Un grano de polen se vio arrancado, casi de cuajo, de la superficie donde estaba adherido junto a sus demás hermanos. Aquella fuerza descomunal lo elevó por los aires, envuelto en un torbellino de aspas que revoloteaban con extraordinaria rapidez; alejándolo para siempre de la planta madre. Poco después, el zumbido que dejaba el aletear del colibrí se fue haciendo más tenue, hasta que finalmente dejó de oírse.
Ese era su destino, así se lo decían desde que comenzó a madurar e ir cambiando de coloración: del verde al ámbar y luego al amarillo. Pero nunca pudo suponer que esos cambios llegaban, apenas dándose real cuenta de ello. Había sido instruido por los estambres, guardianes protectores y supervisores del crecimiento natural de cada uno de ellos, para dar cumplimiento a la misión para la que fueron creados. El pacto fue acordado muchísimo tiempo atrás, cuando los integrantes de cada reino podían comunicarse entre sí, con aquella armonía que se perdió en lontananza, desde que el humano había hecho su aparición en el planeta. En ese entonces, la convivencia entre los demás seres vivos, se cumplía de manera fluida y permanente.
Y con la convicción de que iba a cumplir la misión reproductiva para la cual había sido preparado, se fundió en la dulzura del néctar del órgano femenino de la flor donde fue posado. Comenzaba a gestarse nuevamente el milagro de la vida.