El amanecer llegó ante un cielo cerrado que dejaba caer una fina llovizna. Mamá pájaro se asomaba, una y otra vez, por la abertura redondeada de la rama que, en lo más alto, les servía como hogar. La vista la estiraba como una resortera, escudriñando más allá de las espesas nubes. Cuando vio señales de amainar, decidió llamarlo.
—Hijo, es hora de ir a la escuela —susurró a su oído.
El pajarito se volteó hacia el otro lado de su cama, hecha de pasto tierno, envolviéndose (como podía), en toda la extensión de su pequeña ala.
Papá pájaro intervino:
—Levántate, hijo, pues, tus amiguitos de clases ya han pasado.
Él, entreabrió los ojos, se asomó al pequeño orificio y apenas divisó el arcoíris que se dibujaba, a lo lejos.
—Llegarás tarde. —Volvió a decirle mamá pájaro.
Entonces, el pajarito respondió:
—No lo haré, mamá. Cuando pase el arcoíris, me iré colgando del violeta; que es el último de sus colores, no te preocupes.
Y siguió durmiendo, un rato más.