Lun30Oct202314:59
Información
Autor: Guillermo Genta
Género: Cuento

Francisco

Francisco

En mi temprana adolescencia uno de mis paseos favoritos para salir de mi rutina, algunas veces tediosa, era ir una vez por semana al kiosco que estaba a unos 900 metros de mi casa, en el carril que pasaba frente a nuestra finca y el cruce de la ruta asfaltada, de dos manos estrechas, sin banquina, sujeta entre dos acequias de riego no muy profundas, algunas veces cantarinas, que iba a la ciudad, y comprar allí un puñado multicolor de caramelos Mumu. Yo trataba de que los colores no se repitieran porque quería saborear todos los gustos, uno por uno, lentamente, retrasando el momento en el que se acabaran. Una vez que los terminaba, planchaba todos los envoltorios, uno por uno, y los ponía en la caja verde de mis tesoros, que escondía bajo el colchón de mi cama.

El tránsito entre mi casa y el kiosco era después de la siesta, cuando el sol ya no picaba tanto y ya había tomado el mate cocido con una o dos raspaditas o tortitas de grasa, que hacía mamá en el horno de barro plantado en la parte de atrás de la casa, antes de que empiece la viña y en el extremo final de la parra trasera.

Cuando me acercaba a la casa de Don Francisco, que estaba sobre el mismo carril que la nuestra y cuya finca era lindera, aminoraba la marcha esperando que me llamara. Esto podía ocurrir o no, puesto que si bien había concluido el trabajo en las viñas, a veces, hacia trabajos en el galpón o en la quinta que tenía junto a su casa.

Yo pasaba por allí como haciéndome el distraído, porque no quería que se diera cuenta que a mí me fascinaba verlo. Francisco era un hombre de mediana estatura con un físico que me impresionaba. Siempre, los días de trabajo, o sea todos menos los domingos, llevaba alpargatas negras, medio deshilachadas, una bombacha criolla desteñida sujeta con una faja negra y una camisa clara, con las mangas arremangadas. En el cuello llevaba anudado un pañuelo pequeño de un color indefinido. La cabeza, habitualmente estaba coronada con un sombrero de paja desflecado por el uso, sin banda y con el ala ancha. Su presencia, aunque fuera a distancia, irradiaba alegría. Tenía unas manos fuertes y callosas, una cara angulosa bronceada por el sol, con surcos marcados en la frente y en los ojos, una mirada clara, siempre encendida, y una sonrisa que parecía dibujada, porque nunca la abandonaba.

Si me veía pasar frente a su tranquera, distante unos 20 metros de su casa, invariablemente me llamaba en voz no muy alta diciéndome, con su marcada tonada, - vení chango, tengo algunas cosas para contarte mientras tomamos un refresco preparado por la patrona. Él había tenido un hijo que murió muy joven, de enfermedad desconocida, y creo que yo venía a ser algo así como su sustituto.

Al contrario de mi padre que era muy parco, a Francisco le encantaba conversar de lo que fuera. Charlar con él para mí era una delicia. Me contaba, de manera muy florida, mil aventuras. Yo ahora creo que eran todas inventadas pero, en ese entonces, no me importaba porque me trasladaban a remotos lugares imaginarios, muy lejos de mi rutina diaria apegada a la tierra.

Nuestras pequeñas parcelas de tierra estaban pegadas y cada una no superaba las 8 hectáreas, la casi totalidad dedicada a la uva con unas pocas hectáreas de olivo. Todos cultivos en el llano. No como ahora que también se planta en la pendiente de la montaña.

Nuestras familias, una venida de Italia y la otra de España, habían comprado, más o menos al mismo tiempo, esas tierras a principios de 1900 en un loteo que hizo el gobierno de la provincia.

Las dos familias trabajaron duro y levantaron dos fincas hermosas que eran famosas por la producción de uvas malbec.

Si bien la relación entre las familias no era muy estrecha, en parte porque el duro trabajo diario no dejaba mucho lugar para las relaciones sociales, eso no impedía que ambas conocieran los nombres de los miembros de cada una de ellas y, a veces, se juntaran para celebrar cumpleaños. Incluso Francisco le pidió a papá que fuera el padrino de bautismo de su único hijo.

En los últimos años las relaciones se había ido enfriando, en parte porque mi papá se había vuelto un hombre muy callado, mamá otro tanto y la muerte temprana e imprevista, y en cierto sentido injusta, del hijo de Francisco había desplegado un alo de tristeza y un clima enrarecido en ambas familias.

En las charlas con Francisco me relataba, con lujo de detalles y algunas anécdotas picarescas, la historia de mi familia. Algo que mi papá no hacía, no sé si porque no le interesaba, por ignorancia o por algún episodio que prefería no recordar u ocultar.

Antes del anochecer solía pasar frente a la tranquera de la casa de Francisco camino de hacer una compra tardía encargada por mi madre en el almacén que estaba en el cruce de nuestro carril y la ruta. Yo, como siempre, miraba para otro lado porque temía que su ausencia me defraudara. Si él estaba era seguro que me llamaba para conversar.

Cuando hablaba de mis abuelos, a los que conocí muy poco, sus anécdotas eran tan vivaces, detalladas y llenas de toques de humor que creo que a través de ellas llegué a conocerlos mejor que si hubiera vivido con ellos.

A veces, en momentos especiales, cuando había caído el sol y el aire era cálido, ligero y corría una brisa suave como una caricia, con un agradable olor a campo, me invitaba medio a escondidas a tomar un vasito de vino patero. Ese era para mí un momento mágico porque me sentía más hombre. El vino, oscuro, de sabor áspero, denso, dulzón con olor a fruta, madera y tierra –elaborado como se hacía antes-, me parecía exquisito. Lo bebía despacito. Sorbito a sorbito, mientras Francisco me explicaba como lo había hecho probando ciertas variantes con respecto al del año anterior. Antes del primer sorbo, Francisco levantaba el vaso y mirándome con sus ojos azules brillantes, que siempre me habían como hipnotizado, y sonriendo como acostumbraba, me decía: fa sangue.

Nadie en la zona hacia un vino patero tan rico como el de Francisco. Todos admiraban su arte para seleccionar las uvas criollas apropiadas, elaborar el mosto y fermentarlo con el hollejo, sin los vástagos de los racimos, el tiempo justo. Cuando me iba de su casa, chispeante, medio en el aire, el mundo me parecía más bonito y el tiempo infinito.

Cuando terminé el secundario y vi que muchos de mis amigos se iban a la ciudad a seguir estudiando alguna profesión, le pedí permiso a mi padre para hacer lo mismo bajo la promesa que, cuando terminara, volvería al campo para trabajar juntos como lo había hecho hasta entonces. A mi padre, por su expresión, no le gustó la propuesta pero, como siempre fue respetuoso y estimulante con mis ideas, accedió con un gesto de cabeza.

Llegué a la ciudad, me instalé en la casa de una tía, hermana de mi madre, y me inscribí en la tecnicatura de enología de la Universidad Nacional de Cuyo. Durante 3 años me sumergí en el estudio con una pasión desconocida y me gradué con medalla de honor y una beca, totalmente paga, para especializarme en coupage –el arte de mezclar vinos- en una de las más importantes bodegas de Francia, no lejos de París.

Viajé casi inmediatamente a Francia, sin pensarlo mucho. Al poco tiempo de instalarme en un cuarto limpio y cómodo de una casa de familia de viñateros muy cercana a la bodega, mi vida social y profesional cambió radical y velozmente. Había entrado en un mundo nuevo. Inesperado. Deslumbrante y fascinante. Los 3 meses se convirtieron en 8 años. Cuando cumplí mi acuerdo con la bodega que me dio la beca, me pidió que me quedara. Les dije que sí pero con la condición de que podría trabajar con otras empresas. Al poco tiempo no daba abasto. Me llamaban de todos lados. Incluso de otros países. Me volví famoso porque mis mezclas de vinos eran incomparables. No tenían competencia. Yo pienso ahora que ese arte me lo transmitió como por ósmosis Francisco, al que no dejaba de recordar cuando alguien elogiaba mi trabajo. En esos momentos me daban ganas de decir: mire, esto lo aprendí de un viticultor de la provincia donde nací, que tiene un pequeño viñedo al pie de los Andes, que ama y trabaja de sol a sol y que, cuando manipula uvas, hace magia con sus manos.

Era tanto el trabajo que no tuve tiempo para casarme, aunque no me faltaron oportunidades. Cuando quería ir a visitar a mis padres, algo que me propuse varias veces, me salían nuevos trabajos y se postergaba la partida. Cada vez que hablábamos, ellos me reclamaban el retorno, sobre todo mamá. Creo que papá lo quería tanto o más que mamá pero, como siempre, escondía sus sentimientos.

Finalmente ocurrió un verano de menor trabajo y sin pensarlo me compre un pasaje y en cuanto pude partí hacia la Argentina. En el avión, como en una rápida película a colores, repasé toda mi vida en la finca, recordé a mis padres que temía verlos más viejos, a mis amigos muchos de los cuales seguro se había casado y ya tenían hijos. Francisco tenía un lugar especial en mis recuerdos con sus ojos hipnóticos, brillantes y de color de cielo. Creo que su alegría, energía y bondad nunca se había despegado de mi cuerpo. Siempre lo sentí cerca de mí. Especialmente cuando me ponía a imaginar la mezcla más apropiada de vinos para una bodega para la que trabajaba.

Cuando llegué a la casa de mis padres en la ciudad, puesto que habían vendido la finca para disfrutar tranquilos los años que les quedaban, estando cerca de buenas instituciones médicas para cuando se agravaran los achaques que ya afectaban sus cuerpos. Sobre todo papá, con problemas serios e incurables en sus articulaciones, especialmente en las manos, probablemente como producto de una enfermedad congénita y de cosechar con ellas las uvas año a año, ya que la economía generalmente no le permitía contratar muchos cosechadores. Esa era el trabajo que yo debería haber hecho si hubiera cumplido con mi promesa. La culpa siempre la tuve latente, pero la distancia, las ocupaciones y sobre todo una cierta incapacidad para entender la importancia de disfrutar los afectos más profundos, la mantenían sumergida bajo un impermeable manto de olvido. Ahora podía apreciar de cerca las consecuencias, ciertas o imaginarias, de mi incumplimiento. Yo, ya, a esa altura de mi existencia, había comprendido que la vida te pasa factura de aquellas cosas mal hechas. No solo mi mente sino mi cuerpo todo recibieron el impacto del deterioro que había producido en mis padres el transcurrir del tiempo haciendo lo necesario para la vida con sus propias manos.

Ni bien pude fui a ver a Francisco a su finca. Llegue a la tranquera y di varias palmadas. Enseguida apareció y avanzó hacia mí, a pesar del tiempo se mantenía bien erguido, con un cuerpo que acusaba los años pero todavía era compacto y con el rostro sonriente, como siempre.

A medida que se acercaba, con un paso no ya tan seguro, aumentaba mi necesidad de abrazarlo, decirle que lo había extrañado y cuanto me había enseñado. Quería contarle de manera urgente que mi apreciado arte de mezclador de vino se lo debía a él.

La señora salió después de él y se apresuró a alcanzarlo justo cuando llegó frente a mí. Lo abracé con la ternura de un niño que abraza a su padre, lo separé de mi cuerpo tomándolo de ambos brazos y él se quedó mirándome de una manera extraña. No dijo una palabra. La mujer tocó uno de mis brazos y me dijo en voz baja – ya no reconoce a nadie. Mis ojos súbitamente se llenaron de lágrimas y los fijé en los suyos, azules y diáfanos como siempre. Tomé su cabeza con mis manos, le di un largo y fuerte beso en la frente, me día vuelta y me fui inundado por una tristeza que no podía contener, y pensé para mis adentros –estoy seguro que me reconoció.

Valoración promedio

Aún no hay Valoraciones
Colapsar menú
Inicio
Concursos
Publicar
Servicios Editoriales
Login

0













We use cookies

Usamos cookies en nuestro sitio web. Algunas de ellas son esenciales para el funcionamiento del sitio, mientras que otras nos ayudan a mejorar el sitio web y también la experiencia del usuario (cookies de rastreo). Puedes decidir por ti mismo si quieres permitir el uso de las cookies. Ten en cuenta que si las rechazas, puede que no puedas usar todas las funcionalidades del sitio web.