sííí, montón de barro hay ahí.
  • Jejeje… y cuando pase a toda bala el tren y se encuentre con esto, desastre le vamos a hacer.
  • Estratégico es nuestra trampa.
  • ¡Re estratégico!
  • Bueno ¡manos a la obra!
  • Voy a hacer montoncito con todas las piedras.
  • Piedra negra del empedrado lo que va a servir más
  • ¡Cierto! Voy a sacar un poco. Ayudame na a cavar
  • Con un coso de hierro se puede. Así…
  • Me gustaitereí todas las piedras que estamos consiguiendo.
  • Roca lo que son, millón rocas le vamos a poner.
  • Ese tren va a salir disparado por todo’ lado’
  • Ñac… ñac… ñac… Cómo me gusta ser malo ¡el más malo del mundo!
  • Yo soy más malo
  • Mbore, a mí se me ocurrió primero
  • Pero yo dije de hacer eso ahora
  • Kore na… todo lo malo que yo quiero hacer, vo’ queré hacer. Quiero robarle caramelo a Ña Sofía del almacén y vos queré caramelo también. Quiero darle un akapeté al hermanito de Yimi y vos juuusto te vas loo a darle un akapeté. Yo digo nomás que estaría bueno descarrilar el tren y venís vos a querer ponerle bomba má o meno ya. Todo loo vos querés.
  • ¡Mentira! A mí me sale fácil ser malo, vos lo que soñás todo el día con lo que yo hago.
  • Ndeee… te voy a perdonar por esta vez porque enseguida ya viene el tren.
  • Yo te voy a perdonar si traés ya el barro.
  • Dale, vamo’ a terminar esto y a ver si nuestras maldades fantásticas son mejores lo’ do’ junto’
  • Heee… ya hace falta terminar esto
  • ¿Dónde nos vamos a esconder?
  • Y detrás de la camioneta roja
  • Ya tengo ganas de ver nuestra gran obra.
  • Listo, hecho. Barro aquí, piedra por todo lado…
  • Montaña de roca
  • Güeno, montaña de roca y un pantano antes.
  • Ndiiii… lo que se va a resbalar ese tren y después directo ité contra la roca se va a dar
  • Ñic… ñic… ñic… no me aguanto más de ver
  • Allá ya se ve el humo ¡Dale, vamo’ ya a terminar!
  • ¡Listo chera’a! Nuestra trampa mortal ya está lista. Ahora sólo queda esperar.
  • Ese tren se va a caer todo de la vía y ¡va a explotar! ¡y toda la gente va a morir! Ajajajajá…
  • Igual mi piedra que puse le armé especial loo para que no le agarre al auto de tu papá.
  • Dale, buenísimo, así se salva nuestro escondite secreto
  • Ahí ya se le ve bien al tren
  • Ya se le escucha su chuc chuc chuc…
  • De a poco se acerca a su destino final.
  • Sí, ahí veo al conductor
  • Hace sonar su pito ese sin saber lo que le espera
  • Y cuando tumbe por todos lados será nuestra victoria
  • Una cuadra más y será nuestro
  • Ya empieza a resbalar
  • Tu barro funciona, mirá un poco cómo las ruedas resbalan
  • ¡La cara del conductor!
  • ¡No entiende lo que le pasa!
  • Se tambalea para todos lados el tren ¡parece un gusano!
  • Ya llega a las piedras
  • ¡Cómo salen disparadas todas las rocas!
  • ¡Se desarma el tren!
  • ¡Su rueda! ¡Mirá su rueda! ¡se está saliendo!
  • Ya va a caer
  • ¡Kóre el ruido que hace!
  • Ndí… cómo grita la gente
  • ¡Ahí ya se empieza a tumbar!
  • ¡Se empiezan a caer en fila!
  • ¡Por la ventana salen disparadas las personas!
  • ¡jaja cómo vuela esa señora!
  • La locomotora parece que va a explotar, se prendió todo fuego
  • ¡Sííí!
  • ¡ahí se está arrastrando el conductor para afuera!
  • ¡Tirale piedra!
  • Por su cabeza ¡bien!
  • Algunos salen corriendo
  • Güeno, pero todo no se puede
  • Los que lloran todo lo que me gusta
  • Ya va explotar para mí
  • Lo mismo da, sangre por todo’ lado’ ya conseguimos.
  • Quiero ver el estruendo final
  • Ya se quema todo, está a punto
  • Aaaaahhhhh, esto sí que es una explosión!!!
  • ¡Disparan para todos lados los pedazos!
  • Mirá, nadie sabe para donde correr
  • ¡Llora la gente! Feró viejo y mirá como llora
  • Ahora sí que se prendió fuego a todo
  • Qué poderosa la roca que pusimos
  • ¡Y el barro!
  • Nada quedó entero. Qué gran explosión logramos
  • Nuestro plan secreto fue todo un éxito. ¡Choque esos cinco!
  • ¿Y ahora?
  • Ya se escucha venir a los bomberos. Vamo’ a mi casa, mientras nos sacamos el barro con la manguera podemos jugar a que apagamos un incendio.
  • Heee, una casa o un auto puede ser.
Mié26Abr202320:07
Información
Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

Pesadillas

—Papá, despierta, tengo miedo, hay un muerto en mi cama— me dijo mi hija de tan sólo seis años.

Así que me despertó de un profundo sueño y volteé a ver el reloj que marcaba las cuatro y treinta de la madrugada. —¡Ay, hija, no otra vez!

—Es verdad, papá, hay un muerto en mi cama, tengo miedo.

—Hija, no hay muertos en tu habitación, es otra pesadilla. Eso te pasa por ponerte a ver las películas que tu mami y yo vemos— le dije mientras me levantaba de la cama, le tomaba su mano y nos dirigimos a su habitación. —¿Ves? Aquí no hay nada, es otra pesadilla — le expliqué mientras encendía la luz y revisaba el armario, la ventana y los rincones con expresión de desagrado.

—No papá, ahí está en mi cama, está lleno de sangre.

—¡Mariana, por favor! Aquí no hay muertos, ni fantasmas ni nada, tuviste una pesadilla y eso es todo… Bueno, está bien, vamos a hacer algo por esta noche, tú te vas a dormir con mami y yo me vengo a dormir a tu cama. ¿Te parece bien? —. Así que ella asintió con la cabeza y la llevé a nuestra habitación.

—¿Qué pasó? — me preguntó mi esposa al sentir que la niña se acurrucaba a su lado.

—Nada, que Mariana volvió a tener otra pesadilla; así que me voy a ir a dormir a su cuarto— le contesté mientras salía de la habitación y al mismo tiempo mandaba un mensaje al teléfono de mi esposa escribiendo:

“No dejes salir a la niña de la habitación por nada del mundo, voy a hablar con la policía, en realidad hay un maldito cadáver degollado en su cama”

Cuauhtémoc Ponce.

Mié26Abr202305:44
Información
Autor: samir karimo
Género: Cuento

El último pensamiento

Todavía recordaba aquel bello cuerpo. Siempre había dicho que una verdadera mujer no se medía por las curvas sinuosas de la tentación sino por las olas de sabiduría que afectan nuestra emoción. Un artista busca varias musas pero y si se enamora de una de ellas. Puede darse el caso de que el creador se enamore de su mejor creación y ésta era la mejor de todas. Una máquina que absorbía la maldad humana y la sustituía por amor. Esta inteligencia VERITASSUPREMAS absorbía todos los pensamientos, los filtraba, los mejoraba pero había uno que no lograba comprender. Era el Verdadero Amor. Y su creador sentía un verdadero Amor que nadie sabía. Sí, hace mucho tiempo su creador estaba prendado de una muchacha que guardaba parecido con esta inteligencia y como sufría en silencio esta pasión decidió rendirle un homenaje en forma de esta máquina – hasta hoy no había tenido más sus noticias desde aquella discusión - . Como no podía tenerla decidió sacrificarse. Sacrificando su amor por el bienestar de su amada. Es el mejor amor. El amor verdadero que nadie conoce en un mundo dominado por el dinero. Y ahora que estaba casi muriendo decidió transmitir sus mejores pensamientos a su creación y así que este amor verdadero que sintió en su juventud siguiera existiendo en forma de memoria...

imágenes pueden estar  sujetas a derecho de autor

Mar25Abr202301:54
Información
Autor: Pablo Ronú
Género: Cuento

Libertad

Néstor soñó a su abuelo que nunca conoció: escuchó su nombre, siguió el sonido a través del viento hasta que dio con una prisión, traspasó los muros como si fuera un fantasma y ahí lo vio. Era igualito que en las viejas fotos, pero a color. Imploraba que lo sacara de allí. Néstor quiso ayudarlo, de la nada aparecieron miles de reos que también lo pedían, los rodeaban hasta casi asfixiarlos. El abuelo le dijo que lo buscara en la Penal de Oblatos y Néstor despertó sobresaltado.

               —Papá, ¿Existe la Penal de Oblatos? —preguntó limpiándose las lagañas.

               —¡Buenos días! Primero se saluda, increíble, que a tus diecisiete años tenga que seguir recordándotelo. ¿Dónde escuchaste eso?

               —Lo soñé, también soñé al abuelo, él fue quien lo mencionó.

               El papá se quedó mudo y descolorido, nunca le había contado la historia de su viejo al hijo. Se sentó, respiró profundo, expiró largo y lento.

               —A tu abuelo lo encarcelaron por andar en la guerrilla, perteneció al grupo denominado “Liga Comunista 23 de Septiembre”, eso fue a principios de los setenta, a él lo detuvieron en el setenta y cuatro, justo después de dejar a tu abuela embarazada de mí. Estuvo preso en la “Penitenciaría de Oblatos” la gente solo le decía “La Penal”.

               »Por las detenciones en la guerrilla, la cárcel estaba sobrepoblada; diseñada para albergar a ochocientos reos, tenían alrededor de dos mil quinientos. En el año del setenta y seis se planeó una fuga, consiguieron encontrar un punto vulnerable en los baños, lograron hacer un boquete y la huida se concretó, muchos alcanzaron a escapar, sin embargo, tu abuelo no pudo. Para el siguiente año un grupo adentro de los mismos presos, denominados “Los Chacales”, les dieron la consigna de eliminar a los guerrilleros que se encontraran dentro del reclusorio, hubo muchas bajas, entre ellas, tu abuelo. Nunca lo conocí, al igual que tú, nada más en las fotos.

               El papá hizo una pausa, levantó los ojos rascando sus recuerdos, Néstor, muy atento, aguardaba curioso.

               —La “Penal de Oblatos”, fue demolida en el ochenta y dos, se encontraba del otro lado de la ciudad, en el sector libertad, en su lugar construyeron una unidad deportiva.

               —¿Podemos ir? Me gustaría conocer ese sitio.

               —Eso es del otro lado de la calzada.

               —¿Y?

               —No es un punto muy seguro que digamos, tenemos el privilegio de vivir aquí en Zapopan, el municipio más próspero de la ciudad. Ahora que lo pienso, es peculiar la composición de la zona metropolitana. La Calzada Independencia divide en dos a la metrópoli, se encuentra en la mera mitad, es triste reconocerlo, pero es común decir que esa avenida es una especie de frontera, de la Calzada para allá están los jodidos, y acá estamos nosotros.

               —¡Papá! Qué cosas dices. Además, tú vienes de ahí.

               —Por eso menciono que es triste, mucha gente se manifiesta así, ve cómo yo lo dije en automático, es una frontera mental creada por los prejuicios de tanto tapatío, además la inseguridad, no solo en aquel lado, está generalizada en toda la ciudad.

               —Papá, por favor, siento una gran necesidad de conocer ese sitio.

               El padre se puso la mano en la frente, suspiro profundo, al final accedió.

Néstor, a toda prisa dando brincos, buscó en el GPS la ubicación.

               —Mira, papá, hacemos treinta minutos, se ve tranquilo el tráfico, es fácil de llegar, tomamos toda la López Mateos, luego la avenida Hidalgo que nos dejará a seis cuadras, está muy fácil llegar.

               Néstor tenía un brillo en los ojos, sabía que no encontraría nada de lo que fue la ex Penal, pero quería estar en el mismo lugar que alguna vez estuvo su abuelo.

               Cruzaron la Calzada Independencia, la fisionomía de las casas cambió, vio la parte vieja de la ciudad. Lo primero que le llamó la atención fue el gran número de grafitis, las calles y casas más descuidadas, había unas bien cuidadas y pintadas, no obstante, predominaban las desgastadas y pintarrajeadas, los pocos cajetes en las banquetas como basureros. La otra cosa que observó fue la cuadratura de las manzanas, donde vivía, todas las manzanas son rectangulares, con calles curvas, en esa zona las calles estaban rectas, hacían un cuadriculado perfecto.

               —Aquí debe ser fácil perderte, todas las cuadras son iguales, menos mal que existe el GPS —murmuró.

               Estacionaron en el parque, notaron que no tenía reja, ni malla, ni barda, lo que fue una prisión, ahora era un lugar en el que se podía transitar con libertad. Había canchas de fútbol, de basquetbol, de béisbol, de frontón y frontenis, una zona de eskate y un auditorio: un buen trabajo en la extensión de seis hectáreas. Si bien había muchos árboles, al sitio le faltaba mantenimiento, se veían zonas secas, con basura y claro, más grafitis, se sentía casi abandonado si no fuera porque transitaba gente por algunas partes. En el centro, estaba una especie de pirámides hechas con piedras, de dos y tres niveles, en cada nivel había plantados árboles. A Néstor le dio por escalar a la parte más alta. Cuando llegó se giró, en vez del parque, vio la prisión, talló sus ojos, tal como lo soñó. Parecía un castillo construido con piedras volcánicas. Néstor estaba en un pequeño círculo que conectaba a siete pasillos, las siete divisiones de la cárcel. Alzó la vista y contó once torres de vigilancia. Al azar tomó uno de los pasillos, al llegar al otro lado encontró al abuelo.

               —Has venido por mí —le dijo sonriendo el abuelo.

               —¡Néstor! ¡Reacciona! —El padre sacudía al hijo que tenía la vista perdida.

               —Estoy bien.

               —Te fuiste por un minuto, hijo. Mejor ya nos vamos. ¿Te puedes levantar?

               —Sí, no sé qué sucedió, pero ya pasó. Está bien, vámonos.

               Salieron de la unidad, subieron al vehículo y, al doblar la última esquina del parque, Néstor suspiró.

               —Al fin, libre, cuarenta y siete años después, al fin libre.

Mar25Abr202301:16
Información
Autor: Álvaro Díaz
Género: Cuento

El rabdomante

A mí me enseñó escribir el tío Félix, que era analfabeto. Lo recuerdo sonriendo, con el rostro ajado, nervudo y flaco, muy alto, como todos los adultos en aquellos días, taconeando el piso de tierra al compás de un violín que no sabía de partituras. Tocaba bien, creo; ya no confío en mi memoria, aunque es lo único valioso que me queda.

Félix pasó por mi vida fugaz como un cometa, bañándome con su estela luminosa. Lástima que murió muy pronto y yo tardé tanto en evocarlo.

A veces pienso que lo conocí de casualidad, y no porque las circunstancias hayan sido fortuitas: era familia, el hermano mayor de la abuela Coca, pero, como me dijo una vez, él debió nacer en otro tiempo, antes de que la ciencia tomara por asalto hasta lo más agreste para satanizar las tradiciones, esos valores y métodos ancestrales que la parieron y cuya paternidad desconoció… No lo dijo así, estoy seguro; solo recuerdo lo esencial de sus palabras, y sospecho que hasta las esencias cambian con el tiempo. Yo también, como él, tiendo a tergiversar los hechos y los discursos, a decir lo que quiero aunque no venga al caso, tratando de darle a cada historia un alma que perdure. No tengo su don, así que me conformo con dejarle algo al lector aunque él no se dé cuenta; algo que lo cambie un poco, que surja después de mucho tiempo confundido con ideas propias, como el recuerdo adulterado del tío Félix, que se me quedó latiendo muy adentro, obrando en mi metamorfosis sin que yo supiera.

Felix nació peón en campo ajeno y ya había dejado más de media vida en esos surcos cuando encontró su vocación. Según él, fue un día mágico de la peor sequía imaginable; el sol quemaba los pastos y su espalda, doblada sobre la tierra ardiente, se abrasaba bajo los jirones de la camisa mientras regaba de sudor terrones duros como piedras. Escuchó un relincho, alzó apenas la cabeza y vio que el patrón traía a un turco en el charré; un turco raro, distinto a los que conocía. En esos tiempos, allá en el sur, todos los que pronunciaban la p como b eran turcos; andaban de casa en casa, con traje y maletas llenas de chucherías, pero este usaba túnica, turbante y cargaba una bolsa de lona. El tío Felix nunca supo si le debía a la suerte o al destino que el patrón, al verlo ahí, doblado todavía, mirándolo atento, le ordenara que los siguiera para acomodar al señor Zahir el-Zahorí en el mejor cuarto de la estancia. Me dijo que cuando el turco bajó muy lento la cabeza, se llevó la mano al corazón, a la frente, y la hizo aletear como paloma, él creyó ver una luz suave, casi azul que lo rodeaba. Eso lo recuerdo bien. Sé que lo dijo así porque me impresionó mucho que describiera la misma luz que yo veía en el tío Félix cuando me miraba con sus ojos buenos, ya no recuerdo de qué color. Para mí también fue mágico ese día.

Lo que pasó después de aquel encuentro es más confuso. Cada vez que me contaba esa parte de la historia, era distinta. Sé que se cayeron bien, que hicieron buenas migas y que el turco pronto le confió su verdadero nombre: Mustafá, acusado por el Santo Oficio de hechicero, relapso en el pecado de encontrar agua donde no la había; le dijo que zahir significaba mago en su idioma y zahorí, era aquel que tenía el don de hallar lo oculto a los ojos de los hombres. Sé que el turco le pidió al patrón que lo pusiera a su servicio, y que se negó a aceptar el pago cuando un copioso torrente se hizo laguna en el bajío, a cambio de llevarse con él a Félix para enseñarle sus artes. Lo demás no es menos cierto: estoy seguro de que también lo inventó.

El tío Félix me decía cosas que ponía en boca del turco como si él no fuera digno de decirlas. Lo llamaba el-Zahir, nunca Mustafá, y a veces se refería a él como El Mago, quizás porque sabía que eso me impresionaba y el asombro graba a fuego la memoria. Me contó que el-Zahir dijo que todos tenemos un manantial dentro, unos más torrenciales que otros, y que si no brotaba, vivir era una desgracia; que es más fácil encontrar una veta dulce en el desierto que a un hombre bueno en la multitud; que perdemos mucha vida tratando de saltar fuera de nuestra sombra, y que el oro que no se gasta, no vale nada; que la paciencia es una planta de raíz amarga y frutos dulces; que no hay mejor ejercicio para fortalecer el corazón que agacharse para levantar al caído, y que el verdadero valor de las cosas se conoce por la huella que nos dejan… Cosas así ponía el tío Félix en boca del turco; cosas que no eran para que un niño de seis años entendiera, sino para que las recordara; para que un día, tras haber perdido media vida entre surcos de campos ajenos, después de atravesar el vacío infinito, oculto a los ojos de los hombres, el cometa regresara con su estela de luz a quedarse para siempre.

Tenía una varita mi tío Félix; una vara lustrosa de caricias que tardó mucho en encontrar. Usó al principio una horqueta de avellano. Linda horqueta, me dijo; se amoldaba bien a sus manos y sabía vibrar cuando debía, pero una tardecita, cruzando campo en su zaino oscuro, escuchó llorar a un sauce de Babilonia. Tenía marcas de machete y debajo, una rama caída con un nido y tres huevitos de viuvá. El tío trepó con el nido en la alforja para ponerlo alto, resguardado del viento y los caranchos. Pasó la noche ahí, bajo ese sauce y al despertar —juró—, la rama caída lo abrazaba. Imaginé mil veces su asombro cuando abrió los ojos al mundo como viéndolo por primera vez, sin atinar a moverse ni a apartar aquella rama, con dos viuvás revoloteándole encima, trinando su alegría. Lo imagino todavía sentado bajo el sauce, quitándole despacio la corteza a aquella rama mientras la savia dulce se le iba metiendo en las venas. El tío Félix, que siempre le fue fiel a los afectos, guardó con mimo y para siempre su primera horqueta de avellano cuando la varita de sauce embebió su alma y se le hizo carne; había encontrado el órgano vital que le faltaba, ese que al vibrar resuena en nuestra esencia, estremeciendo los huesos, el corazón y las entrañas. «No supe que la andaba buscando», me dijo, «hasta que ella me abrazó».

Aprendí mal, es cierto. No tengo su don. Nunca encontré siquiera mi horqueta de avellano y sin embargo, aún espero el milagro del sauce que me llore. Es menester seguir buscándolo, una necesidad impuesta en pos de la cordura. No importa que sea tarde; perdí más de media vida tratando de saltar fuera de mi sombra y hoy sé que es imposible. Quizás un día brote al fin el manantial que llevo dentro. Tengo esperanza, porque sin importar qué tan esquiva sea mi veta, a mí me enseñó a escribir tío Félix, el rabdomante.

Lun24Abr202323:08
Información
Autor: Iván Silvero Salgueiro
Género: Cuento

Mi casio

Y así, con tanto Casio de Shakira esto, Casio de Piqué lo otro, me acuerdo de mi Casio negro, con apliques dorados en el fondo y en bordes, que por tres chauchas que me costó parecía el gran reloj caro.

Gracias a eso pude volver a la Argentina un día que perdí el colectivo.

No me olvido más ese día fatídico y a la ves glorioso hasta que se volvió un bleuf. Yo había llegado tarde a tomar mi colectivo de vuelta a Baires desde Asunción, parado en el andén veía a los pasajeros que me miraban desde dentro mientras el bus terminaba de maniobrar y se iba y yo haciendo señas y gritos. No quise ser el lúser fatalista que ve pasar su destino en las narices y decidí jugarme a salvar mi error de llegar tarde, corrí ese colectivo hasta más no poder, casi lo alcancé en el portón de la terminal, pero tampoco ahí tuve suerte por muy poco.

Mi desesperación sólo me daba aliento y nuevas ideas, con mi bolso grande salté a la calle y paré un colectivo de línea que iba por la misma avenida que mi bus de larga distancia. Mi esperanza era doble, o alcanzarlo en algún semáforo o si todo fallaba, de alguna manera llegar a Puerto Falcón donde los colectivos esperan largas filas y trámites para cruzar, con lo cual me iba a dar tiempo de llegar.

Pero mi colectivo de línea no avanzaba rápido y yo lo azuzaba al chofer para que acelere y le alcance a mi bus de larga distancia. No había caso, lo veía cada vez más lejos y mi desesperación cada vez más instalada. A las diez cuadras ya había bajado y ya me estaba buscando un taxi. Estaba decidido a gastar todo mi dinero en un taxi para no perder mi viaje. Justo ese verano me habían advertido que no tomara los taxis sin licencia -que ya no recuerdo qué nombre les daban- porque eran una lotería de inseguridad. Pero el azar quiso que fuera el único taxi que conseguí en la urgencia. Me subí, era algún viejo modelo tiburón gigante de auto americano de los '70 y lo único que le dije fue ¡persiga ese colectivo de NSA! El chofer me advirtió que podía salirme mucho dinero alcanzarlo, pero le contesté que si me faltaba le pagaba con mi reloj. Miró con regodeo mi muñeca.

Y aceleró, bueno, hizo algo parecido a acelerar, porque ese auto no tenía potencia ni dirección, mucho menos espacio para maniobrar en ese tránsito.

Yo, internamente, pasé a apostar a mi última opción, alcanzarle en la frontera al bus a unos 30km, mientras veía que esa inseguridad de los taxis truchos se empezaba a sentir. El chofer miraba y miraba por el retrovisor, intentaba ver mi reloj, ya daba por sentado que era suyo. Yo no sabía si iba a cumplir en llevarme hasta la frontera o si me iba a tirar por ahí robándome todo sin haber cumplido su parte del trato. Salimos a la ruta y la cosa se puso peor, el auto empezó a perder la dirección a mayor velocidad y se ladeaba a ambos costados del asfalto todo el tiempo, bajaba la velocidad para dejar pasar los que venían del carril contrario, pero a más de 80 no subía porque íbamos a terminar en la banquina.

Yo ya temía por mi vida. Al meternos en el último tramo ya sobre el Chaco reventó una rueda y a los tumbos pero con suerte logramos meternos en la banquina de forma segura. El chofer bajó a cambiar la rueda y mi desesperación y la sensación de meado por dragones empezaba a ser insoportable. Comencé a hacer dedo, me paró una camionetita llena de cajas de manzanas, el chofér me gritó por su paga, practicamente arranqué el reloj de mi muñeca y se lo tiré. Miró con depravación los brillos dorados de mi Casio. Noté que le faltaba un diente.

Subí corriendo a la camionetita y mi tiré sobre las manzanas, agarrado de las barras de la luneta trasera. La camionetita aceleró, les había dicho que tenía que alcanzar mi colectivo y se lo tomaron muy en serio. Volví a temer por mi vida pero ahora por la velocidad y la inseguridad de las manzanas: "voy a terminar volando como un ave porco y terminar en los yuyales con una manzana en la boca", pensaba yo ante el temor de que sucediera un accidente.

La camionetita aceleró más cuando vio el puesto fronterizo, desconociendo las señas de los uniformados y cruzó el puente sobre el Pilcomayo con expertise de contrabandista.

El colectivo estaba como esperaba yo, haciendo los trámites de migraciones y aduana. Todo el mundo vio mi llegada con la frenada que se pegó la camioneta. Salté, grité un gracias, sudando la gota gorda alcancé a meterme en la fila de pasajeros y comencé a sentir alivio.

Al subir al bus una chica más o menos de mi edad viajaba al lado mío. Me habló, me contó asombrada sobre cómo me vio llegar arriba de las manzanas a esa velocidad, agradeció que ningún uniformado pegara un tiro de advertencia, y cuando le conté, orgulloso, héroe, mi aventura para alcanzar el bus (esa victoria de la que empezaba a sentirme enorme), me dijo "qué tonto, como la empresa sabe que los paraguayos siempre llegan tarde al colectivo, tienen un servicio en el que ellos te alcanzan en una combi hasta la frontera para que no pierdas el bus y se avisan por radio. Bastaba avisar en boletería".

Yo pensé en mi Casio negro y dorado, en mi suerte dorada y luego negra, en el sol que se puso oscuro, me contuve las lágrimas y viajé pichado, con cara de culo, bajo varias capas de silencio, durante 18 horas o más.

Colapsar menú
Inicio
Concursos
Publicar
Servicios Editoriales
Login

0













We use cookies

Usamos cookies en nuestro sitio web. Algunas de ellas son esenciales para el funcionamiento del sitio, mientras que otras nos ayudan a mejorar el sitio web y también la experiencia del usuario (cookies de rastreo). Puedes decidir por ti mismo si quieres permitir el uso de las cookies. Ten en cuenta que si las rechazas, puede que no puedas usar todas las funcionalidades del sitio web.

?> hacklink al dizi film izle film izle yabancı dizi izle fethiye escort bayan escort - vip elit escort erotik film izle hack forum türk ifşa the prepared organik hit istanbul escortperabetmatbetmatbetmeritkinghasbetjojobet girişmatbet girişholiganbet girişsekabet girişonwin girişsahabet girişgrandpashabet girişmeritking girişimajbet girişimajbet girişbetebet girişjojobet girişjojobetjojobetmarsbahissultanbeyli çekicijojobet girişsahabetsekabetultrabetultrabet girişjojobet girişjojobetwinxbetCasibom güncel girişextrabet twitterbahsegel güncel girişsekabetcasibomcasibom girişjojobetonwin güncel girişaresbetaresbet güncellimanbetcasibom girişcasibomcasibomcasibom girişcasibomMarsBahis Güncel GirişjojobetMeritkingMeritkingMeritking TwitterMeritkingMeritking Giriş