Lun04Dic202301:38
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Autor: Servando Clemens
Género: Cuento

Salvado por la lechuza

Salvado por la lechuza

Salvado por la lechuza



Es angustiante que te rompan la boca, que te arrojen al lodo, que te metan hormigas en los calzoncillos, que te escupan la cara un gargajo de flema fluorescente, que te roben el dinero y que te pateen las bolas sólo porque a un cretino se le ocurrió que era divertido. O tal vez lo hacen por el placer de sentir cómo se hunden sus asquerosos nudillos en las costillas de un debilucho; o posiblemente por el hecho de que los bravucones nos consideran unos perdedores, o por una diversión estúpida… ya no sé qué pensar. Puede ser que ellos sean todavía más miserables.

En realidad, no comprendo sus motivaciones, ¿por qué no seguir cada uno por su trayecto como dos líneas paralelas y al carajo?

Así me sentía al salir de clases y regresar a casa todo apaleado: estúpido y cobarde.

Juan y Alberto me ponían una madriza todos los días y los maestros no hacían nada. A ellos no les interesa meterse en problemas. El director era tío de ese par de imbéciles y la única vez que tuve el valor de denunciarlos, él dijo: "Muchachito, ya es tiempo de que te conviertas en un hombre. No siempre te vas a ocultar debajo de las faldas de tu abuela. Si vuelves por aquí a andar de chismoso, yo mismo te daré un coscorrón, ¿entendido?". Yo respondí: "Sí, señor". Y me fui arrepentido, con la cola entre las patas.

—Otra vez te pegaron —dijo mi abuela en cuanto crucé la puerta—. Mira tu cara, hijo. ¿Qué dirían tus padres si te vieran así? Pensarían que no te cuido bien.

—Pero ya no están aquí. Están muertos y papá nunca me enseñó a partirle la jeta a los pendejos.

—No hables así, su partida fue repentina. Déjame hablar con el director. Ya fue suficiente.

—No lo hagas, abue, sería mucho peor. Yo sé lo que te digo.

—Por lo menos permíteme curarte.

La abuela no dejaba de verme el moretón del ojo derecho. Sacó una compresa de hielo y la colocó en la parte afectada.

—¡Auch!

—Ya, ya… mañana será un mejor día, te lo juro.

Al día siguiente pensé en hacerme el invisible, así que no hablé con nadie. A la hora de recreo me escondí detrás de los botes de basura, esquivando abejas y oliendo cochinadas. Me senté hasta la última fila, en el rincón y no participé en las asignaturas. Todo marchó bien, parecía el alumno invisible. Incluso salté la barda por la parte trasera de la escuela para que esos tarados no me notaran al salir. Volteé para todos lados: no había nadie a los alrededores. Suspiré aliviado. Empecé a caminar mientras chiflaba una canción; estaba feliz porque llegaría limpio a casa después de varias semanas. Di vuelta a la esquina y con lo primero que me topé de frente fue con el puño de Alberto, el cual me rompió la nariz. ¡Crank! De repente me estaba tragando mi propia sangre. Caí de espaldas. Vi el sol y algunas estrellitas que centelleaban alrededor de mis ojos.

—Creíste que te escaparías de nosotros, idiota de mierda —dijo Juan, pateándome la rodilla—. Párate si puedes, enano enclenque.

Alberto me tomó del cabello y me levantó como si fuera un muñeco de trapo. Traté de golpearlo y no logré hacerle ni cosquillas. Era mucho más grande y pesado que yo; eso le pasaba por repetir año por segunda ocasión.

Los compañeros de la escuela empezaron a llegar al circo romano. Pude escuchar las risillas burlescas.

—Ya estuvo bueno, ¿no? —dije casi llorando.

Era más hiriente la vergüenza de ser humillado en la vía pública que el dolor físico.

Alberto me propinó un gancho en la boca del estómago. Sentí el dolor más fuerte de mi vida. No podía jalar aire, seguía tragando sangre y me retorcía en el suelo como un insecto fumigado.

Juan se puso en cuclillas y me dijo en la cara:

—Vamos a divertimos contigo, zoquete.

Alberto sacó de la mochila unas tijeras y dijo que me cortarían el cabello de niña. En ese momento ya no me interesaba nada, solo quería desaparecer de la faz de la Tierra o morir de una vez por todas. Pensé que, si lograba sobrevivir, lo mejor sería no regresar a la escuela; lo mejor era largarme del país.

Alberto puso el filo de la tijera cerca de mi oreja y creí que la cortaría. Todavía no podía levantarme. Mi pierna izquierda estaba agarrotada y tenía ganas de vomitar.

—No, por favor —rogué.

Escuché el chillido de una lechuza. El ave sobrevoló el área y me pareció que atacaba a ese par de fanfarrones.

—Lánzale algo —le dijo Alberto a Juan, mientras se agachaba y buscaba a tientas una piedra.

La lechuza voló más alto y se paró en un poste. El ave nos vigilaba, al menos eso me pareció.

—Maldito pájaro —dijo Juan—. No le pude atinar.

Alberto empezó a temblar, soltó una piedra, caminó como un zombi y luego tartamudeó:

—No-no pu-puedo controlar mi cuerpo.

—¿Qué te pasa? —preguntó Juan con los brazos tiesos como si fuera un robot antiguo—. ¡¿Estás demente?! ¡Aléjate de mí, animal!

Alberto pateó a Juan y este le respondió con una bofetada. Y así siguieron peleando por algunos minutos como niños de cinco años, hasta que un oficial de la policía llegó y los separó. Alberto y Juan se cagaron en sus pantalones como dos bebés sin pañales. Todos los espectadores se desbarataron entre carcajadas y se olvidaron de mí. El oficial no quería subir a su patrulla a esos dos apestosos.

—¿Qué les pasó a tus amigos? —me preguntó el policía.

—No lo sé —dije—. Y no son amigos.

La lechuza lanzó algo parecido a una carcajada, cuyo sonido me recordó a alguien.

—Ya váyanse, muchachos —dijo el policía—. Tomen caminos diferentes y si los vuelvo a ver pelear, los voy a…

Alberto y Juan miraban con ojos confundidos, mientras babeaban como un par de retrasados.

—Sólo váyanse —siguió el policía.

—Y tú —dijo—, ve a que te enderecen esa nariz.

Enseguida subió a su patrulla y se marchó.

Alberto se acercó, intentó hacerme algo, pero lo único que hizo fue darse un puñetazo en la cara.

—No-no sé qué n-nos hiciste, ca-cabrón —tartamudeó Juan—. Pe-pero mañana te irá ma-mal.

Los dos se fueron por distintos caminos, dando tumbos y miré que tropezaban y caían al piso, ellos no podían dar paso firme.

Cuando llegué a casa mi abuela ya me esperaba con la sopa caliente.

—¿Qué te pasó en la nariz? —preguntó, mientras sonreía.

—Me pegaron con una pelota, abue.

—Oh, sí, claro. ¡Qué buen pelotazo te dieron!

Ella sonrió y recordé el graznido de la lechuza.

—Entonces tú… Siempre sospeché que…

—¡Shh! No hables en voz alta, te pueden oír los vecinos.

—Eres una bruja como decía mi papá.

—¡Ja! Todos los yernos dicen lo mismo de sus suegras… pero sí, tu padre tenía razón.

—Así que era verdad lo que decía papá.

—Por más que usé mi magia para alejar a tu padre de mi hija, no fue posible; eso demostró que él la amaba de verdad.

—Así que tú me ayudaste con esos dos mensos. Y tú sí eres una…

—No digas esa palabra, no me gusta, mejor di que soy una hechicera. Y ahora que lo sabes…

La abuela tocó mi hueso roto y la lesión desapareció; la nariz quedó todavía más respingada.

—Oh, es genial. Imagínate todo lo que podemos hacer.

—No, hijo. Prefiero pasar desapercibida, ¿entiendes? Ahora usé los poderes porque era justo y necesario.

—Bueno, abuela, gracias. ¿Y si mañana me quieren hacer…?

—No harán nada, te lo aseguro.

Alberto y Juan ni siquiera se atrevieron a acercarse a mí, tal como lo dijo mi abuela.

Sin embargo, cuando caminaba por los pasillos de la escuela, el director me sujetó del brazo con fuerza y me increpó:

—Supe lo del altercado afuera de la escuela, a ver: ¿qué les hiciste a mis sobrinos?

La lechuza estaba parada en los tejados de la escuela y escuché que soltó otra risotada.

—Yo, nada, señor director.

La mano del tipo tembló y me dejó libre.

—Pero, emm, umm, taaa, ahhmm…

El director ya no podía articular palabra, después mojó los pantalones, se cubrió la entrepierna con el maletín, se disculpó y simplemente corrió hacia los baños.

—Gracias, abuela —susurré, mirando la lechuza que volaba por encima de los salones.



SERVANDO CLEMENS

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