Sáb20Jul202404:14
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Autor: María Elena Balbontín Urtubia
Género: Cuento

Mundo Fantástico

El frío, el sueño, la lluvia, el coro de toses infantiles que me recibieron al alba, una discusión estéril con el papá de los chicos y el descalabro eléctrico del departamento no consiguieron, para sorpresa mía, desanimarme. Buen alimento para la autoestima renunciar al drama, si al fin y al cabo, por más malhumorada que me pusiese eso no restaría nada a las interrupciones que enfrentaba.
Bajé y, como ya es mi costumbre, pasé a saludar a Paulo, el dependientedel mercadito que está en el edificio, le pedí datos de electricistas y continué viaje para pagar facturas y a comprar un buen cable alargador en el supuesto escenario de encarar un par de días con la computadora en la cocina sobreviviendo con el único tomacorriente que funcionaba.
Cuando volví de la compra, ya el muchacho me había ubicado al electricista del barrio, el señor -entrado en años, de traza humilde y movimientos lentos- que se enderezó de un salto apenas me vio entrar al almacén. Al mismo tiempo, por detrás del mostrador, surgió una vocecita que informó: "¡Me voy, yo vine a trabajar con mi abuelo!" Ante la inesperada visita, perdí un poco los roles frente a un morochito delgado de cabello afro y muy lindos rasgos, de unos aparentes diez años, aunque al rato me enteré eran sólo siete y, gracias al dato específico de unos minúsculos aretes dorados, además era una niña: Maia.
Todo eso en el tramo entre la puerta del edificio y el pasillo hasta la entrada del ascensor. Una vez dentro ya éramos amigas de toda la vida. Arriba, tras conferir al flaco el rol histórico de supervisor de las refacciones (admito que eso me da muchísima pereza), fuimos juntas con Maia a la cocina y le convidé un poco del maní que entretenía a los chicos. En medio de la charla, me contaba de su vida, preguntaba por los chicos. Me hizo un cuestionario bastante honesto y curioso respecto a las particulares facciones y comportamiento de Martín, tomó la leche y luego ocupó un par de maravillosas horas en jugar con los pequeños. Matías demostró que la amaría del infinito al más allá.
El abuelo, por otro lado, tras dar unas vueltas por el departamento hasta encontrar el desperfecto y se puso manos a la obra: había que cambiar todos los cables. Maia me pidió de invitarla a almorzar. Yo estaba encantadísima con ella. A retazos y saltos me aclaraba detalles de su vida, me parecía muy desenvuelta, con una franqueza apabullante mezclada con la inocente ternura de su edad.
Fue un día difícil. Entre los tres niños, el carácter insufrible del papá de los chicos y la parsimonia aplastante del electricista, mi cansancio era legendario. Sin embargo, nunca perdimos el buen humor. El momento cúlmine de la tarde fue cuando Maia me mira fijo y me sentencia: "vos sí que sos una mamá". "Claro, respondí, tengo dos hijos". Entonces me dice: "ahora vas a tener tres". "No, no -repliqué-. Mejor dos hijos y una sobrina". "Vale", aceptó. Es muy divertida. Mientras los bebés dormían la siesta, la entretuve a Maia haciéndola dibujar. Ella se acurrucó sobre mi costado al tiempo que yo le acariciaba el pelo. Parecía tan contenta que me recorrió una extraña sensación.
Ambos estuvieron desde las 12:00 hasta las 20:00 hs. una jornada muy agobiante. Yo había cerrado los ojos, sin pensar en la dolorosa factura que iba a pagar. El señor me cobró una cantidad inaceptablemente ínfima. Debí obligarlo a recibir el triple, mi conciencia no podía concebir tantas horas de trabajo continuado a cambio de tan poco. Cuando fue la hora de partir, Maia se devolvió tres veces con la excusa de haber olvidado algún juguete, la última vez me pidió quedarse conmigo. Le prometí que en los próximos días, porque mi departamento era un desastre. Se marchó con el abuelo, quien me apartó en un momento para contarme que él no tenía vínculos sanguíneos con la niña, sino que él la cuidaba porque los padres se desentendieron de ella tras haberse divorciado. Desde entonces ella lo acompaña a todas partes porque no hay modo de llevarle la contraria.
Fue así como, sin pensarlo, que ésta tarde fui adoptada.
Vie14Jun202423:30
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

El aullido

Un aullido fuerte y sobrenatural lo sacó de sus sueños. Volteó a su lado derecho de la cama y Sara, su esposa no estaba a su lado. Esta era la tercera vez que pasaba en esa misma semana. Sin pensarlo dos veces abrió el armario, sacó la escopeta y bajó raídamente las escaleras. Él sabía donde encontrarla. El sótano, un lugar seguro que siempre estuvieron de acuerdo que en caso de que llegase a suceder alguna emergencia, ese sería el lugar idóneo para esconderse.

Vivián en el bosque, a media hora en carretera del poblado más cercano que, si bien había lobos y muchos otros animales nocturnos que rondaban la zona, el sonido de ese “animal” era muy diferente a lo que habían escuchado.

—Ana, ¿estás ahí? —Preguntó mientras el cerrojo se giraba para abrir la puerta.

Estaba atemorizada, sus lágrimas de terror cubrían todo su rostro. —¿Qué es eso? —preguntó ella.

—No lo sé, pero a mí también me asusta, pero no te preocupes que yo te protegeré.

—Se está volviendo más recurrente; más fuerte y eso me asusta.

—Toma el arma, yo iré por la linterna y saldremos a buscar lo que sea que se encuentre allá afuera y, si algo se mueve, disparas, siempre has tenido buena puntería —le reconoció él. Y era verdad, su esposa tenía mejor experiencia en manejar la escopeta… Nada, no encontraron nada y regresaron a casa.

Pero la noche siguiente no fue diferente a la anterior, de nuevo un aullido despertó a Steve de su sueño, volteó a su lado derecho de la cama y Sara, su esposa no estaba a su lado. Ahora ella estaba frente a él, con la escopeta en la mano.

—Perdóname, Steve, no puedo seguir con esto, tus aullidos me están volviendo loca —. Y sin dudarlo, disparó.

© Cuauhtémoc Ponce.    

Mié12Jun202417:45
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Autor: Gaizka Azkarate Saez
Género: Cuento

La Luna LLena

la Luna llena seria testigo de aquella noche de romanticismo, lujuria y pasión que llevaban preparando, desde que se conocieron en aquel viaje de trabajo.
Ella era azafata de vuelo en una aerolinea internacional, y estaba fuera de la ciudad continuamente.
El era un escritor famoso que utilizaba el avión en sus continuos desplazamientos, para acudir a ferias de libros o a presentaciones literarias.
Aquella noche, con la Luna llena asomando por la ventana, darían rienda suelta a esos sentimientos que experimentaron desde el momento en que se vieron por primera vez, y cuando se intercambiaron el numero de telefono.
Aquella noche de Luna llena, por fin disfrutarian de sus cuerpos desnudos en una confortable cama de hotel, bajo la atenta mirada de la Luna.
Lun20May202401:51
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

Pesadillas

    Mis pesadillas comenzaron hace unos pocos días, en ellas hay monstruos, animales desconocidos, mitad perro, mitad lobo…, mitad no sé qué. Lo peor de todo es que suceden a diario.

    Quisiera contar más a fondo, más a detalle de lo que son mis pesadillas pero no puedo, porque todo sucede tan rápido que no me da tiempo en detenerme a observar más específicamente lo que sucede a mi alrededor.

    Sólo sé que siento hambre y mucha sed. Mi instinto de supervivencia me pide que busque algo y salgo a encontrarlo, escondiéndome entre las sombras, ante esas bestias… Encuentro un poco de víveres y salgo corriendo a toda velocidad. Una de esas “cosas” se percata de mi presencia y sale en dirección hacia donde me encuentro con la intención de devorarme. Corro lo más veloz que puedo ir; mi corazón quiere rendirse, pero mi cabeza me dice que no, que tengo que llegar a mi destino aunque sé que son más veloces y fuertes… Volteo hacia atrás y veo que ya no me sigue; ya no le intereso porque encontró a un adolescente en la persecución y ahora lo está devorando a él. Pobre chico, simplemente se cruzó en el momento y la hora equivocada, pero me salvó la vida y estoy agradecido por eso.

    Entro a un callejón y ahí está otro animal, terminando de comer a otra persona, es difícil saber si era hombre o mujer. No importa, su apetito es insaciable y comienza a perseguirme; “tengo que llegar”, me digo a mí mismo y me aferro a mis víveres sacando un segundo aire de energía para llegar a mi edificio… Puedo verlo, está a tan sólo una calle de distancia.

    Escucho una alarma, sí, la conozco bien, es esa que te saca de los sueños, o mejor aún, de las pesadillas… Mi vecino Joe abre la puerta, entro deprisa y entre los dos la atrancamos de nuevo… Le agradezco y subo a mi apartamento, me doy una ducha; me voy exhausto a la cama a dormir… El sueño, el único lugar donde terminan mis pesadillas; al menos por este día.

© Cuauhtémoc Ponce.

Jue11Abr202421:32
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Autor: Victor Lowenstein
Género: Cuento

Barraca 13

Barraca 13

  Llega otro otoño. No son como los de mi infancia, donde la brisa fresca nos animaba a salir a patear las hojas secas y festejar la nueva estación; no significa ahora más que preocupaciones por mantenernos vivos y conformarnos con lo que tenemos. Encerrados y pasando necesidades a menudo, el otoño es otro gigante indeseable y gélido como el invierno, que nos recuerda lo expuestos que seguimos a los rigores de la postguerra. Somos sobrevivientes. Punto.

  Advertí su llegada antes que el resto de los que estamos aquí, la última colonia conocida, barraca trece. El aire frío entra por mi nariz y mi boca y siento esa invasión impiadosa de vientos helados que hablan de desprotección y confinación perpetuas.  

  Dios nos proteja. Dios, y nuestros protectores terrenales.

  Pertenezco a una época antigua; cuando los inviernos eran inviernos de verdad y las primaveras sí eran los tibios renacimientos de cada año que era como debe serlo. Y los veranos, amigos míos, los veranos sí eran la expresión de júbilo de la misma naturaleza. El sol, que aún recuerdo y ya no se ve, derramaba sus bendiciones sobre nosotros, sus hijos; crecíamos entre los goces de la madre naturaleza.

  Ni pensábamos en el paso del tiempo, los ciclos estacionales, el clima normal que disfrutábamos. Vivíamos y ya. Desde luego las tensiones mundiales existían y me inquietaban solo a mí o a unos pocos. Lo cierto es que me guardaba mis aprensiones al igual que todos aquí se guardan sus pensamientos. Vivimos en el miedo. A lo que pueda faltar, a lo que pueda sobrevenirnos, a perder el permiso que nos otorgan para salir a buscar alimento cada día.

  Otoño significa menos frutos, menos animales que cazar, más fríos que sufrir. Nos organizamos lo mejor que podemos. Los hombres salimos a buscar leña y recolectar el alimento que podamos. Las mujeres cuidan el refugio y crían los niños que son nuestro futuro. Los niños…

  Son nuestro tesoro. Los mantenemos aislados en la mejor barraca del refugio. No es la misma cada año; nos cambian de lugar. En principio nos confinaron en la barraca 20. Teníamos siete chicos más. Los cuidábamos; no les permitimos salir afuera, por los peligros y la radiación. Los que tenemos ahora están bien protegidos, no sólo porque les separamos los mejores alimentos y agua limpia que conseguimos. También cuentan las vitaminas que nos dan ellos para que crezcan más sanos y fuertes cada año. Los instruimos para que sean agradecidos con sus mayores y aprendan a obedecerlos.  

 

  Nosotros, los adultos ya estamos cansados. La vida es dura en la barraca, sólo es luchar para sobrevivir y no otra cosa. Pertenezco a una época en que los jóvenes soñábamos y luchábamos por un mundo mejor. No es chiste, pero te ríes cuando sales del refugio y tras caminar kilómetros sólo te topas con barbechos y tierra muerta; no es posible que nos hayamos jugado la vida por este páramo donde apenas unos pocos sobrevivimos tan duramente. No podemos permitirnos quedarnos sin carbón de leña, o sin el agua que filtramos de riachos medio contaminados. No perduraríamos de no ser por la protección de nuestros mayores y la esperanza en nuestros niños.

  A veces pasamos hambre, pero de alguna forma logramos salir adelante. Hemos estado semanas sin agua potable, o sufrido incendios por quedar algún guardia dormido en uno de sus turnos. Todo se soporta aquí; todo se supera de algún modo.

  Lo que nunca podremos permitirnos es desobedecer a nuestros mayores. Ellos pertenecen a un patriarcado superior. Vienen de lejos, de una ciudad fortificada que pocos han conocido. No sé nada sobre ellos ni me atrevo a averiguar. Son tan diferentes a nosotros…altos, rubios, uniformados. Pertenecen a una casta de sabios por lo que se ve, aunque debemos bajar la vista ante su presencia. Nos visitan una vez al año. Los he espiado hablando con las mujeres y acariciando las cabezas de los niños. Con los hombres son menos amables y nos dan órdenes con un extraño acento al hablar. Hablan poco y se quedan poco tiempo. Tienen algo de militar y mucho de gobernantes. Después de todo ellos hicieron el refugio y nos metieron en estas barracas. Es mejor que vivir en la intemperie y sin ninguna protección como la que tenemos.

  Procuramos ser agradecidos. Nos traen vitaminas para los chicos, botellas de vino a veces y combustible para las estufas. Son y serán nuestros salvadores mientras acatemos sus órdenes. Es simple. Una vez al año regresan y nos dan nuevas directivas, nos dejan algunos regalos, y se llevan otro niño o niña, lo que nos asegura otro año de protección aquí en la barraca trece, que en el próximo invierno será barraca doce. Ojalá nazcan más niños los próximos años, y las recolecciones mejoren un poco. Así es la vida aquí.

                                                                                    Víctor Lowenstein.

Jue28Mar202409:42
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Autor: Gaizka Azkarate Saez
Género: Cuento

El Viento en la Ventana

Habia sido un dia ajetreado en el trabajo, y necesitaba descanso. Se desnudó, entró en la ducha y mientras el agua recorria las curvas de sus senos, notó un escalofrio de placer en su zona púbica, como si unas manos varoniles estuviesen acariciándola. Se dejó llevar al éxtasis total, y al llegar al grado máximo de lujuria se dio cuenta de que estaba sola, no había nadie con ella. Salió de la ducha, la ventana estaba abierta y el viento soplaba con suavidad.

-“Estoy sola y cansada. El subconsciente me ha jugado una mala pasada”- se dijo, y se dirigió a su habitación, donde un sueño reparador en su mullida cama la transportaría a un mundo de relax y de descanso, para afrontar con garantías el siguiente día de trabajo.

A las siete en punto, como cada mañana, el despertador hizo sonar su rutinaria melodia. Se despertó sudorosa, con las sabanas en el suelo y con sensación de cansancio. Se preparó el café, untó mantequilla en las tostadas, y después se dirigió al espejo donde la palidez de su rostro la asustó.

-“He debido tener mucha fiebre, estoy pálida como un cadáver”- se atrevió a decir a la imagen que se reflejaba como un espectro delante de ella. -“Me daré colorete en las mejillas, no puedo ir así a la oficina”- . Dicho y hecho, y a las ocho en punto se encontraba camino del trabajo.

Salió a la ciudad, y el aspecto que tenían las calles era desolador, vacias, sin gente y el cielo de un rojo fantasmagórico. Subió las escalinatas del edificio donde trabajaba, y el interior mostraba una imagen totalmente diferente a la del resto de los días. El portero no se encontraba en su habitáculo, y los habituales grupos de gente hablando, tampoco estaban.

-“Qué extraño es todo”- se dijo con aire asustada mientras volvia a la calle. -“¿Dónde están todos?”- Una punzada de dolor sacudió su tripa, mientras regresaba sobre sus pasos. Al llegar a su domicilio encendió la televisión para escuchar las noticias, pero en la pantalla en negro solo aparecían tres extrañas luces. Aterrorizada a más no poder, sacó el móvil de su bolso y se dispuso a llamar a alguno de sus contactos, pero el teléfono no tenia cobertura.

Tras unos momentos de bloqueo, reaccionó y decidió volver a salir a la calle. Tenia que contactar con alguien y saber qué pasaba. Nadie por la calle, los aparatos eléctricos sin funcionar, el cielo de un color rojizo fantasmagórico, su sensación de cansancio y esos dolores de tripa. Deambuló por las calles durante horas, sin encontrar repuestas a las múltiples incógnitas que pupulaban por su cabeza.

Cuando la oscuridad empezaba a dominar la ciudad, decidió regresar a su domicilio, con el mismo miedo con el que salió, y con las mismas interrogantes. Se daría una ducha caliente para relajarse, pero esta vez cerraría la ventana.

Un rayo de luz con su lejano trueno le dieron las buenas noches, en el momento en que se acostó en su cama con ánimo de descansar. El dia siguiente, a las 7 de la mañana, el familiar sonido del despertador la hizo despertarse, esperando que todo lo ocurrido el día anterior hubiera sido una pesadilla.

Preparó el café, se untó la mantequilla en las tostadas y encendió el televisor para oir las noticias. Todo parecía normal, incluso su estado de ánimo. Se vistió para ir a la oficina, y al salir a la calle, el griterío de la gente y el ir y venir de los coches la alegraron de tal manera que casi fue arrollada por un ciclista. El edificio donde trabajaba ebullia de actividad, y el portero la saludó cortésmente, como era habitual.

Se sumergió en la vorágine laboral, con la sensación de que todo lo ocurrido el dia anterior había sido fruto de una pesadilla, ocasionada por el estrés de su trabajo, pero una pesadilla al fin y al cabo. Pero lo que no acababan de remitir eran sus dolores de tripa.

–“¿Por qué no vas al médico, a que te recete algo?”- le dijo una de sus compañeras. –“No será nada grave, pero asi sales de dudas”.

El médico que la atendió la conocía desde niña, pues no en vano era un amigo de la familia. No sólo era su médico, era también su segundo padre, el asesor al que acudía cuando tenia algún tipo de problema tanto laboral como personal. –“¿Qué tengo?”- le preguntó con ansiedad.

-“No te preocupes, es una buena noticia. Estás embarazada”.

-“¿Embarazada? Eso es imposible. Hace más de un año que no he mantenido relaciones”.

Presa de nerviosismo, se aprestó a volver al trabajo, pero la impresión que le había dejado la noticia, la hizo replantearse el volver a casa, descansar y meditar cómo era posible su embarazo. La anterior noche en la ducha, el viento en la ventana, qué enigma se escondía en su estado de gestación.

Sáb27Ene202405:14
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Autor: Cuauhtémoc Ponce
Género: Cuento

La muerte

Era la muerte, lo supe desde que cruzó el portal de la habitación del hospital donde yo estaba internado. Se paró justo al lado de mis pies, y algo me dijo que mi vida llegaba a su fin. —¿Vienes por mí? —le pregunté, aun sabiendo que eso era más que obvio.

—Así es, Jasón, es hora de partir —me contestó. Por mi parte, no hice más que suspirar, y aceptar la realidad; porque al final de cuentas la muerte nos llega a todos, tarde o temprano. Pero no quise que fuera algo “fugaz”, no sabía que sería de mi “alma”, si es que tenía alguna, así que me atreví a preguntarle: —¿Podemos charlar un poco?

—No tenemos mucho tiempo, pero claro, podemos charlar; además estoy acostumbrado a este tipo de peticiones—me respondió mientras tomaba asiento al lado de mi cama.

—¿Conoces, o sabes algo de lo que fue mi vida?

—Sí, sé la vida de cada alma que habita en este mundo, y también el momento exacto de su partida, cuando ya su misión tiene que terminar.

—Y… ¿Crees que fui una persona buena, o no?

—Yo sólo vengo a cumplir con mi “trabajo”, no soy nadie para juzgarte; lo bueno o malo es simple perspectiva de ustedes; una creación que los humanos inventaron para decidir que es correcto o no; me lo preguntan a diario, y si quieres saber más de cómo terminarán tus hijos y tu familia, te adelanto que eso no puedo decírtelo. ¿Algo más?

—No…, creo que no, aunque me gustaría preguntarte si existe un cielo o un infierno, pero mejor no saberlo, total, ya estás aquí, y a donde quiera que vaya, creo que es algo inevitable.

—Así es.

—Está bien, que al fin y al cabo este mundo se está yendo a la mierda: guerras, sufrimientos, hambre, contaminación, injusticias, mares contaminados y poco a poco nos estamos extinguiendo. Qué bueno que llegaste por mí, al menos no me tocará vivir toda la porquería que sigue de aquí en adelante —le dije. Pero hubo algo, un silencio “incómodo” que me gritaba en mi interior que no tendría una respuesta “confortable” a eso que pronuncié; y su respuesta antes de morir me dejó petrificado.

—Jasón, lamento mucho en desilusionarte, porque sí te va a tocar vivir todas esas catástrofes que vienen a futuro; porque hoy mueres, pero la reencarnación sí existe… Nos vemos en tu otra muerte, dentro de ochenta años más, y créeme, la próxima vez que nos veamos, no será en un hospital.

© Cuauhtémoc Ponce.   

Lun25Dic202323:49
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Autor: Betty Rodríguez Alberte
Género: Cuento

Julita (Cuento ganador)

Julita era una niña con problemas. Su madre había tenido un parto complicado, por lo que la bebé nació con dificultades para respirar; los neonatólogos decidieron mantenerla en una incubadora hasta que sus pulmones completaran su proceso de maduración y la niña lograra respirar por sí sola. Esa circunstancia, sumada al hecho de que su mamá no pudo tener más hijos, fue suficiente para que sus padres la mimaran mucho... quizás demasiado.

Desde que comenzó a ir al colegio se comportó siempre de manera extraña; no hablaba con nadie; se la veía siempre sola, arrinconada en algún lugar apartado. Las maestras trataron de hacerla participar más en las clases, pero nunca lo lograron. Ella parecía vivir en un mundo propio, al que nadie tenía acceso.

La pequeña no era muy agraciada, y al ser huraña, daba pie a que muchos de sus compañeritos le hicieran bullying. Al no exteriorizar lo que sentía, parecía que nada le afectaba, pero en su fuero interno sufría mucho, tanto que, a veces la invadían fuertes deseos de venganza hacia quienes, según ella, le hacían daño.

Con el paso de los años fue cambiando. Se transformó en una jovencita atractiva, aunque no hermosa. No era segura de sí misma, pero lo aparentaba; asimismo, era muy introvertida y un tanto misteriosa, pero, a pesar de todo, atraía a los muchachos. Ella lo notaba, pero fingía no darle importancia, aunque en su fuero interno se sentía halagada.

Sus padres anhelaban que fuera a la Universidad y, después de graduarse, conociera un buen hombre, se casara y formara su propia familia. Por otra parte, no querían alejarse de su única y adorada hija. Nunca se lo dijeron, pero la joven, aunque no lo expresaba, los conocía muy bien y sabía lo que sentían y deseaban.

Una tarde, mientras estudiaba en la biblioteca, Julita notó que alguien la observaba. Luego de meditarlo un poco, decidió ponerse de pie y hacer de cuenta que iba a buscar un libro; con mucho disimulo miró hacia el lugar donde, creía, se encontraba su admirador. Le gustó lo que vio. Aunque no era guapo, el muchacho, de sonrisa atrevida y mirada penetrante, tenía cierto atractivo. Cuando le guiñó un ojo, ella se sonrojó; de inmediato tomó sus libros y salió disparada del lugar.

Pocos días después regresó a la biblioteca con la esperanza de encontrarse, nuevamente, con el muchacho de quien no había podido dejar de pensar desde el día en que lo conoció. Esperó varias horas, leyendo. Ya se había cansado y se estaba retirando cuando, al llegar a la puerta, se topó con él.

Esta vez el chico la abordó; se presentó como Mathías, le preguntó su nombre y le dijo que le gustaría conocerla mejor. Ella, confundida, no supo qué contestar. Su corazón latía con fuerza; casi sin pensarlo le susurró un número de teléfono y se alejó en dirección a su casa.

Al día siguiente el joven llamó y la invitó a dar un paseo. Ella, de inmediato, aceptó. En un abrir y cerra de ojos se cambió de ropa, arregló su cabello y se maquilló. Les dijo a sus padres que iba a la biblioteca, y salió. Él la estaba esperando en la glorieta. En ese instante comenzó para Julita una historia de amor, ilusión y sueños que la perseguirían toda su vida.

La relación se concretó cuando lo llevó a su casa y lo presentó como su novio. Estaba muy entusiasmada y, a pesar de que no lo decía, ya imaginaba cómo sería su boda, y la vida entera junto al ser amado. Se veía en una hermosa casa, con su marido, rodeada de tres o cuatro niños. Pensar en eso la hacía muy feliz. Transcurrieron varios meses, pero a pesar de mencionar el tema en varias oportunidades, Mathías nunca le propuso matrimonio. Él decía que antes de casarse necesitaba una “prueba de amor” de parte de Julita, pero dada su educación religiosa y puritana, la joven no estaba dispuesta a “entregar su cuerpo”, como ella misma decía, a ningún hombre, sin haber pasado antes por la iglesia.

Luego de un tiempo, Mathías se cansó de esperar y le dio un ultimátum, le dijo que, si ella no accedía a darle lo que él pretendía, se alejaría para siempre. Por lo tanto, Julita, por temor a que la relación terminara, tomó la difícil decisión de hacer lo que su novio le pedía. Después de unos meses la muchacha notó, con mucha preocupación, que el período no le había venido. De inmediato, fue a comprar un test de embarazo y se hizo la prueba; quedó muy sorprendida cuando, en el termómetro, vio dos líneas rojas claramente marcadas, lo que significaba que estaba encinta.

La chica, muy confundida, no sabía qué hacer; a sus padres no les podía decir nada porque estaba segura de que se pondrían furiosos y no aceptarían que su hija tuviera un bebé sin haber pasado por el altar. «Lo primero que debo hacer es avisarle a Mathías... seguramente, él estará de acuerdo en que nos casemos antes de que se me empiece a notar la panza» pensó. Lo llamó, y quedaron de encontrarse en la glorieta del parque. Julita estaba muy nerviosa, pero se tranquilizó al ver llegar a su amado, porque tenía la seguridad de que él lo resolvería todo. Pero nada resultó como ella pensaba; el joven, de inmediato, le dijo: «Debemos hacernos cargo de la situación y, cuanto antes, mejor». En un principio la chica no entendió, pero luego se dio cuenta de que, lo que él trataba de decirle era que debía deshacerse de su hijo.

La joven quedó devastada; nunca hubiera imaginado la reacción de Mathías al enterarse de que iban a tener un bebé. Ella estaba segura de que el joven asumiría su obligación y se casarían; lo que le pedía que hiciera era impensable. Sin poder articular palabra, Julita corrió a su casa, se encerró en su habitación y se echó sobre la cama, llorando desconsoladamente. Luego de unas horas, poco a poco, logró calmarse. Después de pensarlo mucho y, muy a su pesar, tomó la decisión de hacer lo que Mathías le había propuesto, pero... en ese mismo momento juró que jamás iba a perdonar al único hombre que había amado y a quien, según ella, amaría por el resto de su vida.

La pareja concurrió a una clínica, donde Julita se sometió a una intervención. La joven quedó muy dolorida, no solo físicamente, sino también en lo más profundo de su ser. Pero como era su costumbre, no lo demostró, y por un tiempo su vida pareció seguir siendo la misma de siempre. Sin embargo, con el paso del tiempo, la relación con Mathías se fue desgastando, y a pesar de que lo seguía amando, llegó un momento en que cada uno tomó un camino diferente. Ella quería alejarse, por lo que decidió ir a una Universidad ubicada en una ciudad alejada de la suya. Él, por su parte quería quedarse allí, y sin que lo sucedido pareciera haberle afectado, seguir adelante con su vida.

Ya habían pasado muchos meses y Julita casi había olvidado a su ex novio cuando, estando en un restaurante con sus padres, lo vio sentado en una mesa junto a una hermosa mujer. Al notar que él la observaba, desvió su mirada; intentando contener la rabia que sentía, se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. Sus padres, quienes no habían visto a Mathías, notaron algo extraño en el comportamiento de su hija; cuando le preguntaron qué le sucedía, respondió que le dolía el estómago y les pidió, por favor, que abandonaran el lugar.

Unos meses después la joven partió a la Universidad. Quería estudiar filología en español y letras. Sus padres la llevaron y, con mucho dolor, se despidieron de ella en la puerta del dormitorio del campus, el cual iba a compartir con otra chica, a quien todavía no conocía. Julita ordenó sus cosas y, al llegar la nochecita, se recostó en la cama que había elegido, dispuesta a leer un rato antes de dormir, como lo hacía habitualmente.

A la mañana siguiente, cuando despertó, notó que alguien reposaba en la otra cama. «Es mi compañera de habitación» pensó la joven. Se vistió, intentando no hacer ruido, tomó su bolso y se dirigió al comedor del campus donde, luego de desayunar, se quedó observando a los chicos y chicas que entraban y salían. De pronto, una hermosa joven llamó su atención; después de unos segundos la reconoció... ¡era la chica que, hacía un tiempo, había visto en el restaurante junto a Mathías! Julita se sintió muy incómoda, se levantó como movida por un resorte y, de inmediato, se retiró del lugar.

De regreso en su dormitorio tomó los libros y se dirigió al salón en el cual tendría lugar su primera clase del día. Estaba muy nerviosa; pasó toda la mañana sin lograr prestar atención a lo que el profesor decía. Salió del aula y, con la intención de calmarse, decidió dar un paseo por los alrededores. Luego de recorrer los jardines se sintió más tranquila y volvió a clases. El resto del día transcurrió sin novedades.

Era casi de noche cuando regresó a su dormitorio. Antes de entrar notó que la luz estaba encendida. «¡Qué bueno... finalmente voy a conocer a mi compañera de habitación!» pensó. Cuando abrió la puerta su sorpresa fue tal que no pudo articular palabra... ¡la chica que estaba allí era su rival, la hermosa joven a quien ella había visto en el restaurante, en compañía de su ex novio! La joven se presentó.

―Me llamo Raquel, y estoy aquí para estudiar filosofía ―dijo― con una enorme sonrisa, que mostraba unos perfectos dientes, blanquísimos, al tiempo que estiraba su mano. ―¿Cuál es tu nombre y qué cursos vas a hacer? ―preguntó.

―Me llamo Julita... voy a estudiar filología en español y letras... ―murmuró ella, con voz entrecortada.

―Espero que seamos buenas amigas ―agregó Raquel, sin dejar de sonreír.

A partir de ese momento Julita comenzó a indagar sobre la vida de su compañera. Lo que más le interesaba era saber si tenía una relación con Mathías. Poco a poco ambas chicas se fueron abriendo. La más conversadora era Raquel, ya que Julita era muy parca para hablar, más bien intentaba que su rival le platicara sobre su vida íntima.

Después de unos días Raquel le confesó que mantenía una relación con Mathías, pero que ella no tenía intenciones de casarse; solo quería divertirse y pasarla bien. Lo que más le interesaba era estudiar y recibirse... ¡Ya tendría tiempo de formar una familia una vez que obtuviera su diploma y consiguiera un buen empleo!

Transcurrieron unos meses; una mañana Julita notó que Raquel tenía náuseas. Ambas pensaron que había ingerido algo que le podía haber sentado mal al estómago. Pasaron varios días y las molestias, en lugar de desaparecer, aumentaron. Raquel decidió concurrir a la policlínica del campus, donde le hicieron varios estudios; el resultado de los análisis fue que la chica estaba embarazada de cuatro meses.

Cuando Julita supo que Raquel estaba gestando un hijo de Mathías sintió envidia, y también rabia. Lo primero que pensó fue: «Ese bebe debería ser mío; ella no está enamorada de él, en cambio yo sí lo estuve... y aún lo estoy». Además, por lo que la futura mamá le había comentado, Mathías sí deseaba tener a ese niño, algo que puso furiosa a Julita, pero como era su costumbre, no dijo ni demostró nada. Luego de unos días su compañera le confesó que iba a interrumpir su embarazo; eso tranquilizó a Julita, quien, de inmediato le prometió estar a su lado durante, y después del aborto.

Raquel lo agradeció y juntas concurrieron a la clínica.

La futura madre entró al consultorio tranquila, segura de su decisión. Además, el hecho de que su compañera de habitación, a quien ella ya consideraba una amiga, la escoltara, la hacía sentir mejor. Cuando le explicó al médico su situación y su deseo de abortar, el doctor, luego de revisar su historia clínica, levantó la vista, la miró fijamente a los ojos y con mucha severidad le dijo:

―¡Eso no va a ser posible, jovencita! ¡Su embarazo está muy avanzado, y a esta altura no hay forma de interrumpirlo sin poner en riesgo su vida... y la del ser que está creciendo en su vientre!

Raquel lloraba porque, según decía, nunca hubiera imaginado que no le iba a ser posible deshacerse de ese niño, a quien no deseaba. Julita la consolaba y se mostraba preocupada, pero en su fuero interno estaba furiosa porque, lo que en verdad deseaba era que, el bebé de quien ella considera su rival, no naciera. A pesar de su rabia se contuvo y, con una sonrisa forzada le dijo a su compañera que estuviera tranquila, que entre las dos iban a encontrar una solución al problema.

Pasaron los meses y la panza de Raquel crecía. Como no deseaba enfrentar a sus padres no les había contado lo que estaba sucediendo, y temía que, dado que se acercaban las vacaciones, o bien ella tendría que regresar a su casa, o ellos vendrían a visitarla a la Universidad, y la verían en ese estado.

Ahí fue cuando a Julita se le ocurrió una idea: ambas jóvenes debían decir que una amiga las había invitado a pasar el verano en su casa de la playa, que estaba a cientos de kilómetros de distancia de allí.

Cuando Raquel llegó a su séptimo mes, las chicas viajaron a un pueblo alejado, tanto de la Universidad como de sus hogares, para recibir solas y tranquilas al bebé. Se instalaron en la casa de Antonia, una anciana de origen latino que vivía sola, ya que no tenía familia. La Sra. alquilaba un par de habitaciones a jóvenes que quisieran pasar el verano, alejados de todo y de todos. Como Raquel no tenía dinero, Julita había pedido un cheque a sus padres, con la excusa de que necesitaba comprar un automóvil, y ropa adecuada para que ella y Raquel pudieran pasar ese verano en la casa de playa de la supuesta amiga, quién, según ella, las había invitado.

Las dos jóvenes pasaron muy bien los meses siguientes. Todos los días salían de paseo; Julita había leído que hacer ejercicio y en especial, caminar, era bueno para una futura mamá. Raquel ya había aceptado el hecho de tener a su bebé, e incluso empezaba a sentir amor por él. Las chicas buscaban nombres, pero no se ponían de acuerdo. Finalmente, quien encontró el apelativo perfecto fue Antonia... el mismo era Damián.

A los nueve meses, Raquel, con la ayuda de su arrendadora, quién, en su juventud había sido enfermera y asistido a muchas mujeres en sus partos, dio a luz a su hijo. La joven estaba fascinada con el pequeño, y Julita también. Las chicas se turnaban para cuidarlo, pero quien le daba de mamar era, por supuesto, Raquel. Pasó un tiempo y, a pesar de que todo marchaba bien, las jóvenes eran conscientes de que no podrían guardar el secreto por mucho más tiempo, y que, en algún momento tendrían que contarles a los padres de Raquel que eran abuelos.

A finales del verano llegó, a una isla del Caribe, una muchacha joven con un bebé. Se instalaron en una pequeña posada, a orillas del mar. La chica, quien dijo llamarse Giuliana, buscaba un trabajo como profesora de inglés y una vivienda para establecerse con Daniel, su hijito. Los isleños eran muy amables y hospitalarios y, de inmediato, se dispusieron a ayudar a la joven madre. Poco después, la chica ya tenía un puesto en una escuela de la isla y una bonita casita donde alojarse con su pequeño.

En un pueblito perdido, en el continente, la policía trataba de averiguar a quién le pertenecían los dos esqueletos hallados en una casa abandonada, lejos de la ciudad, por un grupo de cazadores. El forense solo había podido determinar que ambas osamentas correspondían a personas del sexo femenino; una de ellas pertenecía a una mujer muy joven, en tanto que la otra concordaba con la de una anciana.



Lun04Dic202301:38
Información
Autor: Servando Clemens
Género: Cuento

Salvado por la lechuza

Salvado por la lechuza



Es angustiante que te rompan la boca, que te arrojen al lodo, que te metan hormigas en los calzoncillos, que te escupan la cara un gargajo de flema fluorescente, que te roben el dinero y que te pateen las bolas sólo porque a un cretino se le ocurrió que era divertido. O tal vez lo hacen por el placer de sentir cómo se hunden sus asquerosos nudillos en las costillas de un debilucho; o posiblemente por el hecho de que los bravucones nos consideran unos perdedores, o por una diversión estúpida… ya no sé qué pensar. Puede ser que ellos sean todavía más miserables.

En realidad, no comprendo sus motivaciones, ¿por qué no seguir cada uno por su trayecto como dos líneas paralelas y al carajo?

Así me sentía al salir de clases y regresar a casa todo apaleado: estúpido y cobarde.

Juan y Alberto me ponían una madriza todos los días y los maestros no hacían nada. A ellos no les interesa meterse en problemas. El director era tío de ese par de imbéciles y la única vez que tuve el valor de denunciarlos, él dijo: "Muchachito, ya es tiempo de que te conviertas en un hombre. No siempre te vas a ocultar debajo de las faldas de tu abuela. Si vuelves por aquí a andar de chismoso, yo mismo te daré un coscorrón, ¿entendido?". Yo respondí: "Sí, señor". Y me fui arrepentido, con la cola entre las patas.

—Otra vez te pegaron —dijo mi abuela en cuanto crucé la puerta—. Mira tu cara, hijo. ¿Qué dirían tus padres si te vieran así? Pensarían que no te cuido bien.

—Pero ya no están aquí. Están muertos y papá nunca me enseñó a partirle la jeta a los pendejos.

—No hables así, su partida fue repentina. Déjame hablar con el director. Ya fue suficiente.

—No lo hagas, abue, sería mucho peor. Yo sé lo que te digo.

—Por lo menos permíteme curarte.

La abuela no dejaba de verme el moretón del ojo derecho. Sacó una compresa de hielo y la colocó en la parte afectada.

—¡Auch!

—Ya, ya… mañana será un mejor día, te lo juro.

Al día siguiente pensé en hacerme el invisible, así que no hablé con nadie. A la hora de recreo me escondí detrás de los botes de basura, esquivando abejas y oliendo cochinadas. Me senté hasta la última fila, en el rincón y no participé en las asignaturas. Todo marchó bien, parecía el alumno invisible. Incluso salté la barda por la parte trasera de la escuela para que esos tarados no me notaran al salir. Volteé para todos lados: no había nadie a los alrededores. Suspiré aliviado. Empecé a caminar mientras chiflaba una canción; estaba feliz porque llegaría limpio a casa después de varias semanas. Di vuelta a la esquina y con lo primero que me topé de frente fue con el puño de Alberto, el cual me rompió la nariz. ¡Crank! De repente me estaba tragando mi propia sangre. Caí de espaldas. Vi el sol y algunas estrellitas que centelleaban alrededor de mis ojos.

—Creíste que te escaparías de nosotros, idiota de mierda —dijo Juan, pateándome la rodilla—. Párate si puedes, enano enclenque.

Alberto me tomó del cabello y me levantó como si fuera un muñeco de trapo. Traté de golpearlo y no logré hacerle ni cosquillas. Era mucho más grande y pesado que yo; eso le pasaba por repetir año por segunda ocasión.

Los compañeros de la escuela empezaron a llegar al circo romano. Pude escuchar las risillas burlescas.

—Ya estuvo bueno, ¿no? —dije casi llorando.

Era más hiriente la vergüenza de ser humillado en la vía pública que el dolor físico.

Alberto me propinó un gancho en la boca del estómago. Sentí el dolor más fuerte de mi vida. No podía jalar aire, seguía tragando sangre y me retorcía en el suelo como un insecto fumigado.

Juan se puso en cuclillas y me dijo en la cara:

—Vamos a divertimos contigo, zoquete.

Alberto sacó de la mochila unas tijeras y dijo que me cortarían el cabello de niña. En ese momento ya no me interesaba nada, solo quería desaparecer de la faz de la Tierra o morir de una vez por todas. Pensé que, si lograba sobrevivir, lo mejor sería no regresar a la escuela; lo mejor era largarme del país.

Alberto puso el filo de la tijera cerca de mi oreja y creí que la cortaría. Todavía no podía levantarme. Mi pierna izquierda estaba agarrotada y tenía ganas de vomitar.

—No, por favor —rogué.

Escuché el chillido de una lechuza. El ave sobrevoló el área y me pareció que atacaba a ese par de fanfarrones.

—Lánzale algo —le dijo Alberto a Juan, mientras se agachaba y buscaba a tientas una piedra.

La lechuza voló más alto y se paró en un poste. El ave nos vigilaba, al menos eso me pareció.

—Maldito pájaro —dijo Juan—. No le pude atinar.

Alberto empezó a temblar, soltó una piedra, caminó como un zombi y luego tartamudeó:

—No-no pu-puedo controlar mi cuerpo.

—¿Qué te pasa? —preguntó Juan con los brazos tiesos como si fuera un robot antiguo—. ¡¿Estás demente?! ¡Aléjate de mí, animal!

Alberto pateó a Juan y este le respondió con una bofetada. Y así siguieron peleando por algunos minutos como niños de cinco años, hasta que un oficial de la policía llegó y los separó. Alberto y Juan se cagaron en sus pantalones como dos bebés sin pañales. Todos los espectadores se desbarataron entre carcajadas y se olvidaron de mí. El oficial no quería subir a su patrulla a esos dos apestosos.

—¿Qué les pasó a tus amigos? —me preguntó el policía.

—No lo sé —dije—. Y no son amigos.

La lechuza lanzó algo parecido a una carcajada, cuyo sonido me recordó a alguien.

—Ya váyanse, muchachos —dijo el policía—. Tomen caminos diferentes y si los vuelvo a ver pelear, los voy a…

Alberto y Juan miraban con ojos confundidos, mientras babeaban como un par de retrasados.

—Sólo váyanse —siguió el policía.

—Y tú —dijo—, ve a que te enderecen esa nariz.

Enseguida subió a su patrulla y se marchó.

Alberto se acercó, intentó hacerme algo, pero lo único que hizo fue darse un puñetazo en la cara.

—No-no sé qué n-nos hiciste, ca-cabrón —tartamudeó Juan—. Pe-pero mañana te irá ma-mal.

Los dos se fueron por distintos caminos, dando tumbos y miré que tropezaban y caían al piso, ellos no podían dar paso firme.

Cuando llegué a casa mi abuela ya me esperaba con la sopa caliente.

—¿Qué te pasó en la nariz? —preguntó, mientras sonreía.

—Me pegaron con una pelota, abue.

—Oh, sí, claro. ¡Qué buen pelotazo te dieron!

Ella sonrió y recordé el graznido de la lechuza.

—Entonces tú… Siempre sospeché que…

—¡Shh! No hables en voz alta, te pueden oír los vecinos.

—Eres una bruja como decía mi papá.

—¡Ja! Todos los yernos dicen lo mismo de sus suegras… pero sí, tu padre tenía razón.

—Así que era verdad lo que decía papá.

—Por más que usé mi magia para alejar a tu padre de mi hija, no fue posible; eso demostró que él la amaba de verdad.

—Así que tú me ayudaste con esos dos mensos. Y tú sí eres una…

—No digas esa palabra, no me gusta, mejor di que soy una hechicera. Y ahora que lo sabes…

La abuela tocó mi hueso roto y la lesión desapareció; la nariz quedó todavía más respingada.

—Oh, es genial. Imagínate todo lo que podemos hacer.

—No, hijo. Prefiero pasar desapercibida, ¿entiendes? Ahora usé los poderes porque era justo y necesario.

—Bueno, abuela, gracias. ¿Y si mañana me quieren hacer…?

—No harán nada, te lo aseguro.

Alberto y Juan ni siquiera se atrevieron a acercarse a mí, tal como lo dijo mi abuela.

Sin embargo, cuando caminaba por los pasillos de la escuela, el director me sujetó del brazo con fuerza y me increpó:

—Supe lo del altercado afuera de la escuela, a ver: ¿qué les hiciste a mis sobrinos?

La lechuza estaba parada en los tejados de la escuela y escuché que soltó otra risotada.

—Yo, nada, señor director.

La mano del tipo tembló y me dejó libre.

—Pero, emm, umm, taaa, ahhmm…

El director ya no podía articular palabra, después mojó los pantalones, se cubrió la entrepierna con el maletín, se disculpó y simplemente corrió hacia los baños.

—Gracias, abuela —susurré, mirando la lechuza que volaba por encima de los salones.



SERVANDO CLEMENS

Lun20Nov202323:39
Información
Autor: Omar La Rosa
Género: Cuento

El extraño viaje de don Pedro Perez

El extraño Viaje de Don Pedro Pérez

Capitulo 1 Retorno

(Córdoba de la Nueva Andalucía, 1610)

  •      Rápido padre Miguel, ¡padre Miguel! –
  •     ¿A que tanto alboroto Luis? –
  •     ¡Venga, venga que Don Pedro está recuperando la conciencia!! –

Sin hacerse repetir la noticia el padre Miguel cerró el breviario que estaba leyendo, tomo la vasijilla con agua bendita y salió corriendo tras el muchacho que había llegado con la nueva.

En el cielo el sol había iniciado ya su curva descendente, por lo que el padre Miguel calculó que Don Pedro había pasado casi 72 hs inconsciente. Era un verdadero milagro  que estuviera regresando a la vida. Nadie podía decir a ciencia cierta que le había pasado. En su cuerpo no había rastros de golpes ni lastimaduras, ni se sabía que hubiese hecho algún exceso o consumido algo que le hubiera podido meter en ese transe, por lo que entre la gente del pueblo se hablaba, sin mucha duda, de un embrujo.

Se sabía que Don Pedro había estado frecuentando las tolderías de los comechingones en busca de un indio que decía haberse cruzado con un grupo de guerreros de una tribu, que él no conocía, que iban vestidos de forma muy extraña y que hablaban una lengua similar a la de los cristianos, aunque con palabras tan extrañas que no los había podido entender.

  •      Seguro que son súbditos de la Ciudad de los Cesares –

Había dicho don Pedro a unos amigos, pero ya nadie creía seriamente en esa leyenda, por lo que el comentario no despertó mayor interés. Ya todos sabían que muchas veces los indios se aprovechaban de la codicia de algunos españoles para, tentándolos con este tipo de cuentos, hacerlos partir lejos de sus tierras.

Sin embargo era posible que la idea haya quedado dando vueltas en la mente de don Pedro, hijo segundón de una importante familia extremeña que, empobrecido por las leyes de mayorazgo, había decidido, como tantos otros, pasar a las Américas en busca de fortuna, luego de una accidentada estadía en el norte de África.

Así pues la mañana que desapareció, aproximadamente 2 meses atrás,  todo el mundo supuso que había partido a lomos de su caballo, el “pescuezo” famoso animal que le pertenecía,  hacia las sierras con el propósito de encontrar la fortuna de una ciudad que ya había hecho desparecer a miles de valientes en la inmensidad de estas tierras del fin del mundo.

No se volvió a tener noticias de él hasta hacia ya tres días, en que reapareció, inconsciente, abrazado al cuello de su caballo.

Así comienza El extraño viaje de don Pedro Perez

https://www.amazon.es/dp/1697463754

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