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El aullido
Un aullido fuerte y sobrenatural lo sacó de sus sueños. Volteó a su lado derecho de la cama y Sara, su esposa no estaba a su lado. Esta era la tercera vez que pasaba en esa misma semana. Sin pensarlo dos veces abrió el armario, sacó la escopeta y bajó raídamente las escaleras. Él sabía donde encontrarla. El sótano, un lugar seguro que siempre estuvieron de acuerdo que en caso de que llegase a suceder alguna emergencia, ese sería el lugar idóneo para esconderse.
Vivián en el bosque, a media hora en carretera del poblado más cercano que, si bien había lobos y muchos otros animales nocturnos que rondaban la zona, el sonido de ese “animal” era muy diferente a lo que habían escuchado.
—Ana, ¿estás ahí? —Preguntó mientras el cerrojo se giraba para abrir la puerta.
Estaba atemorizada, sus lágrimas de terror cubrían todo su rostro. —¿Qué es eso? —preguntó ella.
—No lo sé, pero a mí también me asusta, pero no te preocupes que yo te protegeré.
—Se está volviendo más recurrente; más fuerte y eso me asusta.
—Toma el arma, yo iré por la linterna y saldremos a buscar lo que sea que se encuentre allá afuera y, si algo se mueve, disparas, siempre has tenido buena puntería —le reconoció él. Y era verdad, su esposa tenía mejor experiencia en manejar la escopeta… Nada, no encontraron nada y regresaron a casa.
Pero la noche siguiente no fue diferente a la anterior, de nuevo un aullido despertó a Steve de su sueño, volteó a su lado derecho de la cama y Sara, su esposa no estaba a su lado. Ahora ella estaba frente a él, con la escopeta en la mano.
—Perdóname, Steve, no puedo seguir con esto, tus aullidos me están volviendo loca —. Y sin dudarlo, disparó.
© Cuauhtémoc Ponce.
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La Luna LLena
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Pesadillas
Mis pesadillas comenzaron hace unos pocos días, en ellas hay monstruos, animales desconocidos, mitad perro, mitad lobo…, mitad no sé qué. Lo peor de todo es que suceden a diario.
Quisiera contar más a fondo, más a detalle de lo que son mis pesadillas pero no puedo, porque todo sucede tan rápido que no me da tiempo en detenerme a observar más específicamente lo que sucede a mi alrededor.
Sólo sé que siento hambre y mucha sed. Mi instinto de supervivencia me pide que busque algo y salgo a encontrarlo, escondiéndome entre las sombras, ante esas bestias… Encuentro un poco de víveres y salgo corriendo a toda velocidad. Una de esas “cosas” se percata de mi presencia y sale en dirección hacia donde me encuentro con la intención de devorarme. Corro lo más veloz que puedo ir; mi corazón quiere rendirse, pero mi cabeza me dice que no, que tengo que llegar a mi destino aunque sé que son más veloces y fuertes… Volteo hacia atrás y veo que ya no me sigue; ya no le intereso porque encontró a un adolescente en la persecución y ahora lo está devorando a él. Pobre chico, simplemente se cruzó en el momento y la hora equivocada, pero me salvó la vida y estoy agradecido por eso.
Entro a un callejón y ahí está otro animal, terminando de comer a otra persona, es difícil saber si era hombre o mujer. No importa, su apetito es insaciable y comienza a perseguirme; “tengo que llegar”, me digo a mí mismo y me aferro a mis víveres sacando un segundo aire de energía para llegar a mi edificio… Puedo verlo, está a tan sólo una calle de distancia.
Escucho una alarma, sí, la conozco bien, es esa que te saca de los sueños, o mejor aún, de las pesadillas… Mi vecino Joe abre la puerta, entro deprisa y entre los dos la atrancamos de nuevo… Le agradezco y subo a mi apartamento, me doy una ducha; me voy exhausto a la cama a dormir… El sueño, el único lugar donde terminan mis pesadillas; al menos por este día.
© Cuauhtémoc Ponce.
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Barraca 13
Barraca 13
Llega otro otoño. No son como los de mi infancia, donde la brisa fresca nos animaba a salir a patear las hojas secas y festejar la nueva estación; no significa ahora más que preocupaciones por mantenernos vivos y conformarnos con lo que tenemos. Encerrados y pasando necesidades a menudo, el otoño es otro gigante indeseable y gélido como el invierno, que nos recuerda lo expuestos que seguimos a los rigores de la postguerra. Somos sobrevivientes. Punto.
Advertí su llegada antes que el resto de los que estamos aquí, la última colonia conocida, barraca trece. El aire frío entra por mi nariz y mi boca y siento esa invasión impiadosa de vientos helados que hablan de desprotección y confinación perpetuas.
Dios nos proteja. Dios, y nuestros protectores terrenales.
Pertenezco a una época antigua; cuando los inviernos eran inviernos de verdad y las primaveras sí eran los tibios renacimientos de cada año que era como debe serlo. Y los veranos, amigos míos, los veranos sí eran la expresión de júbilo de la misma naturaleza. El sol, que aún recuerdo y ya no se ve, derramaba sus bendiciones sobre nosotros, sus hijos; crecíamos entre los goces de la madre naturaleza.
Ni pensábamos en el paso del tiempo, los ciclos estacionales, el clima normal que disfrutábamos. Vivíamos y ya. Desde luego las tensiones mundiales existían y me inquietaban solo a mí o a unos pocos. Lo cierto es que me guardaba mis aprensiones al igual que todos aquí se guardan sus pensamientos. Vivimos en el miedo. A lo que pueda faltar, a lo que pueda sobrevenirnos, a perder el permiso que nos otorgan para salir a buscar alimento cada día.
Otoño significa menos frutos, menos animales que cazar, más fríos que sufrir. Nos organizamos lo mejor que podemos. Los hombres salimos a buscar leña y recolectar el alimento que podamos. Las mujeres cuidan el refugio y crían los niños que son nuestro futuro. Los niños…
Son nuestro tesoro. Los mantenemos aislados en la mejor barraca del refugio. No es la misma cada año; nos cambian de lugar. En principio nos confinaron en la barraca 20. Teníamos siete chicos más. Los cuidábamos; no les permitimos salir afuera, por los peligros y la radiación. Los que tenemos ahora están bien protegidos, no sólo porque les separamos los mejores alimentos y agua limpia que conseguimos. También cuentan las vitaminas que nos dan ellos para que crezcan más sanos y fuertes cada año. Los instruimos para que sean agradecidos con sus mayores y aprendan a obedecerlos.
Nosotros, los adultos ya estamos cansados. La vida es dura en la barraca, sólo es luchar para sobrevivir y no otra cosa. Pertenezco a una época en que los jóvenes soñábamos y luchábamos por un mundo mejor. No es chiste, pero te ríes cuando sales del refugio y tras caminar kilómetros sólo te topas con barbechos y tierra muerta; no es posible que nos hayamos jugado la vida por este páramo donde apenas unos pocos sobrevivimos tan duramente. No podemos permitirnos quedarnos sin carbón de leña, o sin el agua que filtramos de riachos medio contaminados. No perduraríamos de no ser por la protección de nuestros mayores y la esperanza en nuestros niños.
A veces pasamos hambre, pero de alguna forma logramos salir adelante. Hemos estado semanas sin agua potable, o sufrido incendios por quedar algún guardia dormido en uno de sus turnos. Todo se soporta aquí; todo se supera de algún modo.
Lo que nunca podremos permitirnos es desobedecer a nuestros mayores. Ellos pertenecen a un patriarcado superior. Vienen de lejos, de una ciudad fortificada que pocos han conocido. No sé nada sobre ellos ni me atrevo a averiguar. Son tan diferentes a nosotros…altos, rubios, uniformados. Pertenecen a una casta de sabios por lo que se ve, aunque debemos bajar la vista ante su presencia. Nos visitan una vez al año. Los he espiado hablando con las mujeres y acariciando las cabezas de los niños. Con los hombres son menos amables y nos dan órdenes con un extraño acento al hablar. Hablan poco y se quedan poco tiempo. Tienen algo de militar y mucho de gobernantes. Después de todo ellos hicieron el refugio y nos metieron en estas barracas. Es mejor que vivir en la intemperie y sin ninguna protección como la que tenemos.
Procuramos ser agradecidos. Nos traen vitaminas para los chicos, botellas de vino a veces y combustible para las estufas. Son y serán nuestros salvadores mientras acatemos sus órdenes. Es simple. Una vez al año regresan y nos dan nuevas directivas, nos dejan algunos regalos, y se llevan otro niño o niña, lo que nos asegura otro año de protección aquí en la barraca trece, que en el próximo invierno será barraca doce. Ojalá nazcan más niños los próximos años, y las recolecciones mejoren un poco. Así es la vida aquí.
Víctor Lowenstein.
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El Viento en la Ventana
Habia sido un dia ajetreado en el trabajo, y necesitaba descanso. Se desnudó, entró en la ducha y mientras el agua recorria las curvas de sus senos, notó un escalofrio de placer en su zona púbica, como si unas manos varoniles estuviesen acariciándola. Se dejó llevar al éxtasis total, y al llegar al grado máximo de lujuria se dio cuenta de que estaba sola, no había nadie con ella. Salió de la ducha, la ventana estaba abierta y el viento soplaba con suavidad.
-“Estoy sola y cansada. El subconsciente me ha jugado una mala pasada”- se dijo, y se dirigió a su habitación, donde un sueño reparador en su mullida cama la transportaría a un mundo de relax y de descanso, para afrontar con garantías el siguiente día de trabajo.
A las siete en punto, como cada mañana, el despertador hizo sonar su rutinaria melodia. Se despertó sudorosa, con las sabanas en el suelo y con sensación de cansancio. Se preparó el café, untó mantequilla en las tostadas, y después se dirigió al espejo donde la palidez de su rostro la asustó.
-“He debido tener mucha fiebre, estoy pálida como un cadáver”- se atrevió a decir a la imagen que se reflejaba como un espectro delante de ella. -“Me daré colorete en las mejillas, no puedo ir así a la oficina”- . Dicho y hecho, y a las ocho en punto se encontraba camino del trabajo.
Salió a la ciudad, y el aspecto que tenían las calles era desolador, vacias, sin gente y el cielo de un rojo fantasmagórico. Subió las escalinatas del edificio donde trabajaba, y el interior mostraba una imagen totalmente diferente a la del resto de los días. El portero no se encontraba en su habitáculo, y los habituales grupos de gente hablando, tampoco estaban.
-“Qué extraño es todo”- se dijo con aire asustada mientras volvia a la calle. -“¿Dónde están todos?”- Una punzada de dolor sacudió su tripa, mientras regresaba sobre sus pasos. Al llegar a su domicilio encendió la televisión para escuchar las noticias, pero en la pantalla en negro solo aparecían tres extrañas luces. Aterrorizada a más no poder, sacó el móvil de su bolso y se dispuso a llamar a alguno de sus contactos, pero el teléfono no tenia cobertura.
Tras unos momentos de bloqueo, reaccionó y decidió volver a salir a la calle. Tenia que contactar con alguien y saber qué pasaba. Nadie por la calle, los aparatos eléctricos sin funcionar, el cielo de un color rojizo fantasmagórico, su sensación de cansancio y esos dolores de tripa. Deambuló por las calles durante horas, sin encontrar repuestas a las múltiples incógnitas que pupulaban por su cabeza.
Cuando la oscuridad empezaba a dominar la ciudad, decidió regresar a su domicilio, con el mismo miedo con el que salió, y con las mismas interrogantes. Se daría una ducha caliente para relajarse, pero esta vez cerraría la ventana.
Un rayo de luz con su lejano trueno le dieron las buenas noches, en el momento en que se acostó en su cama con ánimo de descansar. El dia siguiente, a las 7 de la mañana, el familiar sonido del despertador la hizo despertarse, esperando que todo lo ocurrido el día anterior hubiera sido una pesadilla.
Preparó el café, se untó la mantequilla en las tostadas y encendió el televisor para oir las noticias. Todo parecía normal, incluso su estado de ánimo. Se vistió para ir a la oficina, y al salir a la calle, el griterío de la gente y el ir y venir de los coches la alegraron de tal manera que casi fue arrollada por un ciclista. El edificio donde trabajaba ebullia de actividad, y el portero la saludó cortésmente, como era habitual.
Se sumergió en la vorágine laboral, con la sensación de que todo lo ocurrido el dia anterior había sido fruto de una pesadilla, ocasionada por el estrés de su trabajo, pero una pesadilla al fin y al cabo. Pero lo que no acababan de remitir eran sus dolores de tripa.
–“¿Por qué no vas al médico, a que te recete algo?”- le dijo una de sus compañeras. –“No será nada grave, pero asi sales de dudas”.
El médico que la atendió la conocía desde niña, pues no en vano era un amigo de la familia. No sólo era su médico, era también su segundo padre, el asesor al que acudía cuando tenia algún tipo de problema tanto laboral como personal. –“¿Qué tengo?”- le preguntó con ansiedad.
-“No te preocupes, es una buena noticia. Estás embarazada”.
-“¿Embarazada? Eso es imposible. Hace más de un año que no he mantenido relaciones”.
Presa de nerviosismo, se aprestó a volver al trabajo, pero la impresión que le había dejado la noticia, la hizo replantearse el volver a casa, descansar y meditar cómo era posible su embarazo. La anterior noche en la ducha, el viento en la ventana, qué enigma se escondía en su estado de gestación.
Era la muerte, lo supe desde que cruzó el portal de la habitación del hospital donde yo estaba internado. Se paró justo al lado de mis pies, y algo me dijo que mi vida llegaba a su fin. —¿Vienes por mí? —le pregunté, aun sabiendo que eso era más que obvio.
—Así es, Jasón, es hora de partir —me contestó. Por mi parte, no hice más que suspirar, y aceptar la realidad; porque al final de cuentas la muerte nos llega a todos, tarde o temprano. Pero no quise que fuera algo “fugaz”, no sabía que sería de mi “alma”, si es que tenía alguna, así que me atreví a preguntarle: —¿Podemos charlar un poco?
—No tenemos mucho tiempo, pero claro, podemos charlar; además estoy acostumbrado a este tipo de peticiones—me respondió mientras tomaba asiento al lado de mi cama.
—¿Conoces, o sabes algo de lo que fue mi vida?
—Sí, sé la vida de cada alma que habita en este mundo, y también el momento exacto de su partida, cuando ya su misión tiene que terminar.
—Y… ¿Crees que fui una persona buena, o no?
—Yo sólo vengo a cumplir con mi “trabajo”, no soy nadie para juzgarte; lo bueno o malo es simple perspectiva de ustedes; una creación que los humanos inventaron para decidir que es correcto o no; me lo preguntan a diario, y si quieres saber más de cómo terminarán tus hijos y tu familia, te adelanto que eso no puedo decírtelo. ¿Algo más?
—No…, creo que no, aunque me gustaría preguntarte si existe un cielo o un infierno, pero mejor no saberlo, total, ya estás aquí, y a donde quiera que vaya, creo que es algo inevitable.
—Así es.
—Está bien, que al fin y al cabo este mundo se está yendo a la mierda: guerras, sufrimientos, hambre, contaminación, injusticias, mares contaminados y poco a poco nos estamos extinguiendo. Qué bueno que llegaste por mí, al menos no me tocará vivir toda la porquería que sigue de aquí en adelante —le dije. Pero hubo algo, un silencio “incómodo” que me gritaba en mi interior que no tendría una respuesta “confortable” a eso que pronuncié; y su respuesta antes de morir me dejó petrificado.
—Jasón, lamento mucho en desilusionarte, porque sí te va a tocar vivir todas esas catástrofes que vienen a futuro; porque hoy mueres, pero la reencarnación sí existe… Nos vemos en tu otra muerte, dentro de ochenta años más, y créeme, la próxima vez que nos veamos, no será en un hospital.
© Cuauhtémoc Ponce.
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Julita (Cuento ganador)
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Salvado por la lechuza
Salvado por la lechuza
Es angustiante que te rompan la boca, que te arrojen al lodo, que te metan hormigas en los calzoncillos, que te escupan la cara un gargajo de flema fluorescente, que te roben el dinero y que te pateen las bolas sólo porque a un cretino se le ocurrió que era divertido. O tal vez lo hacen por el placer de sentir cómo se hunden sus asquerosos nudillos en las costillas de un debilucho; o posiblemente por el hecho de que los bravucones nos consideran unos perdedores, o por una diversión estúpida… ya no sé qué pensar. Puede ser que ellos sean todavía más miserables.
En realidad, no comprendo sus motivaciones, ¿por qué no seguir cada uno por su trayecto como dos líneas paralelas y al carajo?
Así me sentía al salir de clases y regresar a casa todo apaleado: estúpido y cobarde.
Juan y Alberto me ponían una madriza todos los días y los maestros no hacían nada. A ellos no les interesa meterse en problemas. El director era tío de ese par de imbéciles y la única vez que tuve el valor de denunciarlos, él dijo: "Muchachito, ya es tiempo de que te conviertas en un hombre. No siempre te vas a ocultar debajo de las faldas de tu abuela. Si vuelves por aquí a andar de chismoso, yo mismo te daré un coscorrón, ¿entendido?". Yo respondí: "Sí, señor". Y me fui arrepentido, con la cola entre las patas.
—Otra vez te pegaron —dijo mi abuela en cuanto crucé la puerta—. Mira tu cara, hijo. ¿Qué dirían tus padres si te vieran así? Pensarían que no te cuido bien.
—Pero ya no están aquí. Están muertos y papá nunca me enseñó a partirle la jeta a los pendejos.
—No hables así, su partida fue repentina. Déjame hablar con el director. Ya fue suficiente.
—No lo hagas, abue, sería mucho peor. Yo sé lo que te digo.
—Por lo menos permíteme curarte.
La abuela no dejaba de verme el moretón del ojo derecho. Sacó una compresa de hielo y la colocó en la parte afectada.
—¡Auch!
—Ya, ya… mañana será un mejor día, te lo juro.
Al día siguiente pensé en hacerme el invisible, así que no hablé con nadie. A la hora de recreo me escondí detrás de los botes de basura, esquivando abejas y oliendo cochinadas. Me senté hasta la última fila, en el rincón y no participé en las asignaturas. Todo marchó bien, parecía el alumno invisible. Incluso salté la barda por la parte trasera de la escuela para que esos tarados no me notaran al salir. Volteé para todos lados: no había nadie a los alrededores. Suspiré aliviado. Empecé a caminar mientras chiflaba una canción; estaba feliz porque llegaría limpio a casa después de varias semanas. Di vuelta a la esquina y con lo primero que me topé de frente fue con el puño de Alberto, el cual me rompió la nariz. ¡Crank! De repente me estaba tragando mi propia sangre. Caí de espaldas. Vi el sol y algunas estrellitas que centelleaban alrededor de mis ojos.
—Creíste que te escaparías de nosotros, idiota de mierda —dijo Juan, pateándome la rodilla—. Párate si puedes, enano enclenque.
Alberto me tomó del cabello y me levantó como si fuera un muñeco de trapo. Traté de golpearlo y no logré hacerle ni cosquillas. Era mucho más grande y pesado que yo; eso le pasaba por repetir año por segunda ocasión.
Los compañeros de la escuela empezaron a llegar al circo romano. Pude escuchar las risillas burlescas.
—Ya estuvo bueno, ¿no? —dije casi llorando.
Era más hiriente la vergüenza de ser humillado en la vía pública que el dolor físico.
Alberto me propinó un gancho en la boca del estómago. Sentí el dolor más fuerte de mi vida. No podía jalar aire, seguía tragando sangre y me retorcía en el suelo como un insecto fumigado.
Juan se puso en cuclillas y me dijo en la cara:
—Vamos a divertimos contigo, zoquete.
Alberto sacó de la mochila unas tijeras y dijo que me cortarían el cabello de niña. En ese momento ya no me interesaba nada, solo quería desaparecer de la faz de la Tierra o morir de una vez por todas. Pensé que, si lograba sobrevivir, lo mejor sería no regresar a la escuela; lo mejor era largarme del país.
Alberto puso el filo de la tijera cerca de mi oreja y creí que la cortaría. Todavía no podía levantarme. Mi pierna izquierda estaba agarrotada y tenía ganas de vomitar.
—No, por favor —rogué.
Escuché el chillido de una lechuza. El ave sobrevoló el área y me pareció que atacaba a ese par de fanfarrones.
—Lánzale algo —le dijo Alberto a Juan, mientras se agachaba y buscaba a tientas una piedra.
La lechuza voló más alto y se paró en un poste. El ave nos vigilaba, al menos eso me pareció.
—Maldito pájaro —dijo Juan—. No le pude atinar.
Alberto empezó a temblar, soltó una piedra, caminó como un zombi y luego tartamudeó:
—No-no pu-puedo controlar mi cuerpo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Juan con los brazos tiesos como si fuera un robot antiguo—. ¡¿Estás demente?! ¡Aléjate de mí, animal!
Alberto pateó a Juan y este le respondió con una bofetada. Y así siguieron peleando por algunos minutos como niños de cinco años, hasta que un oficial de la policía llegó y los separó. Alberto y Juan se cagaron en sus pantalones como dos bebés sin pañales. Todos los espectadores se desbarataron entre carcajadas y se olvidaron de mí. El oficial no quería subir a su patrulla a esos dos apestosos.
—¿Qué les pasó a tus amigos? —me preguntó el policía.
—No lo sé —dije—. Y no son amigos.
La lechuza lanzó algo parecido a una carcajada, cuyo sonido me recordó a alguien.
—Ya váyanse, muchachos —dijo el policía—. Tomen caminos diferentes y si los vuelvo a ver pelear, los voy a…
Alberto y Juan miraban con ojos confundidos, mientras babeaban como un par de retrasados.
—Sólo váyanse —siguió el policía.
—Y tú —dijo—, ve a que te enderecen esa nariz.
Enseguida subió a su patrulla y se marchó.
Alberto se acercó, intentó hacerme algo, pero lo único que hizo fue darse un puñetazo en la cara.
—No-no sé qué n-nos hiciste, ca-cabrón —tartamudeó Juan—. Pe-pero mañana te irá ma-mal.
Los dos se fueron por distintos caminos, dando tumbos y miré que tropezaban y caían al piso, ellos no podían dar paso firme.
Cuando llegué a casa mi abuela ya me esperaba con la sopa caliente.
—¿Qué te pasó en la nariz? —preguntó, mientras sonreía.
—Me pegaron con una pelota, abue.
—Oh, sí, claro. ¡Qué buen pelotazo te dieron!
Ella sonrió y recordé el graznido de la lechuza.
—Entonces tú… Siempre sospeché que…
—¡Shh! No hables en voz alta, te pueden oír los vecinos.
—Eres una bruja como decía mi papá.
—¡Ja! Todos los yernos dicen lo mismo de sus suegras… pero sí, tu padre tenía razón.
—Así que era verdad lo que decía papá.
—Por más que usé mi magia para alejar a tu padre de mi hija, no fue posible; eso demostró que él la amaba de verdad.
—Así que tú me ayudaste con esos dos mensos. Y tú sí eres una…
—No digas esa palabra, no me gusta, mejor di que soy una hechicera. Y ahora que lo sabes…
La abuela tocó mi hueso roto y la lesión desapareció; la nariz quedó todavía más respingada.
—Oh, es genial. Imagínate todo lo que podemos hacer.
—No, hijo. Prefiero pasar desapercibida, ¿entiendes? Ahora usé los poderes porque era justo y necesario.
—Bueno, abuela, gracias. ¿Y si mañana me quieren hacer…?
—No harán nada, te lo aseguro.
Alberto y Juan ni siquiera se atrevieron a acercarse a mí, tal como lo dijo mi abuela.
Sin embargo, cuando caminaba por los pasillos de la escuela, el director me sujetó del brazo con fuerza y me increpó:
—Supe lo del altercado afuera de la escuela, a ver: ¿qué les hiciste a mis sobrinos?
La lechuza estaba parada en los tejados de la escuela y escuché que soltó otra risotada.
—Yo, nada, señor director.
La mano del tipo tembló y me dejó libre.
—Pero, emm, umm, taaa, ahhmm…
El director ya no podía articular palabra, después mojó los pantalones, se cubrió la entrepierna con el maletín, se disculpó y simplemente corrió hacia los baños.
—Gracias, abuela —susurré, mirando la lechuza que volaba por encima de los salones.
SERVANDO CLEMENS
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El extraño viaje de don Pedro Perez
El extraño Viaje de Don Pedro Pérez
(Córdoba de la Nueva Andalucía, 1610)
- Rápido padre Miguel, ¡padre Miguel! –
- ¿A que tanto alboroto Luis? –
- ¡Venga, venga que Don Pedro está recuperando la conciencia!! –
Sin hacerse repetir la noticia el padre Miguel cerró el breviario que estaba leyendo, tomo la vasijilla con agua bendita y salió corriendo tras el muchacho que había llegado con la nueva.
En el cielo el sol había iniciado ya su curva descendente, por lo que el padre Miguel calculó que Don Pedro había pasado casi 72 hs inconsciente. Era un verdadero milagro que estuviera regresando a la vida. Nadie podía decir a ciencia cierta que le había pasado. En su cuerpo no había rastros de golpes ni lastimaduras, ni se sabía que hubiese hecho algún exceso o consumido algo que le hubiera podido meter en ese transe, por lo que entre la gente del pueblo se hablaba, sin mucha duda, de un embrujo.
Se sabía que Don Pedro había estado frecuentando las tolderías de los comechingones en busca de un indio que decía haberse cruzado con un grupo de guerreros de una tribu, que él no conocía, que iban vestidos de forma muy extraña y que hablaban una lengua similar a la de los cristianos, aunque con palabras tan extrañas que no los había podido entender.
- Seguro que son súbditos de la Ciudad de los Cesares –
Había dicho don Pedro a unos amigos, pero ya nadie creía seriamente en esa leyenda, por lo que el comentario no despertó mayor interés. Ya todos sabían que muchas veces los indios se aprovechaban de la codicia de algunos españoles para, tentándolos con este tipo de cuentos, hacerlos partir lejos de sus tierras.
Sin embargo era posible que la idea haya quedado dando vueltas en la mente de don Pedro, hijo segundón de una importante familia extremeña que, empobrecido por las leyes de mayorazgo, había decidido, como tantos otros, pasar a las Américas en busca de fortuna, luego de una accidentada estadía en el norte de África.
Así pues la mañana que desapareció, aproximadamente 2 meses atrás, todo el mundo supuso que había partido a lomos de su caballo, el “pescuezo” famoso animal que le pertenecía, hacia las sierras con el propósito de encontrar la fortuna de una ciudad que ya había hecho desparecer a miles de valientes en la inmensidad de estas tierras del fin del mundo.
No se volvió a tener noticias de él hasta hacia ya tres días, en que reapareció, inconsciente, abrazado al cuello de su caballo.
Así comienza El extraño viaje de don Pedro Perez