Mi abuela era un personaje con una imaginación sorprendente. Desde sus conocimientos empíricos nos orientaba en los episodios que, como adolescentes, nos empezaban a rondar en la vorágine de la vida. Su energía contagiosa la distinguía entre la comunidad y nada le costaba trasladarse hasta las pozas de agua en la periferia del poblado, para amedrentarnos con un chaparro entre las manos, cuando nos íbamos a nadar, después de nuestras correrías en algún patio baldío y solariego de aquellos caserones derruidos y abandonados de la población. El control que ejercía sobre nosotros le venía desde sus ancestros, pues, había sido criada entre obligaciones adquiridas a muy temprana edad y puesta al cuidado de una prole familiar numerosa. Fue cuando conoció a mi abuelo en una gira que este realizaba como enfermero ambulante por toda el área circunvecina, para poner ampolletas en la época de enfermedades que, como plagas, caían sobre el campesinado, diezmando a la población rural de aquellos primeros años del siglo XX.
Esa energía la acompañó hasta el final de sus días y cuando mi tía, su hija menor, la llevaba a vacacionar a las playas de oriente, en plena madrugada, se la veía jalando los guarales de las redes, junto a los pescadores en la brega de sal, arena y brisa marina, indiferente a la edad avanzada que llevaba a cuestas. En la entrada del amanecer, se distinguía entre matices de sombras trasnochadas por el ropaje blanco de dormir (fondo, lo llamaban), con el que emprendía la faena pescadora. Ella murió por un infarto, una noche en la que se sintió mal y fue llevada al hospital del municipio y al no haber recursos primarios para su auxilio, tuvo que ser trasladada al centro asistencial del poblado grande de la región. Pero no llegó a ingresar viva, pues, murió en el trayecto. Mucho tiempo después, ya como hombres y mujeres, cuando en alguna oportunidad íbamos a pernoctar a la casa vieja, y cuando el fulgor de luna llena nos abrumaba, salíamos al patio a tomar el aire refrescante de alguna brisa errante y generosa, entonces la veíamos pasar como un celaje con su ropaje blanco de dormir, paseándose por toda el área de la casona. Entendimos así que los difuntos escogen la vestimenta que los identificó en vida, para andar el largo periplo de la muerte.